Читать книгу Saga del ángel caído. El resiliente - Walter Huertas - Страница 8
Оглавление(3) Epidemia
En el invierno, una pequeña epidemia de tos convulsa se había apoderado de algunas vidas de niños pequeños, ya que los más grandes tenían más posibilidades de sobrevivir.
Por supuesto, nuestro “Bonito” no pudo escaparse de esta terrible enfermedad. Lo llevaron al médico con fuertes convulsiones y terrible tos. Inmediatamente lo ingresaron a terapia infantil. Los padres se quedaron afuera de aquella habitación y un par de enfermeras y un médico cerraron las puertas.
Mientras esperaba junto con su hermana y su cuñado, la madre del Churi se preguntaba y le preguntaba, desconsolada, a su esposo Poroto, qué estaba pasando, por qué no los dejaban entrar, cómo es que había sucedido esto.
Para entender un poco más, debemos retrotraernos unos días atrás en la vida de nuestro personaje.
Churi era un niño musical. En su interior, siempre había alguna melodía recorriendo su mente. Esto venía de familia, su papá siempre estaba silbando o tarareando alguna canción y Churi solía encontrarlo a veces por las noches tocando el laúd, otras la guitarra. Las melodías españolas y de tono oriental, con gran ritmo, habitaban el aire de la casa.
Para dormir y olvidarse de aquel demonio-perro negro, Bonito imaginaba alguna melodía. Eran tiempos en que el silencio reinaba en las casas.
Percibiendo esto, la mamá de Walter, un sábado por la mañana, después de la misa de las nueve, llevó al pequeño a unas cuadras, a la vuelta de la casa, ya en esos momentos embrujada, de los Casab. Feliza tocó timbre y le atendió una señora joven, de unos cuarenta años. Al Churi igualmente le parecía una vieja con cara de mala que resultó ser su nueva su profesora de piano y teoría y solfeo.
Desde ese día y durante dos años, los martes y los jueves, Churi tomaba los libros de música y partía a casa de su profesora con cara de mala.
Era el final del verano, en breve Walter comenzaría segundo grado, y mientras caminaba los metros que le faltaban para llegar, sus pensamientos lo aturdían: “no voy a tener tiempo para jugar, los sábados pintura, martes y jueves, música, después hacer los deberes, mi mamá que me encierra a la tarde porque se va a jugar a la Escoba o a la Escalera a lo de Ketty… ¿cuándo voy a ser niño?” pensaba cuando ya estaba sentado en la banqueta, frente al piano.
Zara, que era el nombre de la profesora de música, comenzaba con ejercicios para alargar los dedos. Churi tenía los dedos muy cortos para tocar el piano, así que lo obligaba a estirarlos sobre las teclas mientras ella con un puntero le apretaba las falanges y le decía:
-Estirá, estirá los deditos esos de porquería que tenés…-
Cuando el pequeño se equivocaba le pegaba un coscorrón fuerte en la cabeza.
-Repetí y no te equivoques. No estés paveando. -
Una hora y media tenía que soportar esto el Churi, dos veces a la semana.
La mente de Walter viajaba entonces cuando se quedaba sólo a practicar en el piano porque la profe se iba a tomar el té. Esa media hora era la única que estaba tranquilo y feliz.
Luego de una clase, Zara le dijo seriamente:
-Decile a tu mamá que venga. En el cuaderno de solfeo le mando una nota. -
Cuando llegó a casa, el niño entregó el cuaderno a su madre que, igualmente seria, le preguntó:
-¿No habrás hecho alguna travesura, vos…? -
-No mami. - contestó con ojos tranquilos, esos ojos color miel con un borde verde que caracterizaban al “Bonito”.
La nota sólo rezaba: “Señora Feliza, venga el jueves pues tengo que comunicarle algo.”.
Ese jueves Feliza estaba frente a Zara con el Churi a su lado.
