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III
ОглавлениеEN EL QUE SE REFIERE UNA HISTORIA EXTRAÑA
Con el fin de explicar la verdad sencilla y llanamente, debo, en primer lugar, decir que yo, Gilberto Greenwood, era un hombre de escasos recursos, a quien una tía, ascética y de la iglesia bautista, pero poseedora de una pequeña fortuna, le había dejado una renta vitalicia; mientras mi amigo Reginaldo Seton, a quien conocía desde niño, cuando juntos habíamos estado en Charterhouse, era hijo de Jorge Seton, dueño de un negocio de encajes de la calle Cannon y concejal de la Municipalidad de Londres, el que murió dejando a Reginaldo de veinticinco años, con una pesada carga de deudas y un negocio anticuado y noble, pero que iba decayendo rápidamente. Sin embargo, como Reginaldo se había formado en una fábrica de Nottingham, conociendo el comercio de encajes, continuó valientemente los pasos de su padre, y, debido a su dedicación al negocio, consiguió desenvolverse lo bastante bien para evitar presentarse en quiebra ante los tribunales, y pudo asegurarse una renta anual de algunos cientos de libras.
Ambos éramos solteros, y compartíamos las confortables habitaciones que habíamos tomado en la manzana de casas, divididas en pisos, recientemente construidas en la calle Great Russell; y como éramos aficionados a la caza de zorros, el único deporte que podíamos concedernos como goce, también alquilábamos juntos una casa anticuada y barata, en una aldea rural, conocida con el nombre de Helpstone, a ochenta millas de Londres, situada en la posesión de los Fitzwilliams. Allí solíamos ir todos los inviernos a pasar generalmente dos días de la semana.
Como ninguno de nosotros disponía de muchos recursos, teníamos, como puede imaginarse, que hacer bastantes economías, porque la caza de zorros es una distracción costosa para un hombre pobre.
Sin embargo, poseíamos afortunadamente un par de buenos caballos cada uno, y apretando un poquito en una cosa y otro poquito en otra, podíamos darnos el goce de esas excitantes carreras a través del campo, en las cuales la sangre se pone en movimiento y bulle de agitación a la vez que rejuvenece a todos los que toman parte en ellas.
Reginaldo veíase obligado algunas veces a quedarse en la ciudad por las exigencias de su negocio; de modo que frecuentemente residía solo en la vieja casa revestida de verde hiedra, teniendo a mi lado a Glave, mi sirviente, para que me atendiera.
Era una tarde de enero, terriblemente fría; Reginaldo estaba ausente en Londres, y yo, que había pasado todo el día cazando, volvía a caballo completamente desfallecido. El encuentro de la partida esa mañana había sido en Kat's Cabin, Huntingdonshire, y después de dos buenas carreras me hallé más allá de Stilton, a dieciocho millas de mi casa.
Sin embargo, el rastro había sido excelente, y habíamos gozado de un deporte muy bueno. Una vez que terminó la cacería, tomé un buen trago de mi frasco y partí a través del campo, en medio de la obscuridad que empezaba a tender su manto.
Felizmente pude vadear el río a la altura del molino Water Newton, lo que me economizó la larga vuelta por Wansford, y cuando me encontré a una milla de casa, dejé que mi caballo marchara al paso, como siempre lo hacía, para que pudiera tranquilizarse antes de llegar a su caballeriza. Ya las sombras de la tarde iban convirtiéndose en profunda obscuridad, y el fuerte viento me cortaba las carnes como cuchillo al pasar las encrucijadas que hay a media milla de la aldea de Helpstone, cuando de repente surgió de junto del alto seto de acebos la figura de un hombre corpulento, y una voz profunda exclamó:
—Disculpe, señor, pero soy un forastero en estos lugares, y tengo a mi hija desmayada. ¿Hay por aquí cerca alguna casa?
Entonces, al acercarme, vi arrinconada contra un montón de piedras, a un lado del camino, la delgada figura débil de una niña como de dieciséis años, envuelta en una capa gruesa y de color obscuro, mientras, a la luz de los últimos destellos del día, distinguí que el individuo que me hablaba era un hombre de aspecto tosco, barba negra, lenguaje bastante correcto y como de unos cuarenta y cinco años, más o menos, vestido con un traje usado de sarga azul y un gorro con visera, que le daba cierto aire de marino. Su cara era curtida y con algunas cicatrices, mientras sus anchas y enérgicas quijadas demostraban fuerza de carácter y tenaz determinación.
