Читать книгу Pisagua, 1948. Anticomunismo y militarización política en Chile - Verónica Valdivia Ortiz de Zárate - Страница 7
Introducción
ОглавлениеCrecí escuchando la historia relatada por mi padre, Ernesto Valdivia Araya, durante su servicio militar en 1950, que sirve de epígrafe a este libro. Como explico en el capítulo III, el Comandante* del Regimiento Buin, Green Baquedano, en una madrugada les ordenó: «¡Pantalón dentro de la bota! ¡Casco de guerra! ¡Bala pasada! ¡A matar! La ley los ampara». Tras esta orden, mi padre, en tanto conscripto, subió al transporte público armado de un fusil, encargado de asegurar que la micro realizara su recorrido, sin interrupciones. Ante un evento impreciso, estaba autorizado para disparar a matar. Su pasada por el Regimiento Buin era parte de su historial de vida que recordaba continuamente y que nosotros, sus hijas/os, nieta/o y yernos, memorizamos de tanto escuchar, pero sin comprender. Una tarde de sábado de 2014 –año uno de este proyecto Fondecyt– comenzó a recordar, nuevamente, ese episodio y por primera vez pude instalar esa memoria en la historia del país. El relato de mi padre aludía a la facultad legal de las fuerzas armadas, en caso de decretarse Zona de Emergencia, de controlar parte del territorio del país, sacando contingente a las calles para «reimponer» un orden conmocionado. El establecimiento de Zonas de Emergencia fue autorizado por el Congreso Nacional en julio de 1942, siendo parte de los numerosos decretos-leyes y leyes que, a lo largo del siglo XX chileno, se dictaron para neutralizar lo que se considerara amenaza a la Seguridad Interior Del Estado1, es decir, todo aquello que pusiera en cuestión el orden existente, especialmente las ideologías y partidos con idearios anticapitalistas2.
Como explicamos en un trabajo anterior3, esas normativas de seguridad interior del estado surgieron en el contexto del proceso de reforma estatal, tras la crisis del orden oligárquico, ocurrida al termino de la Primera Guerra Mundial, marcada por el desafío del movimiento obrero y las clases medias. Como es sabido, dicha crisis dio lugar a un período de reformas socio-laborales, pero también a golpes militares, dictaduras y redefinición del estado en materia de intervencionismo económico y social. Cuando se aborda dicho período se suele destacar su carácter reformista y el empujón democratizador que supuso. En el trabajo antes mencionado, sin embargo, relativizamos esa tesis, pues si la Constitución de 1925, que sintetizó el proceso de cambio, alcanzaba consenso entre los actores del momento y el conflicto fue institucionalizado4, resultan incomprensibles los sucesivos conatos de represión ocurridos en las décadas siguientes, entre los cuales podemos mencionar a modo de ilustración los más emblemáticos como la «masacre de la Plaza Bulnes» en 1946, el campamento de Pisagua en 1948 o los muertos en el mineral de El Salvador en 1966. Por ello, propusimos vincular la reforma socio-política y económica de los años veinte con la reformulación de los dispositivos represivos del estado.
A nuestro entender, el período transcurrido entre 1918 y 1938 correspondió a un parteaguas, en el cual se discutió el proyecto país, programa en el cual no hubo consenso, sino profundas discrepancias. Aun cuando nadie dudaba de la necesidad de legislación social, nunca hubo acuerdo respecto de sus alcances y límites, pues la presión de los trabajadores y sus portavoces partidarios/políticos fueron definidos como subversión, impulsada por agitadores. Considerando que las leyes sociales y los derechos políticos suponían alterar la institucionalidad, la evaluación oligárquica –trasmutando en derecha– fue que la subversión se filtraba por esa institucionalidad, extremadamente garantista, «liberrísima», en su expresión, por lo que ella debía cercenar las libertades que la hacían posible: de opinión y de reunión, ampliamente utilizadas por el movimiento obrero. Por eso, la reforma socio-política estuvo vinculada a la discusión acerca del Estado de Derecho, no solo en temas de ampliación ciudadana, sino referida a los instrumentos coercitivos del estado que permitieran dominar el cambio. Nuestro planteamiento es que la transición entre un orden plenamente oligárquico y otro más plural implicó el paso entre la masacre como modo de resolución del conflicto y formas coercitivas estatales, que ampliaron sus capacidades de vigilancia y de información respecto de la población en general y también de represión física y legal contra los elementos más disruptivos, los «agitadores» y «subversivos». Ello supuso la organización y centralización de las funciones policiales y de inteligencia, y la sanción de normas que tipificaron como delitos garantías consagradas por la Constitución: los decretos-leyes y leyes de Seguridad Interior del Estado, como las Zonas de Emergencia, donde las libertades de opinión y de reunión, garantizadas por la Constitución, fueron puestas en tela de juicio y susceptibles de