Читать книгу Cafés con el diablo - Vicente Romero - Страница 10
ОглавлениеIntroducción
Descenso a los abismos del mal
La capacidad humana para la maldad, la crueldad y la perversión carece de límites. Pero hay situaciones que la potencian, llevando el ejercicio del mal a un paroxismo aterrador. No hace falta recurrir a elementos imaginarios para producir pesadillas. Basta con narrar situaciones reales –por increíbles que parezcan– que retraten la naturaleza perversa de nuestro mundo y la infamia de entidades y personajes detentadores de distintos poderes sobre la sociedad. Los más irrenunciables principios éticos, básicos para que la vida transcurra con un mínimo de dignidad, son sistemáticamente violados por poderosos ejércitos que conciben la victoria como aniquilación del enemigo, por gobiernos autoritarios que atropellan los límites de la razón, por organizaciones políticas que propugnan utopías transformadoras del hombre, y por grupos económicos que recurren a delitos de lesa humanidad como parte de sus estrategias comerciales.
Desequilibrado y radicalmente desigual, el orden mundial representa un sistema criminal, con el terror y la miseria como elementos consustanciales, donde paz y guerra se imbrican en un común «despliegue de maldad insolente». La imposición de condiciones sociales aberrantes supone un logro económico; el sometimiento del adversario, incluso su exterminio, representa un triunfo político, y la muerte constituye una finalidad militar. Todo ello forma parte de los conjuntos ideológicos dominantes, arraigados en movimientos que se consideran fieles a rancias civilizaciones basadas en una religión –cristiana o musulmana– de supuesta validez universal o a unos «ideales revolucionarios» que pretenden transformar el mundo. En definitiva, modelos malignos que proclaman la «imposición» por la fuerza de los mismos conceptos que degradan o liquidan: libertad, justicia, democracia, equidad, respeto… Y regidos por dirigentes con el alma anestesiada por reglamentos sacralizados, manipuladores de convicciones falsificadas, al servicio de sistemas despiadados.
Por frío y desprovisto de detalles morbosos que trate de ser, el relato veraz de algunos acontecimientos provocados por ese orden criminal resulta insoportable para cualquier persona con sensibilidad y valores morales mínimos. Jean Ziegler asegura que, si nos atreviésemos a ver el mundo como realmente es, nos volveríamos locos. Pero desviar la mirada o cerrar los ojos ante el horror conduce a una locura aún mayor: la pasividad, porque la inacción incuba complicidad. Hace falta conocer cómo se produce el mal para enfrentarse a él, e incluso escuchar a algunos de sus practicantes para comprender, que no explicar o justificar, las causas que les empujaron a la máxima ignominia.
Cafés con el diablo no es un libro fácil de leer, como tampoco lo ha sido de escribir. Porque trata de presentar una visión, dura aunque sucinta, de algunos «abismos del mal» entre los que ha transcurrido y aún transcurre nuestra existencia, a los que sólo nos asomamos de forma ocasional y somera en telediarios, reportajes de televisión y artículos de prensa escrita, cuya brevedad –y, últimamente, escasez– no nos permite mantenernos conscientes de su gravedad ni, por tanto, combatirlos. Estas páginas han sido tejidas con recuerdos de momentos trágicos, que viví personalmente o conocí a través de testigos, y con las confesiones que algunos destacados administradores del mal vertieron en entrevistas con un periodista al que sabían enemigo.
Tales materiales informativos reflejan el horror profundo y constante en escenarios políticos tan distintos como las tiranías castrenses del Cono Sur de América, la barbarie yanqui en Vietnam, las luchas políticas de América Central, la locura de los Jemeres Rojos en Camboya o la llamada «guerra contra el terrorismo». Sin embargo, sólo cuentan algunos episodios significativos, a modo de ejemplos, que ni siquiera constituyen un «catálogo de atrocidades», sino tan sólo una muestra inarticulada de situaciones repetidas en algunos de los infiernos más significativos de las últimas décadas, expuestas mediante breves narraciones casi a modo de crónicas. Si no forman un lienzo completo sobre realidades que muchas veces se mantienen ocultas o caen en el olvido, al menos ofrecen unas pinceladas bruscas como gritos de espanto e impotencia.
