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INTRODUCCIÓN

El propósito de esta introducción es comparar la situación social por la que atravesaba la sociedad chilena en la década del cuarenta, década en que escribió y predicó con celo y devoción el padre Alberto Hurtado Cruchaga la Doctrina Social de la Iglesia, con la situación correspondiente a la última década del siglo XX, para comprender así más cabalmente el contexto de su pensamiento y de sus expresiones en comparación con el contexto en que nos situamos nosotros en el presente y que determina nuestra comprensión de la situación social del país. Es un principio fundamental de la hermenéutica de los discursos diferenciar el texto de su contexto para comprender la intencionalidad de los significados que propone, sea que el contexto esté explícitamente incorporado en el texto, sea, como en nuestro caso, que contemos con información empírica adicional e independiente.

Evidentemente, el padre Hurtado no habla ni escribe en su época como un cientista social, sino como un hombre esencialmente apasionado por Cristo y por la encarnación de su vida en la vida de los hombres de su época. “¡Que Cristo sea chileno!”, dijo una vez, es decir, que asuma el rostro concreto y variado de los profesionales, de los jóvenes, de los religiosos, de los obreros, de los pobres, de los dirigentes y líderes nacionales. Quería llevar las ideas de la Doctrina Social a la acción, convertirla en obras, de modo tal de aliviar efectivamente las necesidades y el dolor de todos los más desfavorecidos y marginados. Por ello, su discurso buscaba despertar las conciencias, movilizar energías, infundir entusiasmo, “acelerar” la santificación de los jóvenes, siguiendo el consejo de León Bloy: “La única tristeza que puede tener un cristiano es la de no ser un santo”. Con todo, tenía los pies bien puestos en la tierra y una idea bastante realista de la evolución de los procesos sociales característicos de la década.

Nuestra atención al pensamiento del padre Hurtado tiene como referencia la carta que entregó a S.S. Pío XII, donde, en mérito de la brevedad y la tan alta investidura de su destinatario, resume lo esencial de su preocupación social frente a la realidad que estaba viviendo la sociedad chilena de su época. Le preocupaba que una vez zanjada la cuestión religiosa mediante la separación de la Iglesia y del Estado consagrada en la Constitución de 1925 y la aceptación consiguiente de un cierto grado de secularización del espacio público, la conciencia de los católicos no percibía con claridad que el nuevo y más importante desafío al cristianismo venía del escenario social, puesto que a través de él se hacía manifiesta la gran influencia del marxismo y, simultáneamente, la ausencia de los cristianos entre los obreros y los nuevos grupos urbanos. La dirigencia católica se había quedado anclada, en su percepción, en el horizonte rural, manteniendo en el campo una dominación casi “feudal”, como la denomina. Pero tanto o más grave que esta forma de gobierno de los asuntos agrícolas era para él la insensibilidad e indiferencia de los cristianos frente a la movilización social en los nacientes núcleos urbanos que acogían a los trabajadores inmigrantes por la reducción del trabajo minero, particularmente, de las salitreras. A diferencia de los agrícolas, estos trabajadores habían sido sindicalizados, sabían organizarse, tenían mayor experiencia en la lucha social y su orientación era más bien anarquista o marxista y, en todo caso, no cristiana. “El peligro más grave, según me parece –escribe a Su Santidad–, es que no parece que nos demos cuenta del peligro”.

