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1 DEL TOTEMISMO A LA PERSONALIDAD

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«SOY UNA GUACAMAYA»

Será oportuno aclarar enseguida algunos problemas fundamentales. Ante todo, ¿con qué legitimidad se puede hacer de la personalidad la unidad del sujeto?, ¿requiere efectivamente un tratamiento aparte? Aplicada al individuo ¿no tiene curso por abuso de términos?

Si se aceptara la afirmación de Lévi-Strauss, según la cual «en nuestra civilización, cada individuo tiene su propia personalidad por tótem», no habría quizá motivo para este libro y, sin embargo, frente a las afirmaciones sobre la unidad del yo y la autonomía del sujeto, ella puede darnos una primera respuesta al mostrar de modo patente la universalidad de un modo de clasificación —el totemismo—, que entre nosotros no ha hecho más que humanizarse bajo la etiqueta de «personalidad».

En otras palabras, la concepción occidental de la personalidad reposa sobre un conjunto de creencias que no es ni más racional, ni más natural que el conjunto de representaciones que subyacen en la imagen que se ha construido en el «pensamiento salvaje», o las instituciones como el totemismo, el culto a los antepasados o la brujería.

Pero es Jacques Lacan quien resume con más vigor la ingenuidad etnocéntrica a la que conduce el análisis del pensamiento «salvaje» cuando se va a estudiar otra cultura con la convicción de que en la evolución del pensamiento occidental, el yo y la personalidad son conceptos claros y precisos. En 1948, Jacques Lacan escribe: «Solo la mentalidad antidialéctica de una cultura que, dominada por fines objetivantes, tiende a reducir al ser del yo toda la actividad subjetiva, puede justificar el asombro producido en un Van den Steinen por el bororo que profiere: «Yo soy una guacamaya». Y todos los sociólogos de la «mentalidad primitiva» se ponen a atarearse alrededor de esta profesión de identidad, que sin embargo no tiene nada más sorprendente para la reflexión que afirmar: «soy médico» o «soy ciudadano de la República Francesa», y presenta sin duda menos dificultades lógicas que promulgar «soy un hombre», lo cual en su pleno valor no puede querer decir otra cosa que esto: «soy semejante a aquel a quien, al fundarlo como hombre, doy fundamento para reconocerme como tal», ya que estas diversas fórmulas no se comprenden a fin de cuentas, sino por referencia a la verdad del «yo es otro», menos fulgurante a la intuición del poeta que evidente a la mirada del psicoanalista».1

Tanto la afirmación de Lévi-Strauss, a partir de la cual podemos asimilar la personalidad a un retorno, entre nosotros, de la ilusión totémica, como el párrafo arriba citado de Lacan, dejan entrever cómo el pensamiento llamado racional o lógico contiene un trasfondo fantasmático que nos impide ver que siempre razonamos en relación a otro.

Existe una lógica que Lacan llama intersubjetiva y que se basa en una relación que incluye a uno mismo y al otro, con referencia a una tercera persona que representa al cuerpo social. Es, precisamente, esa tercera persona la que objetiva la relación de las otras dos, validándola o invalidándola según las normas del grupo. Para demostrar esto Lacan se sirve de un apólogo que evoca a los sofismas antiguos.2

En una prisión se encuentran tres prisioneros. El director los llama y les dice: Son ustedes tres aquí presentes. Aquí hay cinco discos que no se distinguen sino por el color: tres son blancos, y otros dos son negros. Sin enterarle de cuál he escogido, voy a sujetarle a cada uno de ustedes uno de estos discos entre los dos hombros, es decir, fuera del alcance directo de su mirada. Se les dará todo el tiempo para considerar a sus compañeros y los discos de que cada uno se muestra portador, sin que les esté permitido comunicarse unos a otros el resultado de su inspección. El primero que cruce la puerta de la celda y concluya qué color lleva será puesto en libertad.

Solos, los tres prisioneros, en silencio, consideran el problema. Tras un momento de reflexión, los tres se dirigen hacia la puerta saliendo juntos. Cada uno de ellos siguió este razonamiento: «Soy blanco. Ya que si fuese negro, los otros dos se habrían dicho: si yo también fuese negro, el tercero deduciría que es blanco y habría salido enseguida. Al no salir, quiere decir que soy blanco».

Así es como los tres salieron simultáneamente, dueños de las mismas razones de la conclusión.