suspender. El período de supuesto restablecimiento democrático bajo el segundo gobierno de Arturo Alessandri Palma (1932-1938) estuvo plagado de detenciones de dirigentes de izquierda y sindicales, a quienes se aplicaba reiteradamente el DL 50, que suspendía los derechos civiles y políticos, y que definió como enemigos de la República a quienes propagaran doctrinas que tendieran, por medio de la violencia, a destruir el orden social, la organización política del estado o sus instituciones. En la práctica, su aplicación no requería de actos de violencia reales ni de propuestas en tal sentido. La militancia se volvió una experiencia empapada de coerción. El avance de la izquierda fue producto de su éxito electoral y su capacidad, a pesar de todo, de fortalecerse en las bases laborales y de unirse, a mediados de la década, en una alianza sindical y política que tenía como uno de sus núcleos más importantes el respeto a las garantías constitucionales, las libertades de opinión y de reunión y organización5.
Quienes finalmente impusieron la reforma social –las fuerzas armadas, con Carlos Ibáñez del Campo a la cabeza– pensaban que ella neutralizaría la subversión, la que, además, estaría estrechamente vigilada por los organismos policiales. Pero, para quienes fueran resistentes a ambos tipos de disciplinamiento –los «irreformables», los agitadores, los cabecillas– estaba reservado algún tipo de represión física: la tortura, por parte de Investigaciones6, el confinamiento, la relegación o el exilio. Durante la dictadura ibañista, la isla Más Afuera, en el archipiélago de Juan Fernández, sirvió de lugar de confinamiento/reclusión de dirigentes comunistas y anarquistas, denominados «irreformables». Bajo Alessandri, la tónica fue la relegación7.
Este libro analiza el período en el que, supuestamente, esa trayectoria autoritaria fue desviada hacia una ruta pluralista y respetuosa de la diferencia, cuando por primera vez en la historia del país una coalición no oligárquica de centro-izquierda logró ganar el Ejecutivo y reforzarlo con atribuciones en favor del mundo popular y del desarrollo industrial y urbano del país; cuando el mundo obrero logró representación política, sus líderes ocuparon posiciones en el aparato estatal e influyeron sobre la agenda política nacional8. Sin embargo, como es de público conocimiento, bajo esa misma coalición política se dictó una ley que renegó del pluralismo y excluyó a los comunistas del sistema político en consideración a sus ideas y sus vínculos internacionales –la denominada Ley de Defensa Permanente de la Democracia o Ley Maldita–, y creó un campo de prisioneros en el lejano puerto salitrero de Pisagua, donde miles de militantes suyos y de dirigentes sindicales fueron recluidos durante dos años, quedando bajo la autoridad militar, del Jefe de la Zona de Emergencia, y personal de Carabineros. Es decir, de algún modo, hubo una resurrección de la forma represiva empleada por la dictadura ibañista en la isla Más Afuera, algo impensable bajo un régimen democrático.
La existencia de lógicas represivas bajo regímenes reconocidos como democráticos no ha sido un fenómeno particular de Chile, sino común al conjunto de los países del Cono Sur americano, en todos los cuales los congresos aprobaron normativas que cercenaban los derechos ciudadanos y otorgaban a las fuerzas policiales o castrenses facultades represivas, que excedían su función social. En efecto, según se ha planteado, las prácticas represivas estatales, con anterioridad al golpe militar de 1976 en Argentina, fueron articuladas mediante «un entramado de políticas y prácticas institucionales, consideradas legales», en nombre de la seguridad nacional, contando con el respaldo de un amplio sector político, el cual las legitimó. En consonancia, lo que se fue produciendo fue un avance represivo que erosionó el Estado de Derecho y fue construyendo un enemigo interno9. En Uruguay, desde mediados de los años cuarenta, los partidos Nacional y Colorado estuvieron permanentemente recurriendo a Estados de Excepción Constitucional, como recurso para asegurar el orden sociopolítico tradicional y el papel de esos partidos. Las Medidas Prontas de Seguridad –establecidas constitucionalmente para casos de ataque exterior o conmoción interna– fueron emblemáticas en ese sentido. Dichos estados de excepción fueron utilizados reiteradamente en casos de paralización del transporte público y de los funcionarios de la salud, reprimiendo movimientos sociales y políticos en un período caracterizado históricamente por el auge del Estado de Bienestar, la profundización democrática y la resolución pacífica de las disputas10. Tal como en Argentina, se trató de una herramienta legal contra el movimiento popular, que utilizaba métodos ajenos a los ordinarios, pero dentro del orden legal. Aunque estos estudios no asimilan este tipo de represión con las dictaduras, comparten el juicio de su incidencia en el posterior desarrollo de las lógicas de seguridad y represión.
