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1. GÉNESIS Y CONSOLIDACIÓN DE LA CASA DE MEDINACELI

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Medinaceli, uno de los más importantes títulos de la aristocracia española, se constituye como un caso paradigmático del complejo proceso de renovación nobiliaria que supuso la revolución trastámara. El infante de Castilla Enrique de Trastámara se vio precisado a recompensar con honores, títulos y donaciones, las conocidas como mercedes enriqueñas, a sus partidarios en la guerra civil que libró a mediados del siglo XIV contra su hermanastro, el entonces rey Pedro I de Castilla. Entre los favorecidos por las donaciones del futuro Enrique II se encontraba Bernal de Béarn, hijo bastardo del noble francés Gastón de Foix, a quien entregó en 1368 con el título de conde la villa de Medinaceli y sus 107 aldeas.1 Pero la ayuda y protección del monarca a la nueva Casa nobiliaria no se limitó a la concesión del título de Condado de Medinaceli, Enrique II facilitó la unión matrimonial de Bernal de Béarn con el último vástago del preclaro linaje de los de la Cerda, descendientes directos del rey Alfonso X de Castilla. En 1370 Bernal contraía matrimonio en Sevilla con Isabel de la Cerda, heredera de los señoríos de la recompensa y del señorío del Puerto de Santa María, verdadera joya de la Casa ducal durante varias centurias. Previamente, en 1366 Enrique de Trastámara había confirmado a Isabel en las posesiones del linaje de la Cerda. De este modo, el Condado de Medinaceli aumentaba considerablemente sus rentas y, sobre todo, su prestigio, al emparentar con la Casa real castellana por su ascendencia regia.

La incorporación del linaje de la Cerda al Condado de Medinaceli supuso una profunda renovación de aquella ilustre estirpe castellana2 y a la jovencísima Casa de Medinaceli le permitió encumbrarse en la cúspide del estamento nobiliario, futura Grandeza de España. A partir de ese momento, la concentración de la base territorial, hasta entonces muy diseminada, se constituirá en el objetivo primordial de la Casa nobiliaria y la mayoría de los señoríos pasarán a convertirse en meros dominios accesorios, sirviendo a través de la permuta o la compraventa para la adquisición de otras posesiones más próximas a Medinaceli.3 A mediados del siglo XV esta política de concentración territorial, a la que también coadyuvaron las mercedes regias y los enlaces matrimoniales, presentaba unos resultados más que evidentes. En esos momentos, ya pueden considerarse conformados los tres grandes núcleos territoriales que compondrán la Casa de Medinaceli hasta los inicios del siglo XVII.4 El primero, un extenso estado señorial con más de 2.500 km2, con cabecera en la villa de Medinaceli y desarrollado por el sur de la actual provincia de Soria y el norte de la de Guadalajara. Otro estado muy cercano, en el noroeste de Guadalajara, con centro en la villa de Cogolludo.5 Y, por último, el más reducido en extensión pero el más valioso y floreciente, el señorío del Puerto de Santa María, en Cádiz, calificado por Domínguez Ortiz como la avanzadilla marítima de una casa nobiliaria de sólida raíz meseteña.6 Estos dos últimos estados venían a suponer, en conjunto, cerca de 2.000 km2.

El periplo de la Casa condal de Medinaceli concluía con su quinto conde, Luis de la Cerda. Hombre de carácter marcadamente renacentista, Luis de la Cerda destacó en el último tercio del siglo XV por su intento de asumir la Corona de Navarra y por el decidido apoyo a Cristóbal Colón en la gestación de la empresa del descubrimiento de América. Pero para la Casa de Medinaceli la relevancia de Luis de la Cerda estriba en la transformación del condado en ducado, concedido por los Reyes Católicos en el año 1479. El título ducal era el reconocimiento al papel que el V conde de Medinaceli había desempeñado en la complicada y convulsa política peninsular que desarrollaron los Reyes Católicos. Luis de la Cerda no fue un guerrero, a diferencia de muchos de sus antepasados, pero supo estar al lado de los príncipes Isabel y Fernando en la Guerra de Sucesión castellana y, posteriormente, acatar las disposiciones que se le plantearon, algunas de ellas poco favorables para su persona, como la renuncia a sus aspiraciones a la Corona de Navarra.

Medinaceli entraba en el siglo XVI como una de las principales casas nobiliarias, con tratamiento de Grandeza de España, perteneciendo a un reducidísimo grupo con un notable peso político y social que las distinguía dentro un estamento nobiliario marcadamente heterogéneo.7 Se considera que en 1520 existían solo 25 títulos de Grandeza de España, que recaían en 20 familias o linajes españoles. Esta auténtica élite aristocrática no presentaba, sin embargo, profusos signos que la diferenciaran del resto de la nobleza, pero los que se reconocían encerraban un potente simbolismo y abrían un gran abismo social. Destacaba el tratamiento de primos que les aplicaban los monarcas españoles, reflejo de la ascendencia regia que tenían algunos de los integrantes de esta antigua Grandeza. La Casa de Medinaceli justificaba su descendencia del príncipe Fernando de la Cerda, realce que aumentará cuando Medinaceli se agregue el Ducado de Segorbe, heredero de la Casa Real de Aragón.