A pesar del resumen que hemos hecho del apólogo, se desprenden las conclusiones siguientes:

— El proceso lógico tiene una estructura temporal, ya que las tres combinaciones posibles: tres blancos, dos blancos y un negro, dos negros y un blanco, se presentan como tres tiempos sucesivos de posibilidad.

— Este procedimiento es un acto y este acto consiste en articular la certidumbre, puesto que es la acción que retorna de los otros dos lo que verifica la exactitud de la hipótesis. Al reaccionar los tres de la misma manera, se verifica la hipótesis de cada uno.

— Todo proceso lógico aparece como una relación del sujeto a los otros, sobre el fondo de la identificación. La verdad lógica se sitúa en la concordancia entre el sujeto y los otros.

Anticipa la certidumbre lógica por las mismas razones que, gracias al espejo (estadio del espejo), el hombre anticipa el hecho de ser un hombre. Puesto que la angustia constante es que los otros le nieguen la cualidad de hombre. Razonamiento que en su forma elemental se analiza del siguiente modo:3

— Un hombre sabe lo que no es un hombre.

— Los hombres se reconocen entre ellos por ser hombres.

— Afirmo ser un hombre, por temor de que los hombres me nieguen esta cualidad.

Por su parte, Lévi-Strauss —etnólogo confrontado con «los otros»— llega a una conclusión semejante al finalizar sus Tristes trópicos: «El yo no es solo detestable: nada cabe entre un nosotros y un nada. Y si finalmente mi elección recae en ese nosotros, aunque se reduzca a una apariencia, es porque no tengo otra opción posible entre esa apariencia y la nada a menos que me destruyese —acto que suprimiría las condiciones de la opción—. Ahora bien, basta que yo elija para que, por esta misma elección, yo asuma sin reservas mi condición de hombre».4

La razón estructuralista pone de manifiesto que el pacto de alianza es previo a todo intento de comunicación. Fuera de este acuerdo de fondo, los hombres difícilmente pueden entenderse. Por ejemplo, el indígena bororo que dice «soy una guacamaya» no reconoce al clan del águila la cualidad de hombre. Decir alianza es decir pacto, y el pacto supone un garante, una ley de intercambio. Entramos aquí en el universo de la organización simbólica.

Anterior a cualquier experiencia o deducción individual, algo organiza ese campo: es la función clasificatoria primaria que LéviStrauss nos muestra como la verdad de la función totémica.

Desde antes que se establezcan relaciones propiamente humanas ya están determinadas ciertas relaciones que se hallan capturadas por todo lo que la naturaleza puede ofrecer como soportes. Soportes que se disponen en temas de oposición. La naturaleza proporciona significantes que organizan de un modo inaugural dichas relaciones humanas y las modelan.

«SOY UN ARCOÍRIS»

En su ensayo sobre El totemismo en la actualidad,5 Lévi-Strauss nos ofrece un ejemplo particularmente fascinante de la aplicación del método estructuralista, donde a la vez se conjuga la antropología estructural y los valores personales.

El fenómeno del totemismo fue uno de los primeros fenómenos que ocuparon a los antropólogos a finales del siglo XIX. A medida que iban recogiendo datos etnográficos observaron que las sociedades «arcaicas» asociaban comúnmente sus propios clanes con los fenómenos naturales (como especies de animales o plantas, cuerpos celestes, o incluso localidades geográficas). Los habitantes locales explicaban esto diciendo que un clan particular había «descendido» del animal, planta, etcétera, y, a veces, estas asociaciones implicaban prescripciones rituales complejas, como, por ejemplo, la prohibición de comer o matar los seres vinculados al propio clan.

Para Lévi-Strauss el fenómeno del totemismo es una ilusión. Los antropólogos del siglo XIX habían reunido arbitrariamente toda una colección de costumbres disparatadas bajo la rúbrica de «totemismo» a causa de sus propios prejuicios y conceptos a priori. La práctica de asociar grupos sociales con especies animales les parecía rara por estar educados en una tradición occidental donde se establece una distinción radical entre hombre y naturaleza. De modo que clasificaban todos los ejemplos disponibles de tales conexiones y les daban el nombre de «totemismo». Sin embargo, la única unidad real de todos estos fenómenos heteróclitos clasificados bajo la etiqueta de totemismo era su común oposición a los modos de pensar occidentales. Así, para Lévi-Strauss el totemismo es la proyección fuera de nuestro universo, como si de un exorcismo se tratase, de actitudes mentales incompatibles con la exigencia de una discontinuidad entre el hombre y la naturaleza que el pensamiento cristiano mantenía como esencial.

