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CAPÍTULO I

Chile bajo la Junta Militar

El bombardeo del Palacio de la Moneda, el 11 de septiembre de 1973, marcó con una brutalidad insólita el asalto al poder de las Fuerzas Armadas que, conducidas por el general Augusto Pinochet, pusieron fin a la democracia parlamentaria más antigua del continente sudamericano. Los ideales de un socialismo en libertad, acariciados por el gobierno de Salvador Allende al frente de la Unidad Popular, quedaban ahogados en sangre al cabo de muchos meses de tensión política, cultivada por una derecha golpista que actuaba bajo la influencia de los Estados Unidos. Los militares chilenos abrieron una etapa sangrienta en el Cono Sur, cuyas dictaduras –coordinadas por la Operación Cóndor– recurrirían sistemáticamente a métodos comunes de represión que incluían detenciones masivas, torturas, asesinatos y desapariciones.

Entrevista con Juan Molina. La mala costumbre de tirar cadáveres al mar

El chileno Juan Molina vive convencido de que Dios le castigó con la máxima dureza, arrebatándole a su hijo de año y medio, por su participación en el terrorismo de Estado. Mecánico de helicópteros, cumplió dos veces la misión de arrojar a las aguas del Pacífico cadáveres de prisioneros políticos, durante la etapa más dura del régimen de Pinochet. Atormentado por su conciencia, abandonó la carrera militar y acabó confesando su colaboración en la eliminación de los cuerpos de detenidos desaparecidos. El testimonio de Molina quebró el secreto castrense sobre los «vuelos de la muerte», que llegaron a ser una rutina en la metodología de la represión. Fueron muchos los centuriones implicados, pero jamás hablaron del tema, o lo hicieron sólo en círculos de máxima confianza, en voz baja y con pocas palabras. Habrían de pasar tres décadas hasta que se desvelase aquella práctica criminal.

Los verdugos chilenos, al igual que sus colegas argentinos, han mantenido un férreo pacto de silencio. Prácticamente ninguno quiso reconocer sus culpas ni pedir perdón, convencidos de haber obrado «correctamente». Una actitud explicable porque la dictadura los recompensó oficialmente y consideró irreprochables sus comportamientos. Después, cuando Chile recuperó la democracia, a la soberbia militar se sumó el miedo de afrontar responsabilidades como justificantes del obstinado mutismo de todos los asesinos de uniforme. Muchos han sido procesados y condenados, pero no se conocen casos de centuriones arrepentidos por las más de 3.000 ejecuciones sumarias, ni han querido revelar el destino final de sus víctimas cuyos cuerpos fueron sepultados en fosas comunes, incinerados, dinamitados o arrojados al océano. Juan Molina es una excepción.

Conocí a Molina en septiembre de 2003, en un Santiago de Chile crispado por los actos conmemorativos del trigésimo aniversario del golpe militar. Su aspecto correspondía a lo que realmente era: un hombre de origen humilde, sin grandes luces ni ambiciones; un soldado que aceptó sin rechistar unas órdenes inhumanas y acabó confundido por la complicidad que implicaban en hechos radicalmente opuestos a su formación cristiana. Obedeció y calló hasta que una tragedia familiar removió en lo profundo de su alma un horror que no estaba capacitado para asumir.

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Juan Molina cree que la muerte de su hijo fue un castigo de Dios, por haber participado en los «vuelos de la muerte».

Fabio Díaz, productor de TVE en el Cono Sur, lo localizó y logró que nos recibiera en su hogar, una modesta vivienda en el cinturón obrero de Santiago[1]. Dos fotografías destacaban, expuestas en el comedor donde realizamos la entrevista. Una era un enorme retrato del propio Molina, impreso en cartón troquelado, vistiendo el uniforme de cadete de la Escuela Militar, repeinado y con cara aniñada. La otra, más pequeña y enmarcada sobre un aparador, mostraba a su hijo con los ojitos ya cerrados para siempre. Coloreada a mano, era una de esas imágenes dolorosas que antiguamente se tomaba a los difuntos para conservar su último recuerdo. Al notar que nos fijábamos en ella, Molina la alzó para que Juan Pangol pudiera grabarla. Después pareció olvidarse de la presencia de la cámara y desnudó su memoria a lo largo de una hora. Empezó explicándonos que sólo tenía 19 años cuando se vio envuelto en el golpe de Estado contra Salvador Allende:

—Yo aún estudiaba en la Escuela Militar cuando me tocó estar en primera línea del asalto al Palacio de la Moneda, para desalojar del poder a las izquierdas de la Unidad Popular. Probablemente sería un acto necesario, pero como chileno me quedó un recuerdo muy amargo. Tomamos posiciones en la entrada de la plaza y enseguida nos encontramos metidos en combate. Había francotiradores que nos disparaban desde varios sitios, como el hotel Carrera. De pronto llegó la aviación y empezó a bombardear la sede del Gobierno. Los rockets hicieron explosión en los ventanales de arriba y se incendió el edificio. Fue un momento impactante que no he podido olvidar.

Molina hablaba con sinceridad. Seguramente nunca había sido consciente de la importancia del momento histórico que Chile vivía a comienzos de la década de los setenta, con la confrontación entre los sueños revolucionarios de una izquierda agrupada en la Unidad Popular y una derecha cómplice de los intereses económicos norteamericanos. En el ambiente prusiano de la Escuela Militar aquel proceso político no significaba más que un clima social turbulento, con enfrentamientos y desórdenes públicos, en el que cada día se alzaban voces pidiendo la intervención de las Fuerzas Armadas para «poner orden» y evitar un «triunfo del comunismo».

Pero el tema de su actuación el día del golpe de Pinochet se agotó pronto. Molina sabía que habíamos ido a visitarlo para hablar de sus «misiones secretas», a bordo de helicópteros que transportaban los restos de detenidos políticos, muertos en la tortura o ejecutados, para hacerlos desaparecer bajo las aguas del Pacífico. Un tema sobre el que pesaba una consigna de secreto militar que nadie había roto durante cerca de treinta años. Tras una pausa en la charla, forzada por las tazas de café con que nos obsequió su esposa, Juan Molina comenzó sin más preámbulos a desgranar la parte oscura de su memoria.

—En noviembre de 1979, un viernes a las cuatro y media de la tarde, me designaron para un vuelo. Nunca nos informaban en qué consistía cada misión, así que sólo sabía que sería una salida local por la costa del Pacífico. Nadie nos dijo que íbamos a tirar gente al mar. Cuando estábamos preparando el helicóptero, llegó una camioneta Chevrolet de color crema, con la carga que teníamos que llevar. Yo estaba a unos veinte metros de distancia y no me fijé bien. Enseguida vinieron los pilotos y dieron orden de marcha. Al abrir la puerta para subir me encontré con dos bultos en el suelo. Era evidente que se trataba de dos personas muertas, tapadas con sacos y atadas por los pies a un pedazo de riel. A la del costado izquierdo se le veía parte de las piernas y parecía ser una muchacha joven. En fin, yo no me esperaba aquello…

—¿Conocía usted la existencia de ese tipo de vuelos?

—Sí. Había oído hablar de ellos en conversaciones con los compañeros de armas. Los demás mecánicos me habían dicho que esos vuelos eran «normales», porque desde el año 73 se estaba lanzando presos al mar, e incluso que al principio los llevaban vivos, lo que era aún más triste. Entonces me dije: «Esto no puede ser».

—Así que todos sabían que el Ejército eliminaba de esa forma a numerosos prisioneros políticos…

—Sí. Como no había tenido que participar, moralmente no me sentía afectado, aunque sabía que debía ser «un poco complicado». Incluso pensé que nunca me iba a tocar. Pero al final también yo tuve que ser testigo de cómo se lanzaban cadáveres al océano.

—¿Cuántas de esas misiones le asignaron?

—En noviembre del año 79 tuve que presenciar el lanzamiento de esas dos personas al mar, a unos 80 nudos de Quintero. Y en 1980 me tocó otra triste misión, con ocho cuerpos que partían de la misma forma: con rieles en los pies y tapados con sacos. Pero en esa ocasión dejaron grandes rastros de sangre porque se notaba que iban abiertos. Cuando volvimos a la base no quise limpiar las manchas de sangre que habían quedado en el suelo del helicóptero. Dije «Ya lo haré el lunes», y dejé las puertas abiertas para que se marchara el mal olor que había. Cuando llegué a mi trabajo, temprano en la mañana, un oficial me riñó diciendo que las manchas podían haber sido vistas por alguien que no debía saber lo que se había hecho, y podían empezar a hacer preguntas. Le respondí que mi conciencia no soportaba más todo aquello. Entonces me quitaron las armas y quedé arrestado en la guardia.

—¿Qué protocolo se seguía para descargar los cuerpos?

—Los pilotos decían cuándo había que lanzarlos al vacío. Los dos del primer vuelo fueron arrojados por una puerta lateral del helicóptero. Para tirar a los otros ocho, se utilizó el portón central. Las operaciones eran rápidas, con una duración de cinco a siete minutos cuando se trataba de ocho o diez bultos.

Lo narraba como si hubiese sido un simple espectador, como si no hubiera tenido que desmontar los asientos para hacer sitio a los cadáveres, como si para moverlos no hubiera resultado imprescindible que ayudase al oficial encargado de empujarlos. Seguramente temía que su confesión lo incriminara si describía todos los detalles. Pero bastante era que hablara para expulsar de su cabeza los fantasmas que lo atormentaban.

—¿A quiénes correspondían esos cuerpos?

—Eran detenidos políticos, de eso estoy seguro. Pero lo único que yo sé de ellos es que estaban muertos y atados con alambre a trozos de rieles de ferrocarril. De la forma en que los ejecutaran no tengo idea. Tampoco pude ver sus caras ni su aspecto, porque estaban tapados. Una de las veces, incluso me hicieron alejarme para que no presenciara cómo los subían. Porque de hacer eso se encargaban civiles, aunque yo creo que eran militares que no vestían uniformes, gente de la DINA[2]. Uno de ellos venía también en cada vuelo.

—¿Escuchó usted a sus compañeros hablar del número de prisioneros eliminados de ese modo?

—Sí, pero nadie estaba seguro. Tuvieron que ser centenares porque eso duró como siete años. Empezó en 1973 y, por las conversaciones que tuvimos, entre el 74 y el 75 fue cuando se echó más gente al mar. A mí me tocaron de los últimos, todavía en 1980. Fueron muchos, aunque no sé cuántos. Podría decirle que unas cuatrocientas personas, pero a lo mejor me quedo corto. Centenares.

