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4.2.3.La singularidad de Bernardo Pérez de Robles (1621-1683): un escultor entre las ciudades de Lima y Salamanca

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El taller del escultor Bernardo Pérez de Robles será el encargado de aglutinar y atender las demandas de la clientela salmantina avanzada la mitad del siglo XVII. En esta ciudad nace, en el año 1621, fruto del matrimonio que Jerónimo Pérez de Lorenzana (c.1570-c.1642), escultor natural de Alba de Tormes, formó en segundas nupcias con Catalina de Robles. Su formación debió tener lugar en el obrador paterno, un artista sin embargo de medianos vuelos, a quien superará ampliamente su hijo Bernardo. En este confluye la circunstancia especial de haber sido uno de tantos aquellos aventureros que embarcaron rumbo a Indias en busca de fortuna, adquiriendo por tanto la condición de indiano o perulero, según la designación que entonces se empleaba para referirse a los que marchaban a Indias y sobre todo al Perú[196].

Una de las primeras noticias que tenemos sobre el artista nos permite documentar el trabajo que realizaba en 1637 dentro del taller paterno y formando parte del equipo de escultores y canteros encargados de esculpir los capiteles y otros trabajos pétreos destinados a la iglesia de las Agustinas recoletas de Salamanca[197]. Poco después se documenta en Perú la estancia de un Bernardo de Robles y Lorenzana como vecino de Lima en 1644, tras haber pasado un tiempo indeterminado en Sevilla —ciudad a la que es posible que llegara hacia 1642— tratando de lograr la licencia de embarque. En la ciudad limeña contrajo matrimonio con doña Ana Jiménez de Menacho —hija de un proveedor de carne en Lima—, unión de la que nacieron seis hijos, uno de los cuales continuó la profesión paterna, José Pérez de Robles[198].

Bernardo Pérez de Robles desarrolla en América una amplia labor como escultor, donde llega a convertirse en un especialista en la talla de los Crucificados. Hasta los años finales de la década de 1990, tan solo teníamos referencia de la bella imagen de la Inmaculada de la catedral de Lima, que laboró en 1655 junto al resto de esculturas y relieves del retablo de su capilla, y del Cristo de la Vera Cruz que hizo para la iglesia de Santo Domingo en Arequipa en 1662, donde se conserva[199]. Gracias a los recientes trabajos de Rafael Ramos Sosa, este catálogo se ha visto notablemente ampliado con los Crucificados de los monasterios de Santa Clara y de Ntra. Sra. del Prado, ambos en Lima, realizados hacia mediados del siglo XVII, y que le atribuye[200], además del que se conserva en el templo de la Compañía de Jesús en Ayacucho (Perú)[201]. Ramos Sosa intuye que nuestro escultor también debía dedicarse a algún negocio con pingües beneficios que le llevaría a recorrer los Andes. Tal circunstancia le permite explicar su traslado hasta Arequipa para realizar en 1662 el antes citado Cristo de la Vera Cruz para la iglesia de Santo Domingo. Junto a esta especialidad como escultor de Crucificados se une una amplia producción como imaginero, en la que descuella la imagen de san Francisco conservada en el monasterio limeño de Santa Clara[202], entre otras obras.

Bernardo Pérez de Robles regresará a España hacia 1670, adoptando de forma definitiva este nombre con el que va a ejercer su actividad en la ciudad de Salamanca tras ingresar como hermano terciario franciscano. Como ofrecimiento, en 1671 hizo varias imágenes para el convento salmantino de San Francisco, de las que se conserva el Cristo de la Agonía (Fig.22). El artista debió traer consigo esta admirada talla desde el otro lado del Atlántico; está fabricada en costoso nogal americano, razón por la que probablemente no se encarnó.


Fig. 22. Bernardo Pérez de Robles, Cristo de la Agonía, 1671. Salamanca, convento de San Francisco.

La crítica histórico-artística —D. Manuel Gómez Moreno y su hija María Elena[203]— ha subrayado la influencia de Martínez Montañés que se percibe en la obra, lo que viene a corroborar la estancia que hizo en Sevilla antes de embarcar rumbo a América. También debió ver las obras que se conservan en Lima procedentes del obrador del dios de la madera. De este deriva la esbeltez de las proporciones, la angostura de las caderas, junto a la serenidad del rostro, que conserva una imperturbable paz, a pesar de no tratarse de un Cristo muerto sino aún vivo, antes de entregar el espíritu al Padre en medio de atroces tormentos, según describe Rodríguez de Ceballos[204]. Pero la vigorosa insistencia —continúa describiendo el padre Ceballos— en el modelado anatómico de músculos, tendones y venas, que se resalta aún más por la ausencia de policromía, el hundimiento del vientre, lo que viene a subrayar mucho el arco torácico, junto a la pronunciada torsión del tronco en contrapposto con las piernas, lo alejan de los modelos montañesinos. El paño de pureza también va tallado en amplias curvas y abundantes y arremolinados pliegues, que no dejan ver la típica triangulación montañesina. Pende el perizoma de una cuerda ceñida con fuerza. La cabellera y la barba se disponen en finas guedejas muy onduladas y terminadas en punta, tal vez como recuerdo arcaizante de las que se hacían en Salamanca a comienzos del siglo XVII por parte del obrador de los maestros de Toro, según se ponía de manifiesto en el citado retablo desaparecido de Peñaranda de Bracamonte.

De la producción del artista cabe citar también las esculturas que hizo en 1667 destinadas al retablo mayor de la iglesia parroquial de Los Villares de la Reina: desde el ático domina el todo la imagen de un Crucificado en el que es evidente una mayor influencia del arte castellano, escoltado a ambos lados por dos arrebatados ángeles y en los costados del primer cuerpo por san Pedro y san Pablo, con el titular san Silvestre en el centro[205]. También se conserva de su mano la bella imagen de san Pedro de Alcántara que hizo para la catedral de Coria (Cáceres), y que ya estaba terminada en 1676[206].

Escultura Barroca Española. Las historias de la escultura Barroca Española

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