En el caso de Chile, la tesis del Estado de Compromiso, que habría existido a partir de 1938, ha sostenido el reconocimiento por parte de todos los actores políticos y sociales a la Constitución de 1925 y lo que ella representaba: la democracia política –en su sentido procedimental– y el capitalismo con intervención estatal. Por ello, se hace hincapié en la perspectiva etapista de la revolución, asumida por la izquierda, y una derecha que se habría flexibilizado, desarrollando un compromiso con la institucionalidad, pudiendo convivir con la izquierda marxista, mediada por un centro laico que oscilaba entre los polos11. Las numerosas Zonas de Emergencia decretadas entre enero de 1943 y 1958, la Ley Maldita y el Campo de Pisagua son incomprensibles en esa versión de la historia política de Chile.
La Ley Maldita, en general, ha sido asociada al estallido de la Guerra Fría, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos inició una ofensiva contra los comunistas y su influencia sobre los trabajadores, impulsando su expulsión de los sistemas políticos12. En el caso de Chile, las urgentes necesidades crediticias y la ola de huelgas estallada con la presencia comunista en el gabinete de Gabriel González Videla fueron utilizadas por la potencia del norte para exigir su salida del gobierno. La ley habría buscado detener la agitación comunista entre los trabajadores13, especialmente entre los obreros carboníferos, acusándolos de promover huelgas revolucionarias en esa zona, para imponer un régimen totalitario, subordinado a la Unión Soviética14. Contrariamente, el politólogo Carlos Huneeus ha relativizado la influencia estadounidense en la «guerra al comunismo» y la Ley Maldita, poniendo especial interés en su impacto sobre la democracia chilena. Según dicho autor, esta ley produjo quiebres importantes en los partidos y, en particular, afectó la noción de derechos de los trabajadores en el sentir del empresariado. La ley parecía justificar un desconocimiento de ellos15. En general, los estudios existentes abordan el origen de esa ley, su discusión parlamentaria y su efecto político inmediato con la emergencia del «populismo» de Ibáñez en 1952. No obstante, la herencia de la ley, y su vivencia histórica, pareciera diluirse en los años sesenta, sin efecto alguno, poniendo el énfasis solo en el avance democratizador.
A diferencia de la proliferación de trabajos sobre la ley y su relación con el movimiento obrero, respecto del Campo de Pisagua no ha existido el mismo interés. La mayoría de quienes analizan el período mencionan su existencia, pero se detienen más en la Ley Maldita, sin que se explique el por qué de la creación del Campo, las condiciones de los reclusos y su proyección a la política chilena, salvo la excepción de la tesis doctoral de Alfonso Salgado, quien, desde la subjetividad comunista, observa el impacto personal y sobre las familias de las/os perseguidos16. Una reconstrucción fue elaborada desde la literatura por Volodia Teitelboim décadas más tarde, en el marco de su propio confinamiento en 195617.
El libro que presentamos pretende analizar la historia política de Chile de mediados del siglo XX, entre 1938 y 1958, teniendo como eje articulador el Campo de Pisagua.