-Es un niño muy callado, educado, pero vuela mucho. Mire, no le voy a cobrar de más, pero tiene que venir los viernes a las 15 horas a practicar por lo menos una hora en el piano que yo dispongo para estos casos. -afirmó Zara.
La mamá de Walter asintió y dijo:
-Si usted considera necesario, él vendrá todos los viernes. -
“¡Adiós a la Hormiga Atómica!” pensó tristemente el niño. Se terminaban los dibujos animados de los viernes. Ahora eran tres los días de música por uno de pintura y sumado a la escuela, poco tiempo le quedaba para leer y jugar al muchachito.
Cuando fue el primer viernes, lo atendió la madre de Zara, una mujer muy hosca y descortés que le escupió solo estas palabras:
-Ponele sordino y cerrá la puerta. No estés jugando, yo te aviso cuando se cumpla la hora. -
El resto de los viernes, sólo le abría la puerta y sin decir nada, le señalaba la dirección del piano de estudio. El olor a rancio y a disgusto que nuestro niño podía percibir en ese lugar era muy fuerte.
Así pasaron algunos meses, pasó el otoño, llegó el invierno y Churi seguía con su rutina como un pequeño robot de los de ahora, japonés.
Contaba los pasos para llegar, evitaba pisar las líneas de las baldosas, tomaba clase, sufría, volvía a casa a hacer deberes, media tarde, leía, cenaba, dormía. Sólo viajaba y volvía a la escuela, almorzaba y a sus tareas. Encima la madre había cambiado sábados por domingos para la misa, y algunos domingos Feliza lo llevaba a la finca de los abuelos o a casa de los tíos.
Por si fuera poco, los lunes comenzaría a tomar clases de inglés en lo de “tía Pituca”, que en realidad no era tía, pero si pituca.
Así era la vida de este chico, aquel muchacho que se había enfrentado a un demonio y lo había vencido. Era monótona, aburrida y tediosa.
Una tarde a comienzos del invierno, después de las vacaciones, Churi iba andando su camino de los viernes cuando se encontró en la esquina con un compañerito de la escuela que llevaba un fútbol. En ese momento, un fútbol era como oro sólido, ya que muy pocos chicos tenían uno, acaso alguien que lo había heredado o que los padres tenían mucho dinero. Por lo general, los chicos del barrio usaban una pelota vieja de goma o hecha con medias y trapos viejos.
-Hola Walter -lo saludó. Al Churi le decían Walter o simplemente Cuevach. -Vamos a jugar al fobal en la canchita del baldío de la Muni. -
En ese momento, invadió todo el cuerpo del Churi una sensación de deseo incontenible de hacer picardías.
La madre, para ir a la escuela lo vestía impecablemente, de punta en blanco, con zapatos acordonados, lustrados, peinado a la gomina, corbatín, guardapolvo almidonado y maleta de cuero. Y si llegaba a ensuciarlo era paliza asegurada.
Para ir a casa de la profesora, iba de pantalones cortos, así fuese invierno y nevara. Medias, zapatillas tipo sandalias de plástico, remera y pulóver tejido por su madre.
Walter pensó “la vieja no le va a decir nada a mi mamá…o mejor voy, entro, espero que se vaya y me vuelvo a ir…”. El pibe, casi azuzándolo le gritó mientras se alejaba:
-¡Andá, empezamos a las tres y media!”-
Cuando llegó a la casa de la profesora, tuvo lugar el “ritual de señas” con la vieja, como le decía el Churi. El pequeño cerró la puerta, no completamente, y espió a través del marco para asegurarse de que la vieja se iba a la cocina a ver la novela. Entonces aplicó la técnica sigilosa, aquella que utilizó para descubrir el traje de Batman. Abrió la puerta y se fue muy silenciosamente.
La tarde estaba muy fría y comenzaba a lloviznar. Los pibes siguieron jugando igual. El Churi corría y corría, sin el pulóver. Había dejado la ropa y las carpetas debajo de un árbol.