—¿En qué zona eran tirados al mar?

—Eso sólo lo sabían con exactitud los pilotos. En las dos oportunidades que yo estuve fueron arrojados cerca de aquí, casi central a Santiago. Se operó de igual forma. Y en los dos vuelos vino la misma persona de la DINA.

—¿Ha intentado usted identificar quién era?

—Sí, pero, aunque me mostraron fotografías, no pude reconocerlo. Creo que tal vez fuera uno de los que vi en las fotos... Pero no me atrevo a decir «sí, efectivamente éste es». Porque tendría que haber estado seguro al cien por cien para no perjudicar a otra persona.

Ambos ignorábamos que, pocas semanas antes de nuestra conversación, había empezado a dar fruto una investigación judicial sobre los «vuelos de la muerte», tras pasar un año varada por las trabas administrativas con que el Ejército aún pretendía ocultarlos. El juez Juan Guzmán descubrió aquel método criminal en el curso de sus pesquisas sobre un antiguo caso de detención y desa­parición de dirigentes clandestinos del Partido Comunista. Entre ellos se encontraba Marta Ugarte[3], cuyo cuerpo apareció en septiembre de 1976 en la playa La Ballena. Aunque la prensa pinochetista afirmó entonces que había sido víctima de una venganza pasional, la autopsia reveló que acusaba numerosas huellas de tortura, además de fractura de columna, e hígado y bazo reventados a golpes. Pasarían 27 años hasta que la Justicia demostrara la procedencia de su cadáver. Uno de los mecánicos del helicóptero declararía que aún agonizaba cuando fue embarcada, y que el agente de la DINA Cristian Álvarez la remató, empleando para ahogarla el mismo cable que la sujetaba al riel de ferrocarril. Al parecer volvió a atarla de manera defectuosa, y el cuerpo se desprendió. El propio Álvarez reconoció los hechos y manifestó su «miedo de venganzas militares por hablar».

Juan Molina, que ya no mantenía lazos con sus antiguos camaradas, quedó al margen de las actuaciones del magistrado porque el proceso en curso se limitaba al periodo entre los años 1974 y 1978. Y a los periodistas todavía no nos habían llegado noticias precisas sobre los avances judiciales, ya que todas las partes se esforzaban en impedir filtraciones: los militares, para evitar otro escándalo, y la Justicia, para que el expediente no reventara antes de tiempo, cuando aún quedaban averiguaciones por hacer o confirmar.

—¿De qué modo le afectó la experiencia de aquellos vuelos, Molina?

—Mucho, moral y personalmente. Porque yo no sabía si esas personas eran culpables de algo o no, pero tampoco creo que nadie tenga el poder suficiente para decidir que se elimine y se haga desaparecer a otras personas, como pasó en esos casos. Me repetía: «Dios nos va a castigar, porque esto es delito». Y me costaba mucho dormir, porque me ponía a pensar que aquellos muertos tendrían hijos o familia. Por eso me planteé retirarme del Ejército en 1981. Entonces me tocó la muerte de mi hijo pequeño, y eso ya fue definitivo. Lo tomé como un castigo de Dios, sinceramente.

Hablaba despacio, visiblemente turbado. Veintidós años después aún se le nublaban los ojos al recordar aquella tragedia familiar. Hizo una pausa, apuró el café y prosiguió con palabras vacilantes, evitando mirar tanto a la cámara de Juan Pangol como a Fabio Díaz o a mí, que le escuchábamos en el más respetuoso silencio.

—Se me murió ahogado en un tarro[4] con agua. Y dije: «Qué pasa aquí, algo está pasando». Lo de los vuelos lo sabían únicamente mi madre y mi abuelita, que en las dos oportunidades me vieron tan afectado que ni siquiera pude comer. A mi señora no se lo conté hasta que falleció el niño y le dije: «No sé, esto a lo mejor es un castigo de Dios». Yo sabía que no era culpable de aquellos hechos, pero había sido testigo presencial y eso me atormentaba.

—¿Qué edad tenía su hijo?

—Tenía un año y siete meses, estaba recién empezando la vida. Un año y siete meses… Y ya andaba por todos lados. Mi señora lo encontró caído dentro del tarro, con los dos zapatitos afuera. Fue un día domingo, cinco minutos que se descuidó y el niño... Se ve que intentó sacar un cepillo que se le había caído al agua jugando, quiso alcanzarlo y... Cinco minutos fueron suficientes para que muriera. Dicen que falleció en el hospital, pero yo sabía que estaba muerto cuando lo saqué y quise darle respiración artificial para reanimarlo. Entonces me vino de inmediato el recuerdo de lo otro, porque era todo tan cruel... El día lunes, cuando sepultamos al niño, salí en la mañana para ir al Ejército y encontré una carta hecha con recortes de diarios pegados en un papel, que me decía «Para que te des cuenta de lo que se siente cuando se ahoga un ser querido». Nunca supe quiénes lo mandaron. Acaso unos vecinos, aunque nadie conocía las operaciones en que yo había participado. Pero tuvo que ser alguien que sabía algo... o tal vez vinieron del Ejército. No sé. Pero eso rebasó los límites. Y dije: «No sigo más».

—¿Comentó con alguien que asociaba la muerte de su hijo con aquellos dos vuelos?

—Se lo comenté a un psicólogo del hospital militar. Y me dejaron internado durante un mes para estabilizarme, porque estaba demasiado alterado. Me sentí detenido, como en una cárcel; sólo podía ver a mi mujer una vez por semana y prohibieron que mis compañeros me visitaran. El día que me dieron de alta me informaron que el coronel había dicho que «borrón y cuenta nueva» y que siguiera trabajando igual que antes. Yo contesté: «No, tengo que irme». Todo aquello hizo que yo no quisiera continuar en el Ejército.

—¿Solicitó formalmente la baja?

—Sí. Pero no me concedieron baja voluntaria, sino «baja en lista 4» para no pagarme, o sea, para dejarme en la calle. No me dieron ni un peso. Además, yo vivía en un departamento de propiedad estatal y cuando fui a buscar mis cosas no había nada. Se habían llevado todo. Lo único que quedaba eran estos muebles de comedor que están ustedes viendo, y tardé tres años en recuperarlos. Todo lo demás se lo repartieron. Desde entonces quedé totalmente al margen de lo militar y traté de rehacer mi vida trabajando en otras cosas.

—¿Por qué ha decidido usted contar su participación en los vuelos, tanto tiempo después?

—Porque pasan los años y seguimos recordando el golpe de 1973. Fue algo que nos afectó tanto a las víctimas como a los victimarios, y todos los chilenos quedamos divididos. Si no se puede olvidar lo que pasó es porque hubo un daño demasiado grande. Los responsables directos tienen en sus conciencias cosas que todavía no han podido entregar. Y me pongo en su lugar: se sienten culpables, no duermen tranquilos, deben estar sufriendo como también sufren las personas que tienen seres queridos desaparecidos. Aquí hay que hacer un examen de conciencia. Esto no se va a calmar hasta que no se sepa toda la verdad. Yo hablo porque quiero liberarme de la presión que supone el que no se haya dicho nada sobre aquellos vuelos. He contado toda la realidad que conocía. Y me han llamado de los tribunales, sin mayores consecuencias. Pero me he sentido ya más tranquilo.

—Participar en aquellos vuelos arruinó su vida, Molina.

—Sí. Seguramente todo habría sido muy diferente sin eso. Creo que habría alcanzado un grado máximo, estaría viviendo en otro lado, tendría una buena casa y mejor vehículo… como la mayoría de mis compañeros, mientras yo he pasado hambre. No me avergüenza decirlo porque realmente ha sido así. De repente me encuentro con que no tenemos ni para comprar el pan, y vivir tan lejos del centro de Santiago complica todo. Aquí casi no hay donde trabajar. He tenido que hacer de todo, arreglos de motores, reparaciones eléctricas, lo que saliera. Hasta estuve una temporada cortando fruta con mi señora. Pero no me importa porque todo tiene un precio. No me arrepiento de haberme retirado del Ejército, aunque de seguir podría haber tenido una vida mejor. Tampoco sé lo que hubiera pasado, y a lo mejor se habría caído mi helicóptero... Pero así estoy más conforme con la sociedad, con la gente. Porque no me siento traidor. Cuando tenía diecinueve años juré por Dios que serviría fielmente a mi patria. Y no estoy con el Ejército ni con las personas que llevaron a este país al caos. Ellos sabrán cómo van a afrontar su realidad cuando vayan a pedir perdón. Dije siempre que el golpe de Estado, el pronunciamiento militar, fue algo necesario. Aún lo pienso, porque comprendí lo que pasaba en el país. La política estaba quebrantada, lo sabe todo el mundo. Pero no voy a dejar de pensar que las muertes fueron innecesarias. Y la forma como lo hicieron... Por eso no me considero traidor al Ejército. Todo lo contrario, me siento fiel a mi país que me pide que cuente lo que vi. Sería enfermo ignorar a los miles de compatriotas que perdieron a sus seres queridos y ni siquiera conocen aún donde están sus cuerpos. Yo quise aportar el grano de arena de los hechos de que fui testigo.

(Dos meses después de esta entrevista, en noviembre de 2003, los funcionarios judiciales a las órdenes del juez Guzmán, desvelaron aquellas misiones secretas de las que Molina hablaba con tanta amargura como vergüenza[5]. Aunque sus investigaciones alcanzaban sólo hasta 1978, el juez estableció que se efectuaron «al menos 40 viajes», tras haber interrogado a las tripulaciones que aparecían en los libros de bitácora del Comando de Aviación del Ejército. Todos los pilotos mantuvieron el pacto de silencio, pero doce suboficiales mecánicos reconocieron los hechos. Sus testimonios permitieron establecer que cada vuelo transportó entre 8 y 15 cadáveres. Y detallaron la eliminación de prisioneros políticos, desde el nombre en clave de Operación Puerto Montt y la composición de las tripulaciones (piloto, copiloto, mecánico y agente de la DINA) hasta los estrictos protocolos que debían seguirse: los presos eran ejecutados mediante una inyección de cianuro, los cadáveres debían ir cubiertos para impedir su identificación, los mecánicos tenían que encargarse de quitar los asientos traseros de los helicópteros y el tanque suplementario de combustible para ampliar su capacidad, etcétera. También señalaron a algunos responsables con nombres y apellidos, como el comandante Carlos Mardones que amenazaba a quienes no guardasen el secreto más estricto, o la teniente enfermera Gladys Calderón Carreño que administraba las dosis de cianuro en el cuartel Simón Bolívar. Incluso aportaron al sumario descripciones siniestras como el insoportable olor de algunos bultos ya en descomposición, o que otros eran de menor tamaño porque contenían cuerpos despedazados.

