Читать книгу De la personalidad al nudo del síntoma - Vicente Palomera Laforga - Страница 8
2 LA FICCIÓN PRIMORDIAL
ОглавлениеEn el Seminario 2. El yo en la teoría y en la técnica psicoanalítica,1 Lacan comenta que a la hora de definir el yo enseguida nos encontramos con un equívoco que depende de la confusión de tomar el yo como función o como símbolo. Es ahí donde está la ambigüedad: el yo, función imaginaria, en la vida psíquica no interviene sino como símbolo. Ya vimos que el soldado norteamericano dice «Soy un arcoíris», igual que el bororo dice «Soy una guacamaya», o nosotros decimos «Soy doctor» o «Soy un hombre». En rigor, todo esto no tiene la menor importancia, lo importante es la función que tiene.
UNA LINGÜÍSTICA DE LA PERSONA
En efecto, observamos que el primer equívoco consiste en tratar la persona, el «yo», como un sujeto de atribución. Este es el primer espejismo: tratar la persona como sujeto de atribución, cuando, en realidad, es un predicado. En verdad, el único sujeto de atribución, la única referencia empírica es el individuo, es decir, el elemento numérico de un conjunto, de una población.
Supongamos que predicamos de alguien: «Tú eres alto» o «Tú eres celoso». En ambas afirmaciones, y sin darnos cuenta, estamos realizando no una sino dos atribuciones.
Por un lado, atribuimos al individuo una determinada posición personal, que denotamos con la palabra «tú». Al dirigirnos al otro lo tratamos como una persona, le atribuimos la personalidad, la cualidad de interlocutor válido. Y, por otra parte, en virtud de la anterior atribución, realizamos una segunda que consiste en que atribuimos a dicho individuo una cualidad, ya sea física (la altura) o moral (los celos).
El estatuto «preontológico»2 del inconsciente hace que el psicoanálisis se ocupe de la primera atribución, puesto que es la condición de todas las demás atribuciones que hacemos, mientras que en la vida corriente la primera atribución —la de la personalidad— se da por sentada. Tendemos a asimilar las dos atribuciones como si solo fuesen una y la misma, pero esa asimilación no es posible lógicamente sin una primera ficción.
El tú como tal es lo que en la palabra permite identificar a la otra persona. Por esta vía, el tú sería el fundamento de esa hipóstasis, la de tomar la palabra tú como una cosa. Esa ficción primordial ocupa un lugar tan grande en los hábitos y comportamientos morales, jurídicos y religiosos de todos los pueblos que no es posible dar cuenta de la personalidad, sin antes dar cuenta de las múltiples hipóstasis como, por ejemplo, el alma, la sombra, el doble y otros fantasmas que son conceptuados, en distintas culturas, como componentes de la persona.
Por lo general, las hipóstasis son abusivas. Por ejemplo, se constituye un término, tú, como una sustancia cuando no lo es. En verdad, tomar las palabras por cosas es una inclinación natural de los hablantes.
Pero, la cuestión es saber ¿cómo se ha llegado a hacer de la personalidad una sustancia? En verdad, la persona es el término gramatical que se presta más fácilmente a la hipóstasis. Antes de la hipóstasis del otro, está la hipóstasis del Yo. Es lo mismo que señala Lacan al escribir «El estadio del espejo como formador de la función del Yo ( Je)», donde yo (moi) no es igual al yo ( je).
Pero, limitémonos al caso más abstracto y general, el que admite que todo ser humano es una persona. En tal caso, y por pura lógica, el concepto de personalidad es equivalente y tiene la misma extensión que el de humanidad.
Dado que el lenguaje es la principal marca distintiva en nombre de la cual realizamos la percepción del semejante en la humanidad, diremos que una persona es un ser vivo que está dotado de palabra, alguien con quien nos podemos comunicar mediante signos convencionales. Si partimos de esta premisa, el concepto de personalidad abarca la forma más general del lenguaje en su definición. En este caso, la personalidad es un predicado que se define por tres posiciones posibles:
— La del locutor (la primera persona).
