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¿Quién teme al transfeminismo?

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He comenzado este artículo miles de veces para recomenzarlo de nuevo. El tono correcto. La voz adecuada. ¿Desde dónde hablar? ¿A quiénes? ¿Dar cauce al enfado en forma de un « J’Acuse » à la Zola? ¿Hacer un planteamiento más pedagógico que quiebre las verdades «alternativas» construidas a golpe de tweet? ¿O quizá simplemente dar cuenta de la sorpresa y también el cansancio de tener que discutir ciertas cosas que considerabas BÁSICAS en cualquier planteamiento feminista? Supongo que nos encontramos con una de esas tareas imposibles y necesarias de las que hablaba Haraway (1995). Y allí vamos: respondiendo en el convencimiento y compromiso de que el feminismo es un movimiento político de emancipación y que no podemos dejar a nadie fuera. Esa es la capacidad de transformación del feminismo. No deja a nadie indemne. Y, sin embargo, parece que algunas pretenden apropiarse del término y han empezado a dar y quitar carnets de feminista, como si de un club selecto se tratara. Expulsando de la sororidad y apoderándose de los conceptos para retorcerlos hasta que pierden su significado. Palabras clave en este sarao: género, trans, cis, interseccionalidad, teoría queer , gender critical , abolicionistas del género, TERF, ideología de género.

La primera vez que alguien me alertó de estos debates gender critical y su transfobia negacionista de las mujeres trans, fue Akai Baena, estudiante trans a quién tutoricé su trabajo fin de máster en 2017 –Baena, 2017–. Recuerdo cómo le dije que hablara con Juana Ramos y que leyera los trabajos de Lucas Platero y Esther –Mayoko– Ortega –2015, 2016– para convencerla de que aquello de lo que me alertaba, que estaba sucediendo en las redes, no sería sino una deriva anecdótica. Un giro pasajero y minoritario. Algunas twitteras sin mucha formación ni criterio, estarían siguiendo un modelo tránsfobo que había tenido alguna presencia en ámbitos anglosajones, pero que no tenía recorrido en el movimiento feminista en el estado español, donde la presencia de mujeres trans había sido fuerte desde los años 90, y los varones trans se integrarían plenamente en las Jornadas Feministas de Granada en 2009, con la irrupción del discurso transfeminista (Ortega y Platero, 2016). ¡Cómo me he acordado de ella después y de su alerta profética!

Poco después, en octubre de 2018, una intervención de Sam Fernández en la Universidad Popular de Podemos –o más concretamente un clip de su intervención donde animaba a arriesgar el sujeto del feminismo como un ejercicio de apertura que se desprendía de las seguridades identitarias, de las esencias, para, desde una profunda convicción y tradición de análisis transfeminista e interseccional, recoger la inquietud feminista de enfrentarse a las opresiones y reconocer las vulnerabilidades múltiples y las contradicciones que nos atraviesan– abría la Caja de Pandora. Los comentarios en las redes y medios de comunicación sobre la cuestión del sujeto del feminismo volvían a convertirse en trendic topic. La circulación de artículos y respuestas, muchas veces por teóricas feministas que han sido profesoras mías y en las que pienso con afecto, pero que dejaban fuera del sujeto del feminismo a las personas trans e ¡incluso a las lesbianas!, que se convertían en meras «aliadas» incendiaban las redes y, confieso, me provocaban una gran sensación de desorientación y dolor.