Lévi-Strauss compara el papel del concepto de totemismo en la antropología con el de la histeria a finales del siglo XIX, en la psiquiatría. Tanto uno como otro son modos de proteger el pensamiento occidental del contacto con otros modos de articular la realidad: «La comparación —de la histeria— con el totemismo nos hace pensar en una relación de otro orden entre las teorías científicas y el estado de civilización, en la que el espíritu de los sabios intervendría tanto y más aún que el de los hombres estudiados: como si ocurriese que, so capa de objetividad científica, los hombres de ciencia tratasen, inconscientemente, de hacer que los segundos, ya se trate de los enfermos mentales o de los que hemos dado en llamar “primitivos”, fuesen más diferentes de lo que en verdad son».6

Totemismo e histeria, dos quimeras que solo existían en las mentes de los científicos como efecto de la misma inercia que llevó a algunos críticos de arte a decir que los cuadros del Greco eran la manera de pintar de alguien que tenía una malformación visual. Al hacer del histérico o del pintor innovador seres anormales, se daba uno el lujo de creer que no nos incumbían y que por el simple hecho de su existencia no ponían en tela de juicio, no exigían, la revisión de un orden social, moral o intelectual aceptado.

Cuando nos quitamos estas anteojeras, los fenómenos descritos como totémicos no son extraños ni distantes. Ralph Linton, en un curioso artículo, «Totemism and the A.E.F.»,7 aporta la prueba de la existencia del totemismo en el ejército americano durante la Primera Guerra Mundial.

Linton había pertenecido a la 42.ª División, o «División Arcoíris», nombre elegido por el estado mayor porque esta división agrupaba unidades provenientes de numerosos estados, de manera que los colores de su regimiento eran tan variados como los colores del arcoíris. Pero, desde que la división llegó a Francia, esta designación pasó a ser de uso corriente: cuando se les preguntaba a qué unidad pertenecían, los soldados respondían: «Soy un arcoíris». Seis meses más tarde, la opinión general reconocía que la aparición del arcoíris constituía para la división un feliz presagio. Hasta el punto de que, aunque hubieran condiciones meteorológicas incompatibles, se afirmaba que se vería un arcoíris cada vez que la división entraba en acción. Meses más adelante, estando esta división desplegada cerca de la 77.ª —que adornaba su equipo con su emblema distintivo, la Estatua de la Libertad—, la división Arcoíris adoptó, a imitación de su vecina, este uso, pero también con la intención de distinguirse. El llevar una insignia con la imagen del arcoíris se había vuelto general a pesar de la creencia de que el portar insignias distintivas tenía su origen en un castigo inflingido a una unidad derrotada. Al finalizar la guerra, este cuerpo expedicionario estaba organizado en una serie de grupos bien definidos, a menudo celosos los unos de los otros, y cada uno de los cuales se caracterizaba por un conjunto particular de ideas y de práctica.

Linton enumera los hechos siguientes:

1) la división en grupos conscientes de su individualidad;

2) cada grupo llevaba el nombre de un animal, de un objeto o de un fenómeno natural;

3) se utilizaba este nombre como término de referencia, en las conversaciones con los extraños;

4) se llevaba un emblema, dibujado en las armas colectivas y en el equipo, o para el adorno personal, y el tabú impuesto sobre el uso del emblema por los demás grupos;

5) se respetaba al «patrono» y a su representación figurada;

6) había una creencia confusa en su papel de protector y en su valor de presagio.

Una vez eliminadas las distorsiones etnocéntricas se disipa la mística totémica. A partir de este momento se pueden traducir las creencias de muchos pueblos en un lenguaje más accesible para nosotros. Podemos aislar las estructuras intelectuales formales subyacentes en las costumbres «totémicas» de la misma manera que un lingüista puede aislar las estructuras gramaticales o fonéticas de una lengua.

La asociación de un clan con una especie se revela, pues, tan arbitraria como la existente entre el significante y el significado del signo saussuriano. De este modo, en lugar de centrarse en las similitudes entre un clan y la especie a él asociada, Lévi-Strauss ve las diferencias entre una serie de clanes, por una parte, y una serie de categorías naturales, por otra. La diferencia entre dos especies animales sirve para establecer y mantener la diferencia entre dos clanes, así como la diferencia entre el sonido y la imagen establece y mantiene la diferencia entre conceptos.

