Читать книгу Saga del ángel caído. El resiliente - Walter Huertas - Страница 9

Оглавление

(4) Caída de Illia

La Argentina era la de mediados de los 60. Con Illia muchos recuperaron la confianza, existía mano de obra especializada, muchos pequeños talleres de todo tipo, textil, mecánico, eléctrico, de armado de motores, etc.

Gracias a Perón, todos los jóvenes que estudiaron o pudieron armarse de algo, veían los frutos a fines de los 50 y principios de los 60, hasta casi fines de la década del 70.

A mediados de los años 60, Primo junto con unos socios tenía un taller para el armado de electrodomésticos. Compraban las partes en Córdoba, provincia de Buenos Aires y Santa Fe y armaban cocinas, heladeras y televisores.

Poco duró la sociedad. No se enseñó trabajo en equipo ni a repartir tareas, todo se hacía por obligación. Tampoco supieron dividirse equitativamente la comercialización, los presupuestos, las ganancias.

Los muchachos abrieron un local donde vendían lo que armaban, pero al poco tiempo comenzaron los problemas y peleas, intervinieron algunas esposas y al final repartieron todo.

Poroto ofreció quedarse con el local y el taller más chico donde se armaban y reparaban las tv. Los primeros meses del año 63 todo andaba muy bien, se trabajaba mucho en el taller y en el local. Primo consiguió un socio para ayudarlo que aportó con mano de obra.

Poroto, como ya dijimos, trabajaba por las mañanas en la facultad de arquitectura y por la tarde en el local y el taller. Además, pintaba acuarelas los fines de semana.

Compraron una casa con las primeras ganancias. A Feliza no le gustó la casa, ni el lugar. “Es un barrio lleno de negros” le oyó decir el Churi en una oportunidad.

Todo marchaba sobre rieles, “espléndido” diría Poroto. En uno de los viajes a Buenos Aires para comprar partes y novedades y pagar mercadería, Primo, que de paso llevó a Feliza y al Churi para pasear unos días, le dejó la chequera a su socio con cheques firmados, para pagar partes que iban a llegar de Córdoba.

En el local se quedó el socio, y el hermano mayor del Churi, Jorge, se quedó en la casa de la tía para no perder días de escuela.

Bonito visitaba a su madrina y padrino en Avellaneda, cuando alguien los llamó por teléfono al hotel, ya que aún no había celulares en esa época. Primo no estaba en el hotel, así que le dejaron un mensaje que recibió al llegar por la noche. También le transmitieron un recado de Feliza, en el que le avisaba que con Churi se quedaban en la casa de su madrina y a la noche del día siguiente volverían a su encuentro.

Primo abrió el mensaje y la nota resultó ser del gerente del banco donde depositaba las ganancias del local y el taller, que le comunicaba:

“Su socio, mediante un cheque depositado en su cuenta de ahorros propia ha tomado el dinero de la cuenta mancomunada y retiró todos los fondos de dicha caja de ahorro.”

Formalmente no era una estafa, ya que los cheques en blanco que Primo había dejado, tenían firmas reales. Desesperado, corrió a su habitación, preparó la valija y partió a la estación. No había pasajes de colectivo, así que tuvo que tomar el último tren de la noche hacia San Juan, el Zonda, que tardaba casi un día en llegar.

Cuando regresó al día siguiente con el Churi, casi a la hora de la cena, Feliza se encontró con la nota que le había dejado su esposo con el conserje del hotel.

“Mi amor, tuve que partir de urgencia a San Juan. Hubo un problema. Ya dejé pagados dos días más de hotel y dejé dinero en conserjería para algunos gastos y el pasaje de vuelta.” No daba más detalles.

Feliza y su hijo ya habían estado en Buenos Aires en otra oportunidad con “los gallegos”, cuando Walter tenía cinco años. “Los gallegos” eran los padrinos del Churi y habían llegado a Argentina huyendo de Franco. Feliza y Poroto les ayudaron en San Juan para que pudieran luego instalarse en Buenos Aires y tenían una gran amistad.

Poroto llegó al local con su maleta en la mano, estaba cerrado. Abrió, dejó la maleta y se fue al banco.