El autor del presente libro, el profesor William Thayer, ha publicado ya una preciosa contribución a explicar la tan incomprendida labor del padre Hurtado por fomentar la libertad sindical en Chile, de la que fue un pionero, mediante la creación de la Acción Sindical Chilena (ASICH), y ahora concentra su atención en el análisis y comentario de las normas del Código del Trabajo, inspirado en las disposiciones de la Organización Internacional del Trabajo, que tanto deben a la Doctrina Social de la Iglesia y a la predicación y acción del padre Hurtado en nuestro país. El transcurso del tiempo permite tomar la distancia necesaria para considerar el proceso social en todo su despliegue y comprender que lo que entonces era un desafío emergente de integración de los nuevos grupos urbanos a condiciones de vida humanamente dignas y adecuadas al desarrollo personal y familiar en un contexto económico y social azotado por los efectos de la depresión de 1929 y la Segunda Guerra Mundial, es hoy un fenómeno más complejo y diversificado, con un impresionante mejoramiento de la infraestructura física y del capital social, que permite a la sociedad plantearse metas de desarrollo más ambiciosas y aspirar con realismo a la superación de la pobreza. Lo que entonces fueron semillas lanzadas por la prédica apasionada del amor a Cristo, que consumía al padre Hurtado, es ahora una sólida fuente de inspiración no solo para las múltiples obras de caridad sostenidas por la Iglesia, sino también para las políticas sociales perseguidas tanto por el Estado como por el sector privado, aunque no estén siempre conscientes de su fundamento.

Al comparar su época y la nuestra, el primer factor necesario de considerar es el cambio demográfico. Según el censo de 1940, Chile tenía una población de 5.023.539 habitantes, con una densidad de 7,5 habitantes por km2; en 1952, la población había subido a 5.932.995, con una densidad de 8,0 habitantes por km2. Esto representa una tasa anual de crecimiento de 1,5% en el período. Si consideramos el censo de 1992, la población aumentó a 13.148.401 habitantes, con una densidad de 17,6 habitantes por km2 y con una tasa anual de crecimiento de 1,6% durante la década. Los resultados preliminares del censo del 2002 arrojan una población de 15.050.341 habitantes, lo que representa una tasa anual de crecimiento de 1,2% durante el período intercensal. En términos absolutos, la población se ha triplicado. Sin embargo, la tasa de crecimiento anual de la población después de alcanzar su valor máximo en la década de los cincuenta, con 2,5%, comienza a decaer fuertemente hasta el 1,2% del censo de 2002.

Si se repara en la evolución de la densidad de habitantes por km2, se apreciará el fuerte ritmo de urbanización y de concentración de los asentamientos humanos. En 1940, el 53% de la población vivía en zonas urbanas, frente al 47% en zonas rurales. Para 1952 la proporción de la población urbana se elevaba al 60%, alcanzando el 83% en 1992 y el 86,7% en la información preliminar del censo del 2002. A ello hay que agregar que, según los datos del último censo, el 40,1% de la población vive en la Región Metropolitana. Si se le suman cuatro regiones más (V, VII, VIII y X), se obtiene una concentración del 75,7% del total de los habitantes del país. No le faltaba razón al padre Hurtado, en consecuencia, al apreciar con preocupación que la tradición rural del catolicismo y de los dirigentes conservadores disminuiría dramáticamente su base de sustentación social y que la Iglesia debía priorizar la acción pastoral, especialmente educativa, entre los nuevos grupos urbanos, para formar a sus dirigentes y darles un respaldo organizativo en las acciones desplegadas a favor de su mejor integración en la vida social de la ciudad y de una mayor justicia social.

El fenómeno resultó, sin embargo, mucho más complejo que lo que se podía prever en la década del cuarenta. En primer lugar, disminuye la mortalidad infantil de manera impresionante, muy por encima de lo obtenido por otros países de la región. Mientras en 1940 la tasa era de 217,2 por mil nacidos vivos, en 1950 alcanza a 153,2, para disminuir más aceleradamente en adelante, alcanzando en 1997 solo a 10,0 por mil nacidos vivos. En su carta al Papa, el padre Hurtado sostenía que 50% de los niños moriría antes de cumplir 9 años, haciendo referencia a un estudio del Ministerio de Salud Pública. Es cierto que en el primer cuarto del siglo XX la tasa de mortalidad era bastante elevada (30 defunciones por cada mil habitantes). Pero desde el quinquenio 1930-1935 empieza un descenso sostenido de los niveles de mortalidad general del país, disminuyendo a la mitad en la década del cincuenta y alcanzando a 5 defunciones por cada mil habitantes al finalizar el siglo. La información preliminar del último censo estima en 76,0 años la esperanza de vida al nacer alcanzada por el país, la que se compara muy favorablemente con la de otros países de la región y no a demasiada distancia de la de países desarrollados (78,2, Alemania; 78,7, Italia; 78,8, España).