Esos relatos giran en torno a un puñado de entrevistas con personajes que, en momentos álgidos de sus vidas, podrían pasar por encarnaciones del mal. Mis cafés refieren conversaciones serenas con autores –instigadores o ejecutores– de crímenes repugnantes, que reconocen haberlos cometido e incluso intentan justificarlos. Hombres comunes, aunque se crean héroes o elegidos, con quienes he tenido el privilegio de hablar serenamente, evitando enfrentamientos, aunque muchas veces haya requerido un enorme esfuerzo mirarlos a los ojos sin dejarme llevar por la ira. En torno a una mesa y compartiendo unas tazas de café cuando fue posible, conscientes de que nuestra charla estaba siendo fielmente recogida en una grabación, les pregunté sin ambages por sus graves responsabilidades, cuando no directamente por los asesinatos y torturas de que fueron autores. Y escuché de sus labios declaraciones que constituyen tremendas actas de acusación contra los regímenes políticos a los que sirvieron.
Diablos parece una denominación demasiado simple, casi infantil, para categorizarlos. Pero, ¿cómo denominarlos si no? La figura del demonio constituye un símbolo maligno, un mito popular común a distintas culturas, como el persa Arimán y sus huestes de daevas, o el Satanás bíblico con millones[1] de diablos a sus órdenes. Espíritus de la oscuridad y portadores de la muerte, la iconografía moderna bien podría actualizar sus temibles figuras caracterizándolos con modernos uniformes castrenses, al frente de ejércitos represores, o enmarcándolos en sofisticados aparatajes financieros, rodeados de gestores económicos. Mis diablos son tipos de diferente naturaleza, arrogantes centuriones con máxima capacidad de decisión, poderosos dirigentes e ideólogos, altos funcionarios convencidos de cumplir una misión histórica…, pero también sicarios obedientes, subalternos amedrentados, soldados y policías disciplinados. Con diferentes grados de implicación, todos se esforzaron en conseguir la máxima eficacia de las máquinas de matar estatales. Pero hay jerarquías en el infierno, a las que corresponden diferentes grados de responsabilidad y, también, distintas maneras de afrontar el ejercicio del mal. Los grandes demonios son gentes orgullosas, como el almirante argentino Emilio Massera, que ante la Justicia se declaró «responsable de todo y culpable de nada»: niegan sus delitos o los vindican como «actos necesarios», carecen de sentimientos de culpa, se sienten injustamente juzgados y lamentan no haber consumado la aniquilación de sus enemigos. Los pequeños diablos a sus órdenes suelen manifestar remordimientos, aunque casi nunca arrepentimiento, y achacan sus conductas monstruosas a la obediencia, acaso para sentirse capaces de seguir viviendo. Los de menor graduación, con funciones tan groseras como las detenciones, la tortura o la eliminación de cadáveres, son los que Eduardo Galeano calificaba de burócratas de la muerte, ejecutores de los designios de demonios con más galones. Pero éstos, a su vez, también actuaban al servicio de «intereses supremos» –y, por tanto, ajenos–, aunque a veces su poder les cegara y creyeran demasiado en su propia importancia.