El gerente tardó en atenderlo, y lo hizo pasar a su oficina. Allí conversaron y le dijo a su cliente:

-Primo, yo me enteré de casualidad, porque uno de los cajeros te compró un televisor y me avisó, sabía que te habías ido a Buenos Aires… vos no me avisaste nada. Cuando volvió, otro cajero lo había atendido y se había ido con todo el dinero…-

Primo estaba pálido, tenía que pagar una ponchada, los cheques diferidos estaban al caer, más mercadería, que por la confianza le habían fiado. Era un problema terrible.

Corría agosto, el contexto político y económico estaba alterado, así que el gerente afirmó que le daría tiempo para cubrir su cuenta corriente, pero que no tenían cómo prestarle plata.

Fue a su casa tratando de mantener la calma, arrancó el rastrojero gasolero modelo 58 y salió a casa de sus amigos a buscar consejo, visitó a sus cuñados, a su padre. Todos lo trataron de pelotudo. Poroto lo sabía, tenían razón, pero él buscaba una solución, un apoyo, una mano que nadie, absolutamente nadie, le tendió.

Al mediodía, la radio enteraba de la caída de Illia, presidente que Primo respetaba mucho. No quería a los milicos, decía que eran todos traidores y vendepatrias. Declararon el estado de sitio.

Feliza mientras tanto en Buenos Aires, fue hasta la casa de los padrinos del Churi para llamar a su marido, que le contó lo sucedido. La mujer, furiosa, lo insultó rabiosamente y cortó el teléfono.

Primo, devastado y solo en casa, se dirigió al fondo, abrió el armario y tomó la 22. La cargó y se la colocó suavemente en la sien, pensando en su esposa y su maltrato, en todos a quienes acudió y lo tildaron de pelotudo, en que nadie en absoluto le brindó ayuda. Pero entonces, cuando aún sentía el frío metal en la sien, escuchó la voz del Churi:

-Hola papi, te extraño. Cuando vuelva te muestro los regalos de la madrina -

El brazo que sostenía el arma cayó inmediatamente hacia un costado y disparó, rompiendo de un balazo un botellón con aceitunas.

Al lado del botellón de aceitunas había una damajuana con cinco litros de aceite de oliva primera prensada que el abuelo les regalaba cada tres meses y a la que por suerte no le pasó nada.

La casa comprada que no gustó a Feliza, la alquilaron y con eso pagaban en Desamparados, donde tenían como vecina a Ketty.

La idea para conseguir dinero era vender la casa alquilada y comprar en Desamparados, pero claro, el dinero estaba en la cuenta corriente que el socio de Primo había vaciado.

Primo buscó por todos lados, fue a San Luis, Córdoba, Mendoza. Ningún pariente ni proveedor había visto al tipo en cuestión. Pronto vinieron los juicios, vender el negocio, el taller, la casa comprada.

En poco menos de un año, no quedaba nada, entre la devaluación, la crisis económica y las deudas nada se pudo salvar. Hasta el rastrojero tuvo que vender para comenzar un nuevo negocio.

-Vieja, el folklore está en auge, todos quieren guitarras. Con la fabriquita y el local vamos a recuperarnos -le decía Primo a Feliza tratando de recuperar su confianza. La relación estaba mal, pero la mujer nunca lo dejó solo, a pesar de que todos sus familiares fogoneaban para que lo dejara “ahora que sos joven”. Pero Feliza amaba a Primo y le dio otra oportunidad.

Los Cuevach tenían entonces una pequeña fábrica de guitarras. Con los contactos en Buenos Aires, Poroto logró que le mandaran partes de guitarra, cuerdas, y algunas librerías, métodos de enseñanza. Él mismo tocaba muy bien el laúd y la guitarra, y en el local de ventas comenzó a dar clases, vender cuerdas, clavijeros, bombos y otras cosas relacionadas.

Jorge, el hermano mayor ayudaba en el negocio por la mañana, mientras Primo continuaba en la Universidad como secretario del decano de la facultad de arquitectura. Feliza cuidaba al Churi. Tenían un contrato de dos años para alquilar en Desamparados, que era una zona cara de San Juan.