Si a esta disminución de la mortalidad general y de la mortalidad infantil se le agrega la brusca caída en la tasa de natalidad desde 33,2 por mil en 1940 a 32,4 en 1950 y a 18,7 en 1997, se puede observar que Chile ha entrado ya en una fase avanzada del proceso de envejecimiento de su población. El Instituto Nacional de Estadísticas (INE) estimaba para el año 2000 un 29% de la población menor de 15 años y un 10% de mayores de 60 años, lo que da un índice de vejez cercano a 36 (número de adultos mayores por cien menores de 15 años). Ambos grupos etarios han pasado a ser los más desprotegidos frente a la pobreza. Los primeros, porque corresponden a los más vulnerables de cara a la adquisición de capital social y cultural, decidiéndose muy tempranamente las oportunidades futuras de empleo y productividad conforme a las oportunidades que tengan de integrarse a la red social y de obtener una educación de calidad. Los segundos, porque junto con disminuir sustancialmente sus ingresos después del retiro laboral ven incrementados de modo persistente los costos de sus programas de salud ante enfermedades que han llegado a ser denominadas catastróficas en la actualidad y que eran relativamente desconocidas cuando las personas tenían una mucho menor esperanza de vida al nacer. Siguiendo el espíritu del padre Hurtado, ambos grupos etarios han pasado a ser los “patroncitos” privilegiados del Hogar de Cristo que él fundara, aunque no se descuide tampoco la acción social sobre otros grupos de alto riesgo.

Un segundo factor necesario de considerar, además del cambio demográfico, es la evolución de la alfabetización y la escolaridad. Dice el padre Hurtado en su carta al Papa que el 28% de los adultos son analfabetos. Según las cifras censales, su cálculo quedó corto. En 1940 sólo el 58,3% de la población tenía alfabetización, cifra, sin embargo, que aumenta sostenidamente en las siguientes décadas, subiendo a 74,8% en 1952 y a 94,6% en 1992. El problema del analfabetismo es hoy marginal. Algo análogo puede sostenerse del esfuerzo realizado por el país en la educación formal, en sus distintos niveles, mejorando no solo la cobertura escolar entre la población, sino incrementando también el número de años lectivos. Decía el padre Hurtado en su carta que de 900.000 niños en edad escolar, 400.000 no asistirían a la escuela. Los alumnos matriculados en la educación regular en 1940 eran 743.125. Veinte años más tarde, en 1960, alcanzaban a 1.556.795, es decir, se habían duplicado, no obstante que la población en edad escolar había crecido solo en 46%. En 1997, los alumnos matriculados en la educación regular alcanzaban ya los 3.777.051.

Un índice bastante elocuente del esfuerzo educacional del país es el incremento de los alumnos inscritos en la educación superior, puesto que este nivel de enseñanza supone haber completado los precedentes. Mientras en 1940 alcanzaban la cifra de 6.402, en 1997 eran 380.603, es decir, se habían multiplicado por 60 mientras la población en edad escolar aumentaba en el período 2,3 veces. Este impresionante crecimiento no se ha dado de modo continuo en todas las décadas, sino que se acentúa fuertemente a partir de la reforma de la educación superior de comienzos de los ochenta y la consiguiente aparición de las universidades privadas. Con todo, en las décadas precedentes de los sesenta y los setenta hubo también incrementos significativos de estudiantes atendidos en las universidades. Además, habría que añadir que la educación superior se ha hecho cada vez más diversificada, cubriendo nuevas áreas del conocimiento y del desarrollo tecnológico y vinculando la docencia a la investigación, de modo que se han formado algunas pocas universidades a las que suele darse ahora el calificativo de “complejas” por su participación no solo en la difusión del saber, sino también en la creación del mismo, sea que ello ocurra a partir de su propia actividad o se deba a su vinculación internacional con centros avanzados de investigación.