Jugó por más de una hora, hasta que muy transpirado y mojado, se puso el abrigo y partió hacia su casa. Su madre no estaba, había salido a lo de Ketty a jugar a las cartas y a tomar café o coñac. Churi tenía mucho frío, se sacó las ropas y las colgó en unas sillas junto con la toalla cerca del brasero, al que le agregó unos carbones nuevos.
Se puso ropa seca y fue a la heladera a buscar dulce para comer con galletas. Prendió la tele y cerró las puertas del comedor diario ya que tenía mucho frío.
Al poco tiempo, el pequeño comenzó a entrar en un sopor profundo y a dormitarse. Apoyó sus bracitos en la mesa y acomodó su cabeza mientras sentía cómo lentamente una tibia calma inundaba su cuerpo. Así se durmió muy profundo y totalmente quieto.
Feliza había terminado su reunión de cartas y regresó a su casa. Caminó desde el living por la galería interior. Le costó abrir la puerta del comedor diario, y cuando entró vio aquella impresionante escena; el Bonito, totalmente flácido y tirado en la mesa, el olor del brasero, las puertas y ventanas cerradas herméticamente.
Feliza corrió hacia él y dio golpes secos en la espalda y el pecho de ese niño moribundo por los gases que comenzó a toser. La mujer lo llevó al patio grande de atrás para que tome aire, pero Walter apenas respiraba. Desesperada fue hacia la habitación en busca de almohadones para ponerle en la espalda y la nuca y lo recostó. El Churi no se movía.
La madre, rápidamente salió como un rayo hacia el médico, que vivía enfrente. Ella sabía que justo ese día hacía consultorio en su domicilio. Era el pediatra de Walter, y Feliza había sido nodriza de todos sus hijos.
Abrió de par en par las puertas del consultorio y llamó al doctor gritando como si la mataran. El médico salió alarmado y la vio. Feliza le relató entrecortadamente lo que había sucedido y él inmediatamente se dirigió con su maletín hacia la casa del Churi, que ya conocía.
El doctor encontró al niño tirado, inmóvil. Allí mismo le aplicó una inyección, realizó maniobras de resucitación, masaje torácico, lo alzó, lo llevó al frente, lo subió al auto y fue a buscar a su madre para ir al hospital.
Llegaron a la guardia, y es aquí cuando se sella un secreto que aquel niño descubriría muchos años después. Casi cincuenta años pasaron para que el Churi supiera la verdad.
En el trayecto, Feliza contó la verdad, cómo lo dejaba sólo, que a ella le gustaba estar fuera y sentía soledad y que ella era culpable de lo que podía pasar con el Churi. El doctor, tranquilizándola le dijo:
-Feliza, vamos a hacer lo siguiente. Vamos a decir que tiene tos convulsa, lo voy a internar en terapia. Vos no digas nada, te puede costar el matrimonio. -
Luego lo llevaron a terapia, y como había una epidemia de coqueluche o tos convulsa, tenían varias carpas de oxígeno para niños. A Walter lo colocó en una habitación sólo, con un tubo de oxígeno y mandó a los familiares a que esperaran fuera.
Aquí es donde volvemos al principio; ya los tíos y el padre estaban en el hospital. Feliza lloraba desconsolada junto con la tía, quien con los años le contaría al Churi la verdad. Y Primo, que se fue de este mundo sin saber cómo habían sido las cosas realmente, sollozaba acongojado.
Entretanto, el médico ordenó que atendieran a las personas afuera y se quedó sólo con su pequeño paciente que estaba de espaldas y con la cabeza hacia abajo, sobre la almohada. En ese momento, el pequeño sufrió un paro cardiorrespiratorio. El doctor le hizo masajes en la espalda primero, luego lo volteó y le hizo masajes cardíacos. Pasaron varios minutos, y aquel indefenso ser exhaló débilmente. El médico lo volteó nuevamente, cuarenta y cinco grados sobre la almohada y con los ojos llenos de lágrimas comenzó a susurrarle a su vecinito, a quien había visto crecer, de quien había confiado y afirmado ante las dudas e impaciencia de su familia que Walter estaba completamente sano y que iba a hablar cuando quisiera.