Jorge además de atender el negocio por la mañana y a veces cuando Primo lo llamaba por teléfono, también trabajaba como ayudante del carpintero y en el armado de guitarras. Había decidido dejar la escuela para ayudar a su familia, y si todo resultaba mal, planeaba ir a la Marina y ser submarinista.

Con la caída del gobierno democrático del doctor Arturo Illia, la situación económica empeoró, se recortó de todos los sectores del Estado, se devaluó, cayó el consumo, aumentaron las tarifas y servicios, mientras que los sueldos quedaron congelados, receta que duraría hasta nuestros días, la de los “salvadores liberales”, de los gobiernos populares que hacen crecer el Estado ocasionando pérdidas para la Nación. Esto fue y es cíclico, no sólo en Argentina, sino en toda América Central y Sur.

Debemos destacar otro agregado, el de la militarización de las policías del Estado en aquella trágica época de las décadas de los 60 y 70 en nuestra Patria Grande, como decía San Martín.

Los recortes presupuestarios llegaron a San Juan y Primo, un mes antes de las navidades recibió el telegrama de despido de la Universidad. Aunque era de planta, lo dejaban cesante por “irregularidades en su comportamiento”, según decía el telegrama.

Así, la fuente segura de ingresos se desvanecía y la espada de la derecha económica cortaba al medio a Poroto y su familia. Cercano a cumplir 43 años, sólo le quedaba la fabriquita de guitarras.

Primo pidió audiencia con el Decano para ese día. Pero Alberto, el Decano, había sido reemplazado interinamente por un coronel del Ejército. Igualmente lo atendió y le dijo fríamente:

-Mire señor Cuevach, se le depositará su indemnización. Usted en realidad no trabaja más en la Universidad. Mantenga la calma, para mejorar a nuestra Nación debemos hacer sacrificios. -

Habían pintado la oficina del anterior Decano de un color verde pálido, y colgado un crucifijo y una bandera de guerra. Primo salió con lágrimas en los ojos de bronca e impotencia a la vista de los uniformados que estaban por todo el predio y pasillos de la Universidad. No volvería allí nunca más, y aquel socorro económico e intelectual comenzó a ser un valioso recuerdo que atravesaría el tiempo.

Por ese tiempo, sólo había sollozos y silencio en la casa de Desamparados.

Feliza, nuevamente se refugiaba en casa de Ketty, las cartas, y las galletitas con té al coñac. Había adquirido el hábito de ir contando lo que pasaba y desprestigiando a su marido, coincidiendo con las opiniones de sus amigas.

Desde las tres de la tarde hasta entrada la tardecita, a las seis o siete de la tarde, “la mujer del Poroto”, como se hacía llamar, desaparecía completamente para Churi y él debía hacer todo; armar su cama, preparar su merienda y hacer solo los deberes de la escuela.

Desde la caída de Illia, el hogar maravilloso que recordaba el Bonito simplemente desapareció. Aunque vivía en esa casa desde recién nacido, parecía otra en esa época. Las paredes descascaradas, las plantas del fondo secas, en la galería interior, la gran pajarera que albergaba más de veinte canarios estaba vacía y en las macetas apenas había algunos geranios y una abandonada boina de vasco.

Ya no existían flores en esa casa, las azucenas, malvones, rosas, margaritas y otras más se habían desvanecido poco a poco junto con el alma de la casa de Desamparados.

Todo esto lo percibía Churi, sin decir una palabra a su mamá o a su papá, y mucho menos a Jorge, que, además ya estaba en la Marina. Primo trabajaba horario completo tratando de vender guitarras, así que estaba ausente de la mañana a la noche.

El Bonito no sentía angustia ni soledad, sino paz. Churi recorría el silencioso caserón sin culpas. Su madre lo dejaba con llave los días que no tenía piano y a inglés ya no iba más porque no alcanzaba el presupuesto.

Las Billiken tampoco se podían costear más y en la tele sólo podía verse el canal 8, cuya programación para niños comenzaba los fines de semana recién después de las seis de la tarde. En las siestas durante la semana pasaban novelas o a Doña Petrona, un programa de cocina.

El Churi leía, dibujaba, pensaba. Tenía una actividad casi paranormal durante esas horas en que Feliza se ausentaba y él no iba a piano. Gracias a Zara que lo había becado, podía ir dos clases a la semana y pagar solo una.

