Читать книгу Los pequeños macabros - Yesenia Cabrera - Страница 7
ОглавлениеCARNE DE COLORES
Para Oswaldo y Ángel
Aún vivíamos con mis padres. El terreno era un regalo de ellos para que pudiera «vivir una vida propia, en familia», como decía mamá. La casa estaría enfrente, sé que seguiría muy cerca de ellos, pero ya no sería lo mismo. A Rosi no le gustaba demasiado la idea, pero al menos era un avance.
Había sido la fiesta. No, no concretamente la fiesta, sino los asistentes. Y pronto vendría otra, una reunión atiborrada de prendas de colores y narices deformes, rojas y deformes. Tenía que olvidarlo ya. Había pasado demasiado tiempo. Ya estaba grandecito para andarme con cuentos y traumas de niño. Lo importante era que se acercaba el cumpleaños de mis sobrinos.
Me estaba desesperando esa mañana. Quería que llegara la grava, la arena, la piedra, las varillas; que vinieran los chalanes… y también mi padre. Siempre había soñado con que construyéramos mi propia casa. Mi sueño al fin se cumplía, él me explicaba cómo hacer la mezcla y me enseñaba a utilizar las herramientas de carpintería. Creo que papá tenía razón: siempre fui un bruto con la madera.
Cuando llegó, comenzamos a rascar. La tierra estaba dura, no podía enterrar bien la pala. Sentía como si estuviera golpeando piedra. Mi padre me pasó el pico, aún mirándome como si fuera un niño. Pensándolo bien, todavía lo era. Y no fue piedra lo que encontré, sino madera. ¿Madera, qué hace aquí?, ¿por qué era tan dura? Parecía una laja grande, o una caja. Al quitar la tierra, mi padre se dio cuenta de que no era una laja ni un tablón. Era simplemente una caja… o un ataúd, como uno de esos sarcófagos de las películas de terror de donde salen momias caminando lentamente. La rompí con el pico. Adentro había otra caja, una más pequeña.
Me rasgué la mezclilla al intentar sacarla. No entendía por qué la madera no estaba podrida, parecía haber pasado varios años enterrada. Tardé demasiado tiempo en extraer «el segundo ataúd». Cuando lo hice, mi padre ya se iba. Se había desesperado. Solo alcancé a escuchar: «Después de la fiesta le seguimos, ahorita estoy muy cansado. Mientras, puedes entretenerte con tu cajita, hijo».
Me sentí como un reverendo idiota. No quería que mi padre pensara que me lo estaba tomando a juego. Miré la caja con odio y después la pateé. Rodó por el suelo. Cuando se detuvo me di cuenta de que era un cofre. Tenía que ser una broma, una puta broma. Los ojos se me nublaron mientras volvía a escuchar los gritos de una docena de niños: «Ya llegaron los payasos, traen puestas sus narices rojas», «Ven a jugar con nosotros, ponte los trajes, ven a disfrazarte de colores, ponte los zapatos, donde tus uñas enterradas nunca volverán a lastimarte», «¡Ven, Orlando, quítate la nariz y usa la roja, la roja, la roja!».
Dentro del cofre había un traje mugroso, raído y descolorido, un maldito traje de payaso.
Mantuve los ojos cerrados. Los gritos se desvanecieron poco a poco. «¡Puta madre!», grité, mientras soltaba una patada contra el suelo. El dolor del pie me hizo sentir mejor. Estaba aquí, ahora, en una zanja, en mi terreno, en el terreno donde estaría mi casa. Me tranquilicé, tenía que hacerlo, el día siguiente sería difícil, la fiesta de los sobrinos se haría justo allí. «Si me apuro con la casita tal vez esta sea la última vez que ocupen el terreno para las fiestas», pensé mientras mi respiración se calmaba. Un cofre. La maldita caja era un cofre. Se parecía demasiado al que, muchos años atrás, habían dejado unos payasos. Y al día siguiente volverían a presentarse ellos. Tenía que ser una broma .
—Cariño, qué bueno que por fin entras, ¿estuvo buena la escavada, verdad? Tu papá me dijo que te la pasaste de vago rascando y jugando con una caja que encontraste. Ya veo que te manchaste todo de tierra, hasta la nariz traes sucia, pareces payasito —dijo Rosi mientras soltaba unas risitas.
—No soy un... bueno, mejor dime si llamaron los ingenieros.
—Mañana vienen, mi amor. Por favor, levántate temprano para que te vean en la obra y cuando se vayan nos vamos a la fiesta de los pequeños.
—No hay de otra —respondí.
Mi esposa me miró extrañada, más cuando le pedí que no dejara salir a nuestro hijo. Tenía miedo de que cruzara la calle y se fuera a jugar al terreno donde estaría nuestra casa.
Esa noche no pude dormir. Sentía la proximidad de algo extraño, y esa sensación me incomodaba. No quería contagiar a mi esposa con mis temores. Tampoco que le parecieran ridículos, que me viera como un niño asustado. No le había contado nada de la caja.