—¿Se ha enfermado su hija?—le pregunté cuando la hube examinado bien.
—Hemos caminado mucho hoy, y creo que está rendida. Hace como media hora que sintió un desvanecimiento, y al sentarse perdió el conocimiento y quedó insensible.
—No debe permanecer aquí—observé cuando me hube dado cuenta de que el padre y la hija eran unos vagabundos.—Es tan grande el frío, que se helará completamente. Mi casa está un poco más allá. Voy en el acto y volveré con una persona que ayude a llevarla.
El hombre empezó a agradecerme, pero yo espoleé mi caballo, y pronto estuve en el patio de la cuadra. Llamé a Glave y le ordené que me acompañara al sitio donde habían quedado mis dos caminantes.
Un cuarto de hora después colocábamos a la pobre niña desmayada sobre un canapé en mi confortable y abrigado gabinete; le hacíamos beber a la fuerza un poco de brandy, y al fin abría sus ojos, llenos de asombro, mirando con infantil temor lo que la rodeaba, que era para ella completamente desconocido.
Su mirada se encontró con la mía, entonces vi que su rostro era de una belleza extraordinaria, de ese tipo moreno medio trágico, y que sus ojos resaltaban más brillantes por la palidez mortal de su cara.
Las facciones eran bien modeladas, hermosas y finas en todas sus líneas, y cuando se dirigió a su padre, para preguntarle qué había sucedido, noté que no era una simple criatura hija de los caminos, sino, al contrario, una niña sumamente inteligente, bien amanerada y de buena educación.
Su padre, en pocas palabras, le explicó nuestro inesperado encuentro y mi hospitalidad; entonces ella me sonrió dulcemente y pronunció algunas palabras de agradecimiento.
—Debe haber sido el intenso frío, me parece—añadió.—Me sentí de pronto entumecida, mi cabeza empezó a girar y no pude tenerme en pie. Pero realmente es mucha bondad en usted. Cuánto siento hayamos tenido que molestarle de esta manera.
Le aseguré que mi único deseo era verla completamente restablecida, y, mientras hablaba, no pude dejar de reconocer que su belleza era notable. Aun cuando muy niña, pues su figura no había acabado de desarrollarse completamente, su cara era, sin embargo, una de las más perfectas que he visto.
Desde el primer momento que mis ojos la vieron, me pareció indescriptiblemente encantadora. Era evidente que se encontraba sin fuerzas, como lo demostraba el modo penoso e inquieto con que se movía en el canapé. Su pobre falda negra y sus gruesas botas estaban llenas de barro y gastadas por las caminatas, y comprendí, por la manera cómo despejó su frente y echó abajo la desordenada masa de sus cabellos, que le dolía la cabeza.
Glave, que no se hallaba de muy buen humor por la presencia de esos dos vagabundos desconocidos, entró y me anunció que la comida estaba servida; pero ella, firmemente, aun cuando con dulzura y gracia, rehusó mi invitación a comer, diciendo que, si yo se lo permitía, prefería más bien quedarse allí delante del fuego media hora más.
En vista de esto, le envié un plato de sopa caliente por la anciana señora Axford, nuestra cocinera, mientras su padre, después de lavarse las manos y arreglarse un poco, me acompañó al comedor.
Parecía medio muerto de hambre, y al principio se mostró taciturno y reservado; pero luego, cuando hubo apreciado lo bastante mi carácter, me dijo que se llamaba Burton Blair, que hacía diez años que había perdido a su esposa, durante su ausencia en el extranjero, y que la pequeña Mabel era su única hija. Como su aspecto lo demostraba, la mayor parte de su vida la había pasado en el mar, y tenía su certificado de capitán de buque menor, pero últimamente había residido en tierra.