Según se iban exacerbando los debates, los comentarios iban pasando de intervenciones poco afortunadas o profundamente problemáticas, pero discutibles dentro del marco de los feminismos y los intensos debates compartidos a lo largo de los años, a afirmaciones hirientes y cargadas de odio. Mofas y «chanzas» que avergüenzan al movimiento feminista. Hemos descubierto con horror –para regocijo de la ultraderecha católica, habría que añadir– la versión cuñao de un feminismo blanco, cis e ¿ilustrado? La viralización de las intervenciones tránsfobas y antiqueer de la XVI Escuela Feminista Rosario Acuña en el verano de 2019, el manifiesto anti-trans del Partido Feminista –que llevó a su justificada expulsión de IU–, y ya, en plena pandemia, el ideario del PSOE publicado en junio de 2020, son hitos sorprendentes de una campaña extraña donde la hostilidad y la transmisoginia se han convertido en discursos consagrados. Una campaña que realiza un ejercicio de apropiación del término «mujer/es» de forma excluyente, en el que no caben, no solo las mujeres trans, sino, en forma paralela, tampoco las mujeres racializadas –que solo son reconocidas si se pliegan a ciertos discursos feministas blancos y aceptan un único modelo de emancipación (Pearce, Erikainen y Vincent, 2020)–, o ninguna «feminista» que no reconozca estos planteamientos. Por supuesto la teoría queer y la interseccionalidad –ambos planteamientos netamente feministas– quedan excluidos del «feminismo» así definido, proclamados como «anatemas» y acusados de «querer acabar con las mujeres» y con el feminismo. Pero ¿cómo es posible que hayamos llegado a este punto? ¿Qué ha pasado en estos últimos tres años para que se produzca este giro? ¿Por qué las mujeres trans, la teoría queer y la interseccionalidad se presentan, de repente, como «enemigos» del feminismo? ¿De qué feminismo? ¿Quién teme al transfeminismo?

Confieso que ante esta sucesión de disputas me vengo revolviendo como una lagartija entre la incredulidad y la sorpresa, por un lado, y la indignación, por otro: mi sensación creciente es que hemos vuelto a los 80, y también a los 90 y los principios de los 2000, pero a golpe de tweet. Las matizaciones y las complicidades tejidas en la militancia y el encuentro colectivo parecen haber adelgazado dejando paso a una mirada corta, la búsqueda del zasca más sonado y a la impunidad en los ataques personales amparados en el marco digital. Como en El juego de la Oca, parece que hemos sido arrastradas a la casilla de salida, y veo recreados ad nauseam debates ya tenidos y discusiones ya pasadas. Pero quizá son debates que nunca se zanjaron, o –me digo en mis momentos más optimistas–, tal vez necesitamos volver a tenerlos recurrentemente para asegurarnos de que no nos hemos atrincherado en nuestras seguridades y estamos produciendo, de nuevo, exclusiones opresoras en nuestra producción feminista.

Paradójicamente, esto sucede en medio de un momento de muestra de fuerza sin igual por parte del feminismo. Las huelgas feministas convocadas el 8 de marzo de 2018 y 2019 fueron un rotundo éxito al que se aprestaron a sumarse –e intentaron patrimonializar– diferentes partidos políticos. Se ha ampliado el debate de la violencia de género más allá de la violencia de los varones hacia sus parejas o exparejas, incluyendo todas las violencias machistas a pesar de las pataletas de la ultraderecha. Hemos salido a la calle a gritar «Hermana, yo sí te creo» y «Aquí está tu manada», llenas de indignación para denunciar la justicia patriarcal y las violencias institucionales que se suman a las agresiones sexuales. Hemos compartido nuestras vulnerabilidades y las violencias que nos atraviesan colectivamente con el #MeToo. Hemos bailado –si no se puede bailar no es mi revolución, Emma Golman dixit– uniéndonos al grito internacional de «Un violador en tu camino» de LasTesis: «Que la culpa no era mía ni dónde estaba ni cómo vestía». Se ha puesto sobre la mesa la cuestión de las violencias sexuales desde el empoderamiento colectivo y con una potente reflexión contra el punitivismo. Por otro lado, y como no podía ser de otro modo, la extensión del feminismo ha llevado a la necesidad del reconocimiento de diferentes situaciones y voces. Los colectivos feministas gitanos, afrodescendientes, racializados y migrantes han construido una potente voz propia en los últimos años proporcionándonos una mirada crítica al colonialismo y a los racismos producidos desde el reino de España y las ignorancias blancas sustentadas históricamente desde el privilegio, también en el feminismo y las disidencias sexuales (Colectivo Ayllú, 2017; 2018; 2020; Ortega, 2019).