Visto en esta perspectiva, el totemismo se revela ya no como una supervivencia (survival) de estadios anteriores de la evolución, ni como una manifestación de una identificación «pre-lógica», sino como un cálculo que podríamos traducir en la siguiente abstracción lógica:

águila: clan A

oso: clan B

Estrella del Norte: Clan C

águila = oso = Estrella del Norte

Por consiguiente: clan A = clan B = clan C

Lógica difícil de reconocer por estar expresada en términos concretos, no en términos abstractos. Sin embargo, para los «primitivos», todo el universo sirve como ábaco en el que se puede transportar cualquier tipo de operación mental. El pensamiento lógico abstracto de la ciencia occidental no es un tipo de operación lógica distinta. Es una elección diferente de los términos que sirven de soporte discursivo.

LA NATURALEZA HUMANIZADA

Como vemos, no hay nada enigmático ni en el totemismo ni en la noción de personalidad. De hecho, son ejemplos particulares de una forma general de organizar la experiencia humana: «Considerado desde el punto de vista biológico, hombres que pertenecen a una misma raza (suponiendo que este término tenga un significado exacto) son comparables a las flores que brotan, se abren y se marchitan sobre el mismo árbol: son otros tantos especímenes de una variedad o de una subvariedad; de igual manera, todos los miembros de la especie Homo sapiens son lógicamente comparables a los miembros de una especie animal o vegetal cualquiera. Sin embargo, la vida social efectúa en este sistema una extraña transformación, pues incita a cada individuo biológico a desarrollar una personalidad».8

La noción de «personalidad» no evoca ya al espécimen en el seno de la variedad, sino más bien a un tipo de variedad o de especie que no existe en la naturaleza, de modo que, «lo que desaparece, cuando una personalidad muere, consiste en una síntesis de ideas y de conductas, tan exclusiva e insustituible como la efectuada por una especie floral, a partir de cuerpos físicos simples utilizados por todas las especies. La pérdida de un allegado o de un personaje público: político, escritor o artista, cuando nos afecta, lo hace de la misma manera en que sentiríamos la irreparable privación de un perfume, si Rosa centifolia se extinguiese».9

Por tanto, Lévi-Strauss nos muestra que el «totemismo» como modo de clasificación, más que desaparecer, se habría humanizado entre nosotros bajo la etiqueta de «personalidad»: «Ocurre como si, en nuestra civilización, cada individuo tuviese su propia personalidad por tótem: ella es el significante de su ser significado»:10


Aunque incluimos la personalidad, junto al totemismo, dentro de las formas antiguas del conocimiento, conviene decir, sin embargo, que echamos en falta en la noción de personalidad, y en las características que los psicólogos le asignan como propias, la coherencia del sistema de clasificación como el descubierto por Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje, acerca del cual dice: «Así como en el plano lógico el operador específico efectúa el tránsito, por una parte hacia lo concreto y lo individual, y por la otra hacia lo abstracto y los sistemas de categorías, así en el plano sociológico las clasificaciones totémicas permiten a la vez definir la ubicación de las personas dentro del grupo y ampliar el grupo más allá de sus marcos tradicionales».11

El nombre asignado a un individuo en tal sistema refleja a la vez su posición en el clan por la evocación de las relaciones de parentesco, los vínculos que posee con el mundo de los animales y de las fuerzas terrestres, y con ello define sus funciones sociales en la vida del clan, su conducta y el carácter de esta. Así, entre los indios Sauk, el mundo obedece a una regla de división por mitades: «La pertenencia a cada mitad obedecía a una regla de alternancia: el primogénito se encuentra afiliado a la mitad alterna, a la de su padre, el que sigue, a dicha mitad, etc. Pero estas afiliaciones determinan, por lo menos en teoría, las conductas que se podrían denominar caracteriales: los miembros de la mitad “oskush” (los “negros”) deben llevar todas sus empresas hasta el final; los de la mitad “kishko” (los “blancos”) tienen la facultad de renunciar. En derecho, ya que no en los hechos, una oposición por categorías influye directamente sobre el temperamento y la vocación de cada uno, y el esquema institucional que hace posible dicha acción es testimonio del vínculo entre el aspecto psicológico del destino personal y su aspecto social, que resulta de la imposición de un nombre a cada individuo».12

Este modelo de la personalidad según esquemas específicos, elementales o categóricos, no solo tiene consecuencias físicas sino también psicológicas. La personalidad puede ser el objeto de un saber colectivo, específico de un grupo y, por lo mismo, exterior al individuo. Esto es lo que Lévi-Strauss quiere formalizar mediante el «operador totémico». Por medio de una nomenclatura especial, constituida por términos animales y vegetales, el «totemismo» expresa, a su manera, correlaciones y oposiciones que podrían formalizarse de otros muchos modos.