Desde nuestro punto de vista, Pisagua fue un Campo de prisioneros políticos que recogió una serie de procesos que estaban sedimentando desde diez años antes y expresó la naturaleza del conflicto político del país, el que se extendería hasta fines de los años cincuenta. En concreto, Pisagua y la Ley Maldita condensaban, por una parte, la evolución que habían experimentado los distintos anticomunismos, de origen católico-conservador, liberal y castrense, todos de carácter doctrinario y militante. A ellos se sumó el de origen socialista, de corte más coyuntural. Estos anticomunismos eran un reflejo de las tensiones que aquejaban a un sistema político en que participaban colectividades con dificultades profundas de convivencia, pero también expresión de los conflictos estructurales en torno a las atribuciones económico-sociales del estado. Ello era producto de discrepancias de fondo respecto del derrotero al que la Constitución de 1925 conducía al país, por lo cual era objeto de disputas. En este sentido, el anticomunismo se ligaba a la existencia de cosmovisiones antagónicas, pero, de modo especial, a la lucha contra el estatismo, representado por la izquierda y la eventual amenaza al derecho de propiedad. Tanto la ley de 1948 como la creación de un «Campo de prisioneros políticos» tuvieron relación con el conflicto interno del país. La forma política, administrativa y legal que asumió la exclusión tenía una impronta oligárquica-castrense con una larga trayectoria, mientras que el Campo de Pisagua recogió el legado ibañista y, especialmente, la experiencia de la Segunda Guerra Mundial.
En segundo lugar, el Campo de Pisagua fue una expresión de la militarización del conflicto político que se había estado produciendo desde los años cuarenta, esto es, la incorporación de las fuerzas armadas a tareas de orden interno, de control social. Ello contradecía el sentido de la reformulación estatal de los años veinte, que buscaba apartar a esas instituciones de esas labores. Su reintegro se vinculó a factores externos –la Segunda Guerra Mundial–, pero fue utilizado por los distintos gobiernos para enfrentar un conflicto socio-político que no encontraba vías de solución dentro de la institucionalidad existente. El decreto de Zonas de Emergencia, que daba amplias atribuciones a los jefes de Zona, se convirtió en una práctica habitual y permanente para enfrentar a un movimiento obrero fortalecido con su institucionalización. Esta interpretación del accionar militar pone en cuestión la tesis del «constitucionalismo formal» y la ausencia total de una doctrina, antes de la Seguridad Nacional y la contrainsurgencia.
La expansión del anticomunismo y la militarización del conflicto, sintetizado en el Campo de Pisagua, tuvo efectos importantes en el sistema político. Respecto de las fuerzas armadas favoreció un proceso de autonomización castrense, aunque no desarrollado en toda su potencialidad, pues todavía el mando civil lograba imponer su autoridad, pero abrió una vía a su socavamiento. Los años sesenta profundizarían ambos fenómenos. En relación a las derechas, y tal como plantea Huneeus, la Ley Maldita y el Campo de Pisagua las distanciaron más de la legitimidad de las demandas sindicales, observando en el anticomunismo estatal y en sus dispositivos represivos, un eficaz instrumento de domesticación del movimiento obrero. La derecha política confirmó su diagnóstico acerca de la necesidad de limitar las garantías constitucionales, en materia de libertad de expresión y de reunión. A su entender, la institucionalidad liberal-capitalista debía ser protegida, a través de una redefinición del Estado de Derecho, menos garantista. La alternativa de una extirpación a través de la reclusión en un Campo no fue desconocida por este sector. Al contrario, la izquierda, especialmente los comunistas, abogó por respetar y ampliar las libertades públicas, ya que el crecimiento y potencialidad de la izquierda estaban ligadas a la democracia representativa, a las libertades de asociación (sindicatos, organizaciones culturales, deportivas), de difundir su pensamiento a través de distintos medios de comunicación (prensa, folletería) y de ocupar el espacio público fortaleciendo el Estado de Derecho y el carácter garantista del ordenamiento jurídico, oponiéndose a normas que apuntaran a la restricción de la ciudadanía. En el caso de los socialistas, esta tendencia sufrió un retroceso entre 1946 y 1948, cuando colaboraron en la persecución, pero volvió a retomar su curso durante los años cincuenta, cuando se concretó la unidad de las izquierdas. En este sentido, si bien la crisis de 1948-1949 produjo efectos negativos –como sostiene Huneeus–, desde otra perspectiva favoreció una definición partidaria respecto de las libertades, el Estado de Derecho y los dispositivos coercitivos del estado.
Los factores internacionales, como la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, ejercieron influencia, pero sobre un conflicto que era esencialmente nacional. La injerencia estadounidense polarizó esa contienda, pues ofreció a los anticomunistas herramientas interamericanas para combatirlos, proceso que estaba en sus inicios, y agudizó la resistencia de los comunistas y sus intentos por impedir la hegemonía de Estados Unidos. A la vez, las tácticas estadounidenses potenciaron la intervención civil de las fuerzas armadas, aunque no las determinaron. No obstante, la lucha en distintos puntos del globo influyó las percepciones de los actores, las que utilizaron para argumentar o legitimar sus opciones.