Un tercer aspecto de la realidad social citado en la carta del padre Hurtado era la miserable situación de las viviendas, especialmente en los sectores populares. Refiriéndose a una reciente visita que había hecho el padre Lebret al país, señala que se encontró frecuentemente con habitaciones de 9 m2 en las que habitaban 8 personas en promedio y que también vio a 7 personas durmiendo en una misma cama. Ya nos referimos precedentemente al incremento de la densidad de la población en los medios urbanos como un fenómeno característico del siglo XX y que se acentúa después de la paralización de la industria salitrera. Las estadísticas del INE consignan que mientras la superficie destinada a vivienda, aprobada e iniciada, en 1940 alcanzaba a 432.000 m2, en 1950 se había elevado a 615.000 m2, en 1990 llegaba a 4.502.000 m2 y en 1998 a 7.866.000 m2. Es decir, el incremento de la construcción de viviendas en el período se multiplicó 18 veces.

Es difícil reconstruir con cifras la situación del tamaño de las viviendas en la época del padre Hurtado, puesto que los censos de entonces no incluían esta información. Habría que recordar, adicionalmente, que un verdadero hito en la historia de la construcción se produjo el 24 de enero de 1939 con el terremoto de Chillán, que, por su magnitud y devastación, llevó a la creación de diversas corporaciones públicas y municipales responsables del tema. Los terremotos posteriores han ido obligando a la sociedad a exigir progresivamente estándares de calidad más elevados. Desde que existen cifras censales para la vivienda, se puede señalar que aquellas de hasta 35 m2 aprobadas e iniciadas eran 3.947 en 1980, 12.772 en 1990 y 14.547 en 1998. Aquellas viviendas cuya superficie va de 36 a 70 m2 eran 23.393 en 1980, 50.852 en 1990 y 76.763 en 1998. Como se puede apreciar, la participación porcentual de uno y otro grupo de viviendas en el conjunto de ellas ha permanecido relativamente constante, lo que parece ser el resultado de una política de soluciones habitacionales diversificadas.

Para comprender mejor este punto conviene recordar que el padre Hurtado no alcanzó a conocer una política pública destinada a la construcción de viviendas sociales, con la sola excepción de la llamada Ley Pereira, orientada más bien a la clase media, promulgada en octubre de 1948 y cuya iniciativa fue de origen parlamentario. Recién en los gobiernos de Alessandri Rodríguez y Frei Montalva se inició una política pública sistemática, que continúa hasta hoy, para resolver el problema de la insuficiencia de viviendas en todos los sectores sociales, pero particularmente en los de menores ingresos. Los recursos empleados no han sido suficientes para acabar con el déficit y quedan aún amplios sectores sin solución habitacional. Pero no solo el sector público ha asumido esta responsabilidad, sino que también el sector privado se ha incorporado a ella, sea en vinculación con el Estado o en proyectos de propia iniciativa. El mismo Hogar de Cristo, siguiendo la herencia del padre Hurtado, se ha dado a la tarea de ofrecer soluciones habitacionales básicas, comprometiendo donaciones de particulares y un amplio trabajo de voluntariado. La exitosa campaña reciente Un Techo para Chile ha ofrecido soluciones inmediatas a muchas personas sin casa, pero ha ayudado también a despertar la conciencia de toda la población sobre la necesidad que tienen las familias chilenas de resolver esta carencia básica, sin la cual difícilmente pueden constituirse y vivir como familia.