En este marco, la cuestión trans parecía un tema plenamente integrado tras años de lucha contra la despatologización trans: el derecho de autodeterminación de género se ha ido reconociendo en el marco legal desde 2014 con diferentes leyes a nivel autonómico y a la espera de la aprobación de una ley estatal de la que ya se presentó un borrador en la legislatura pasada. ¿Por qué ahora se identifica el reconocimiento de la autodeterminación de género –un derecho recogido en los Principios de Yogyakarta de la ONU en 2006– como una amenaza para el feminismo y las mujeres? ¿Por qué se plantean argumentos –que no cabe calificar sino como absurdos– sobre cómo esa autodeterminación podría poner en peligro la aplicación de la LO 1/2004 de Protección Integral a la Violencia de Género, si un agresor decidiera «afirmar» que es una mujer para evitar la aplicación de la misma? ¿Por qué se reitera –dando muestras de un profundo desconocimiento de la teorización feminista sobre género– que el feminismo pretende «erradicar el género» para, a continuación, afirmar que el problema es que las mujeres trans reproducen y perpetúan el género?

Se apunta a cómo «el problema son las identidades de género» porque son parte de una «estructura patriarcal» –algo que viene señalando ampliamente la teoría queer y sobre lo que apostillaría «y cisheteronormativa»–, pero parece obviarse, que todes, también las mujeres cis, reproducimos y nos posicionamos en esa estructura de género: nos identificamos como mujeres en medio de complejas estructuras de poder en un ejercicio que es al tiempo impuesto, introyectado e investido subjetivamente. De hecho, si apelamos a «las mujeres» lo estamos haciendo reafirmando en parte dicha estructura de género. Una de las cosas que nos ha enseñado la teoría queer es que las categorías sociales, si bien son ficciones, construcciones socio-históricamente situadas producto de relaciones de poder, constituyen también espacios habitables que nos configuran: sujetos sujetados, pero también agentes capaces de la transgresión y el cuestionamiento. Las personas trans viven en lo cotidiano las dificultades de quebrar con la norma del género, interpeladas múltiplemente –en ocasiones desde las instituciones médicas y administrativas– a reproducir dicha norma para poder ser reconocidas en la posición de género con la que se identifican. ¿Podemos acusarlas de ser las enemigas últimas del feminismo por ello? ¿No son, más bien, compañeras que de formas concretas, y muchas veces más violentas que en el caso de las personas cis, sufren las opresiones de género e intentan sobrevivir en medio de ellas? Ya nos recordaba La Radical Gai en los 90 en medio de la pandemia del sida: «La primera revolución es la supervivencia». Cuando en tu vida la lucha por el reconocimiento en la posición de género con la que te identificas no resulta evidente y puede ser sistemáticamente cuestionada –desgraciadamente también por las «compañeras» feministas que supuestamente quieren «abolir el género»–, cada acto cotidiano es un acto político. Un acto político que cuestiona los marcos de género y visibiliza las violencias que se descargan contra quienes los transgreden en lo que Rita Laura Segato denomina «pedagogía de la crueldad» (2016). ¿Vamos a ser cómplices de esta violencia? «Son varones», afirman en algunos casos para referirse a las «mujeres trans», reproduciendo el odio y encaramándose en el privilegio de género cis para negar el reconocimiento. Tampoco reconocen a los varones trans que quedarían, sobre todo si antes pertenecieron al movimiento feminista, en una especie de zona de nadie, bien confundidos por el patriarcado –¿con «complejo de masculinidad» como plantearía Freud?–, bien semi-reconocidos con lo que Akai Baena (2017) denominó una «introyección melancólica de la lesbiana» que habrían encarnado en algunos casos previos a su salida del armario como varones trans.