Pero estos privilegios no pasaban de ser mero formulismo y el poder y la capacidad de influencia de la élite aristocrática no podía sustentarse en cuestiones de mera etiqueta, aun cuando estas pudieran tener gran trascendencia para la época. La principal misión de la nobleza desde su configuración como estamento había sido la militar, pero a finales del siglo XVI la consolidación del Estado moderno le había privado de esa función. Los diferentes linajes que habían ido conformando la Casa de Medinaceli obtuvieron una parte importante de sus señoríos, títulos, cargos y honores como recompensa del auxilium proporcionado a la Corona. Ahora, transfigurado su papel guerrero en cortesano, la élite aristocrática debía intentar aprovechar de la mejor forma posible su otra obligación vasallática para con el monarca, el consilium.

La Grandeza comenzó a desplazarse hacia la Corte, con el ánimo de conseguir el favor del rey para mantener su posición económica y social porque su poder político había quedado notablemente mermado por la creciente concepción autoritaria de la monarquía. Como expresa Antonio Domínguez, «la grandeza asimiló la lección y, comprendiendo la inutilidad de cualquier tentativa armada, se aprestó a reconquistar su influencia indirectamente, como auxiliares y súbditos predilectos de sus reyes».8 Y el resultado fue notorio: en España, a diferencia de lo que venía ocurriendo en Francia o Inglaterra, no se produjeron revueltas aristocráticas, aunque, como señala Antonio Morales,9 la domesticación de la nobleza no derivó en una disminución de su dominio, reforzado por el incremento de los títulos concedidos y por la ocupación de cargos públicos, por lo que se puede hablar con propiedad en la época de los Austrias menores de una apropiación del Estado. El linaje de la Cerda obtuvo continuas distinciones y cargos de relevancia política, que culminarían con el nombramiento del VIII Duque como primer ministro entre los años 1680 y 1685.

Pero a diferencia de lo que había ocurrido en el último tercio del siglo XIV y el siglo XV, el crecimiento de la Casa de Medinaceli no se iba a producir por la cercanía a la monarquía y a los cargos, honores y mercedes que de ella pudiera conseguir. En los años finales del siglo XVI y, sobre todo, durante el siglo XVII, en más de una ocasión las embajadas, virreinatos peninsulares u otros servicios encomendados por el rey supusieron a la Casa enormes dispendios económicos y parcos beneficios. En el siglo XVII, la espectacular progresión de la Casa de Medinaceli tuvo como razón última los sucesivos enlaces matrimoniales no exentos de fortuna. No obstante, como señala Enrique Soria, «la fortuna, analizada estadísticamente, no es otra cosa que la probabilidad».10 Y en la España de la época moderna la posibilidad de extinción de linajes nobiliarios no era ciertamente escasa. La plena consolidación del mayorazgo como institución que preservaba prácticamente íntegro el patrimonio de la familia y las prácticas matrimoniales, en su mayoría de obligada homogamia, facilitaron la desaparición de un número importante de casas nobiliarias cuyas posesiones pasaron a engrosar extraordinariamente el patrimonio de otras casas en continuo ascenso.

Todas las grandes casas nobiliarias españolas tuvieron en la institución del mayorazgo el principal instrumento para acumular nuevos patrimonios en la línea troncal, gracias a los enlaces matrimoniales entre iguales, en los que ambos cónyuges eran poseedores de mayorazgos o estaban en condición de alcanzarlos si se extinguía la sucesión directa de sus respectivas casas nobiliarias. Así crecieron en títulos y patrimonio, en algunos casos hasta la desmesura, los Alba, Alburquerque, Medina Sidonia, Villahermosa o, en especial, Osuna. Expansión que se desarrolló, en buena medida, entre los siglos XVIII y XIX, pero en el caso de Medinaceli el proceso fue mucho más precoz, y se consumaron los matrimonios más relevantes en el siglo XVII y la primera mitad del XVIII.

Hasta el año 1639, fecha en la que se agregó la Casa ducal de Alcalá de los Gazules, su situación no había sido tan brillante. Durante el siglo XVI y primer tercio del siglo XVII, de entre las veintiuna casas ducales castellanas, Medinaceli ocupaba el decimoquinto lugar en la percepción de rentas. La preeminencia del linaje de la Cerda no había venido acompañada de una situación económica pareja. Resulta significativo comprobar cómo la Casa de Alcalá de los Gazules, transformada en ducado en el año 1558 y titulada como Grandeza de España de Segunda Clase, disponía del doble de rentas que Medinaceli.11 Por ello, podemos considerar trascendental para la Casa de Medinaceli su unión con Alcalá de los Gazules, al permitirle incrementar de una forma muy significativa sus rentas y patrimonios, y haciendo bascular hacia el sur peninsular el centro de su poder económico. Este desplazamiento geográfico hacia Andalucía, definitivo con la agregación en los decenios siguientes de las casas de Comares y Priego, no solo tuvo un carácter económico, sino que también supuso una fuerte identificación de la Casa ducal de Medinaceli con este territorio y, en especial, con la ciudad de Sevilla.

Pero la incorporación de nuevos dominios no iba a centrarse exclusivamente en Andalucía; en el proceso de expansión emprendido resultarían decisivas las anexiones de varias casas nobiliarias pertenecientes a la Corona de Aragón y, entre ellas, algunas de las valencianas más significadas. A ellas dedicaremos la atención en los siguientes epígrafes.

El ocaso de los dominios valencianos de los Medinaceli

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