La aplicación más sistemática, así como el modelo más general, de las distintas oposiciones (cielo/tierra, guerra/paz, río abajo/río arriba, etc.) que Lévi-Strauss encontró entre los indios de América del Norte y del Sur, lo encontramos en China, en la oposición de los principios Yang y Yin, macho y hembra, día y noche, verano e invierno, de la unión de los cuales resulta una unidad, una totalidad organizada (Tao): pareja conyugal, día entero, año.

El totemismo se reduce por tanto a una manera particular de formular un problema general: hacer —como el pensamiento mítico— de manera que la oposición en lugar de ser un obstáculo para la integración sirva, por el contrario, para producirla, aunque siempre como ideal, el ideal de totalidad y unidad propia de las teorías del conocimiento.

INDIVIDUOS Y ESPECIES

En el marco de un sistema clasificatorio universal, este modelo que reconocemos en las representaciones totémicas consiste en la elección de la noción de especie como operador lógico privilegiado. En un lenguaje totémico, siempre es la misma relación la que tomará la forma de una oposición entre un animal celeste, por ejemplo el águila, y un animal terrestre, por ejemplo el oso.

A un nivel aún más particular, no serían los grupos, sino los individuos, los que verían asignarse posiciones en el seno del sistema, como ocurre en casi todas las sociedades de tipo totémico, donde cada clan detenta una lista de nombres formados por referencia a tal parte del cuerpo, o tal hábito del animal epónimo, lo que permite situar a los individuos en la especie, de igual modo que la especie es situada en relación a los elementos, y los elementos en relación a las categorías. A medida que descendemos en los grados de esta jerarquía, la estructuración se hace cada vez menos neta, pero la situación resultante no deja de tener relación con la descrita por Ferdinand de Saussure al mostrar que las lenguas del mundo pueden ordenarse siguiendo el lugar que estas dan a la motivación y a lo arbitrario (lenguas gramaticales de una parte, lenguas lexológicas, de otro, pero entre las cuales se inscriben todo tipo de formas intermedias).

La preferencia por una estructuración a nivel de la especie se explica por la posición intermedia de la misma, en una gama que va desde las categorías más generales (reductibles —según Lévi-Strauss— a una oposición binaria) hasta la diversidad, teóricamente inagotable, de los nombres propios. Sin embargo, la noción de especie ofrece una serie de propiedades destacables, ya que los dos aspectos de la extensión y de la comprensión se equilibran en su nivel: la especie es una colección de individuos, es en sí mismo un organismo en el que todas sus partes difieren. Es, pues, posible, gracias a la noción de especie, pasar de un tipo de unidad al tipo de unidad complementario y opuesto: ora la unidad de una multiplicidad, ora la diversidad de una unidad.

Se comprende, entonces, que la convertibilidad de las categorías en elementos, de los elementos en especies, de las especies en nombres propios, y viceversa, ayude a comprender por qué los principios de las taxonomías modernas se parecen tanto a las que se aplican en determinadas poblaciones australianas o americanas, para confeccionar nombres propios.

La razón de todo esto reside en que los nombres propios son, en verdad, términos específicos, denotando clases ocupadas, en teoría, solo por un único individuo, mientras que, de modo simétrico e inverso, la «personalidad», que distingue a los individuos entre sí, representaría el equivalente de un grupo totémico. Volveremos sobre este punto más adelante.

«EL YO ES UN ECO»

¿Qué puede incitar a cada individuo biológico a desarrollar una personalidad y hacer de ella su tótem privado? ¿Qué puede incitar a alguien a querer destacarse y a movilizar la atención de su entorno? Como veremos, Lacan puso de relieve las afinidades existentes entre la personalidad y la paranoia: la personalidad tiene una estructura paranoica. En otras palabras, resulta imposible «ser alguien» sin el sostén de una paranoia, esto es, sin movilizar la atención de su entorno.13

Precisamente, cuando Lacan escribe su tesis De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad elige la paranoia porque esta se manifiesta como un desorden de la relación social. Para empezar, Lacan define los fenómenos de personalidad a partir de la biografía. La personalidad es la forma con la que el sujeto cuenta su historia y la siente afectivamente, es la autoconcepción del sujeto por sí mismo, el enunciado de sus imágenes ideales. En este sentido, la personalidad se caracteriza por la tensión de las relaciones 'sociales de las cuales ella es el asiento, es decir, por el valor representativo del que el sujeto se siente afectado frente al prójimo.