Si se suman estos datos sociales a los económicos, se puede tener una comprensión más global del período vivido por el padre Hurtado y su comparación con el presente. Como ya se indicó, el período comprendido entre la depresión de 1929 y la Segunda Guerra Mundial puede considerarse el peor de la economía chilena durante el siglo XX. Dominique Hachette, citando un cuadro de Marfán, muestra la impresionante contracción de las exportaciones sufridas por el país en la década del treinta. Tomando el año 1928 como base 100, las exportaciones físicas cayeron a 31 en 1932 para recuperarse hacia fines de la década (102 en 1937 y 96 en 1938). No se produce, sin embargo, igual recuperación en los “términos de intercambio”. Sobre la misma base 100 en 1928 se reduce a 63 en 1932 y termina la década en 59 en 1938, es decir, casi en la mitad. Algo similar ocurre en el PIB por habitante. Cae 47% entre 1928 y 1932, y recupera el nivel de 1928 solo en 1945.

Señala Hachette que la reacción proteccionista de la mayor parte de los países frente a la depresión redujo las posibilidades de compensar la caída de los precios con un aumento del volumen importado. Se abandonan las políticas de libre comercio y se dificulta seriamente el comercio internacional. También en Chile, la única solución disponible fue la reducción drástica de las importaciones, lo que repercutió negativamente sobre el consumo, la producción, el empleo, aumentando dramáticamente el desempleo. El cierre de la economía durará por aproximadamente 40 años. “Los déficits fiscales resultantes –continúa el autor–, aún modestos, tenían que desembocar forzosamente en inflación, que de haber sido un fenómeno irregular en el pasado, pasa a ser una constante a partir de 1936, con tasas que fluctúan entre 2,2% y 30%, acelerándose después de la Segunda Guerra”.

Tal situación llevó a que se implantaran en las dos décadas siguientes, y no solo en Chile sino en toda América Latina, políticas caracterizadas por el intervencionismo del Estado, el proteccionismo frente a la influencia exterior, los controles de precios, de las tasas de interés, del tipo de cambio y de los salarios. Recién hacia finales de los setenta se dan las condiciones para una nueva apertura significativa de la economía chilena al comercio internacional con la consiguiente reactivación del sector exportador. Entre 1975 y 1981, el PIB crece a una tasa de 7,2 en el período (6 años), lo que significa un crecimiento de 5,4 del PIB per cápita. Después de una drástica caída en los dos años recesivos de 1981-1983, durante 15 años, entre 1983 y 1998, el crecimiento del PIB alcanza una tasa de 6,9 y de 5,2 en el PIB per cápita. En la década de los noventa se hace un gran esfuerzo por controlar la inflación, que pasa de 27,3 en 1990 a 4,7 en 1998, lo que combinado con el efecto del crecimiento sobre el empleo y los ingresos y el incremento del gasto social por parte del sector público, permite que el país logre reducir significativamente la pobreza.

Con todo, el problema de la pobreza no está resuelto. Particularmente, se observa que salir de la pobreza no es necesariamente un hecho irreversible para las personas. La estabilidad macroeconómica del país es el factor más seguro. Pero la precariedad del empleo, la necesidad de una innovación tecnológica constante exigida por la globalización en el contexto de una deficiente calidad de la educación y el deterioro de los vínculos familiares en muchos hogares, son algunos de los más importantes factores vinculados a este ir y venir a uno y otro lado del umbral de pobreza. El desempleo amenaza fuertemente a quienes tienen pocas posibilidades de capitalización de sus ingresos y se transforma en uno de los mayores peligros en la percepción del riesgo. La contracción resultante de la demanda agregada retroalimenta las perspectivas del desempleo, resultando difícil la ruptura de este círculo vicioso no obstante la rebaja del precio del dinero.