Walter había creado un nuevo estilo de aventura en ese tiempo solitario. Iba hasta el fondo de la casa y trepaba por el horno grande, donde alcanzaba a agarrarse de una rama de árbol con la que se balanceaba hasta caer en el patio del vecino. De ahí se ponía a investigar los fondos y patios de los vecinos. Internamente quería encontrar a aquel perro negro. Vio muchas cosas extrañas en los fondos de las dos cuadras, pero nunca encontró a ese ser de mirada amarilla y olor fétido. No había ningún perro negro ni nada similar en los fondos vecinos.

La mamá del Churi se volvía día a día más agresiva y golpeadora y le daba palizas amenazándolo:

-Way que le contés a tu papá…porque te mato. -

Entonces en la vida del pequeño arreció la violencia. Tenía ropa limpia, casa, comida, pero todo esto no suplantaba la falta de cariño, algún gesto tierno por parte de su madre hacia él.

Casi dos años después de que Illia se retirara de la presidencia, Alsogaray pide “pasar el invierno”. Poroto elocuentemente trató con insultos aquellos dichos del entonces ministro de economía de Onganía.

Todo cambió para los Cuevach. Los padres parecían zombis, del hermano se sabía poco y nada, y los reyes no pasaron aquel seis de enero. De hecho, no pasaron más.

La casa olía a desesperanza. Hasta el tocadiscos se vendió, el juego de sillones, la pajarera, el juego de jardín.

Ya no fabricaban guitarras, Primo desde el comienzo del otoño estaba en Rio Cuarto y desde allí enviaba dinero. En el fondo de la casa, donde había un pequeño baño, vivía una inquilina para sumar ingresos al hogar y completar lo que se necesitaba para pagar el alquiler. Feliza trabajaba por las tardes en la confitería de un primo.

Churi dejó piano, se quedaba todas las tardes solo en su casa, encerrado, ya que Feliza ponía llave en la puerta de entrada. Sólo podía salir un ratito a la vereda cuando venía Esther, la inquilina, que tenía órdenes estrictas de que no dejara salir al niño. El Bonito sólo salía a mirar el panorama, y entraba de nuevo al comedor, donde ya no estaba la biblioteca que se había vendido con todo y libros.

La sala de estar tampoco tenía muebles, toda la parte delantera de la casa estaba vacía. Quedaban algunas macetas en la galería interna, con todo seco y muerto, igual que en el fondo donde sólo estaba Esther en la piecita.

Walter dibujaba en su mente los recuerdos de cuando todo era distinto. Imaginaba flores, muebles, comidas ricas, pero sabía que aquellas imágenes eran historia vieja.

“Cómo un presidente puede cambiar tanto la vida de las personas…” pensaba el Churi.

Lo único que quedó fue el tablero y sus acuarelas. Primo ya no pintaba, nunca estaba en casa, y a Churi le parecían años, no meses los que no veía a su padre.

En silencio y soledad, Churi podía registrar intensamente alrededor de cada persona al verla, olerla y podía percibir cómo era; si buena, mala, mentirosa, leal. Horas de meditación, calculando cual sería la hora. Tardes interminables de “Doña Petrona”, novelas que no entendía, hojas amontonadas llenas con dibujos.

Externamente se veía como un niño, aunque para él, aquel cuerpo de once años, esa cara, ojos, piel, cabello, se sentían casi como aquel traje de Batman.

“Me siento de cuarenta y sólo tengo once años… ¿qué me pasa?” Reflexionaba el Churi. Nadie con quien hablar, silencio de TV prendida, sólo lo acompañaba ese murmullo electrónico.

Pero todo llega a su fin. La falta de dinero, las infidelidades de Poroto y la Marina, toda esta larga etapa llegaría al final. Vertiginosamente sucederían cosas que harían variar esa gris realidad.

Ojos. Churi miraba fijamente los ojos de cada persona al verla. Así descubrió la temporalidad, en aquella actitud. Aprendió a identificar cuándo ese ser moriría, no con fecha exacta, pero sí podía saber si le quedaba poco, si tenía alma o si simplemente se trataba de un traje de vida.

Saga del ángel caído. El resiliente

Подняться наверх