Читать книгу De la personalidad al nudo del síntoma - Vicente Palomera Laforga - Страница 6

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Se ha querido trazar en este ensayo un rápido bosquejo destinado a descifrar la noción de personalidad, palabra que la psicología siempre se esforzó por despegar de sus orígenes metafísicos y que, sin embargo, como ha sucedido en casos semejantes, no ha podido zafarse del hecho de que su uso no sea en absoluto unívoco.

La palabra no es garantía de concepto, y cualquiera que intente estudiar la personalidad en toda su amplitud descubrirá que no hay unidad en los diferentes usos de la misma.

Bajo el nombre de personalidad se han coleccionado fenómenos heterogéneos en los que cabrían gran parte de los ideales forjados en nuestro imaginario social. Se han dicho tantas cosas en su nombre que no podríamos permitirnos dejarlo completamente a un lado. Las formas en que se manifiesta son tan diversas y las semejanzas tan superficiales que es absolutamente imposible encajarlos en una única categoría.

En una carta a Karl Abraham, Sigmun Freud escribe que «la personalidad de manera análoga al concepto del yo resulta ser una expresión poco definida, procedente de la psicología superficial, que para la comprensión de los verdaderos procesos, es decir, metapsicológicamente no aporta nada especial. Aunque es fácil creer que al emplearla se dice algo sustancial».1

Existe aún hoy un eco muy cercano de esas expresiones poco definidas, de concepciones opuestas en los modelos de la psicología. No soy el primero en observar hasta qué punto el problema de la noción de personalidad sigue ostentando la huella de una tradición filosófica.

La evolución de la noción de persona, tal como la resume el antropólogo Marcel Mauss, en 1938, se refleja en las diversas concepciones por medio de las cuales los psicólogos trataron de dominar el problema de su definición. Como sistemas de categorías de personas, las categorías de la personalidad son también, y quizás esencialmente, teorías del conocimiento, y en tal sentido deben ser objeto de una crítica epistemológica.

A grandes trazos, podríamos distinguir dos grandes categorías dentro de las teorías de la personalidad: por un lado, las teorías del pronombre, que ponen el acento en lo histórico, en lo vivido y en lo causal; de otro, las teorías del adjetivo, que tienden a calificar y clasificar. Pero, en todos los casos, comparten la misma idea de unidad, de estabilidad y de totalidad de la personalidad, centrándose en la explicación y la previsión del comportamiento de los individuos en situaciones determinadas, tal como encontramos en la ya clásica definición de Raymond B. Cattell: «La personalidad es lo que permite predecir lo que hará una persona en una situación determinada».2

Hacer de la personalidad el rasgo más característico de la estructura de la mente, y concebir su unidad y totalidad como si fuera algo semejante a la realidad del organismo puede parecer algo obvio, pero ¿acaso es la mente una totalidad en sí misma? Esta es la cuestión planteada por Jacques Lacan, en 1966, en Baltimore: «Los grandes psicólogos, e incluso los psicoanalistas, están llenos de la idea de la “personalidad total”. Es siempre la unidad unificadora lo que se encuentra en primer término. Nunca he comprendido esto, pues aunque soy psicoanalista también soy un hombre, y como hombre mi experiencia me ha mostrado que la característica principal de mi propia vida humana y —estoy seguro— la de todos los aquí presentes consiste en que la vida es algo que va, como decimos en francés, à la dérive. La vida va por el río tocando de vez en cuando la ribera, parándose un rato aquí y allí sin comprender nada; y el principio del análisis es que nadie comprende nada de lo que ocurre. La idea de la unidad unificadora de la condición humana me ha producido siempre el efecto de una mentira escandalosa».3

Veremos en qué medida la noción de personalidad se ve obligada a una oscilación que va «de lo uno a lo otro». Lo diré con las palabras de Antonio Machado: «Todo el trabajo de la razón humana tiende a la eliminación del segundo término. Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana, Identidad = realidad, como si, a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta y necesariamente, uno y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en el que la razón se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana que la fe racional, creía en lo otro, en «la esencial heterogeneidad del ser», como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno» (Juan de Mairena).4

En otras palabras, necesitamos siempre de la estimulante resistencia del otro para ser.

Es también nuestro Mairena machadiano el que nos recuerda esa Otra cosa que agita y conmueve la seguridad de cualquier pretendida unidad de la conciencia: «Las cosas están presentes en la conciencia o ausentes de ella. No es fácil probar, y nadie, en efecto, ha probado que estén representadas en la conciencia. Pero aunque concedamos que haya algo en la conciencia semejante a un espejo donde se reflejan imágenes más o menos parecidas a las cosas mismas, siempre debemos preguntar: ¿y cómo percibe la conciencia las imágenes de su propio espejo? Porque una imagen en un espejo plantea para su percepción igual problema que el objeto mismo. Claro que al espejo de la conciencia se le atribuye el poder milagroso de ser consciente, y se da por hecho que “una imagen en la conciencia es la conciencia de una imagen”. De este modo se esquiva el problema eterno, que plantea una evidencia de sentido común: el de la absoluta heterogeneidad entre los actos conscientes y sus objetos».5

Aunque toda una tradición occidental tienda a olvidar que la vida humana está estructurada a partir de esa Otra cosa, esta declaración es una invitación a desconfiar de la transparencia del pensamiento ante sus objetos y a no esquivar la heterogeneidad existente entre ambos, a no desconocer, en definitiva, la dependencia respecto a la Otredad que padece el ser hablante.

La promoción de la personalidad, sea como unidad del yo o como totalidad del sujeto, más que descubrir la verdad del ser hablante, lo oculta. Analizarla no como un progreso en la conciencia que el hombre tiene de sí mismo, sino como el producto de la constitución misma de su subjetividad, puede quizá dejarnos ver su naturaleza engañosa.

De la personalidad al nudo del síntoma

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