Mi mujer descansaba sin abrir la boca, con la respiración tranquila y una expresión serena. Sentí envidia. Ella no tenía traumas, o tal vez los había superado. Es en esas noches cuando me acerco a su cuello y respiro hondo hasta saborear su aroma. Ella, tranquila y ligera; ¿yo?, un manojo de nervios. Tal vez hacía bien al estar nervioso.
El ingeniero vino al otro día. Era un buen amigo de mi papá, y había trabajado durante mucho tiempo como albañil. Despreciaba a los arquitectos. Yo no, pero no tenía para pagar uno. Le dije de la tierra, del nivelado y de lo que había encontrado bajo el suelo. Por supuesto, nada de eso importó. Tomó medidas y se fue.
Me sentí tranquilo mientras él estuvo trabajando conmigo. No quería pensar en nada. No dejaba de sentirme nervioso.
No me gustan las fiestas infantiles. Puedo tolerar el grito de los niños, que mi hijo se embarre de pastel, que tengamos que cambiarlo o ver a primos o tíos que no soporto. Puedo con todo eso, pero no con los bufones. Siempre me pongo muy tenso cuando llegan gritando y aplaudiendo. Me siento bien cuando un niño se pone a llorar. Lo comprendía muy bien. Él tenía razón. Asustarse con los payasos es normal, es la única maldita respuesta que provocan.
Rara vez hablaba de mis miedos, así que cuando me avisaron que me tocaba ir por los payasos no dije nada. Le contesté a Rosi que no tardaba, que iba por ellos. Comenzó a gritarme porque era un irresponsable, porque dejaba las cosas para final. Pero no podía ser de otra manera, tenía que dejar la contratación de los payasos al último, era la única manera de lidiar con mis miedos.
No me sentía de humor, no quería visitar a ningún grupillo de payasos. Yo... yo podría hacerlo. Así no me darían miedo, no me pondría tenso ni tendría por qué fingir. Claro, «el sueño más hermoso de mi vida», ser uno de aquellos seres coloridos. Ponerme un traje que huela bien, no como el de los payasos gordos y sucios de los pueblos. Claro que olería bien …
Sabía lo que haría. No me agradaba del todo la idea, pero era algo que podía hacer, además, me serviría para enfrentarme a mis propios traumas: me vestiría con el traje de payaso. Había dejado el cofre en el terreno, cerca de una caseta donde guardábamos algunas herramientas. Aquí estás, saco inmundo. Qué asco de tela, parece un zacate con el que lavarme la piel por dentro y por fuera hasta dejarla limpia, muy limpita mi piel, sin mugre, ni espinillas, ni pus, ni sangre, ni costras. Espinas para agarrarse muy bien, para no deslizarse, para ser piel.
Sentí que el traje me escocía, pero no importaba. Dentro de la caja también estaba una nariz roja y una peluca. Maldita nariz, si hubiera sabido. Me la puse, al igual que la peluca, y me fui directito a la casa de Fabiola.
Mi prima me vio y se acercó para decirme: «¡Qué chingón eres, Orlando! ¡Mira que vestirte de payaso… te ves como un profesional, qué regalo para tus sobrinos!». Después me dejó para acomodar los manteles de las mesas. ¿Maquillaje?, pensé, ¿maquillaje?, no recordaba haberme puesto maquillaje, pero…
—¿Orlando, eres tú? —preguntó Rosi mientras examinaba mi figura. En su mirada percibí algo muy cercano al miedo, al asco. Pero no dijo mucho—. Pensé que contratarías a unos payasos, no que tú te vestirías como uno.
Mugroso, apestas y apestas a carne echada a perder. Vengo a decirles a todos ustedes, amiguitos y amiguitas, que se van a ir al infierno conmigo, que se van a comer cada uno de los pedacitos de este traje, porque van a engordar, y después…
—¿De dónde sacaste el traje? —preguntó de nuevo Rosi.
No le respondí, tan solo le aseguré que el traje olía un poco mal, demasiado mal, a carne muerta, nauseabunda, putrefacta carne. Me puse algo de perfume o desodorante, no lo sé, algo que ocultara, aunque fuera a medias, el hedor.
—¡Eh!, ¡ha llegado el payasito! —grité hacia los niños.
Me sentía ya uno de aquellos seres coloridos. Me gustó la sensación, cómo se escuchaba mi voz deformada por la máscara y el maquillaje, pero esto no es maquillaje. Esta vez mi rostro no estaba marcado por la tensión; al contrario, sonreía.
—¡Hola niñitos bonitos y sabrosos!, ¡he venido por ustedes para llevármelos conmigo adonde las sonrisas siempre reinan… digo, he venido a divertirlos!