Las identidades de los testigos quedaron protegidas por el secreto sumarial. Una medida necesaria, dado que el mismo día que el juez abrió el procedimiento contra cinco de los pilotos fue secuestrado un hijo de uno de los doce mecánicos que hablaron. Un grupo de hombres lo subió a un coche, lo maniató y le cubrió la cabeza con una capucha, le propinó una paliza y lo dejó en libertad tras darle un mensaje para su padre: «Dile que cierre bien el hocico». La palabra que utiliza la mafia en estos casos es omertá).

* * * * *

El sicario de confianza de Pinochet

Mientras el general Contreras, el mayor y más odiado de los verdugos de Pinochet, agonizaba en el hospital militar de Santiago, una gigantesca «cadena de oración» pedía a Dios que lo mantuviera con vida. No se trataba de amigos y partidarios del hombre que orquestó la represión de la dictadura, ni siquiera de «buenos cristianos» que se apiadaran por los daños que varias enfermedades –cáncer de colon, diabetes e hipertensión– causaban a su cuerpo de 86 años. Eran sus víctimas, los supervivientes y los familiares de los asesinados por órdenes suyas, quienes suplicaban que no muriera «todavía», cuando le quedaban por cumplir más de 500 años de cárcel, esperaba otra sentencia de 576 años más y tenía pendientes 556 juicios orales. Sus enemigos querían que continuara sufriendo, pero sus rezos no respondían tanto al odio como a un ansia desesperada de justicia. Porque Contreras nunca había llegado a pagar realmente por sus múltiples crímenes.

Manuel Contreras, alias el Mamo, cerebro de la policía política de la dictadura, salió muy bien librado de sus tardías rendiciones de cuentas ante los tribunales de la democracia. Aunque se viera condenado de por vida, pasó menos de cinco lustros enclaustrado en el Penal Cordillera, un antiguo resort reacondicionado para acoger en sus cinco lujosas cabañas de vacaciones a diez represores, al cuidado de treinta y ocho agentes de la Gendarmería[6]. Contreras nunca fue despojado de su rango castrense, ni privado de la pensión que disfrutaba, pese a que el artículo 222 del Código de Justicia Militar chileno sancionase con la degradación a los centuriones castigados a penas de muerte o prisión perpetua. Y hasta el final de sus días alzó la cabeza con «la satisfacción de haber salvado a la Patria de caer en poder del marxismo», proclamando con cinismo que el régimen pinochetista no torturó ni asesinó, y que «los desaparecidos estaban en los cementerios». Tales alardes de descaro e hipocresía hicieron que hasta el partido de extrema derecha Unión Demócrata Independiente se opusiera a que se rindieran honores militares en su funeral.

La biografía del Mamo Contreras podría figurar en la vieja colección de tebeos católicos Vidas ejemplares[7] por los constantes actos de fe que la jalonan de principio a fin. Desde muy joven había destacado por su firme vocación y sus grandes cualidades para el ejercicio del mal. En sus tiempos de cadete fue seleccionado por los jefes de la Escuela Militar para vigilar a sus propios compañeros y delatar sus faltas. Y enseguida, allá por 1946, se labró un merecido «prestigio de dureza» como Brigadier Mayor de la 1.ª Compañía por su autoritarismo, prepotencia, abusos de poder e incluso actitudes sádicas. Sus métodos disciplinarios nunca serían olvidados por quienes estuvieron a sus órdenes:

—Nos castigaba con medidas desproporcionadas –recordó el capitán Alejandro Barros Amengual[8]–. Nos obligaba a introducir la cabeza en las tazas de los baños y tiraba de la cadena, acción que graciosamente llamaba el champú. En otras oportunidades nos sujetaba la cabeza y nos introducía en la boca el pitón de la manguera que usábamos en los baños matinales, dando al chorro la máxima potencia.

El destino de Manuel Contreras hizo que se cruzara en la Academia de Guerra con otro siniestro personaje que se convertiría en su mentor: el entonces coronel Augusto Pinochet Ugarte, profesor de Estrategia y subdirector de la entidad. La afinidad personal entre maestro y alumno se correspondía, además, con una común obsesión anticastrista en los momentos del triunfo de la Revolución cubana. Y cuatro años después de graduarse, en 1966, el alumno pasó a ejercer la docencia en materia de Inteligencia Militar. Ese puesto le abrió las puertas de los centros norteamericanos de Fort Benning –donde recibió un curso de Posgrado de Oficial de Estado Mayor– y de la Academia de las Américas en 1967. En las aulas de esta «Escuela de dictadores», como la definió el congresista Joseph Kennedy II[9], el Mamo estableció contactos con la CIA y cultivó la amistad de oficiales argentinos, uruguayos y brasileños, llamados como él a ejecutar los planes de represión diseñados por el Pentágono para los países del sur del continente. Entre otras materias, se impartían clases de interrogatorios con tortura y una asignatura con un nombre que no permite dudas: «Estudio del asesinato», cuyos manuales figuran entre los documentos secretos desclasificados por Washington en 1997. Todos esos conocimientos y experiencias, puestos al servicio de una ideología basada en un anticomunismo primario, sirvieron para que Manuel Contreras dedicara su vida al «exterminio del marxismo y otras doctrinas afines como si fueran plagas», mediante un plan de «purificación nacional». Con esas palabras textuales explicaría el propósito que le llevó a fundar la DINA, tras el golpe de Estado contra Salvador Allende.

Ascendido a mayor, se dedicó a impartir clases de Inteligencia en la Escuela de Ingenieros de Tejas Verdes, a la vez que diseñaba un aparato clandestino –con elementos de grupos fascistas como Patria y Libertad– para desarticular a las principales organizaciones de izquierda, y que respondiera a los deseos y necesidades de la CIA, ante la victoria electoral de la Unidad Popular y su ascenso al poder en 1970. Su puesta en marcha estaría determinada por el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Desde la primera hora aplicó de modo implacable sus planes de acción, que destacaron en la represión desatada por la Junta Militar. Y bajo su dirección Tejas Verdes se convirtió en uno de los mayores centros de secuestros, torturas y ejecuciones sumarias.

Un par de semanas después del golpe, con los múltiples lugares de detención abarrotados –incluido el Estadio Nacional, donde se hacinaban 7.000 prisioneros–, las autoridades castrenses se dieron cuenta de que, en aras de una mayor eficacia, resultaba imprescindible mejorar la coordinación entre las distintas secciones de las Fuerzas Armadas, sistematizando la información y cruzando los datos de diferentes fuentes. El Estado Mayor de la Defensa Nacional convocó una reunión para crear un organismo que se encargara de establecer una metodología de trabajo. Ese día, Contreras deslumbró al alto mando con un detallado plan que, sobre todo, encandiló a su antiguo maestro y amigo Augusto Pinochet. Tanto, que el jefe de la Junta decidió saltarse el sagrado escalafón y, pasando por encima de los generales, apostó por el ya entonces coronel Contreras como máximo responsable de la represión en que habría de basarse su gobierno.

Así nació la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), cuyo personal militar y civil –escogido directamente por Contreras– comenzó inmediatamente a trabajar en las oficinas de las plantas altas del Congreso, como una afrenta más a la democracia, hasta su instalación definitiva en un edificio de la calle Marcoleta. Los tentáculos del nuevo organismo, a partir de su constitución oficial en junio de 1974, crecieron y se extendieron a través de varios centros neurálgicos que se harían rápidamente famosos, como Villa Grimaldi o Cuatro Álamos. El número de sus víctimas se multiplicaría de forma vertiginosa, hasta acabar superando los 40.000 detenidos y cerca de 3.000 muertos a lo largo de su existencia.

Al principio, el enorme y creciente poder adquirido por el coronel suscitó celos y suspicacias entre los generales, que defendían las prerrogativas de los departamentos de Inteligencia de las Fuerzas Armadas y del cuerpo de Carabineros. La DINA quedaba situada por encima y su jefe disponía de mayor autoridad que sus superiores en rango; incluso podía ordenar la muerte de detenidos políticos sin informar más que a Pinochet, de quien dependía directamente. Un profundo malestar se hizo visible en los más elevados círculos castrenses. El propio general Lutz, director del Servicio de Información Militar (SIM), se enfrentó a Contreras negándose a entregarle sus prisioneros, y terminó cesado.

Peor suerte corrió el general Óscar Bonilla, pese a haber sido ministro del Interior en el primer gobierno de la Junta golpista y, después, detentado la cartera de Defensa. Bonilla se atrevió a ordenar la destitución del titular de la DINA tras presentarse de improviso en Tejas Verdes e inspeccionar sus calabozos. «En mi recorrido me encontré con hombres que estaban tendidos boca abajo en el suelo, otros desnudos y amarrados, algunos colgados de los brazos y con su cuerpo en el aire. Cuando comprobé que la realidad era más horrible de lo que me habían dicho, llamé al subcomandante y le comuniqué que él asumía el mando y que el coronel quedaba arrestado.» Bonilla pagó aquel error con la vida: el 3 de marzo de 1975 moría en un extraño accidente de helicóptero[10].

El rocoso coronel Mamo ganó todas las batallas contra sus rivales sin ceder un ápice de terreno, porque no defendía su carrera militar sino un deber histórico que creía tener encomendado. Sembró el terror y dejó un reguero de sangre, pero cumplió su misión, recurriendo a los métodos más despiadados. En pocos meses logró diezmar a los sindicatos, anuló a los movimientos sociales y desmanteló el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Después, a lo largo de los dos años siguientes, liquidó al Partido Socialista y al Comunista, las dos grandes organizaciones históricas de la izquierda chilena, facilitando que Pinochet gobernara en la paz y el silencio de los cementerios.