Siguiendo al historiador brasileño Rodrigo Patto Sá Motta, entendemos por anticomunistas a quienes combatían a esa ideología, el partido y sus adherentes, a través de la acción y/o el discurso, comprendido como la síntesis marxista-leninista que dio vida al bolchevismo y al modelo soviético. Su expansión mundial activó a sus opositores, los que se propusieron desarrollar una contraofensiva para detener la amenaza revolucionaria18. En el caso de Chile, Marcelo Casals ha propuesto que la amenaza comunista se superpuso a las tendencias contrarrevolucionarias decimonónicas presentes en las elites chilenas y al desafío del movimiento obrero, consolidándose en los años de la Depresión19, interpretación que compartimos. En ese sentido, el anticomunismo no refería exclusivamente a ese partido, sino también a los desafíos populares y sus aliados mediocráticos, anticapitalistas. Complementando las propuestas de Patto Sá Motta y Casals, este estudio analiza el anticomunismo en el marco del desarrollo institucional del país y en relación a los dispositivos represivos.
Entendemos por militarización de la política la intervención de los militares en el debate y la acción política –actividades ajenas a su profesión–, lo cual provoca una desviación de su función social –la defensa externa–, irrumpiendo en ámbitos propiamente civiles20. La militarización política puede implicar, de igual forma, la apelación de los civiles a un papel o función política de esos organismos. Así, la militarización social es el «proceso por el cual los valores, la ideología y los patrones de conducta militares adquieren una influencia en los asuntos políticos, sociales, económicos e internacionales del estado»21. En el período que analizamos, la circulación de ideas castrenses alcanzó amplia difusión, sacando a los militares de los cuarteles. Su forma represiva de solución del conflicto permeó el sistema político chileno.
Nuestro marco temporal se justifica en la naturaleza del conflicto político en Chile (1938-1958), definido hasta fines de los cincuenta por la cuestión obrera. Hasta esa fecha, el movimiento obrero tradicional y el Partido Comunista fueron percibidos como la principal amenaza al orden capitalista existente y la resistencia de los trabajadores a su total domesticación. Esa amenaza se afincaba en la persistencia institucionalizadora de la izquierda, la fuerza que ella le ofrecía y su efecto estatal. La Ley Maldita, los decretos y las leyes de Seguridad Interior del Estado, de 1925 a 1932, y la de 1958; el tipo de acción policial ejercida por Carabineros e Investigaciones y la existencia puntual de «Campos de prisioneros» reflejaron ese sesgo del conflicto, dirigido a impedir un poderío incontrolable. Igualmente, esas normas e instituciones policiales hacían manifiesta la forma de combatirlo, toda vez que los dispositivos represivos estatales se adecuan al tipo de amenaza, a lo que se define como tal. El levantamiento popular del 2 de abril de 1957, inicialmente contra un alza de tarifa del transporte público, de características inesperadas y señal de los cambios que viviría el conflicto en los años sesenta, tuvo un efecto fundamentalmente político, no así sobre los dispositivos represivos. La forma utilizada todavía correspondía al período de estudio que cubre este libro. En ese sentido, Ibáñez cerró el ciclo iniciado en 1925.
La narración de esta historia comienza con una descripción del Campamento de Pisagua en 1947-1949, en un intento por situar al lector en el momento en que los obreros y comunistas fueron denominados una amenaza revolucionaria, apresados y trasladados a ese puerto salitrero. El capítulo I describe su llegada y reclusión, los organismos de apoyo y ayuda con que pudieron contar, así como la resistencia del Partido Comunista desde la clandestinidad y de sus aliados en el espacio público. El capítulo no tiene un afán analítico, sino, expresamente, situacional, por lo cual recurre a numerosas y variadas fuentes primarias, rescatando a los sujetos en ese instante. Este trazo –suspendido en el tiempo– lo utilizo para interrogar, posteriormente, respecto de la relación del Campo de Pisagua con la evolución política del país desde 1938. Por eso, su descripción es la entrada al libro, destacando en él términos, fenómenos y procesos que se analizarán en los capítulos subsiguientes. Pisagua como síntesis de una multiplicidad de complejas corrientes.