— La del auditor o destinatario (la segunda persona).
— La neutra —el objeto del cual se habla— (la tercera persona o «no-persona»).
A tenor de lo que nos dice la lingüística y, muy especialmente, Émile Benveniste,3 la posición neutra —la «no-persona»— es indispensable para la existencia del sistema. Solo ella permite construir proposiciones elementales, objetivas y susceptibles de una validez universal fuera de las cuestiones de personas.
Aquí, la categoría de persona consiste en el sistema de las correlaciones por medio de las cuales se efectúa la reflexión de lo dicho en el decir, del enunciado en el acto de la enunciación. Las tres posiciones de la persona arriba mencionadas siguen un doble registro de oposiciones distintivas. Por una parte, la oposición entre la persona que habla (yo) y la persona a la cual uno se dirige (tú): es el registro de la interlocución. Por otro, esa correlación de personalidad se puede oponer, a su vez, a la categoría de la cosa de la que se habla (ello), que constituye el registro delocutivo. Benveniste demuestra que la tercera persona (que los gramáticos árabes denominan también «el ausente») no es una persona, sino más bien una no-persona.
Supongamos la siguiente frase: «me acuerdo de que ayer llovió».
Este enunciado se puede analizar de la siguiente manera:
1. «En tal lugar, en tal momento, llovió».
Este es un enunciado independiente de las cuestiones de persona.
2. «Yo me acuerdo».
Enunciado que señala la relación del que habla con el acontecimiento enunciado.
Adviértase que la persona es aquí un valor de posición, es decir, solo tiene una relación indirecta con la realidad empírica (por medio del empleo de los símbolos que el individuo hace).
En su acepción más general, la personalidad es pues un predicado de orden o de relación con tres posiciones posibles (semejantes a lo que los matemáticos llaman «una función con tres variables»). La persona en el interior de un sistema de alternativas articuladas por el lenguaje es un valor de posición. Lo que permite que no confundamos al individuo empírico —el verdadero sujeto de atribución— con la persona —que es un valor de posición—. La persona en tanto tal no tiene cualidades, solo tiene relaciones instituidas por un sistema simbólico.
UN CASO DE «NUEROSIS»
Lo que antecede puede explicar también por qué los nombres de persona tienen habitualmente valor de títulos válidos en derecho: son apelativos reservados cuya función es más normativa y clasificatoria que descriptiva. Esto significa que no se puede nombrar la persona sin nombrar al tiempo la regla de juego en la que entramos.
Lo que E.E. Evans Pritchard calificó ingeniosamente como «nuerosis»4 no es más que una de las formas particulares del hecho de que la atribución de la personalidad, precisamente por su valor puramente posicional, por ser un lugar empíricamente vacío, se convierte ipso facto en la condición universal de todos los predicados psicológicos mediante los que describimos las actividades humanas.
Veamos este diálogo entre Evans-Pritchard y un miembro de la etnia nuer, Cuol, donde se pone de manifiesto la desconfianza de este último por el uso que un extraño pueda hacer de su nombre:
YO (Evans-Pritchard): ¿Quién eres tú?
CUOL: Un hombre.
YO: ¿Cómo te llamas?
CUOL: ¿Quieres saber mi nombre?
YO: Sí.
CUOL: ¿De verdad quieres saber mi nombre?
YO: Sí, has venido a visitarme a mi tienda y me gustaría saber quién eres.
CUOL: De acuerdo. Soy Cuol, ¿Cómo te llamas tú?
YO: Me llamo Pritchard.
CUOL: ¿Cómo se llama tu padre?
YO: Mi padre se llama también Pritchard.
CUOL: No, eso no puede ser cierto. No puedes llamarte igual que tu padre.
YO: Así se llama mi linaje. ¿Cómo se llama tu linaje?
CUOL: ¿Quieres saber el nombre de mi linaje?
YO: Sí.
CUOL: ¿Qué harás, si te lo digo? Te lo llevarás a tu tierra.
YO: No quiero hacer nada con él. Simplemente quiero conocerlo, puesto que estoy viviendo en tu campamento.