Manuel Contreras no sólo estaba satisfecho de su obra, sino que gozaba desempeñando las funciones de sicario mayor de la dictadura. Incluso descendía a las cámaras de tortura para tomar parte en los rituales del interrogatorio a los prisioneros. Numerosos sobrevivientes de la represión lo reconocieron. Entre las figuras más populares que lo identificaron, destacan la actriz Gloria Laso Lazaeta y la presidenta Michelle Bachelet[11], ambas hijas de militares. Uno de los testimonios más contundentes sobre los procedimientos seguidos por la DINA en sus centros de detención lo prestó una sobreviviente llamada Luz de las Nieves Ayress Moreno, quien en 2004 declaró al diario La Nación:

—Me daban choques eléctricos en las partes más sensibles del cuerpo, como los senos, los ojos, el ano, la vagina, la nariz o los dedos. También me amarraban los pies y los brazos, me colgaban cabeza abajo y me aplicaban choques eléctricos. Además, me golpeaban con fuerza los dos oídos simultáneamente. Me torturaban desnuda y encapuchada, en presencia de mi padre y de mi hermano, y una vez me forzaron a intentar el acto sexual con ellos. Me obligaban a presenciar sus torturas y las de otros conocidos que estaban presos. Y varias veces me violaron.

Uno de sus interrogadores en las mazmorras de Tejas Verdes fue el Mamo Contreras.

—Pude verle la cara porque la venda que me cubría los ojos estaba floja, y después lo reconocí en fotos. Él daba las órdenes y supervisaba todo, pero también participaba directamente en la tortura.

En 1975, Manuel Contreras volvió a los Estados Unidos, invitado por la CIA a una estancia de quince días en Fort Langley. Cuando regresó a Chile, explicó a Pinochet su convencimiento de que la única forma realmente efectiva de aniquilar a la izquierda chilena consistía en perseguirla más allá de las fronteras. Y le planteó la necesidad de extender la actuación de la DINA a otros países, estableciendo una colaboración directa con dictaduras ideológicamente afines como las de Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay y Bolivia. Argumentó que ello permitiría acabar también con las organizaciones subversivas de todo el Cono Sur, para facilitar el establecimiento de un modelo político y económico común. Y aseguró que el proyecto contaba con la bendición –e incluso el respaldo diplomático y financiero– del entonces todopoderoso secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger. Conseguido el beneplácito de Pinochet, el Mamo convocó una reunión secreta de sus homólogos de las naciones vecinas el 25 de noviembre de 1975. Y en ella se aprobó la creación de la Operación Cóndor, una red de inteligencia militar que facilitaría el intercambio de información, la entrega secreta de detenidos en el extranjero, así como de exiliados y prisioneros de otras nacionalidades, e incluso la realización de operaciones conjuntas para cometer atentados, secuestros y asesinatos más allá de las fronteras nacionales. Entre sus éxitos destacó el asesinato en Buenos Aires, el 30 de septiembre de 1976, del general Carlos Prats, que se había mantenido fiel al Gobierno constitucional de Allende. Su balance final sería de 50.000 muertos, 30.000 desaparecidos y 400.000 presos, según prueban documentalmente los denominados «archivos del terror», encontrados en Paraguay en 1992.

La soberbia y la falta de límites de Manuel Contreras precipitaron su caída en 1977, cuando, convencido de la absoluta impunidad de que disfrutaba, no supo valorar las contradicciones internas de la política estadounidense. Ordenó el asesinato de Orlando Letelier –antiguo ministro de Exteriores y embajador de Salvador Allende– en su exilio de Washington, ignorando que la Casa Blanca podía organizar, respaldar y financiar crímenes de Estado en otros países, pero no tolerarlos dentro de su propio territorio. El Departamento de Estado norteamericano montó en cólera al saber que el mortal atentado con bomba, el 21 de septiembre de 1976, había sido perpetrado por la DINA. Pocos meses más tarde, las presiones diplomáticas hicieron que Pinochet cesara a Contreras, lo mandase a retiro y cambiara el nombre de su policía política por el de Central Nacional de Informaciones (CNI), que pasó a depender del Ministerio del Interior[12]. Pero las consecuencias del escándalo no acabaron ahí. Porque Washington pidió su extradición y, aunque el fallo de la Corte Suprema de Chile fue negativo, el Mamo sufrió la humillación de esperar la sentencia en prisión durante catorce meses. Fuentes judiciales filtraron que, asustado por la dura reacción estadounidense, había destruido toda la documentación que lo incriminaba en el caso Letelier. Y, por si acaso, aportó pruebas médicas de padecer un cáncer intestinal.

Sin embargo, su existencia no se volvió demasiado incómoda durante los siguientes años. Continuó disfrutando de una apacible vida familiar junto a su segunda esposa, Nélida Gutiérrez: un alma gemela, ferviente hacedora del mal como él, a la que conoció como agente de la DINA y convirtió, primero, en su secretaria, después, en su amante y, finalmente, en su mujer. Es tentador imaginar a la feliz pareja sentada en el sofá con las manos trenzadas, charlando sobre las detenciones y asesinatos que más les enorgullecían, o riendo al recordar algunas anécdotas en las salas de tortura. Nunca tuvieron problemas de dinero, porque varias de las empresas utilizadas para obtener y enmascarar fondos negros para la DINA permanecieron en poder de Contreras[13]. Incluso disfrutó del cariño de sus hijas, que admiraban sus hazañas, convencidas de que su padre era un héroe mundial de la lucha contra el comunismo. Y recordaban con orgullo aquella vez que viajó a Teherán en 1976 junto a otro hombre excepcional, Gerhard Mertins, antiguo miembro destacado de las Waffen SS a las órdenes de Otto Skorzeny en el rescate de Mussolini y caballero de la Cruz de Hierro… reconvertido en traficante de armas. Ambos fueron escoltados por tres centuriones chilenos y otro brasileño, bajo el paraguas de la DINA, para ofrecer sus servicios como mercenarios al sah Mohammad Reza Pahlevi. No fueron contratados, pero su heroica disposición quedó manifiesta.

Las aventuras de Contreras terminaron de manera más pacífica y confortable de lo que hacían esperar sus méritos como amo y señor de las tinieblas de Pinochet. La tranquilidad de su vejez sólo se vio alterada tras el retorno de la democracia a Chile en 1990, cuando los jueces empezaron a inquietarlo con investigaciones sobre una multitud de denuncias. No valió de nada que su amante esposa y sus dulces hijas atacaran a golpes y arañazos a los agentes de policía encargados de detenerlo en su domicilio. Las consecuencias judiciales del error Letelier se le vinieron otra vez encima. En 1993 fue condenado a siete años de reclusión por homicidio y uso de pasaporte falso, aunque no ingresó en la prisión de Punta Peuco hasta 1995. Se le amontonaron los procesos, algunos por casos tan graves como el asesinato del general Prats o la Operación Colombo, que causó las muertes y desapariciones de 119 militantes de varias organizaciones de izquierda en 1975. Dos lustros más tarde volvió a la cárcel, aunque esta vez se alojó en una de las confortables cabañas del Penal Cordillera, con una sentencia de doce años por el secuestro del mirista Miguel Ángel Sandoval. Sus ochenta y seis años de vida ejemplar finalizaron en una cama del hospital militar, con sus enemigos rezando para que Dios hiciera justicia y no le permitiera descansar.

El estadio del terror

El 11 de septiembre de 1973 se extendió un denso manto de terror sobre el mapa de Chile. El país entero se convirtió en un inmenso campo de concentración, con la práctica de detenciones colectivas, ejecuciones sumarias y torturas sistemáticas. La Junta Militar logró imponer el silencio sobre cuanto ocurría mediante un riguroso toque de queda, una censura extrema y un cierre total de las fronteras. Miles de prisioneros se hacinaron en cárceles improvisadas en cuarteles, buques de la Marina y comisarías, pero también en recintos polideportivos, almacenes portuarios y viejas instalaciones industriales. Incluso se utilizaron como mazmorras algunas cuevas naturales de la isla Quiriquina.

Un mes después del golpe, ya mediado octubre de 1973, un informe de la CIA aseguraba que las denominadas «operaciones militares de limpieza» habían causado 1.400 muertes, de las cuales «entre 320 y 360» se debían a «ejecuciones sumarias». El número de detenidos se cifraba en «más de 13.500», entre los que se encontraban muchos «habitantes de chabolas» por el mero hecho de serlo, junto a militantes políticos y sindicales. Aquel primer balance de la represión, elaborado por los padrinos políticos de Pinochet, también señalaba que la ciudadanía sólo conocía algunos de los muchos lugares de confinamiento. Y destacaba entre ellos el Estadio Nacional, donde fueron confinados 7.612 prisioneros políticos, según una primera contabilidad que comprendía únicamente el periodo entre el 11 y el 20 de septiembre. La cancha donde se jugó la final del Campeonato Mundial de Fútbol de 1964 quedaba así señalada en la Historia como campo de concentración y exterminio.

La «desclasificación» de los informes secretos elaborados para el Departamento de Estado norteamericano permitiría, al cabo de los años, disponer de una fuente de información fehaciente sobre la barbarie desatada por el Gobierno castrense. Sus contenidos también resultan reveladores de los métodos empleados por la Junta Militar para deshacerse de sus víctimas: a falta de datos concretos, el texto citado informaba de que los cuerpos habían sido «enterrados en lugares secretos, lanzados al río Mapocho o al mar, y abandonados en las calles durante las noches».

Los periodistas chilenos habían quedado divididos en dos categorías: cómplices de la dictadura o perseguidos por ella. Los corresponsales extranjeros se enfrentaban a innumerables dificultades y fortísimas presiones oficiales que obstaculizaban su trabajo. Las mismas que tuvimos que arrostrar los enviados especiales cuando, al amanecer del 19 de septiembre, nos permitieron entrar en Chile en un vuelo chárter desde Buenos Aires, pese a que las fronteras permanecían clausuradas. Lógicamente, la Junta Militar no quería facilitar la información sobre sus atropellos. Nuestras crónicas tenían que alimentarse de los escasos datos que nos facilitaban Cruz Roja, la morgue o las embajadas –desbordadas por solicitantes de asilo– para contextualizar evidencias puntuales, como la aparición de decenas de cadáveres en las orillas del Mapocho o entre las callampas[14] del cinturón obrero de Santiago. La represión y el miedo se hacían visibles en las calles, ocupadas por las tropas; en barrios enteros, acordonados por soldados fuertemente armados; en los masivos registros domiciliarios y las detenciones constantes; en las requisas de volúmenes en las librerías; en algunas iglesias, cuyos parroquianos rezaban entre lágrimas; en los disparos que se oían durante las noches, cuando Santiago era una ciudad fantasma; en el silencio de gentes que caminaban siempre apresuradas, desde que el toque de queda era levantado con el amanecer hasta que volvía a caer con la tarde; incluso en el vestir, ya que no había mujeres con pantalones ni hombres de pelo largo o sin corbata. Y, sobre todo, en los alrededores del Estadio Nacional, al que en vano acudían personas desesperadas en busca de alguna información sobre sus familiares detenidos. Porque el uso que los centuriones habían dado a sus instalaciones era un secreto imposible de guardar.

