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Capítulo DosPrimera Dimensión de la Cruz:Eliminación de los Pecados

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Ya dije que las energías de la naturaleza de Dios son las que quiere impartir a sus criaturas. ¿Cómo puede lograr esto? Este será nuestro primer tema.

Aquellos que estudian la historia de la doctrina de la expiación de Cristo llegan a la conclusión de que ninguna perspectiva sola cubre todo el panorama. Sin embargo, ciertos puntos de vista se aproximan más al corazón de la verdad que otros. Por ejemplo, no es errado contemplar la muerte de Cristo como el ejemplo supremo de amor sacrificial; pero su muerte es más que eso. Si no lo vemos, ello explica la debilidad espiritual de muchos que sostienen el carácter ejemplar como la totalidad de la verdad acerca de la muerte de Cristo. Porque su muerte no es un mero despliegue de amor en acción, sino la eliminación de los pecados que forman una barrera frente al amor entre Dios y el hombre. Su muerte no es tan solo una exhibición sino una eliminación. De hecho, es más una eliminación que una exhibición, porque una cosa es mostrar a los pecadores lo que deben hacer, y definitivamente otra cosa hacerlo por ellos, cuando se encuentran incapacitados para hacerlo por su cuenta. No solo requerimos “fotos” (representaciones o imágenes) sino fuerzas; no solo diagramas sino dinamismo. Esto es lo que tenemos con la muerte de Cristo, que resulta efímera si no sirve para una eliminación objetiva, verdadera y acertada de nuestros pecados.

Observemos cómo este hecho queda claramente declarado en Isaías 53:6: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas.… Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. Pablo corrobora esto en Romanos 4:7-8 cuando cita del Salmo 32: “Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos [eliminados]. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado”. Y luego, en Romanos 4:25, dice: Jesús nuestro Señor “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación”. Pedro nos dice: “Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). No es posible evadir las palabras claras y repetidas de la Escritura: Cristo quitó nuestros pecados.

Juan 1:29 nos lleva un paso más adelante. Pregonó que el Cordero de Dios, sobre el cual nuestros pecados son cargados, nos los quita todos. ¿Cuestionamos esto? Deje que la Biblia resuelva nuestras dudas:

“Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados.” (Isaías 44:22)

“Echaste tras tus espaldas todos mis pecados.” (Isaías 38:17)

“El volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados.” (Miqueas 7:19)

“Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones.” (Salmo 103:12)

“Este es el pacto que haré con ellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré. …y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones.” (Hebreos 10:16-17)

Entonces Cristo toma nuestro lugar, lleva nuestros pecados, culpa, castigo y vergüenza “en su cuerpo sobre el madero”; y resucita en el tercer día sin nada de eso, de modo que queda eliminado para siempre. Todo pecado que hayamos cometido en nuestra vida pasada hasta el fin queda eliminado para siempre, y nunca jamás se levantará contra nosotros. Porque el Cristo sin mancha de pecado se hizo “criminal” ante Dios al tomar nuestro lugar. Cristo fue constituido por Dios como el recolector de nuestra “basura”, que lleva la inmundicia de nuestro pecado con sus propias manos puras. ¡Amor inefable en acción!

Sin embargo, quizá una objeción se pueda levantar contra la afirmación de que Dios puede perdonar pecados antes de que sean cometidos. Es así de sencillo: ninguna cuestión de castigo ni separación eterna de Dios puede levantarse contra un pecador perdonado en el estado de gracia.

Dos cosas deben ser distinguidas: el trato de Dios para con los pecadores, y para con los santos. Nuestra conversión da a entender que su perdón eliminó para siempre todos nuestros pecados. Aunque abarca mucho más que eso. El creyente también es declarado justo en Cristo, porque fue llevado a un nuevo nacimiento. Todavía no queda totalmente sin pecado, pero como Juan nos dice: la simiente de Dios permanece en él y no puede pecar (1 Juan 3:9). Ya que su mente y su albedrío se unen a Cristo, su actitud con respecto al pecado queda radicalmente alterada. La enemistad y la rebelión contra Dios fueron crucificadas, y el pecado ya no se manifiesta como la causa de soberbia voluntaria y placer perverso, sino como una causa de tristeza, vergüenza y repudio hacia sí mismo.

Entonces, la actitud de Dios con respecto a los pecados de sus santos hijos difiere de su reacción frente a los pecadores, aunque aborrece igualmente el pecado en ambos, ¡y más en los santos! Es más, la actitud de los santos con respecto a sus pecados difiere de la actitud del pecador a los suyos. No hay consecuencias penales cuando se peca después de la conversión, porque el hijo de Dios se encuentra dentro de la gracia (cf. Romanos 5:2), y aunque la disciplina puede ser aguda, el creyente sabe que queda libre de toda condenación (8:1). Si no podemos colocar esta grande roca de paz eterna en el fundamento de nuestra vida cristiana, ¿qué seguridad podemos tener en que permanecerá lo que edificamos sobre este fundamento?

Entonces, ¿los pecados de los santos no son graves? ¡Por supuesto que sí! Causan distanciamiento entre el Padre y sus hijos. Dios no los va a repudiar, por más graves que sean [la historia de Israel comprueba esto (cf. Óseas 11)]. No obstante, su presencia se retira de ellos. Aunque se mantiene firme sobre sus promesas de perdón, justificación y santificación, pero sin comunión activa con ellos. El Padre es nuestro Padre y, como hijos, seguimos siendo sus hijos, pero no habrá comunicación hasta que el pecado se confiese, hasta que no haya arrepentimiento, hasta que no se busque la purificación y la comunión. Esto se presenta plena y claramente en 1 Juan 1:6 y 2:2. Un estudio cuidadoso de este pasaje despeja toda confusión con respecto a los dos tipos de perdón: el que nos libra de la condenación eterna, y el que nos mantiene en comunión diaria con Él. Ambos los provee la muerte de Cristo, el Mediador y Salvador del pecador, y el Abogado del santo.

Los católicos romanos distinguen entre pecados mortales y pecados veniales, y podemos admitir esto si tenemos en claro lo que significa. Porque el verdadero hijo de Dios, no puede pecar de manera mortal, ya que todo el precio fue pagado por Cristo; pero aunque sea hijo, no podrá tener comunión bendita con el Padre hasta que se arrepienta de su estado de desobediencia. Gozamos de acceso continuo al Padre por medio de nuestro gran Sumo Sacerdote y Abogado, Cristo, que vive por siempre e intercede por nosotros (cf. Hebreos 7:25).

De esta manera, aprendemos a mantener “cuentas claras con Dios”. Esto es lo que Juan llama “andar en la luz” (1 Juan 1:7). Aquí se entiende que el santo sabe que es un santo, aunque propenso a caer. Aunque ello no quiere decir que alguien pueda ser hijo de Dios sin estar en comunión con Cristo. Es por nuestros frutos, no por nuestras raíces (las cuales no se ven), que podemos mostrar que somos hijos de Dios.

Hacia la madurez espiritual

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