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II
ОглавлениеDONDE APARECEN CIERTOS HECHOS MISTERIOSOS
Debo declarar que, teniendo en cuenta todas las misteriosas y curiosas circunstancias de lo pasado, la situación, para mí, estaba muy lejos de ser satisfactoria.
Al encaminarnos juntos aquella noche fría por la calle Market discutiendo el asunto, porque habíamos preferido salir a quedarnos en el salón del hotel, a Reginaldo se le vino a la imaginación la idea de que tal vez entre los objetos pertenecientes al muerto estuviese el secreto escrito y sellado.
Pero en este caso, salvo que estuviera dirigido a nosotros, sería abierto por las personas que el moribundo había designado con el calificativo de «los pillos de los abogados,» y, según todas las probabilidades, ellos sabrían sacarle para sí todo el provecho posible.
Sus abogados eran, como nosotros lo sabíamos, los señores Leighton, Brown & Leighton, firma eminentemente honorable de Bedford Row; por lo tanto, les dirigimos un telegrama desde la oficina central, informándolos de la muerte repentina de su cliente, y pidiéndoles que uno de ellos viniera en el acto a Manchester, para que estuviese presente en las indagaciones que se iban a efectuar, por haber declarado el doctor Glenn que serían necesarias. Como el muerto había manifestado el deseo de que, por entonces, Mabel ignorase la realidad, no le avisamos el trágico y doloroso suceso.
La curiosidad nos hizo volver pronto al hotel y subir a la habitación del muerto, para examinar el contenido de su maleta y pequeña valija, pero, fuera de sus ropas, un libro de cheques y unas diez libras esterlinas en oro, no encontramos nada. Sin embargo, no creo estar equivocado al afirmar que ambos habíamos tenido la esperanza de encontrar la clave del notable secreto que de una manera desconocida había conseguido, aun cuando no era creíble que un objeto tan valioso lo hubiera tenido en su equipaje.
En el bolsillo de una pequeña cartera de apuntes, que formaba parte de lo que había en la maleta, descubrí varias cartas, todas las cuales examiné y vi que no eran de importancia, salvo una, sucia y mal escrita en incorrecto italiano, que contenía algunas frases que despertaron mi curiosidad.
Verdaderamente, tan extraño era el tenor en que estaba escrita esa carta, que, con aprobación de Reginaldo, resolví guardarla y hacer algunas averiguaciones.
Muchas cosas y hechos secretos habían rodeado la vida de Burton Blair, los cuales durante años nos habían intrigado, y en consecuencia, estábamos dispuestos, si era posible, a aclarar el extraño misterio que lo había envuelto en vida, a pesar de haberse llevado a la tumba el secreto de su enorme fortuna.
Nosotros éramos los únicos en el mundo que conocíamos la existencia del secreto, pero ignorábamos la clave necesaria para poder abrir esa fuente de inagotables riquezas. Para todos era un misterio indescifrable el medio de que se había valido para hacer esa enorme fortuna, y hasta su hija Mabel no lo conocía.
En la City y en sociedad creían algunos que poseía grandes sumas invertidas en minas, y que era un feliz especulador en acciones, mientras otros declaraban que era dueño, por lo menos, del terreno, o, mejor dicho, de toda la planta urbana de dos grandes ciudades de los Estados Unidos, afirmando algunos, con más aplomo, que el origen de su fortuna provenía de concesiones que había conseguido del Gobierno otomano.
Todos, sin embargo, se equivocaban en sus suposiciones. Burton Blair no poseía un acre de tierra, no tenía un solo chelín invertido en compañía alguna, no se interesaba, ni estaba comprometido en concesiones de ningún Gobierno o empresas industriales. No. El origen de la gran fortuna que en el espacio de cinco años lo había puesto en condiciones de comprar, decorar y amueblar de una manera regia, una de las más espléndidas mansiones de la plaza Grosvenor, mantener tres de los más costosos Panhards (los automóviles eran su pasión favorita), y poseer esa magnífica morada antigua de tipo jacobiano, conocida con el nombre de Mayvill Court, en Herefordshire, era completamente desconocido para todo el mundo y procedía de donde nadie sospechaba siquiera. Sus millones eran ciertamente muy misteriosos.
—Me asombraría de que se sacara algo en claro de las averiguaciones que se van a hacer—exclamó Reginaldo, algunas horas más tarde.—Indudablemente sus abogados tampoco saben nada.
—Puede ser que haya dejado algunos papeles que revelen la verdad—contesté.—Los hombres que en vida son silenciosos y reservados, a menudo suelen confiar sus secretos al papel.
—No creo que Burton lo haya hecho.
