Читать книгу Saga del ángel caído. El resiliente - Walter Huertas - Страница 7
Оглавление(2) Perro Negro
Cuando recordaba a su amigo de la esquina, lo pensaba con observación más minuciosa. Se acordaba que siempre tenía esa sensación cuando Andrés volvía a su casa ofendido o enojado. No era un niño tan bueno, era muy malcriado y ciego a la realidad del mundo, siendo un chico que tenía de todo.
El Churi no podía darse los gustos. De todos sus amigos del barrio, él era el único que vivía en una casa alquilada. El padre de Walter era un pequeño empresario, tenía un taller de armado de electrodomésticos. No les faltaba nada, pero no podían salir de vacaciones, a lo sumo iban a la finca de unos tíos o de sus abuelos. Vivía otra realidad.
Pero el Churi sí estaba seguro, cada vez más, de que experimentaba una inexplicable sensación y que el tiempo se detenía cuando percibía que algo iba a suceder. Su percepción era todavía muy rudimentaria, ya que tenía apenas siete años.
Poroto, como le decían al papá de Walter, de mañana trabajaba en la facultad de arquitectura como secretario del decano. Consiguió para Churi que los sábados en la mañana fuera a pintar a los talleres de acuarela, al aire libre, en el parque de la ciudad.
Su mamá lo acompañaba, pues tablero y carpeta no podía llevarlos solo. Feliza se quedaba con él las dos horas que duraba el taller. Siempre contaría orgullosa como su hijo pintaba y dibujaba mucho mejor que algunos de los estudiantes de aquella facultad.
Cuando pintaba la naturaleza, el Churi copiaba exactamente lo que veía. Desde niño tuvo una característica irrefutable; sólo jugaba o hablaba de lo que veía, no imaginaba, tenía un pensamiento muy fáctico y un razonamiento absolutamente desprovisto de fantasías, salvo cuando imitaba a los personajes de la TV, pero que sabía que no eran reales.
Con el estudio de la acuarela y el dibujo del natural, afianzó su anclaje a la realidad, a todo lo que se podía ver y tocar.
El Churi percibía desde otra perspectiva la realidad de su niñez y la de sus pares, aunque no dejaba que esto fuera un impedimento a la hora de dejarse llevar en algún juego con otros niños. Pero por lo general Walter era un niño solitario, siempre enfrascado en algún proyecto o nueva búsqueda de conocimiento.
Una tarde no se sintió bien, tenía tos. Había jugado mucho a la pelota en el baldío de enfrente que, aunque estaba tapiado, el Churi se las ingeniaba para entrar y jugar con otros niños.
Se le tomó la fiebre, tenía 38 grados. El médico fue a atenderlo a su casa, algo muy común también en aquella época y le recetó reposo y un jarabe, tres días en la cama, dieta, sopa y compota. “Una porquería el jarabe y la sopa” rezongaba en su interior el Churi, pero el médico era uno de los mejores de la ciudad, así que sabía que debía obedecer calladito, si no, además, vendría correctivo con chancleta incluida.
Estaba ya en el tercer día, la fiebre había subido desde el segundo, pero le llevaban el desayuno y el almuerzo a la cama, dibujaba, pintaba y leía. Se sentía como un rey atendido en su propia casa.
Su madre abrió la gran ventana que daba al patio y galería del fondo, entró la luz y el aire de la mañana. Recién terminaba de desayunar y había retirado el desayunador así que estaba recostado, esperando que su madre le trajera el jarabe.
Cuando transcurría todo esto, de pronto tuvo una extraña sensación. Algo, alguien, estaba en el patio de atrás. No era grande, no sabía qué era. Miró hacia la ventana, entornando apenas los ojos y distinguió una sombra en medio de esa mañana clara.
Súbitamente, un perro negro trepó al borde de la cama, saltando desde el patio, pasando por la ventana y depositando sus cuatro patas a los pies de esta.
Quedó perplejo, los ojos rojizos del perro parecían los de un lobo y tenía un aliento muy pestilente. El animal gruñó y quedaron los dos mirándose frente a frente.
El niño fue hacia el respaldar que daba a la pared este de la casa y también se puso en cuatro patas.
Luego de mostrar con rabia los dientes blancos y sus enormes colmillos, se arrojó sobre el niño. Éste, sin inmutarse, lo esperó casi como un nadador y se tiró en una especie de clavado hacia la boca de aquel ser que parecía un perro y que se iba agrandando a medida que se abalanzaba contra el pequeño.
El chico, gritándole “¡demonio, te voy a destrozar!” se introdujo dentro del perro, entrando por la boca y destruyendo sus entrañas a medida que la fuerza de aquel clavado, casi como un trampolín hacía que avanzara fuertemente en el interior de la bestia.
Walter salió entonces por el culo del animal negro, cayó a los pies de la cama y se fue por el impulso al piso.
Feliza oyó el grito y un ruido, corrió hacia la habitación desde la cocina y al llegar vio como una figura oscura, con cola y patas se iba tras la ventana.
El “bonito” yacía en el piso cubierto con una especie de baba fétida y sangre en sus dedos. No propia, sino una que le había manchado parte del pijama también.
- ¿Mamá, lo viste al perro negro? - preguntó el Churi, agitado, con voz fuerte y nerviosa.
-Si, Churi. Debe ser de algún vecino…-
Días estuvieron averiguando en toda la manzana y otras cuadras si alguien tenía un perro de tales características. Nadie, absolutamente nadie, era propietario de tal perro.
Además, las paredes del fondo eran de más dos metros de alto, entrar se podía, pero saltar esa altura para salir, huir por los techos y patios de los demás vecinos que tenían perros (algunos eran bulldogs) y que no ladraran, era más difícil. Una experiencia que quedó guardada bajo siete llaves entre el Churi y sus padres.
Nunca se pudo explicar cómo la cama estaba totalmente desarmada, pero sin una mancha y el niño lleno de esa hediondez y con sangre en sus manos, cabello y ropa.