El sábado 22 de septiembre, las autoridades militares organizaron una visita de periodistas al Estadio Nacional para mostrarnos «las buenas condiciones en que se encontraban los presos». Sería una experiencia demoledora, pese a las muchas precauciones adoptadas por los uniformados que nos escoltaron. Casi al mismo tiempo que nuestro autocar, llegó a las puertas del recinto deportivo un vehículo celular repleto de prisioneros. Los soldados les hicieron bajar a culatazos, sin ahorrar en malos tratos pese a la presencia de fotógrafos y cámaras de televisión de todo el mundo. «Esto es precisamente lo que debemos evitar que ocurra», comentó un oficial dirigiéndose a sus hombres. Nos condujeron directamente al terreno de juego, ocupado por soldados que apuntaban sus armas automáticas a las gradas, desde las que nos miraban centenares de presos con ojos asustados. Aunque nos prohibieron aproximarnos y entablar conversación con ellos, se produjeron breves diálogos cortados por la amenaza de los fusiles. Al principio, los reclusos guardaron silencio, pero enseguida se dirigieron a nosotros con peticiones elementales, como que insistiéramos en que la Junta Militar acelerase sus trámites –porque algunos llevaban más de una semana esperando ser interrogados– o que les facilitaran aspirinas y papel higiénico. Muchos gritaron nombres y números de teléfono, para que comunicáramos a sus familias que se encontraban vivos. Otros trataban de llamar la atención de los camarógrafos de la televisión chilena, con la esperanza de ser vistos e identificados en los noticiarios. Lo único que podíamos hacer por ellos era filmar sus rostros, apuntar sus nombres y teléfonos, y lanzarles los paquetes de cigarrillos, mecheros e incluso caramelos y chicles que llevábamos en los bolsillos.

El coronel Jorge Espinosa nos reunió junto a las pistas de competición para contarnos que cada día recuperaba la libertad cerca de un centenar de reclusos, a la vez que se producían nuevos ingresos. «Por eso», argumentó, «no podemos precisar cuántos prisioneros tenemos ahora mismo.» Sin embargo, afirmó que entre ellos figuraban 34 mujeres y 240 extranjeros.

De repente, alguien dio una voz de aviso y los fotógrafos se precipitaron hacia el túnel de entrada de atletas. Llegaba otro grupo de detenidos, encañonados, con las manos en la nuca. Durante unos minutos, mientras las formalidades burocráticas eran satisfechas, permanecieron inmóviles en la penumbra, observando a los reporteros como lo que realmente éramos: seres de otro mundo. Sus miradas de animales heridos y sus gestos de absoluta indefensión fueron plasmados en fotogramas que serían exhibidos por los medios de comunicación internacionales como denuncias contra la dictadura... Pero, sobre todo, quedaron grabados en nuestras conciencias.

Con evidentes órdenes de ocultarnos toda la información que pudiera, Espinosa retomó su discurso negando que en el campo de fútbol se hubiese fusilado. Era algo que los portavoces de la Junta Militar habían repetido varias veces, pese a que la evidencia los desmintiera. Porque cuantos vivían en las proximidades habían oído los disparos. Incluso el conductor de un taxi que compartí con Diego Carcedo nos invitó a pasar una noche en su casa «para que sintiéramos los tiros y las ráfagas de ametralladoras». Y muchos sobrevivientes declararon posteriormente haber presenciado ejecuciones. Dos norteamericanos, Patricia y Adam Garret-Schesch, afirmaron que entre 400 y 500 personas fueron pasadas por las armas: «Una vez, cuando sacaron de los vestuarios a varios presos, escuchamos que empezaban a cantar La Internacional e inmediatamente después sonó una descarga de fusilería».

Al salir del estadio, fuimos abordados por un grupo de familiares de detenidos que montaban guardia en sus alrededores. Querían preguntarnos si éramos portadores de mensajes o, al menos, si recordábamos algunos nombres. Nos detuvimos a conversar durante un buen rato y, a través de ellos, conocimos lo narrado por varios prisioneros liberados. De ese modo pudimos averiguar que los vestuarios habían sido transformados en celdas colectivas, con más de 170 presos en 40 metros cuadrados; que las duchas se empleaban como salas de interrogatorios, lo que permitía a los prisioneros oír los gritos de sus compañeros sometidos a torturas y los disparos con que algunos fueron asesinados; o que un chico de unos quince años fue acribillado a balazos en las gradas... ¡porque sufrió un ataque epiléptico!

Frente a los periodistas, los centuriones chilenos se esforzaron en suavizar el inevitable impacto que producía la visión de aquel recinto, adoptando «medidas especiales» de cara a los visitantes. Así, se mejoró la alimentación y se emplazó una ambulancia en lugar destacado, con intención de negar que los prisioneros hubieran pasado hambre y carecido de asistencia médica durante sus primeros días de confinamiento. Pero las imágenes del Estadio Nacional resultaron inevitablemente perjudiciales para la Junta Militar, que optó por redistribuir a sus prisioneros en otros centros y cerrarlo el 9 de noviembre, cuando ya habían pasado por sus instalaciones cerca de 40.000 «sospechosos de profesar convicciones democráticas».

Prisioneros en Cuatro álamos

Tres años más tarde, los militares chilenos volvieron a invitarme a ver uno de sus infiernos más emblemáticos: Cuatro Álamos, el centro de confinamiento y tortura de la DINA, donde habían desa­parecido numerosos prisioneros. Pero, esta vez, los conocimientos que me proporcionara la visita serían mucho más profundos, ya que la efectuaría en calidad de prisionero. Ello me permitiría evaluar con precisión las condiciones carcelarias, desde la severidad del reglamento y el trato de los interrogadores hasta la higiene del establecimiento, la comodidad de sus celdas o la calidad del rancho. Con mi apresamiento, la policía política de Pinochet consiguió exactamente lo contrario de lo que perseguía: pretendieron inmovilizar a un enviado especial extranjero para evitar que informara de la amarga realidad de la dictadura, y acabaron mostrándole con el mayor detalle el funcionamiento interno de su principal cuartel, cuyas instalaciones constituían uno de los abismos de la represión y representaban un secreto insondable para los periodistas.

El sábado 11 de septiembre de 1976, tercer aniversario del asalto de las Fuerzas Armadas al poder, fui detenido junto a mi esposa, Lorna Grayson, frente al edificio Diego Portales, entonces sede del Gobierno pinochetista. Sólo llevábamos dos días en el país y la Dirección de Comunicación Social de la Junta Militar ya nos había avisado de que no éramos bienvenidos. Considerado persona non grata por mis artículos anteriores sobre el régimen chileno, me negaron las credenciales de prensa advirtiéndome de que no debía escribir nada sin ser previamente autorizado. Carentes de acceso a los actos oficiales, decidimos seguir desde la vía pública las ceremonias de celebración del golpe. Y fuimos detenidos cuando Pinochet comenzaba a pronunciar su discurso, transmitido por radio desde el despacho presidencial y difundido mediante altavoces callejeros, con inserciones de aplausos grabados cada vez que el general hacía una pausa.

Dos policías de paisano, que se identificaron como miembros de la DINA, nos condujeron a una estación del metro de Santiago todavía en construcción, sin vendarnos los ojos. Ello nos permitió descubrir una numerosa fila de detenidos, esposados y cegados, formada contra la pared. Y acarreó una seca reprimenda a los agentes por su torpeza. Nos mantuvieron largo rato encañonados, soportando de pie la helada corriente de aire del túnel, con las manos atadas en la espalda con alambre y la parte superior de la cara tapada por una cartulina sujeta con cinta adhesiva, que nos dejaba ver un metro de suelo alrededor de nuestros zapatos. Pero fueron amables, a pesar de todo: cubrieron los hombros de Lorna con un chaquetón, le soltaron un momento las manos para que sujetara el café caliente que le ofrecieron, y nos permitieron hacer flexiones y dar algunos pasos para no entumecernos. Unos privilegios que establecían diferencias de trato con los demás arrestados, limitando nuestro miedo. En un tenso silencio, escuchamos a través de un aparato de radio la voz aflautada del general Augusto Pinochet afirmando que los periodistas extranjeros podían «comprobar con sus propios ojos» la paz social que la Junta Militar había impuesto. Y, entre marchas militares, la canción Libre de Nino Bravo. Una ironía suculenta para alimentar una crónica… que no podría escribir.

Al cabo de dos horas, cuando finalizaron los discursos y las fanfarrias de un desfile militar, fuimos devueltos al exterior para ser trasladados a bordo de una camioneta. Minutos después ingresamos en Cuatro Álamos, caminando bajo las miradas de guardas apostados en torretas de vigilancia, a través de un corredor formado por planchas de cemento prefabricadas coronadas por un rollo de alambre de púas. Lo primero que me sorprendió fue el reducido tamaño de las instalaciones, más propio de una comisaría de provincias que de un centro operativo de la todopoderosa DINA. En esencia, se trataba de un pasillo en cuyos lados se alineaban dos despachos de unos doce metros cuadrados; una salita para guardias, dotada de un televisor; una docena de pequeñas celdas y otra de mayores dimensiones, así como un retrete para empleados y otro para presos. El sótano, que no pudimos ver, se utilizaba como cámara de torturas y mazmorra de castigo, por sus condiciones de aislamiento, oscuridad y humedad. Los funcionarios del terror lo denominaban, con siniestro sentido del humor, «el Terminal pesquero» por el olor de quienes pasaban largo tiempo allí sin poder lavarse.

