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VI Fauchelevent

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El señor Magdalena, pasaba una mañana por una callejuela no empedrada de M., cuando oyó ruido y viendo un grupo a alguna distancia, se acercó a él. El viejo Fauchelevent acababa de caer debajo de su carro cuyo caballo se había echado.

Fauchelevent era uno de los escasos enemigos que tenía el señor Magdalena en aquella época. Cuando éste llegó al lugar, Fauchelevent tenía un comercio que empezaba a decaer. Vio a aquel simple obrero que se enriquecía, mientras que él, amo, se arruinaba; y de aquí que se llenara de envidia, y que hiciera siempre cuanto estuvo en su mano para perjudicar a Magdalena. Llegó su ruina; no le quedó más que un carro y un caballo, pues no tenía familia; entonces se hizo carretero para poder vivir.

El caballo tenía rotas las dos patas y no se podía levantar. El anciano había caído entre las ruedas, con tan mala suerte que todo el peso del carruaje, que iba muy cargado, se apoyaba sobre su pecho. Habían tratado de sacarlo, pero en vano. No había más medio de sacarlo que levantar el carruaje por debajo. Javert, que había llegado en el momento del accidente, había mandado a buscar una grúa.

El señor Magdalena llegó, y todos se apartaron con respeto.

—¡Socorro! —gritó Fauchelevent—. ¿Quién es tan bueno que quiera salvar a este viejo?

El señor Magdalena se volvió hacia los concurrentes:

—¿No hay una grúa? —dijo.

—Ya fueron a buscarla —respondió un aldeano.

—¿Cuánto tiempo tardarán en traerla?

—Un buen cuarto de hora.

—¡Un cuarto de hora! —exclamó Magdalena.

Había llovido la víspera, el suelo estaba húmedo, y el carro se hundía en la tierra a cada instante, y comprimía más y más el pecho del viejo carretero. Era evidente que antes de cinco minutos tendría las costillas rotas.

—Es imposible aguardar un cuarto de hora —dijo Magdalena a los aldeanos que miraban—. Todavía hay espacio debajo del carro para que se meta allí un hombre y la levante con su espalda. Es sólo medio minuto y alcanza a salir ese pobre. ¿Hay alguien que tenga hombros fumes y corazón? Ofrezco cinco luises de oro.

Nadie chistó en el grupo.

—¡Diez luises! —.dijo Magdalena.

Los asistentes bajaron los ojos. Uno de ellos murmuró:

—Muy fuerte habría de ser. Se corre el peligro de quedar aplastado...

—¡Vamos! —añadió Magdalena—, ¡veinte luises!

El mismo silencio.

—No es buena voluntad lo que les falta —dijo una voz.

El señor Magdalena se volvió y reconoció a Javert. No lo había visto al llegar.

Javert continuó:

—Es la fuerza. Sería preciso ser un hombre muy fuerte para hacer la proeza de levantar un carro como ése con la espalda.

Y mirando fijamente al señor Magdalena, continuó recalcando cada una de las palabras que pronunciaba:

—Señor Magdalena, no he conocido más que a un hombre capaz de hacer lo que pedís.

Magdalena se sobresaltó.

Javert añadió con tono de indiferencia, pero sin apartar los ojos de los de Magdalena:

—Era un forzado.

—¡Ah! —dijo Magdalena.

—Del presidio de Tolón.

Magdalena se puso pálido.

Mientras tanto el carro se iba hundiendo lentamente. Fauchelevent gritaba y aullaba:

—¡Que me ahogo! ¡Se me rompen las costillas! ¡Una grúa! ¡Cualquier cosa! ¡Ay!

Magdalena levantó la cabeza, encontró los ojos de halcón de Javert siempre fijos sobre él, vio a los aldeanos y se sonrió tristemente. En seguida sin decir una palabra se puso de rodillas, y en un segundo estaba debajo del carro.

Hubo un momento espantoso de expectación y de silencio. Se vio a Magdalena pegado a tierra bajo aquel peso tremendo probar dos veces en vano a juntar los codos con las rodillas.

—Señor Magdalena, salid de ahí —le gritaban.

El mismo viejo Fauchelevent le dijo:

—¡Señor Magdalena, marchaos! ¡No hay más remedio que morir, ya lo veis, dejadme! ¡Vais a ser aplastado también!

Magdalena no respondió.

Los concurrentes jadeaban. Las ruedas habían seguido hundiéndose. y era ya casi imposible que Magdalena saliera de debajo del carro.

De pronto se estremeció la enorme masa, el carro se levantaba lentamente, las ruedas salían casi del carril. Se oyó una voz ahogada que exclamaba:

—¡Pronto, ayudadme!

Era Magdalena que acababa de hacer el último esfuerzo.

Todos se precipitaron. La abnegación de uno solo dio fuerza y valor a todos; veinte brazos levantaron el carro; el viejo Fauchelevent se había salvado.

Magdalena se puso de pie. Estaba lívido, aunque el sudor le caía a chorros. Su ropa estaba desgarrada y cubierta de lodo. Todos lloraban; el viejo le besaba las rodillas y lo llamaba el buen Dios. Magdalena tenía en su rostro no sé qué expresión de padecimiento feliz y celestial, y fijaba su mirada tranquila en los ojos de Javert.

Fauchelevent se había dislocado la rótula en la caída. El señor Magdalena lo hizo llevar a la enfermería que tenía para sus trabajadores en el edificio de su fábrica y que estaba atendida por dos Hermanas de la Caridad. A la mañana siguiente, muy temprano, el anciano halló un billete de mil francos sobre la mesa de noche, con esta línea escrita por mano del señor Magdalena: "Os compro vuestro carro y vuestro caballo". El carro estaba destrozado y el caballo muerto.

Fauchelevent sanó; pero la pierna le quedó anquilosada. El señor Magdalena, por recomendación de las Hermanas, hizo colocar al pobre hombre de jardinero en un convento de monjas del barrio Saint-Antoine, en París.

Algún tiempo después, el señor Magdalena fue nombrado alcalde. La primera vez que Javert vio al señor Magdalena revestido de la banda que le daba toda autoridad sobre la población, experimentó la especie de estremecimiento que sentiría un mastín que olfateara a un lobo bajo los vestidos de su amo. Desde aquel momento huyó de él todo cuanto pudo, y cuando las necesidades del servicio lo exigían imperiosamente, y no podía menos de encontrarse con el señor alcalde, le hablaba con un respeto profundo.

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