El capítulo II inquiere sobre el desarrollo de distintos anticomunismos y su vínculo con la Ley Maldita, en un marco de tiempo que excede el triunfo de Gabriel González y la presión norteamericana. Su apuesta es que la expulsión de los comunistas, a través de esa ley, debe pensarse en una periodización y proceso más amplio. El capítulo persigue situar la Ley de Defensa de la Democracia, revisando el período 1938-1948 desde tres aspectos. En primer lugar, el efecto del anticomunismo sobre el funcionamiento del sistema político, tanto respecto de la derecha como del Partido Socialista; la diferenciación entre anticomunismos doctrinarios y la opción represiva, toda vez que sostenemos que el anticomunismo no es sinónimo de represión, necesariamente. La ley es vista como un punto de llegada de diversos procesos. En segundo lugar, se ausculta la relación entre los anticomunismos y el estatismo económico-social que encarnaron el Frente Popular y las coaliciones de centroizquierda hasta la gestión de Gabriel González. Por último, instalamos la Guerra Fría dentro de las modificaciones que sufrió el sistema interamericano tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, pero como un proceso en construcción, buscando observar y ubicar a los actores en ese contexto específico.
El capítulo III aborda el problema de la militarización política que se puede observar en Pisagua, explorando la participación de las fuerzas armadas en el conflicto político del país, a través de las Zonas de Emergencia desde 1943. Se busca determinar el impacto de la Segunda Guerra Mundial en materias militares en América Latina y los cambios que afectaron a las nociones de seguridad externa e interna. El capítulo recorre las Zonas de Emergencia, detectando las huellas sobre el profesionalismo militar, las relaciones cívico-militares y su politización. Finaliza con las Zonas de Emergencia que dieron vida a Pisagua.
Una vez examinado el camino seguido por la política en los años cuarenta, nos aproximamos a una precisión histórica de Pisagua. El capítulo IV reflexiona sobre una posible definición del Campo que se creó allí, a partir de la evolución de los dispositivos represivos estatales y la influencia de la Segunda Guerra Mundial. Asimismo, explica por qué se le llamó «campo de concentración».
El capítulo V evalúa la proyección del Campo de Pisagua y de la Ley Maldita, escudriñando la relación del gobierno de Carlos Ibáñez con el movimiento obrero en un contexto democrático, a la luz de las herencias dejadas por la experiencia de Gabriel González. Se reflexiona acerca del carácter de la amenaza y los efectos sobre los dispositivos represivos.
El capítulo VI analiza la militarización del conflicto en la nueva fase de la Guerra Fría, bajo el giro autoritario del Presidente Eisenhower, en el marco de la Guerra de Corea, el golpe militar en Guatemala y su impacto en el sistema interamericano, y el estallido del Tercer Mundo, que modificaron el carácter del conflicto, la naturaleza del liderazgo estadounidense y la lucha contra el comunismo.
El libro finaliza con un Epílogo, el cual aborda la derogación de la Ley Maldita y su reformulación en la de Seguridad Interior del Estado de 1958.
1* Los nombres de entidades, organismos o colectividades institucionales, así como los sustantivos comunes y los nombres de cargos y grados, se han mantenido con mayúscula inicial, usados así por la autora por ser convención disciplinar. Las palabras estado, gobierno y nación se usan aquí en minúscula por expresa voluntad de la autora.
La reconstrucción más completa de esas normativas y estallidos de represión estatal en Elizabeth Lira y Brian Loveman, Las suaves cenizas del olvido. Vía de la reconciliación política, 1814-1932. Santiago, 1999; Las ardientes cenizas del olvido. Santiago, LOM, 2000; Arquitectura política y seguridad interior del Estado. 1811-1990. Dibam, 2002; Poder Judicial y conflictos políticos en Chile (1925-1958). Santiago, LOM, 2013.
2 Hugo Frühling. «Fuerzas armadas, orden interno y derechos humanos». En Hugo Frülingh, Carlos Portales y Augusto Varas. Estado y Fuerzas armadas en el proceso político chileno. Santiago, Flacso, 1982, p. 35.
3 Verónica Valdivia Ortiz de Zárate. Subversión, coerción y consenso. Creando el Chile del siglo XX (1918-1938). Santiago, LOM, 2017.
4 Esta tesis fue inicialmente planteada por Norbert Lechner en La democracia en Chile, Santiago, Flacso, 1970, pero está también en aquellos que han suscrito la idea de estado de Compromiso, como por ejemplo Tomás Moulian, «Desarrollo político y estado de Compromiso: desajuste y crisis estatal en Chile», Estudios Cieplan, No. 8, 1982 y en Las contradicciones del desarrollo político chileno, Santiago, LOM, 2009.