Pese a las dificultades de la actual coyuntura, el país que conoció el padre Hurtado y el actual, tanto desde el punto de vista económico como social, es muy distinto. Al menos, desde el punto de vista de las cifras estadísticas. ¿Y le importan a un santo las cifras? Ciertamente no, en el sentido de que cada ser humano es único e irrepetible, una criatura de Dios, llamado a la filiación adoptiva. No es un mero ejemplar de la especie, un caso de entre 15 millones de casos. Por eso el legado del padre Hurtado está hoy tan vigente como antaño. Pero al mismo tiempo habría que decir que a él le importaban también las cifras. Así lo muestra en su carta a Pío XII. Las cifras permiten comprender los órdenes de magnitud que asume la realidad social en los diferentes contextos históricos y, por lo mismo, el volumen del esfuerzo necesario de desplegar para obtener una convivencia más justa y más humana. De poco sirve mantener o mejorar los porcentajes cuando crece constantemente y en términos absolutos el denominador. Es lo que sucede en particular con la pobreza, que aunque disminuya en porcentaje, tal reducción no se refleja automáticamente en los números absolutos.

Este mismo razonamiento habría que aplicarlo también a una de las más profundas motivaciones con que el padre Hurtado escribe su carta al Papa: la situación de los católicos y la incredulidad de la población. Señala en dicha carta que “cruzando de un extremo a otro el país como asesor nacional de la juventud de la Acción Católica no he podido encontrar una sola parroquia en que 10% del total de la población vaya a la misa dominical, lo que significaría el 25% de quienes están obligados a hacerlo”. Si consideramos que según la encuesta nacional sobre la Iglesia realizada en el 2001 el 74,4% de la población se declara católica y que de entre ellos solo el 22,9% declara asistir a la misa dominical, las cifras porcentuales sobre la participación dominical que entrega el padre Hurtado no se alejan mucho de las actuales. Pero teniendo en cuenta el incremento demográfico, esta cifra representa un gran crecimiento en números absolutos. Sería difícil incluso encontrar el espacio físico suficiente para recibir una mucho mayor cantidad de feligreses, ya que hablamos de alrededor de 2.600.000 personas que dicen realizar esta práctica dominical. Con todo, en términos relativos, no parece que la inquietud del padre Hurtado haya encontrado una adecuada respuesta, más todavía si se compara la cifra de los practicantes católicos con el 55,6% de los evangélicos que declara asistir al servicio religioso una vez a la semana.

Si observamos, con datos de la misma encuesta, la distribución de los practicantes por estrato socioeconómico, encontramos que entre los católicos el 34,2% pertenece al nivel alto, el 21% al nivel medio y el 20,9% al nivel bajo, lo que pondera en conjunto el 22,9% antes señalado, mientras que entre los evangélicos el 66,9% pertenece al nivel alto, el 61,2% al nivel medio y el 51,3% al nivel bajo, ponderando en conjunto el 55,6% antes mencionado. En ambos casos, pero más acentuadamente entre los católicos, la debilidad del compromiso religioso es más aguda en el nivel de ingresos bajos. En el caso de los católicos, ella se extiende también al nivel medio. ¿No será entonces todavía válido que el mayor desafío de esta época se presenta al cristianismo desde la escena social, como sostenía el padre Hurtado?

Muy distinta es la distribución de los practicantes católicos y evangélicos por segmentos de edad. Mientras el cumplimiento del precepto dominical entre los católicos alcanza a 18,4% entre los jóvenes entre 18 y 24 años, baja a 13,6% entre 25 y 34 años, sube a 16,0% entre 25 y 44 años, pero recién se sitúa por encima del promedio a partir de los 45 años (27% entre 45 y 60 años; y 33,5% después de los 61 años). Es decir, es precisamente en los años más intensos de la vida laboral donde el compromiso es más bajo. Entre los evangélicos, en cambio, la distribución por edades es relativamente más homogénea: 46,6% entre los jóvenes de 18-24 años; 39,3% entre 25-34 años; 67,7% entre 35-44 años y 62,4% entre los mayores de 61 años. El valor más alto de la distribución se da entre 35 y 44 años, es decir, entre personas en plena actividad laboral. Si a ello agregamos que la práctica dominical de los católicos es más alta entre las mujeres (26,6%) que entre los hombres (18,8%), a diferencia de los evangélicos que también tienen en este caso cifras más homogéneas (57,6% entre las mujeres y 53,1% entre los hombres), se podría aventurar la hipótesis de que existe una seria deficiencia de la pastoral de la Iglesia para presentar el trabajo como un camino normal y ordinario de santificación de la vida diaria.