—Hace ya tres años que estoy aquí—continuó,—y puedo asegurarle que han sido bastante duros. ¡Pobre Mabel! Es un verdadero tesoro, como lo era su pobre y querida madre. Hace tres años que padece hambres y penas, y, sin embargo, jamás se ha quejado. Ya conoce mi carácter, sabe que cuando Burton Blair resuelve hacer una cosa ¡por Job! la hace—y apretó fuertemente sus enérgicas quijadas, mientras en sus ojos se reflejó una mirada de decisión y persistencia tenaz, la más terrible que he visto en un hombre.
—Pero ¿por qué razón, señor Blair, ha abandonado usted el mar para perecer de necesidad en la tierra?—le pregunté, pues la curiosidad habíase despertado en mí.
—Porque... porque tengo una razón... una razón muy poderosa—fue su contestación vacilante.—Usted me ve esta noche sin hogar y hambriento (rió amargamente Burton Blair), pero tal vez mañana podré ser un millonario.
Y su cara asumió una misteriosa expresión, inescrutable como la de una esfinge, que me dejó penosamente confundido.
Muchas y muchas veces desde entonces he recordado esas extrañas palabras proféticas que pronunció sentado en mi mesa, cuando no era más que un pobre vagabundo de los caminos, muerto de frío, hambriento, sucio, mal vestido y exhausto, pero que abrigaba la firme creencia, por absurdo que parezca, de que antes de mucho tiempo poseería millones.
Recuerdo bien cómo me sonreí al oír su vaga afirmación. Todo hombre que desciende mucho en la escala social, se aferra a la débil creencia de que su suerte cambiará, y que, debido a algún capricho de la fortuna, volverá sonriente a subir a su antiguo nivel. La esperanza jamás muere dentro del pecho del hombre arruinado.
Valiéndome de ciertas preguntas prudentes, traté de conseguir mayores informes sobre la esperanza que abrigaba de llegar a tener fortuna, pero no quiso decirme nada, absolutamente nada.
Después que comió bien, aceptó un cigarro, tomó su café con brandy, y fumó con la tranquilidad del hombre satisfecho, que no tiene un solo pensamiento que lo aflija ni ninguna preocupación en el mundo, o, mejor dicho, como un hombre que sabe exactamente lo que el destino le tiene reservado.
Así, desde el principio, Burton Blair fue un misterio. Cuando volvimos adonde estaba Mabel, la encontramos durmiendo tranquilamente, postrada por la fatiga. Entonces persuadí a su padre de que se quedara en mi casa aquella noche, con el fin de que la pobre niña pudiese descansar, y, como consintiera, nos volvimos al comedor, donde nos sentamos a fumar y permanecimos varias horas conversando.
Me refirió la historia de sus crueles años pasados en el mar, las extrañas aventuras que le habían sucedido en países salvajes, cómo escapó de una muerte segura en las manos de una tribu de nativos en Camarones, y cómo, por espacio de tres años, había sido capitán de un vapor de río en el Congo, representando en esas regiones el papel de un pioneer de la civilización.
Sus conmovedoras aventuras las relataba tranquila y naturalmente, sin fanfarronadas ni demostraciones de alarde, y su manera sencilla y verdadera me demostró que era uno de esos hombres que aman la vida de aventuras por sus vicisitudes y peligros.
—Y ahora ando detrás de los molinetes de Inglaterra—añadió riendo.—Usted debe pensar, no hay duda, que todo esto es muy extraño; pero, hablándole con sinceridad, señor Greenwood, le diré que me ocupo activamente en una investigación muy curiosa, cuyo feliz resultado me hará algún día poseedor de una fortuna que ni en mis sueños más extravagantes me forjé jamás. ¡Vea!—exclamó de pronto, con una mirada de extraña fiereza en sus grandes ojos obscuros, al desabotonarse rápidamente su saco azul y sacar de debajo de él un pedazo cuadrado y chato de gamuza muy usada y manchada, dentro de la cual parecía que se encerraba algún precioso documento u otro objeto de valor.—¡Mire! Mi secreto está aquí. Algún día descubriré la clave; puede ser mañana, pasado, o tal vez en el año próximo, pero al fin se producirá. ¿Cuándo? eso es absolutamente indiferente y sin valor. El resultado será el mismo. Mis años de continuo viaje e investigación se verán premiados, seré rico, y el mundo quedará maravillado.—Y, riéndose satisfecho, casi triunfante, volvió a guardar en su pecho, con todo cuidado, su precioso tesoro; luego se puso de pie y quedó parado dando la espalda al fuego, en la actitud de un hombre que confía completamente en lo que está escrito en el libro del destino.