Claro que los llevaré adonde me llevaron ellos. Que vean nuestras huesudas manos, nuestros pies largos y deformes, la nariz gigantesca y el cabello medusino… claro que será el lugar más divertido de todos. Ahí jugaremos, comeremos y dormiremos y volveremos a comer. Me asusté de mí mismo; no estaba seguro de mis palabras, de cuáles había pronunciado en voz alta y cuáles solo eran pensamientos. No quería continuar pero tenía que hacer la función. Y, como si me dejara caer en un precipicio hondo, muy hondo, llamé a los niños de la fiesta y seguí con mi show.
—Te felicito, mi amor, lo lograste, esos niños se rieron como poseídos; ven cariño, quiero besarte, mereces una recompensa, quítate el traje —dijo mi esposa, a quien apenas reconocía por el cansancio.
—Lo siento, estoy agotado, hoy no, mañana viene el ingeniero y tengo que seguir con la casa. Ahorita me quito el traje y en un momento te alcanzo —le dije.
La casa estaba muy tranquila. Mis padres se fueron a dormir de inmediato, así que estaba solo en la oscuridad. No quería prender luz alguna. Me senté en un sillón de la sala. Quise encender la televisión, prepararme un café, tomar una cerveza, fumar un rato. No hice nada, estuve sentado mirando la pantalla negra. Después caí dormido.
Cuando desperté, apenas amanecía. Me dolía la cabeza, como si me hubieran plantado un árbol y sus raíces escarbaran en mi cerebro. Al masajear mis sienes descubrí que llevaba puesta la peluca.
No pude quitármela. No recuerdo que tuviera pegamento, tan solo un resorte algo flojo. Aun así, ¡la maldita peluca no salía! ¿Cómo me iba a arrancar aquello del cuerpo? Y el traje, lo sentía pegado a la piel. La sensación era extraña, me gustaba, me hacía cosquillas y a la vez me provocaba dolor. El traje estaba manchado con sangre seca. ¡Carajo, carajo, carajo! Estaba vestido como uno de esos seres de colores. Entonces comencé a gritar mientras forcejeaba con el traje.
Rosi entró a la sala, me miró como si fuera una madre reprendiendo a su hijo. Me ordenó que me quitara ese «maldito traje apestoso», que no me asustara, que no me pusiera nervioso, que era un traje y ya. Cuando la miré, algo hizo que su sonrisa condescendiente se apagara.
—¿Te la pegaste? ¿Qué chingados te pasa? Aunque sea quítate la nariz —dijo con fastidio al no poderme desprender ni una hebra de la peluca.
—No puedo, ni la nariz ni el cabello. ¡El maldito traje no se mueve!, quizá sudé y esta cosa se encogió y se me pegó, encarnó, querido, a la piel. La nariz también se me pegó con el sudor.
—Traeré unas tijeras para quitarte esa cosa roja de la cara.
—¡Aaaaah! ¿Qué haces? ¡Me arrancas la nariz! —le grité desesperado— ¡Ayúdame! Jala la peluca, ¡despégala! ¡Ah, me arrancas la piel! ¿Qué carajo tenía la nariz?, ¿Kola loca? Me arderá todo el día. Mi nariz, mi nariz ¿Quién tiene tu nariz, niño?, ¿quién la tiene? ¡RECÓGELA DEL SUELO!
Mi esposa soltó un grito agudo y largo. Después me miró como si estuviera maldito y me preguntó con palabras entrecortadas por el traje, quería saber dónde lo había comprado. Al decírselo, hizo una mueca de asco y terror. Tanto que sentí pena por mí mismo, por haber descubierto mis miedos más ocultos, por sentirme terriblemente sucio, contaminado. Me tocaba la nariz con la ligera sospecha de que algo se movía dentro de mí.
—No lo compré, lo encontré ayer en un cofrecito, esa caja que saqué ayer de nuestro terreno. Esta cosa debe de tener años y por eso se me encogió. Es como látex, o piel vieja. Sí, muchachito, una piel tan vieja que no podrías adivinar cuántos años lleva aquí enterrada, esperando.
Mi esposa se quedó callada. No sabía qué más decir. Parecía completamente aterrorizada. Aun así, trató de recomponerse.
—¡Cariño!, no puedes salir así e irte como si nada a trabajar en la casa, le diré a tu padre que te sentiste mal y estás en cama, parece que nos llevaremos todo el día quitándote eso.
Comienza el hambre. Comienza el ansia, la desesperación de hacer algo ahora que tengo este traje ajustado. Intento salir de la casa para tomar aire. Mi hijo ya se ha levantado y dice, adormilado, «Aquí está todavía el payasito, mamá».
Deseo comer algo tierno, muy tierno, algo que mis afilados dientes puedan deformar fácilmente por la presión, que sea fácil de partir, masticar, deseo esa carne tierna…tierna como un niño. La mirada de Rosi es turbia, la voz que trata de salir es apenas un gorgoteo. Mi hijo me mira sin comprender, creo que no tiene miedo. Yo sí lo tengo, pues lo olfateo y me gusta eso que huelo, me abre el apetito.