¿Por qué, conociendo mi trabajo, esos demonios aceptaron hablar conmigo? Nunca he acabado de entender qué les impulsó a hacerlo. Acaso porque se trata, finalmente, de seres humanos destruidos por la maldad que los abdujo, a la que sirvieron con fe ciega, con un sentido de la disciplina que anulaba su capacidad de discernir hasta suplantar su propio juicio. Hombres que, como todos, necesitan mirarse en el espejo de los demás para contrastar su autoestima, pero cuya imagen –una parte fundamental de ella– resulta transparente. Tratan de engañarse con maquillajes ideológicos, para verse y ser vistos como desearían, mintiendo porque su única «verdad» posible es falsa. Y esperan, sin solicitarlo, olvido y perdón. ¿Es posible otorgárselos? El cardenal Francisco Javier Errázuriz pidió que no se recriminara a los verdugos de Pinochet[2] «porque también ellos están sufriendo enormemente y necesitan de nuestra cercanía». Seis días antes, la Iglesia había publicado un informe sobre la dictadura que contenía testimonios escalofriantes[3]. Aunque resulte muy difícil alcanzar las cumbres piadosas del derechista monseñor chileno, acaso se pueda perdonar, pero no cabe olvidar cuantas barbaridades se cometieron, porque –como me explicó Ramón J. Sender, hablando del fusilamiento de su esposa a manos de los falangistas– «el perdón depende de nuestra voluntad, pero no así el olvido».
Pero hay otros infiernos, como Milton anunciaba, aún más profundos y anchos que los de guerras y tiranías: la pobreza extrema, el hambre, la enfermedad y la muerte, destinos «insoslayables» para millones de seres, impuestos por todopoderosas organizaciones económicas, constituyen los mayores abismos de maldad. Los gobiernan demonios elegantes, desde los consejos de administración de corporaciones multinacionales, cuyas decisiones siembran una miseria insuperable por todo el planeta. Al editar estos cafés con el diablo, me he preguntado si ellos me habrían concedido unas entrevistas semejantes, para abordar los criterios morales de las empresas que rigen. Tampoco sé si yo sería capaz de guardar la compostura o si las arcadas me impedirían escuchar sus argumentos.
Aunque de modales más «elegantes» que los de torturadores o asesinos políticos, me resultan aún más repugnantes los altos ejecutivos y accionistas que, protegidos por una legislación internacional hipócrita, organizan crímenes masivos para maximizar los beneficios de entidades desalmadas. Grandes demonios que ejercen el sicariato de un poder mundial tan tiránico como invisible, formado por el medio millar de corporaciones que –según datos del Banco Mundial– controlan más del 60 por 100 de la riqueza del planeta: monopolios que negocian tanto con las patentes de medicamentos esenciales como con el expolio de recursos naturales, y grupos financieros que especulan con el precio de los alimentos básicos –incluso con el agua potable, considerada desde finales de 2020 como «valor bursátil»–, gestionando las hambrunas como un genocidio programado.
No existe ya un justiciero «fantasma que recorre el mundo», como anunciaba el Manifiesto comunista, sino un nuevo espíritu diabólico que lo domina, el capitalismo como mal absoluto, mientras esa quimera inventada que denominamos «comunidad internacional» cierra los ojos, sin abordar jamás los cambios imprescindibles. Constatarlo, a lo largo de muchos años de trabajo periodístico, ha dejado en mi ánimo una indeleble huella de fondo. Sobre ella flota la constante desazón causada por todos los horrores de que he sido testigo. Este libro responde a la necesidad de compartir la angustia y, también, a la obstinación de contar la realidad, como quien da una inútil voz de alarma sabiendo que no habrá respuesta.
[1] La Iglesia católica afirma que su número exacto es de 1.758.640.176, según estableció en 2000 Corrado Balducci (1923-2008), sacerdote y teólogo italiano, amigo íntimo del papa Juan Pablo II, miembro de la Curia y exorcista de la Archidiócesis de Roma, además de prelado de la Congregación para la Evangelización y la Sociedad para la Propagación de la Fe.
[2] Tras celebrar la eucaristía, el 6 de diciembre de 2004.
[3] Con el título de Prisión, política y tortura, fue elaborado por una comisión presidida por el obispo Sergio Valech y recogió numerosos testimonios verificados de víctimas de la represión pinochetista. «Me obligaron a tomar drogas, sufrí violación y acoso sexual con perros», decía uno de ellos, «me introdujeron ratas vivas por la vagina, me obligaron a tener relaciones sexuales con mi padre y con mi hermano que estaban detenidos, y tuve que escuchar cómo eran torturados».