-Por favor, no te vayas Churi. -rogó, incrédulo a la idea de que ese precioso niño se fuera tan pronto -Volvé, tus padres…vos tenés todavía mucho por recorrer…Por favor, volvé Churito…-y rompió en un silencioso sollozo.
El niño mientras tanto, en un sueño que era real, sintió cómo poco a poco se elevaba y pasaba sobre el doctor, escuchando las voces de las personas que estaban cerca. Miró las ventanitas redondas de las puertas de la habitación y las atravesó como si los vidrios no existieran. Churi flotaba, no tenía cuerpo. Al salir de la habitación pudo ver a sus padres y tíos llorando desconsoladamente. La madre apenas se sostenía aferrada a su esposo.
Primo, desolado, pareció mirar de reojo hacia donde estaba ese Churi etéreo, como creyendo ver algo. Fue en ese momento en que el niño sintió un fuerte impulso y vio la luz, que se encontraba al final de una especie de túnel de nubes. También había varias personas que se dirigían hacia allí, algunas iban muy rápido y desaparecían en la luz, otros se arrastraban, y algunos simplemente caminaban tranquilos. Nadie miraba para atrás, ya que lo que había adelante emanaba un olor fabuloso y una magnética e intensa sensación de paz y tranquilidad.
En ese momento, una voz grave, tranquila y cariñosa le dijo al niño:
-Todavía no es tu tiempo, volvé a tu mundo. -
Walter sintió un golpe, entró nuevamente a su cuerpo, tosió…y volvió a respirar.
El médico lo dio vuelta, le acomodó la mascarilla y junto con la enfermera le aplicaron suero. Churi volvió a dormirse suavemente.
La enfermera lo miró dulcemente y comentó con voz muy suave:
-Otro milagro… -
El Churi había decidido volver, aunque mientras dormía tuvo la sensación de que tendría que haberse ido nomás. Hasta ese día Walter fue un niño muy feliz y hermoso, pero también a partir de ese día supo algo que no entendía bien. Su intuición lo guiaría de allí en adelante.
Aquel chiquilín, destructor de demonios, estaba de vuelta en su mundo. Nada lo detendría salvo la muerte, a la que encontraría varias veces más y siempre la vencería.
Poroto y Feliza entraron.
-Tranquilos, no lo toquen, no abran la carpa. -pidieron las enfermeras. Así que los padres del Churi observaron de lejos y en silencio aquel milagro.
Todo el personal del hospital se agolpó en la puerta de la habitación, el niño había entrado en un estado irreversible, querían saber cómo había sido, averiguar, pero el médico los llevó lejos. Unos días más tarde, les contaría a todos que el Churi estaba en casa, y se preparaba como siempre para ir a clases de piano.
Aquel día Feliza preparó arroz con leche y canela, un postre que le gustaba mucho a Walter.
Al llegar a la clase de piano, Zara lo trató dulcemente. Ella había estado en el hospital desde el primer día y fue quien le avisó a Poroto lo que había sucedido. Ketty también estuvo a disposición de la familia, y se quedó con Feliza las dos noches de la carpa de oxígeno.
Por el jarabe que tomaba, el pequeño se sentía muy tranquilo y controlado, así que dio su lección y por primera vez la maestra le dio un beso y lo felicitó.
El abuelo paterno solía decirle al Churi “no hay mal que por bien no venga”. A partir de ese episodio, su nieto fue para él y su esposa una especie de niño santo y hasta el día de su muerte siempre preguntarían “¿Cómo anda el Churito…?”.
Nunca nadie supo la verdad, excepto su tía que guardó el secreto y se lo reveló a Walter el día en que murió su madre, que fue después de la de su padre.