Pero volvamos al argumento de la violencia de género y de la supuesta inseguridad jurídica a la que daría lugar el reconocimiento de la autodeterminación de género. Según se comenta en las redes y se incluyó en el ideario difundido por el PSOE, el reconocimiento de la autodeterminación de género de las personas trans sin diagnóstico médico podría poner en peligro la aplicación de la Ley Integral de Violencia de Género (LO 1/2004) [¡¿?!], porque los varones violentos a los que se aplicara la ley podrían argumentar que «son mujeres» y así «evitar su imputación» [¡¡¡¡¡¿?!!!!!]. Esta afirmación es particularmente sorprendente en un ideario del PSOE porque fue este partido el que diseñó la ley, y muestra una profunda ignorancia de su funcionamiento, o intenciones conscientes por embarrar de forma absurda un entramado legal consolidado. En primer lugar, porque ignora que las mujeres trans son especialmente vulnerables a la violencia machista en las relaciones de pareja, y que, incluso, muchas veces son negadas. Tampoco queda claro que queden amparadas por la actual ley si no tienen concedido el cambio registral de nombre y sexo. En segundo lugar, y como recordaba Marina Sáenz, Catedrática de derecho de la Universidad de Valladolid y activista trans en una charla que se celebró el 23 de septiembre de este año con el título «Feminismos hoy, un debate abierto», porque con independencia de cómo se decidan declarar una vez han acontecido los hechos, a efectos de la ley, durante el ejercicio de la violencia contra su pareja o ex pareja, se trataría de varones, y como tales se les juzgaría. Pero más allá de eso, y en tercer lugar, porque el incremento de penas que plantea la Ley Integral de Violencia de Género (LO1/2004) frente a la Ley de Violencia Doméstica (LO 11/2003), que se aplica a todos los casos de violencia entre parejas del mismo sexo, o en los casos de denuncias cruzadas cuando el varón acusado por violencia de género acusa también de agresiones a su pareja mujer, es nimio: el umbral mínimo de la pena pasa de tres a seis meses a de seis meses a un año. ¿Alguien cree, realmente, que un varón maltratador va a transitar por todo lo que implica vivir como una mujer trans y ser repudiado por una sociedad profundamente tránsfoba para evitar un incremento en la pena de seis meses? Autoras como Rita Laura Segato (2016) nos hablan de cómo la «pedagogía de la crueldad» que sustenta las violencias machistas tiene que ver con la socialización en género de los varones: por aprendizajes de la masculinidad que pasan por mostrar dominio ejerciendo la violencia hacia los «otros» –mujeres, disidentes sexuales y de género, personas racializadas, todxs aquellxs que pueden ser identificadxs como «inferiores»– para poder ser reconocidos por los pares, los otros varones. Si es así, ¿alguien cree que un varón maltratador va a poner en riesgo semejante reconocimiento de sus pares para reclamarse en una posición abyecta en los marcos de las normas de género y fundamentalmente para sus compañeros cisheterosexuales normativos? Lo dudo mucho.

Otro de los argumentos repetidos: las agresiones en los baños. De nuevo, el argumento se invierte de forma paradójica. Quienes sufren peligro de ser agredidxs tanto en los baños de mujeres como en los de varones son las personas trans, fundamentalmente las mujeres trans. Traer un argumento planteando situaciones que no existen es semejante a las afirmaciones de los negacionistas de la violencia de género que señalan que «la violencia no tiene género» y que hay mujeres que también agreden a sus parejas varones. Pues sí, también, pero los porcentajes de casos son tan abrumadores en una dirección, que en un caso nos encontramos ante una situación estructural y en otro caso, en una actuación puntual. Tampoco podemos olvidar aquí las «denuncias cruzadas» que forman parte de las estrategias de defensa de los abogados de varones maltratadores y donde se equiparan rasguños o arañazos compatibles con un intento de defenderse o zafarse, por parte de las mujeres agredidas, con agresiones de mucha mayor gravedad.