Mientras inscribían nuestro ingreso, los agentes dejaron un documento sobre la mesa, cuyo membrete confirmaba dónde nos encontrábamos: «Cuatro Álamos Brigada Rauten DINA»[15]. Esa información, que nos habían negado reiteradamente, no resultaba tranquilizadora. Tras confirmar nuestros datos personales, repitieron la ridícula pregunta que nos habían formulado al recibirnos en el metro: «¿Saben ustedes por qué han sido detenidos?». A continuación nos instalaron en dos celdas. La mía, que medía unos cuatro metros de longitud por dos de anchura, estaba amueblada únicamente con dos literas carentes de sábanas y almohadas, cuyas mantas apestaban. Un armario empotrado contenía cuatro escudillas sucias y un puñado de vasos de plástico. La pintura verde que cubría las paredes no había servido para ocultar las palabras que algunos convictos habían grabado en el yeso: «venceremos», «esto pasará», «extraño a mi mujer y a mi hija, las adoro»… Al fondo, una ventana daba a un patio alargado y limitado por un alto muro, donde languidecían varios árboles deshojados que tal vez fuesen álamos. En su marco se leía «Qué hermoso es ver volar a las aves». Alimentarlas con el pan del rancho sería un pasatiempo gratificante durante los tres días que allí permanecimos aislados.

Los guardianes –un grupo de jóvenes semianalfabetos– me informaron de las obligaciones básicas de los reclusos: barrer, limpiar exhaustivamente todo, incluso abrillantar con bayetas las baldosas del suelo; ir al retrete cada tres horas, siempre bajo vigilancia para evitar encuentros con otros reclusos; sobre todo, mantenerse en pie todo el día. Comprobaban que así fuera, abriendo inesperadamente las mirillas de las celdas. «Sentarse o tumbarse está castigado –me advirtieron–, pero no se preocupe, señor. Si lo vemos descansando, no diremos nada, porque no somos mala gente.» Al menos no lo parecían. Fueron corteses e incluso nos proporcionaron lectura para entretenernos: una novela de Los Vengadores y la Biblia. Uno de ellos me trajo noticias de Lorna y acabaría sirviéndonos de correo para que intercambiásemos unas palabras de amor. Ella las escribió en un papel con la cabeza de una cerilla y yo las grabé en un tubo de dentífrico.

Era fin de semana, algo sagrado para los burócratas de todo el mundo. Así que los interrogadores se olvidaron de nosotros hasta el lunes, concediéndonos un par de días de descanso a pensión completa. Eso sí, ya entrada la noche nos visitó un médico que no nos examinó y confesó carecer de una simple aspirina. La dieta tampoco resultó satisfactoria: una rebanada de pan y un cuenco de leche recalentada para desayunar, y guisotes a base de arroz, fideos y patatas en las comidas. Lorna –que ya había demostrado ser una mujer valerosa y firme en situaciones difíciles durante las guerras de Vietnam, Camboya o Angola, y bajo los fascismos de Sudáfrica y Argentina– se negó a probar bocado. Preocupados por encontrarse ante el inicio de una huelga de hambre, los agentes de la DINA se ofrecieron a comprar los alimentos que prefiriese, con el dinero que nos habían incautado. Que éramos unos reos privilegiados volvió a quedar patente cuando nos trajeron los objetos de aseo personal que habíamos dejado en el hotel. Pero no supe si agradecerlo o preocuparme, ya que la recogida de nuestras pertenencias significaba que podíamos desaparecer sin dejar huellas, como tantos otros inquilinos de Cuatro Álamos.

Mediada la tarde del lunes, nos interrogaron por separado en uno de los despachos policiales. Se encargaron de hacerlo dos oficiales, acompañados por cuatro hombres silenciosos, que miraban y escuchaban como becarios aplicados. Su jefe, un tipo de tez pálida y ademanes nerviosos, entraba y salía de la habitación dándoles instrucciones en voz muy baja. Nunca supe su nombre, pero su aspecto y su comportamiento coincidían con las descripciones que varios sobrevivientes habían hecho de Orlando Manzo Durán, un teniente de Gendarmería retirado que Contreras había recuperado para ponerlo al frente de Cuatro Álamos. Los prisioneros le apodaban Carapálida, y los guardias se referían a él con el nombre en clave de Lucero. Su crueldad quedó sobradamente acreditada, y se le atribuyen numerosas desapariciones, incluida la de uno de los agentes a sus órdenes, Carlos Carrasco Matus, alias Mauro, acusado de ser demasiado condescendiente con los enemigos del régimen.

Lógicamente, se interesaron por la visita que habíamos efectuado a la Vicaría de la Solidaridad, convertida en principal fuente de denuncias contra la represión, y por las escasas gestiones periodísticas que nos había dado tiempo de hacer antes de caer detenidos. Pero las cuestiones que me parecieron más relevantes fueron las que rozaban el sinsentido, porque evidenciaban lo desnortados que andaban los agentes de la temida Brigada Rauten, que, sin el terror y la tortura, no eran seres diabólicos sino oscuros policías mediocres: «¿Qué piensa sobre el Rey de España?, ¿Le gusta Cuba?, ¿Cree en Dios?, ¿Cuántos países socialistas ha visitado?»... El absurdo absoluto lo alcanzaron al preguntarme por qué todos mis calcetines eran de color negro. Asumieron mis contestaciones sin inmutarse. Con Lorna, sin embargo, se enfadaron cuando le pidieron su opinión sobre Chile y respondió: «Las montañas que se ven desde mi celda son muy hermosas».

Aquella misma noche fuimos trasladados al campo de Tres Álamos, lo que suponía un primer paso hacia la libertad. Dependiente de Carabineros, este centro se había convertido en un estricto presidio político, sin el carácter secreto de la vecina cárcel de la DINA, y donde tampoco se cometían atrocidades; además, estaban autorizadas las visitas y el intercambio de correspondencia. Su jefe médico nos recibió con unas palabras muy significativas: «Espero que no hayan sido ustedes torturados, pero sepan que aquí están a salvo de malos tratos. Porque los carabineros no somos como los de la DINA». Confirmábamos así los rumores sobre discrepancias en el seno de la Junta Militar sobre el poder sin límites con que Contreras ejecutaba una represión implacable desde hacía tres años. Para marcar diferencias, el doctor nos señaló a través de una ventana la celda que ocupaba Luis Corvalán, secretario general del Partido Comunista[16]. Después nos sometió a un largo reconocimiento, «en busca de huellas de posibles torturas». Finalmente, los carabineros nos entregaron nuestras maletas, para que pudiésemos cambiarnos de ropa, nos abrieron un lavabo con agua caliente e instalaron en las cocinas una litera para que pasáramos la noche sin pisar una celda. A las nueve menos cuarto de la mañana siguiente partía el avión de Iberia que nos llevaría a Lima.

«Parece usted muy seguro de que va a salir de aquí», me había dicho el jefe de Cuatro Álamos. Pero no acertó a ocultar la orden de expulsión de Chile que descansaba sobre su mesa. Yo sabía que estaba prevista la inmediata llegada del ministro español de Defensa, para negociar una operación de venta de armas. Y tener encarcelado a un periodista podría incomodar a un Gobierno democrático que estaba siendo criticado por sus negocios con la dictadura de Pinochet.

Recuerdos de amor y sueños entre torturas

Un antiguo campo de confinamiento de prisioneros políticos no parece el lugar más adecuado para dar un paseo hablando de amor y nostalgias de juventud, aunque se hubiera transformado en un apacible «parque de la memoria». ¿O sí? Eso fue precisamente lo que hicieron Nubia Becker y Osvaldo Torres el día que los conocí en Villa Grimaldi, donde se perdió el rastro del mayor número de desaparecidos del régimen militar chileno. Pero el más siniestro de los centros operativos de la DINA estaba íntimamente unido a los sentimientos personales y los anhelos sociales de ambos, presos sobrevivientes del terrorismo de Estado. Porque Nubia y Osvaldo –ambos militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR)– se conocieron en la resistencia contra la dictadura, fueron detenidos juntos y vivieron una larga historia como pareja compartiendo tormentos, cárcel y exilio.

—Los tres años de gobierno de la Unidad Popular fueron de una vitalidad y una emotividad enormes –recordaba Osvaldo–. Nos creíamos jugando un papel en la Historia, modesto o grande, pero sintiendo que el país nos pertenecía. Salvador Allende era el aventajado de un socialismo libertario y formuló una propuesta de transformación revolucionaria en democracia que maravilló a todo el mundo y a los propios chilenos. El intento acabó mal, pero tanto tiempo después su recuerdo es aún muy potente y nos permite saber que es posible soñar.

—Hoy resulta mucho más difícil para los jóvenes imaginar proyectos de esa naturaleza y luchar para sacarlos adelante –añadía Nubia–. Además, entonces nos hacíamos cargo de nuestra propia libertad y éramos más irreverentes. Por todo el país brotaban las luchas obreras y populares. Yo entré en el MIR para radicalizar los planteamientos contra las políticas reformistas, por la democracia popular. Pero fuimos responsables y llamamos a votar por Allende.

Nos habíamos citado para grabar una entrevista destinada a un reportaje de Informe semanal[17] sobre el trigésimo aniversario del golpe de Estado acaudillado por el general Pinochet. Villa Grimaldi era el escenario indicado para que hablasen sobre la represión, ya que los dos habían conocido sus mazmorras y salas de tortura. Y allí charlamos largamente, paseando por los jardines que, con ayuda de maquetas y pequeños memoriales, recuerdan cómo era el desaparecido Cuartel Terranova, sede de la Brigada de Inteligencia Metropolitana de la DINA[18].

—Los días siguientes al golpe se instaló en Chile el terror de Estado, y lo que uno recuerda mejor es la lucha por superar el pánico generalizado –explicó Osvaldo Torres ante la cámara de Juan Pangol–. La idea de la dictadura era lograr que el miedo paralizara a los ciudadanos, para imponerles un cambio radical en el modelo de sociedad. Hubo una heroica resistencia democrática, frente a la cual los militares hacían llamamientos a la delación, pero no sólo de activistas de izquierdas sino también de cuantos les brindasen apoyo o cobijo. Y recurrieron a las formas más brutales de represión, para mostrar que nadie podía considerarse a salvo, que cualquiera podía ser torturado o desaparecer.

—Nos enamoramos en aquel ambiente de lucha desesperada –añadió Nubia Becker, tomándole de la mano–. Sabíamos que formábamos parte del primer objetivo de la Junta, y caímos juntos. Porque empezaron por dar caza a los miembros del MIR; después seguirían los socialistas y los comunistas.