—Recuerda que puede haberlo hecho en beneficio de Mabel.
—¡Ah! ¡por Job!—murmuró mi amigo,—no había pensado en eso. Si deseaba que fuera para ella, debe haber dejado su secreto en manos de alguna persona en quien confiara implícitamente. Sin embargo, él confiaba en nosotros... hasta cierto punto. Somos los únicos que tenemos algún conocimiento verdadero del estado de sus asuntos.—Y mi amigo Reginaldo, rubio, de piernas largas y seis pies de alto, el tipo perfecto del inglés muscular y flexible, aun cuando estaba dedicado al comercio de frivolidades y monadas femeninas, se calló lanzando un sordo gruñido de disgusto, y encendió cuidadosamente un nuevo cigarro.
Pasamos una noche triste vagando por las principales calles de Manchester, sintiendo que con la muerte de Burton Blair habíamos perdido un amigo sincero; pero, cuando a la mañana siguiente nos encontramos en el hall del Queen's Hotel con Herberto Leighton, el abogado, y tuvimos una larga consulta con él, el misterio que rodeaba al muerto, aumentó considerablemente.
—Ustedes dos conocían muy bien a mi difunto cliente—observó el abogado, después de algunos preliminares.—¿Saben si existe alguna persona a quien pudiera ser de provecho su muerte repentina?
—Esa es una pregunta extraña—dije yo.—¿Por qué?
—Es que tengo motivos para creer—explicó con cierta vacilación aquel hombre moreno y de facciones afiladas,—que ha sido víctima de una infamia.
—¡De una infamia!—exclamé atónito.—Usted no cree seguramente que ha sido asesinado, ¿no es verdad? Eso no puede ser, estimado amigo. Se enfermó en el tren, y ha muerto aquí en nuestra presencia.
El abogado, cuya fisonomía había tomado un aspecto más grave aún, se encogió de hombros sencillamente, y dijo:
—Debemos, por cierto, aguardar el resultado de la investigación, pero tengo la creencia, por ciertos informes que poseo, de que Burton Blair no ha fallecido de muerte natural.
Aquella misma noche, el «coroner» (médico de policía) efectuó su investigación en una pieza privada del hotel, y, en conformidad con la opinión de los dos médicos que habían comprobado la defunción y hecho la autopsia en la mañana de ese mismo día, declaró que la muerte se debía únicamente a causas naturales. Se descubrió que Burton Blair había padecido de debilidad natural al corazón, y que el desenlace fatal había sido acelerado por el movimiento del tren.
No había absolutamente nada que pudiera inducir a sospechar que se hubiese cometido un crimen; por lo tanto, el jurado pronunció el veredicto, de acuerdo con la prueba pericial, de que la muerte era debida a causas naturales, y concedió permiso para trasladar el cadáver a Londres, donde debía ser sepultado.
Una hora después de terminada la investigación llamé aparte al señor Leighton, y le dije:
—Como usted sabe, desde hace varios años he sido uno de los íntimos amigos de Blair, y, naturalmente, estoy muy interesado en saber qué razones ha tenido usted para sospechar que se ha cometido una infamia.
—Mis sospechas eran bien fundadas—fue su contestación, algo enigmática.
—¿En qué se fundaban?
—En el hecho de que mi cliente fue amenazado, y que, a pesar de no haberlo comunicado a nadie más que a mí y reírse de las precauciones que yo le indiqué, vivía constantemente temeroso de ser asesinado.
—¡Extraño!—exclamé.—¡Muy extraño!
Nada le dije de esa notable carta que había encontrado en el equipaje del muerto. Si lo que él decía era verdaderamente cierto, entonces en la muerte de Burton Blair se encerraba un secreto de los más extraordinarios, reflejo fiel del de su extraña, romántica y misteriosa vida; secreto que era inescrutable, pero absolutamente sin igual.
Pienso que será necesario explicar las curiosas circunstancias que nos pusieron en contacto con Burton Blair, y describir los hechos misteriosos que se produjeron después que hicimos relación. Es tan notable esta historia desde el principio hasta el fin, que muchos de los que la lean se sentirán inclinados a dudar de mi veracidad. A éstos, antes de empezar, les indicaré que pueden hacer averiguaciones en Londres, en ese pequeño mundo de aventureros, especuladores, prestamistas y perdedores de dinero, conocido con el nombre de la City, donde estoy seguro que no tendrán dificultad alguna en obtener aún más detalles interesantes sobre el hombre de los misteriosos millones a que en parte se refiere esta narración.
Y, ciertamente, los hechos fieles concernientes a él se verá que forman, no vacilo en decirlo, uno de los más notables romances de la vida moderna.