En general, los argumentos no pueden ser más peregrinos. Pero uno que me fascina particularmente tiene que ver con el retorno al sexo y el abandono de la noción de género. Si el género es producto de la estructura patriarcal y, por tanto, fruto de la opresión, tenemos que «abolir el género». Cualquiera desde la teoría queer podría firmar esa afirmación. «El matiz viene después» como en la canción de Mecano: abolir el género pasa no por denunciar la forma en que se construye ese orden social, sino en dejar de hablar de género. ¡FANTÁSTICO! ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Años de discusiones feministas para esto. A riesgo de repetirme, eso ya se había hecho desde la Teoría queer. Concretamente en lo que yo identifico como «versiones lolailo» de la teoría queer, que apuntaban sensatamente [¡ejem!] que si el género estaba construido, la forma de evitar la desigualdad era acabar con el término género. Y, ¿cómo se lograba esto? Dejando de hablar de género. Confieso que he suspendido exámenes con semejante afirmación, pero, sí, en algunas interpretaciones que asumían que todo era mera construcción lingüística –a las que invitaría a releer a Judith Butler (2007) y a Teresa de Lauretis (1987– se hacían lecturas que podían desembocar en eso. Ahora bien, ¿señalar que algo está construido implica que no existe? Como les pregunto en muchas ocasiones a mis estudiantes, decir que las razas no existen en sentido biológico y por tanto son constructos sociales, ¿elimina el racismo y sus consecuencias incluso mortales en los cuerpos? Igualmente, dejar de hablar de género, ¿permitirá acabar con la desigualdad de género o, por el contrario, nos dejará sin una herramienta teórica potente que permite la visualización de las dinámicas de poder cisheteropatriarcales? Qué miramos, ¿el dedo o la luna?

Pero no solo es que se proponga abandonar el género como herramienta teórica. En una vuelta de tuerca paradójica que se alinea de forma perversa con los discursos ultra sobre «ideología de género», ¡se proclama la vuelta al sexo reclamando la verdad de lo biológico! Aquí recomendaría leer a Anne Fausto-Sterling (2006), Emily Martin (1991) y Haraway prácticamente en cualquiera de sus textos. La biología es una narrativa cuentacuentos, nos dice Haraway, que es parte del contexto socio-histórico y responde a las expectativas generizadas de ese marco de tal modo que «ve» aquello que espera ver (2015). Cuando Butler (2007) afirma que «el sexo fue siempre género desde el principio» en El género en disputa, no está haciendo un alarde donde apunta a que todo es mero discurso. A lo que apunta es a que no podemos discernir las lecturas de los cuerpos sexuados y las interpretaciones biológico-médicas de los mismos de los marcos sociales y de sentido en los que se producen tales interpretaciones. «El sexo fue siempre género desde el principio» da cuenta de que la biología es un discurso atravesado por expectativas generizadas y por normas de género: no un discurso aséptico. Y es triste tener que apelar a esto en este contexto, pero toda la tradición de las epistemologías feministas lleva años denunciando cómo la ciencia está permeada de prenociones que reproducen el androcentrismo y el sexismo en sus interpretaciones. ¿Por qué vamos a confiar en la ciencia androcéntrica y patriarcal y en su producción de ignorancias (Tuana, 2006) más que en las herramientas con las que venimos trabajando desde hace años en el feminismo? ¿A qué responde este cúmulo de cuestiones absurdas revestidas en ocasiones de cierto empaque intelectual? ¿Qué amenazas, ficticias o reales, las ocasionan? ¿Tienen realmente que ver con el feminismo o tienen quizá que ver con un intento por tratar de domesticar y «meter en vereda» un feminismo demasiado rico, demasiado diverso, demasiado incontrolable para que determinadas posiciones feministas mantengan su posición de privilegio? Sinceramente lo ignoro, pero invito a que nos repensemos colectivamente, desde la transformación profunda que supone el feminismo, recordándonos que las feministas queremos transformarlo todo. Transformarnos todxs. Y no podemos ni queremos dejar a nadie en el camino. Audre Lorde, en una cita que recuerdo como un mantra, nos invitaba a habitar la casa de la diferencia, pero continuaba con no menos fuerza incitándonos al aprendizaje y a la apreciación colectiva de nuestras vulnerabilidades más allá de nuestros espacios de seguridad. No sé si nos llevará años, pero estoy segura de que es el camino por recorrer. Juntas/es:

«Ha hecho falta cierto tiempo para darnos cuenta de que nuestro lugar era precisamente la casa de la diferencia, más que la seguridad de una diferencia en particular. –Y a menudo, fuimos cobardes en nuestros aprendizajes–. Hicieron falta años para que aprendiéramos a usar la fuerza que la supervivencia cotidiana proporciona, años antes de que aprendiéramos que el miedo no tiene por qué incapacitar, y para que pudiéramos apreciarnos unas a otras en términos que no eran necesariamente los nuestros». (1984: 226.)

Traducción propia

Transfeminismo o barbarie

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