5 Verónica Valdivia O. de Z. Subversión, coerción y consenso, op. cit., cap. VII.
6 Camilo Plaza. «El Servicio de Investigaciones y la policía política en Chile (1933-1973)». Manuscrito inédito.
7 Ibid., caps. II y VII.
8 Esa es la mirada clásica, a pesar de las tensiones. Sofía Correa et. al. El siglo XX chileno. Santiago, Sudamericana, 2000; Arturo Valenzuela. El quiebre de la democracia en Chile. Flacso, 1978.
9 Marina Franco. Un enemigo para la nación. Orden interno, violencia y subversión, 1973-1976. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2012, la cita en p. 17.
10 Mariana Iglesias. «La excepción y la regla. Estado, partidos políticos y Medidas Prontas de Seguridad en Uruguay, 1946-1963». Tesis de Maestría, Buenos Aires, Universidad del General Sarmiento, 2010; una síntesis en «La excepción como práctica de gobierno en Uruguay, 1946-1963». Contemporánea, No. 11, Montevideo, 2011, pp. 137-156; Leandro Kierszenbaum. «Estado peligroso y Medidas Prontas de Seguridad: violencia estatal bajo democracia (1945-1968)». Contemporánea, No.12, Montevideo, 2012, pp. 97-114.
11 Tomás Moulian. Democracia y socialismo. Santiago, Flacso, 1983; Paul Drake. Socialismo y populismo en Chile. Valparaíso, Ediciones UCV, 1993; Sofía Correa. Con las riendas del poder. Santiago, Sudamericana, 2000 y Marcelo Casals. El alba de la revolución. La izquierda y el proceso de construcción estratégica de la «Vía chilena al socialismo», 1956-1970. Santiago, 2010 y, del mismo autor, La creación de la amenaza roja: del surgimiento del anticomunismo en Chile a la campaña del terror de 1964. Santiago, LOM, 2016. Una versión alternativa sobre las derechas en Verónica Valdivia O. de Z y Julio Pinto V, «Repensando a la derecha chilena, 1925-1932», Moscú, Istoriya, No. 5, 2020.
12 Gilbert Joseph y Daniela Spenser (editores). In from the Cold. Latin America’s New Encounter with the Cold War. Durham, Duke University Press, 2007, p. 20; Frederick Katz. «La Guerra Fría en América Latina». En Daniela Spenser (coordinadora). Espejos de la Guerra Fría: México, América Central y el Caribe. Ciesas, 2004, pp. 18-20; Greg Grandin. The Last Colonial Massacre. Latin America in the Cold War. The University of Chicago Press, 2004, pp. 5-8; Piero Gleijeses. La esperanza rota. La revolución guatemalteca y los Estados Unidos, 1944-1954. Guatemala, Editorial Universitaria-Universidad de San Carlos de Guatemala, 2008, p. 307.
13 Alberto Aggio. Frente Popular, radicalismo e revolução passiva no Chile. São Paulo, Anna Blume/FAPESP, pp. 152-153.
14 Jody Pavilack. Mining for the Nation: The Politics of Chile”s Coal Communities from the Popular Front to the Cold War. The Pensylvania University Press, 2011. Una revisión más pormenorizada de la bibliografía existente en el capítulo II.
15 Carlos Huneeus. La Guerra Fría chilena. Gabriel González Videla y la Ley Maldita. Santiago, Debate, 2009.
16 Alfonso Salgado. «Exemplary Comrades: The Public and Private Life of Communist in Twentieth-Century Chile», Columbia University, 2016.
17 Volodia Teitelboim. Pisagua. La semilla en la arena. Santiago, LOM, 2002. La primera edición es de 1973.
18 Rodrigo Patto Sá Motta. Em guarda contra o perigo vermehlo. Sao Paulo, Editora Perspectiva S.A., 2012.
19 Marcelo Casals, op. cit.
20 Genaro Arriagada. El pensamiento político de los militares. Santiago, Cesoc, 1981, p. 54; Alfred Stepan Repensando a los militares en política. Cono Sur: un análisis comparado. Buenos Aires, Planeta, 1988.
21 Carlos Portales. «Instituciones políticas y fuerzas armadas». En Frühling, Portales y Varas, op. cit., p. 12.