Aquella escena de media noche, con todos sus románticos y extraños detalles, aquel episodio de lo pasado, cuando el fatigado caminante y su hija habían sido mis huéspedes por vez primera, y todos sus recuerdos acudieron a mi memoria la tarde fría y brillante en que descendí de un coche, al siguiente día de la investigación verificada en Manchester, delante de la gran mansión blanca de la plaza Grosvenor, y supe por Carter, el solemne sirviente, que la señorita Mabel estaba en casa.
Aquella espléndida morada, con sus exquisitas decoraciones, mobiliario verdaderamente de estilo Luis XIV, sus valiosas pinturas y magníficos ejemplares de esculturas del siglo diecisiete, morada de una persona para quien no significaban nada todo ese lujo y todo ese gasto, era seguramente un testimonio suficiente de que el pobre y mal traído vagabundo que había pronunciado esas misteriosas palabras en mi pequeño comedor cinco años antes, no había sido un charlatán o un necio fanfarrón.
El secreto encerrado dentro de esa sucia bolsita de gamuza, cualquiera que hubiese sido, le había producido más de un millón de libras esterlinas, y seguía siempre produciendo enormes sumas, hasta que la muerte había venido a poner fin repentinamente a su explotación. El misterio de todo aquello no tenía solución; el enigma era completo e indescifrable.
Estas y otras reflexiones cruzaron por mi mente al subir detrás del lacayo la ancha escalera de mármol y ser introducido en el gran salón oro y blanco, cuyas paredes estaban tapizadas por entrepaños de seda color rosa pálido, mientras sus cuatro grandes ventanas tenían vista sobre la plaza.
Todas esas pinturas inapreciables, esos hermosos muebles, gabinetes e incomparables bric-a-brac, habían sido comprados con el producto del misterioso secreto; de ese secreto que en el corto espacio de cinco años había transformado en millonario al vagabundo extenuado y sin hogar.
Contemplando distraídamente la melancólica plaza con sus árboles sin hojas, quedeme parado sin saber cómo haría para comunicar de la mejor manera posible la triste nueva de que era portador, cuando oí a mi espalda un suave «frou-frou» de una falda de seda, y, dándome vuelta prontamente, me encontré delante de la hija del muerto, cuyo aspecto era ahora, a la edad de veintitrés años, mucho más dulce, bello, gracioso y femenino, que cuando por vez primera nos habíamos conocido, tiempo ha, de una manera extraña y en medio de un camino.
Su negro traje, su figura temblorosa y sus pálidas mejillas, humedecidas por las lágrimas, me indicaron que esta joven, por quien tenía que velar, conocía ya la penosa y triste realidad. Se paró delante de mí, resaltando aún más su hermosa y trágica presencia, con su pequeña y blanca mano nerviosamente apoyada en el respaldo de una de las doradas sillas del salón, como buscando sostén en medio de su dolor.
—¡Lo sé!—exclamó con voz cortada, cosa desconocida en ella, y sus ojos fijos en mí.—Sé para qué ha venido a verme, señor Greenwood. Hace una hora que lo he sabido por el señor Leighton, que ha estado aquí. ¡Ah, mi pobre padre querido!—suspiró, y las palabras se anudaban en su garganta al correrle las lágrimas.—¿Para qué iría a Manchester? Sus enemigos han triunfado, como yo lo temía desde hace tiempo. Sin embargo, él no pensaba mal de nadie, ni creía en la perversidad de ningún hombre, pues tenía un corazón muy generoso. Siempre se negó a escuchar mis advertencias, y se reía de todas mis aprensiones. Pero ¡ay! la terrible realidad es ya un hecho. ¡Mi pobre padre!—tartamudeó, con su bello rostro blanco hasta los labios.—¡Está muerto... y su secreto ha desaparecido!