—Nos apresó un comando de la DINA durante la madrugada del 30 de enero de 1975, en compañía de nuestros amigos Marcela Bravo y Eduardo Charme Bravo, dirigente del Partido Socialista en la clandestinidad –prosiguió Osvaldo–. Actuaron con un despliegue de armas y violencia que dejó aterrados a los propietarios de la casa y a Hernán, el hijo de Nubia, que tenía cuatro años.

Los organismos de Derechos Humanos cifran en cinco mil los detenidos que pasaron por Villa Grimaldi. De ellos, se sabe que dieciocho fueron asesinados y otros 211 permanecen desaparecidos. Numerosos sobrevivientes han relatado las condiciones terroríficas a las que se sometía a los prisioneros, así como los métodos de tortura empleados.

—Aquí vivíamos en un estado de pánico permanente, porque a cada momento oías los gritos de tus compañeros y nunca sabías si acabarían confesando –explicó Torres–. De mí se ocuparon algunos tipos tan conocidos como el Guatón Romo, su colega el Troglo[19] o el teniente Pablo.

Otros verdugos destacados formaron el equipo mixto de distintas procedencias que se encargó de interrogar a Becker[20]: Miguel Krasnoff Martchenko, brigadier del Ejército, el Cachete, perteneciente al cuerpo de Carabineros, y el civil Pablo, militante del partido ultraderechista Patria y Libertad.

—Yo prefería que me golpearan en vez de darme descargas eléctricas. Pero me metieron un trapo en la boca para que no me mordiera la lengua, y me aplicaron la máquina. Un día trajeron al Pájaro, que había sido detenido conmigo. Lo colgaron de un arnés a mi lado y le aplicaron la picana eléctrica. Tenía las piernas rotas, el codo izquierdo destrozado y un ojo lleno de sangre. Sus gritos eran desgarradores y me desmayé. En otra ocasión me obligaron a presenciar la tortura de Osvaldo, esperando que yo lo convenciera de que colaborara y entregara compañeros. Lo tenían en un galpón grande y le estaban dando picana. Después, esa misma noche, me llevaron a la parrilla, una de esas camas de hierro donde ponían electricidad.

Las mujeres recibían un trato específico. Becker lo atribuye a la mentalidad machista, que las despreciaba por «haberse metido en política abandonando las obligaciones del hogar»:

—Se cebaban en el castigo físico contra nosotras, para quebrar nuestra dignidad femenina. Los torturadores se reían al ver que yo temblaba y que por las piernas me corría sangre de mi menstruación. Nos colgaban desnudas para pegarnos. Y también cometían muchos abusos y violaciones.

Tres militantes del MIR no resistieron la extrema presión a que se vieron sometidas, y se prestaron a colaborar con la DINA. Comenzaron delatando a sus camaradas y terminaron convertidas en empleadas de la policía política pinochetista. «Al principio estaban tan prisioneras como nosotras, aunque podían moverse de un lado a otro, disponían de una habitación y se entretenían viendo la televisión», dijo de ellas Nubia Becker[21].

Los momentos de tranquilidad en el infierno de Villa Grimaldi eran muy escasos. La pareja comparte el recuerdo de uno en particular:

—Una noche que hacía mucho calor, nos llevaron a todos al patio y nos formaron bajo una intensa lluvia. Disfrutamos de aquellos instantes por el frescor del agua y abrimos las bocas para beberla con una cierta sensación de libertad interior. Pero enseguida nos dividieron en dos grupos y condujeron a uno de ellos al punto más temido del recinto: lo que llamaban la torre, unas estructuras de madera muy bajas, en las que había que entrar de rodillas.

Tras recuperar la libertad y vivir el exilio siempre unidos, Osvaldo y Nubia residen hoy en Santiago de Chile ejerciendo sus profesiones, él como antropólogo y ella como orientadora social y escritora.

Muchos otros presos de Villa Grimaldi tuvieron peor suerte y su existencia se esfumó junto a sus sueños. Para hacerlos presentes, la Asociación de Familiares de Desaparecidos celebra turnos de ayuno cada aniversario del golpe contra Allende. El Estado les ha ofrecido indemnizaciones, pero no ha sido capaz de proporcionarles la información que ellos reclaman. Y siguen sin tener donde rezar ante los restos mortales de padres, hijos, esposos o hermanos.

—Tantos años después, aún estoy exigiendo justicia y verdad –nos dijo Norma Mares González, una de las visitantes de los jardines que se aproximó a nuestra cámara–. Sólo sé que a mi hijo lo mataron encadenado y colgado en un árbol, pero necesito averiguar dónde arrojaron sus restos.

Tampoco a ella le hacía falta venir a un parque de la memoria para recordar, porque jamás había podido superar el daño. Y había pasado demasiado tiempo repitiendo las mismas palabras sin que nadie les prestase suficiente atención.

La simpleza de los diablos menores

Los demonios de segundo nivel, carentes de relevancia política, siempre se han beneficiado de la escasa atención que la prensa, la Justicia y la Historia dedican a los personajes secundarios, centrando su interés en las figuras, hechos y responsabilidades de los diablos mayores. Frente al lógico protagonismo de los principales dirigentes políticos y militares, muchas veces convertidos en personajes deslumbrantes por su asombroso descaro en el ejercicio de la barbarie, la anónima legión que ejecuta sus órdenes suele mantenerse entre tinieblas y protegida por el secreto. Su función es esencial, porque sin su oscuro trabajo los grandes tiranos no conseguirían imponer el terror imprescindible para ejercer el dominio sobre la sociedad.

La mayoría de los más sucios servidores de las tiranías consiguen pasar desapercibidos. Muchos permanecen ocultos e impunes, cambiando sus puestos en los instrumentos de la dictadura por otros en las instituciones de la democracia, sin que nadie cuestione su pasado, y se jubilan cobrando sus pensiones de servidores públicos. Sólo rinden cuentas a la Justicia los más relevantes, los que participaron en hechos cuya magnitud resultó escandalosa, quienes se hicieron demasiado visibles en los mayores centros de detención o destacaron por su actuación implacable en el tormento y exterminio de prisioneros.

Los funcionarios del terror raramente muestran arrepentimiento. Su silencio no obedece sólo a cobardía personal, al temor a ser castigados. A veces hablan, pasados los años, y manifiestan su convicción de haber cumplido con el deber. Hay que creer en su sinceridad, que responde a una mentalidad común muy elemental. Porque actuaron entregados con esmero al desempeño de sus obligaciones, sin cuestionar jamás las órdenes que recibían, amparados por una absoluta garantía de impunidad, incluso disfrutando del poder que les habían otorgado sobre sus víctimas. Y muchas veces hasta experimentando placeres sádicos en el desarrollo de sus cometidos. Algunos acaso se sintieran como pequeñas deidades malignas, tras abrir paso a las bestias que llevaban dentro y transformarse en meros instrumentos del horror, sin otro sentimiento que el goce puntual.

Esos diablos menores suelen ser individuos de enorme simpleza, con muy estrechas miras, sin apenas formación y hasta analfabetos funcionales, en los que no parece que hubieran arraigado valores morales. Generalmente se trata de esbirros vocacionales que, en busca de privilegios menores, ingresan en un gremio despreciado hasta por sus propios jefes. Como afirmó Hannah Arendt, «el mal tiene gran pericia para encarnarse en las vidas banales» y arraigar en personas cuya «ausencia de pensamiento» ha facilitado el colapso de la más elemental capacidad de juicio, inhabilitadas para valorar moralmente sus propios comportamientos. Con la conciencia anestesiada, parecen también incapaces de sentir y expresar desconsuelo o pedir perdón, mostrando una actitud de soberbia defensiva. Y sus opiniones se asemejan al discurso de un loco, como si hubieran vivido en otra realidad. Esas características comunes se advierten con nitidez en el Guatón Romo y el Troglo, dos torturadores cuyos historiales podrían servir como biografías de otros muchos. Ambos hicieron carreras paralelas como interrogadores de la DINA, fueron condenados por idénticas culpas y acabaron sus días compartiendo rancho con medio centenar de colegas en la prisión de Punta Peuco.

El más famoso de los dos fue Osvaldo Romo, apodado el Guatón por su gordura. Pasó de la oscuridad de su trabajo en las mazmorras de Pinochet al escándalo social en 1995, cuando hizo unas torpes declaraciones[22] en las que no sólo proclamó su absoluta falta de arrepentimiento, sino que describió con morbosa precisión las torturas que infligía a los detenidos, y se atrevió a asegurar que, en vez de tirar cadáveres al mar, habría sido mejor arrojarlos en el cráter de un volcán.

—Volvería a hacer todo igual o peor –afirmó–. Yo no habría dejado periquito vivo. Ese fue el error de la DINA. Siempre se lo discutí a mi general: «No deje a esa persona viva, no deje personas libres».

Al Guatón no le ofendían los calificativos de traidor, torturador y asesino con que la prensa lo describía. Al contrario, reconocía haberlo sido y se confesaba convencido de que tales funciones «habían sido algo bueno» para él. Casado y padre de cinco hijos, Osvaldo Romo abandonó la pequeña delincuencia para meterse en política cuando la Unidad Popular formó gobierno. Militó en la Unión Socialista Popular, un pequeño partido de izquierda moderada, y ganó cierto prestigio como activista en la humilde población de Lo Hermida –donde vivía– y en varios campamentos del cinturón de Santiago, como Nueva Habana o Vietnam Heroico. En ellos colaboró estrechamente con el MIR en distintas luchas sociales. Pero el golpe de Pinochet hizo que cambiara bruscamente de bando. Detenido, delató y ayudó a perseguir a sus antiguos compañeros, y hasta elaboró un organigrama con nombres, cargos, domicilios y actividades del MIR en los barrios obreros. Su trabajo resultó más que satisfactorio y, en 1974, el oficial de la DINA Miguel Krasnoff lo tomó a sus órdenes para que actuase como interrogador en tres centros de detención y tortura: Londres 38, José Domingo Cañas y Villa Grimaldi. En ellos coincidió con el Troglo, junto a quien formaría parte de un siniestro equipo.