La paranoia es por tanto una parte consustancial del lazo social. Atemperada, unifica y da cierta estabilidad al yo. Esa paranoia «social» es relevante en la vida humana y su desarrollo, al acompañar como una sombra todo el esfuerzo de un ser viviente por construir una personalidad, es decir, por singularizarse dentro del anonimato social. Este drama subjetivo lo puso de relieve Paul Valéry al describir el mundo intelectual parisino en su obra Monsieur Teste, y Lacan lo recordará en una extensa nota en su tesis: «¿Imagináis el desorden incomparable que mantienen diez mil seres esencialmente singulares? Pensad en la temperatura que puede producir en ese lugar un número tan grande de amores propios que en él se comparan. París encierra y combina, y consuma o consume a la mayor parte de los brillantes desgraciados a quienes sus destinos han llamado profesiones delirantes... Llamo así a esos oficios cuyo principal instrumento es la opinión que se tiene de sí mismo, y cuya materia prima es la opinión que de uno tienen los demás. Las personas que las ejercen, dedicadas a una eterna candidatura, siempre están necesariamente afligidas de cierto delirio de grandeza atravesado sin tregua por un cierto delirio de persecución. Entre ese pueblo de únicos reina la ley de hacer lo que nadie ha hecho jamás, y nadie hará jamás. Esa es, al menos, la ley de los mejores, es decir, de los que tienen el valor de querer claramente algo absurdo».14

Finalmente, en un párrafo que halla su contrapunto en la figura de la bella alma hegeliana, Valéry concluye: «A veces me divierto con una imagen física de nuestros corazones, que están hechos íntimamente de una enorme injusticia y de una pequeñita justicia combinadas. Imagino que hay en cada uno de nosotros un átomo importante entre nuestros átomos, y constituido por dos gramos de energía que están queriendo separarse. Son energías contradictorias pero indivisibles. La naturaleza las ha juntado para siempre, a pesar de que son furiosamente enemigas. Una de ellas es el eterno movimiento de un grueso electrón positivo, y este movimiento inagotable engendra una serie de sonidos graves en los cuales el oído interior distingue sin ningún trabajo una profunda frase monótona: No hay más que yo. No hay más que yo. No hay más que yo, yo, yo... En cuanto al pequeño electrón radicalmente negativo, grita en el extremo de lo agudo, y atraviesa y vuelve a atravesar de la manera más cruel el tema egoísta del otro: Sí, pero hay fulano... Sí, pero hay fulano... Fulano, fulano, fulano. ¡Y mengano!... Pues el nombre cambia con bastante frecuencia».15

Una de las cosas más llamativas del relato de Valéry es la representación de esa especie de teatrillo interior, ese bla-bla entre los electrones, que nos enseña el modo en que el lenguaje entra en todo el asunto. El hecho es que estamos constantemente hablándonos a nosotros mismos como si habláramos a otro. Ese teatro interior es evocado en el primer matema de Lacan, el esquema L, en el que se distingue el eje del yo y sus objetos (aa’) —eje imaginario—, del eje simbólico, eje del lenguaje (AS):


Es el lenguaje el que nos permite existir mentalmente, pero nunca como un «yo unitario», sino en una conversación entre un «yo que me hablo» y un «yo que me escucho». Es esta la constatación que le lleva a Valéry a decir que «el yo es un eco», es decir, que «nos conocemos a nosotros mismos solo de oídas».

Lo que impide al yo ser unitario, lo que le enajena en máscaras sucesivas es precisamente lo que le impide conocerse. El yo es el «anónimo interior» y, como muestra Valéry con la historia de los electrones positivos y negativos, la conversación del yo, es realmente muy pobre.

El yo se habla a sí mismo constantemente, y solo cuando el «tú» postulado por el lenguaje se encarna en el Otro puede el yo salir de su desanimado anonimato interior característico.

De la personalidad al nudo del síntoma

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