El padre Hurtado acentuó muchísimo la dimensión espiritual del trabajo, pero por la realidad social de la época vinculó el tema laboral con la lucha por la libertad sindical y el fortalecimiento de las asociaciones sindicales de inspiración católica. Es conocido que en la realidad social actual, en cambio, los sindicatos han disminuido grandemente su importancia social relativa y el número de sus afiliados. Pero ello no significa, evidentemente, que el trabajo humano haya pasado a un segundo plano. Muy por el contrario, la organización de la economía conforme a la capacidad de agregar valor a los productos y a la productividad ha hecho del trabajo humano un recurso verdaderamente estratégico, a condición de que no se entienda como pura “fuerza de trabajo”, sino que acentúe las virtudes intelectuales del mismo, como la creatividad, la capacidad de análisis del entorno, el adecuado manejo de la información, la atención a la oportunidad y a las circunstancias, a llegar a tiempo con la oferta de productos o la prestación de servicios para satisfacer las necesidades de las personas. Así lo ha destacado con profundidad el pontífice, Juan Pablo II, cuando señala que el trabajo humano es verdaderamente la “clave” de la cuestión social (Laborem exercens) y propone, en consecuencia, el “Evangelio del trabajo” para anunciar a los hombres la realización del plan de Dios por medio de la actividad laboral. Por los datos consignados pareciera que la Iglesia chilena está en deuda con el padre Hurtado y con las orientaciones del pontífice en el ámbito del trabajo.

Creo que el presente estudio del profesor William Thayer es un importante paso para comenzar a saldar esta deuda. Como pocos católicos en Chile, ha perseverado en mostrar, con el mismo espíritu del padre Hurtado, esa íntima conexión entre el trabajo y la Doctrina Social de la Iglesia. De su testimonio y perseverancia deberíamos estarle todos muy agradecidos. Suele ocurrir que cuando se logran amplios consensos sociales, como en el caso de las normas relativas a los derechos humanos o como en el caso de los acuerdos de la OIT en materia laboral, se olvida rápidamente el espíritu que les dio vida, degradándolas a su aspecto puramente regulativo y procedimental. Se hace necesario, entonces, que alguien vuelva a refrescar la memoria, a descubrir el espíritu detrás de la letra, a reconstituir la historia olvidada de las leyes y a sus protagonistas, a recuperar el sentido último del ordenamiento social.

Es lo que hace este libro y, por ello, es verdaderamente un justo homenaje a la memoria del padre Hurtado en el cincuentenario de su muerte.3 No se trata simplemente de que el texto se publique para esta ocasión. No es una feliz coincidencia externa. Muestra, por el contrario, ese vínculo interior que une la normativa laboral y la Doctrina Social de la Iglesia, por la que el padre Hurtado entregó su vida, con su predicación y su acción, movilizando las conciencias y el fervor apostólico de quienes lo escucharon y siguieron para dar testimonio de la dignidad de la persona humana, de la libertad que nace de la justicia, de la caridad como servicio a las personas en sus concretas necesidades y aspiraciones, descubriendo en ellas su clamor de eternidad.

PEDRO MORANDÉ COURT

Decano

Facultad de Ciencias Sociales (PUC)4

Texto, comentario y jurisprudencia del código del trabajo

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