Basclay Zapata, que debía a su brutalidad el alias de el Troglo –apócope de troglodita–, también reivindicó años después su oficio macabro. Como todos sus colegas, arguyó que «cumplía órdenes», pero añadió que lo hizo con la mayor dedicación posible porque las consideraba «justas, legítimas y en aras del bien superior de la Patria». Con un alto concepto de su misión, pretendió haber emulado a san Pablo, «que pasó de perseguir a los cristianos a convertirse en el más iluminado de los apóstoles de Cristo». Tras el golpe contra Salvador Allende, dejó su puesto de músico en una banda militar al ser escogido por Krasnoff para las tareas más sucias de la DINA. Y descolló en ellas, sin que nadie pueda restarle entrega ni méritos profesionales. Violento y con una sexualidad desbocada, cometió incontables violaciones de prisioneras, sobre todo en Villa Grimaldi. Sin embargo, allí encontró el amor, y se casó con su compañera de interrogatorios, la agente María Teresa Osorio, alias Marisol y María Soledad, reputada por su dureza. Pese a no disimular su carácter agresivo, el Troglo disfrutaba en el papel de policía bueno, tratando de ganarse la confianza de sus víctimas.

El compañerismo y la amistad personal que desarrollaron Ro­mo y Zapata se vieron interrumpidos al cabo de año y medio. Porque en 1975 la jefatura de la DINA tuvo que prescindir de los servicios del Guatón y enviarlo precipitadamente a Brasil con toda su familia. A pesar de que Chile vivía los momentos de mayor dureza de la Junta Militar, un juez dictó una orden de detención contra Osvaldo Romo acusándole de estafa por haber pedido dinero a familiares de detenidos políticos para ayudarles, cuando ya estaban definitivamente desaparecidos. El magistrado no pretendía investigar sobre la represión, sino tan sólo actuar contra un civil con antecedentes delictivos. Pero la jefatura de la DINA, que se sabía cuestionada dentro del Gobierno de Pinochet, temió que el caso tuviera consecuencias y, como mal menor, optó por alejar a su agente, ignorando el mandato judicial.

El exilio del verdugo duró 17 años, hasta que en 1992 la Justicia dio con él, obtuvo su extradición y lo confinó en la cárcel de Colina. Romo intentó numerosas veces pedir ayuda a sus antiguos jefes[23], que continuaban en las filas del Ejército, pero todos se desentendieron porque no pertenecía a la familia castrense. Entonces se vio solo, enfermo de diabetes, con una obesidad mórbida que dificultaba sus movimientos, y enemistado con la mayoría de sus compañeros de prisión. Desesperado, buscó venganza y volvió a traicionar: como antes había hecho contra el MIR, elaboró un organigrama de la DINA con nombres y misiones de sus principales agentes y lo entregó a la Justicia. Su testimonio fue decisivo en muchas investigaciones en curso, especialmente en el caso de Manuel Contreras. Tras escucharlo, los jueces consideraron necesario un informe psicológico. Y el psiquiatra Roberto Araya lo describió como un tipo simple y autosatisfecho, que «habla de sí mismo con deleite, a sabiendas de haberse transformado en un personaje histórico. Su actitud también demuestra una convicción de privilegio ante la ley y una enorme seguridad en su impunidad».

Osvaldo Romo sería finalmente trasladado al penal de Punta Peuco en 2000, donde, siete años más tarde, volvería a encontrarse brevemente con su colega Basclay Zapata, que también había sido procesado, condenado y encarcelado por múltiples casos de torturas, ejecuciones y desapariciones, tras haber permanecido hasta principios de la década de los noventa destinado en la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE) con el grado de sargento, y como instructor en la Escuela de Suboficiales. Los dos criminales sólo estuvieron cinco días juntos, ya que el Troglo entró en el presidio el 29 de junio y el Guatón falleció el 4 de julio de una insuficiencia cardiaca. Pero tuvieron tiempo de rememorar los malos tiempos del pasado, y Zapata recibió la herencia más personal de Romo: una caja de cartón repleta de cuadernos escolares y papeles manuscritos, plagados de faltas de ortografía e incoherencias, donde había plasmado recuerdos, reflexiones y remordimientos a lo largo de siete años tras las rejas. Los escritos denotan la vacuidad de su mente, pero también resultan conmovedores por su patetismo. En una agenda de 2003, con Mickey Mouse en su portada, registró cada pequeño paliativo de la soledad que le angustiaba: las citas judiciales, las visitas de una monja o de un par de antiguos colegas de la DINA, incluso los días que le daban mantequilla con la comida. Pero lo más llamativo son sus comentarios nostálgicos sobre compañeros del MIR a los que vendió. Basclay Zapata le sobrevivió diez años. Murió el 3 de diciembre de 2017 en el hospital militar, a causa de un cáncer. En sus últimos tiempos había escrito varias cartas pidiendo perdón a familiares de sus víctimas.

[1] La entrevista formó parte del reportaje «La memoria de Chile», emitido el 13 de agosto de 2003 en Informe Semanal.

[2] Dirección de Inteligencia Nacional, dirigida por Manuel Contreras Sepúlveda. Más tarde pasó a denominarse Centro Nacional de Informaciones (CNI).

[3] Miembro del Comité Central del PCCh, fue jefa de la Junta de Abastecimientos y Precios del Gobierno de la Unidad Popular en Santiago. Desa­pareció tras ser detenida el 9 de agosto de 1976 y pasar por el centro de detención de Villa Grimaldi.

[4] Recipiente utilizado para lavar ropa o bañar a los niños.

[5] La Sala Quinta de la Corte de Apelaciones de Santiago confirmó el 21 de noviembre de 2003 los procesamientos del Carlos Mardones Díaz (jefe del Comando de Aviación del Ejército de enero 1974 a diciembre 1977) y otros cuatro pilotos a sus órdenes en calidad de cómplice y encubridor en la muerte de Marta Ugarte. El juez Guzmán también procesó por este caso en calidad de autores de secuestro y homicidio al jefe máximo de la DINA Manuel Contreras (véanse pp. 31-39) y a su primo, el brigadier Carlos López Tapia, que en 1976 era el jefe del centro de detención Villa Grimaldi a la vez que dirigía la Brigada de Inteligencia Metropolitana.

[6] El escándalo que produjo la revelación de las condiciones de vida de los reclusos del Penal Cordillera –donde Contreras concedió una entrevista periodística–, provocó que el derechista y multimillonario presidente Salvador Piñera ordenara su cierre en 2013.

[7] Publicada por Editorial Novaro (México y Madrid, 1954-1974) bajo la dirección del jesuita José A. Romero.

[8] Entrevista con la periodista Alejandra Matus, publicada en 1991. Recogida en la biografía de Manuel Contreras que se encuentra en memoriaviva.com.

[9] En 1994 afirmó que la Escuela de las Américas había «producido más dictadores y asesinos que ningún otro centro en el mundo».

[10] Relatado en Francisco Martorell, Operación Cóndor. El vuelo de la muerte, Santiago de Chile, LOM, 1999. En 2019, el hijo de Oscar Bonilla pidió a la Justicia que investigara la muerte de su padre, ocurrida 44 años antes, sospechando que hubiera sido asesinado.

[11] Michelle Bachelet, dos veces presidenta de Chile (2006-2010 y 2014-2018), fue nombrada en 2018 Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU. Detenida en 1975, fue torturada por Contreras en Villa Grimaldi. Su padre, el general de la Fuerza Aérea Alberto Bachelet, miembro del Gobierno de Salvador Allende, murió a causa de las torturas de la DINA.

[12] La CNI fue creada el 13 de agosto de 1977 y estuvo operativa hasta el 22 de febrero de 1990, cuando fue disuelta poco antes de la llegada del democristiano Patricio Aylwin a la presidencia chilena.

[13] En 1985, Contreras se separó de su esposa, María Teresa Valdebenito, con la que tuvo cuatro hijos, para irse a vivir con Nélida. Se casó con ella estando ya preso, en 2010. «Cumplimos el sueño de cualquier pareja que se ha amado toda la vida, en las buenas y en las malas», declaró entonces la novia.

[14] Barrios marginales. Su abundancia hizo que se les diera popularmente el nombre de callampas (setas, en lengua quechua).

[15] El predio donde se ubicaban los recintos de Cuatro Álamos y Tres Álamos había pertenecido a la congregación católica de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada. El Estado lo había adquirido a finales de los años sesenta para el Consejo Nacional de Menores. La dictadura lo convirtió en uno de los centros principales de la represión. En 2010 fue declarado Monumento Nacional. Actualmente alberga las instalaciones del Servicio Nacional de Menores (SENAME).

[16] La dictadura estaba muy presionada desde distintos sectores –incluso por la Iglesia católica– y tendría que acceder a la liberación de presos políticos. Corvalán saldría de prisión antes de tres meses. El 18 de diciembre de 1976 sería canjeado en Zurich por el disidente soviético Vladimir Bukovski.

[17] Titulado «La memoria de Chile», fue emitido por TVE el 13 de septiembre de 2003. Producido por Fabio Díaz, con imagen y montaje de Juan Pangol.

[18] El predio de Villa Grimaldi fue ocupado por el Ejército en 1973, 24 horas después del golpe, para servir como centro clandestino de detenciones e interrogatorios. En 1988, su propiedad fue transferida al director de la CNI y dividida en lotes, ordenándose la demolición de sus edificaciones excepto el muro perimetral. El Estado lo expropió en 1994 y tres años más tarde se habilitó como Parque por la Paz.

[19] Sobre estos dos personajes, véanse pp. 56-60.

[20] Nubia Becker narró su experiencia como prisionera de la DINA en su libro Una mujer en Villa Grimaldi. Tortura y exterminio en el Chile de Pinochet, Santiago de Chile, Pehuén / Madrid, El Garaje, y otras.

[21] La más renombrada fue Marcia Merino, que llegó a participar en interrogatorios por medio de torturas y en la detención de la cúpula dirigente de su antiguo partido tras un intenso tiroteo. Su transformación personal dentro de Villa Grimaldi incluyó un romance con el capitán del Ejército Manuel Vásquez, simultáneo al de su compañera Luz con el también capitán Rolf Wenderoth. Posteriormente fue también pareja del agente de Investigaciones Eugenio Fieldhouse y de Juan Morales Salgado, jefe de la Brigada Lautaro de la DINA.

[22] Entrevistado por la periodista Mercedes Soler en el canal Univisión el 11 de abril de 1995.

[23] A través de su abogado, el coronel del Ejército Enrique Ibarra, se dirigió sobre todo al también coronel Marcelo Moren Brito, que había sido uno de sus superiores directos en la DINA.

Cafés con el diablo

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