CUOL: Bueno somos los Lou.
YO: No te he preguntado el nombre de tu tribu. Ya lo sé. Te pregunto el nombre de tu linaje.
CUOL: ¿Por qué quieres saber el nombre de mi linaje?
YO: No quiero saberlo.
CUOL: Entonces, ¿por qué me lo preguntas?
YO: Dame un poco de tabaco.
Evans-Pritchard desafía al más paciente de los etnólogos a que intente avanzar contra esta clase de oposición sin volverse loco. De hecho, después de algunas semanas de relacionarse exclusivamente con los nuer, Evans-Pritchard dirá que «había empezado a mostrar, si se me permite el retruécano, los síntomas más evidentes de nuerosis».
Podríamos citar otros muchos ejemplos en los que se considera el nombre propio como una parte vital de sí mismos. Es así en el caso de los indios norteamericanos, que consideran su nombre no como un mero marbete, sino como una parte definida de su personalidad, de la misma manera que lo son sus ojos o sus dientes, y creen que les resultará dañoso el manejo malintencionado de su nombre tan seguramente como una herida que se les inflija en cualquier parte de su organismo físico. Esta creencia se ha encontrado entre las diversas tribus desde el Atlántico al Pacífico, y ha sido causa de muchas y curiosas regulaciones respecto al ocultamiento y cambios de los nombres.
Los nombres propios «representan —como señala Lévi-Strauss— quanta de significación, por debajo de los cuales uno no hace más que mostrar».5 El carácter más o menos «propio» de los nombres no es determinable de manera intrínseca, está simbólicamente marcado y no se lo puede describir coherentemente fuera de las reglas de juego a las que pertenece.
No existe predicado psicológico que no presuponga la atribución de la personalidad al individuo, que no presuponga un orden de símbolos que confiere a este individuo el derecho a la palabra. La personalidad es entonces la razón de las demás atribuciones.
Como ya hemos dicho, el origen de la hipóstasis de la personalidad consiste en tratar la persona como si fuese un sujeto de atribución. El error de toda la psicología es, precisamente, que al tomar la persona o el yo como sujeto, al hacer de la personalidad una sustancia, asimila de modo imaginario lo simbólico y lo real: el orden simbólico y el individuo en tanto elemento numérico de un conjunto.
El yo, considerado como sujeto de atribución, es en definitiva una entidad imaginaria cuyas cualidades son el efecto de una serie de identificaciones a otro, puesto que el yo es un predicado de posición que introduce moralmente un derecho a ser reconocido en una comunidad, lo que implica de facto la simbolización de una norma.
Hacer del yo un sujeto de atribución nos obliga, por el contrario, a asimilarlo a entidades como, por ejemplo, el alma. Ya Aristóteles decía que el alma era la forma del cuerpo, lo que no quiere decir otra cosa que eso que es imaginario en la noción de alma es únicamente el redoblamiento en espejo del individuo real en una entidad fantasmática, redoblamiento que podría proseguir al infinito como si se tratase de un eco.
Lo que hoy suele llamarse el «psiquismo», o la idea de que podemos actuar sobre el «psiquismo», no es más que el reflejo del cuerpo. La clave de lo imaginario es la clave del psiquismo, es decir, la clave del cuerpo y sus relaciones. La fascinación por la conducta, por el comportamiento, en la psicología actual es tributaria de dicho registro imaginario. Por el contrario, las razones que hacen que el psicoanálisis no trabaje a nivel de lo imaginario son las mismas que hacen que no trabaje a nivel del psiquismo.
En definitiva, se entiende bien que analizar la idea de alma implicaría restituir el juego simbólico que la articula. Cualquier atribución de un predicado psicológico al individuo supone de antemano la atribución de la personalidad. Lo que no puede querer decir otra cosa que «ser reconocido a tener su lugar en un orden de relaciones simbólicas constitutivas de un campo del lenguaje». Para la teoría psicoanalítica esta atribución primaria de la personalidad o de la humanidad (con todas las ficciones que le acompañan) es un problema previo a toda atribución psicológica cualquiera que fuese.