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Prólogo

Vicente Romero, testigo obstinado

En El mito de Sísifo (1942), Albert Camus plantea esta cuestión: «¿Quién respondería en este momento a la terrible obstinación del crimen si no fuera la obstinación del testimonio?».

Vicente Romero es sin duda uno de los periodistas y ensayistas más prestigiosos e influyentes de nuestro tiempo. Entre su rica y variada obra de más de una decena de libros, mi favorito es el magistral Habitaciones de soledad y miedo, publicado en 2016, que condensa cuatro décadas de lúcido análisis y lucha.

Romero es ese testigo obstinado, indispensable, del que habla Camus. Corresponsal de guerra en Vietnam, Camboya, Afganistán, Iraq, Siria, Angola, Yugoslavia, Somalia, presente en la Sierra Leona sometida al virus del ébola, testigo de las guerrillas de Suda­mé­rica, las dictaduras de Chile y Argentina, del genocidio en Ruanda, etc., publicó en los principales medios de comunicación crónicas que marcaron profundamente la conciencia colectiva. Grand reporter de la radio televisión estatal española (RTVE), ha ejercido una influencia a menudo decisiva en varias generaciones políticas y millones de espectadores, a través de los emblemáticos programas Informe Semanal y En Portada, mediante más de 350 reportajes y documentales.

Cafés con el diablo es una obra insólita, fascinante: una colección de confesiones de algunos de los peores torturadores y asesinos en masa de la historia reciente. Vicente Romero está dotado de una excepcional y rara capacidad de comprensión psicológica. Eso le permite sacar a la luz –a través del cuestionamiento, del diálogo, y siempre con naturalidad, como si nos estuviera contando una historia cualquiera– las patologías y motivaciones más ocultas de sus interlocutores. ¿Monstruos? Vicente los conoció, en ocasiones, cuando ejercían su poder absoluto con total impunidad. Pero Cafés con el diablo es, en especial, el relato de sus visitas a los monstruos después de sus caídas. Esta vez, se encuentra con ellos en locutorios tras los barrotes de la prisión o en sus últimas residencias.

Con todas sus fuerzas, con su formidable inteligencia, Vicente intenta captar en estos crueles seres los mecanismos mortíferos de destrucción de los demás, y del odio que los animó. Diálogos despiadados, rechazo de todo perdón, voluntad absoluta de comprender los crímenes sangrientos. Vicente Romero, testigo obstinado. ¿De dónde viene la efectividad de su cuestionamiento, la verdad de estos diálogos? ¿Por qué conversan los diablos con él? La fuerza que alienta en todo el libro es la empatía indeclinable que el interrogador mantiene por las víctimas. Ellas no hablan en estas páginas, pero están presentes en cada línea como objetos de la crueldad de los monstruos. Al confesarles sin piedad, Vicente arranca del olvido a decenas de miles de sus víctimas. ¡Para siempre!

Queda una pregunta: ¿por qué los verdugos, conscientes de sus crímenes, acceden a hablar, a entregarse? Las respuestas son múltiples: primero, está la fama de Vicente. Los verdugos se sienten honrados de debatir con el célebre periodista español. Luego está el placer perverso de los criminales al enfrentarse a un hombre que saben un adversario ideológico irreductible. Finalmente, existe –como una constante– la voluntad de los monstruos de intentar legitimar los actos abominables que cometieron. Cualquiera que sea la intención de sus discursos, cualesquiera fuesen sus motivaciones internas –obediencia a la jerarquía, opciones y convicciones políticas, disfrute del poder ejercido sobre los demás, venganza, placer sádico–, Vicente los escucha y registra sus palabras frente a un café, con la exigente atención del investigador sin par que ha sido a lo largo de su vida.

Romero encontró a Prak Khan en su modesta casa de campesino en el agro camboyano, donde vive en paz con su esposa y cinco hijos. Cuando era un joven de veintitantos años, había sido en Phnom Penh uno de los torturadores más feroces de la antigua escuela de Toul Sleng, transformada en principal centro de interrogatorios del Gobierno de los Jemeres Rojos, el S-21 (hoy día, Museo del Genocidio). Allí, en tres años, se dio muerte a más de 14.000 hombres, mujeres y adolescentes entre atroces sufrimientos.

«Casi todos llegaban llorando y juraban que eran inocentes», explica Khan. A diferencia de los monstruos chilenos o argentinos, no sentía personalmente odio alguno hacia sus víctimas. Tenía una tarea que cumplir, para la que había sido específicamente entrenado. Punto. Era un funcionario estatal. ¿Su cometido? Quebrar –mediante la mutilación, el dolor– la voluntad de su víctima, forzarla a «confesar», es decir, a jurar sumisión a los Jemeres Rojos. Prak Khan, que se reconvirtió en agricultor en los regadíos del Mekong, hace su relato sin emoción ni arrepentimiento alguno. Recuerdos de juventud, nada más.

Cafés con el diablo es una lectura absolutamente fascinante. Vicente Romero nos revela, en estas conversaciones sutiles, las patologías singulares de algunos de los monstruos más espantosos de los últimos tiempos. Pero otros siguen matando, torturando, con toda indiferencia, de Damasco a Rangún, de El Cairo a Juba.

Francisco de Goya, que pintó los terribles fusilamientos de El tres de mayo de 1808 en Madrid, dio en 1799 el siguiente título a uno de los grabados de su serie Caprichos: «El sueño de la razón produce monstruos». Y en la entrada del Museo Internacional de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja, en Ginebra, se exhibe esta frase sacada de Los hermanos Karamazov de Dostoievski: «Cada uno de nosotros es responsable de todo frente a todos».

Depende, en efecto, de cada uno de nosotros y de nuestra razón despierta que los monstruos asesinos desaparezcan para siempre de la faz de nuestro planeta.

Vicente Romero ha escrito un libro de una importancia histórica mayor. Le debemos admiración y gratitud profunda.

Jean Ziegler

Cafés con el diablo

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