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I CUANDO EL ALMA NO QUIERE MARCHARSE
ОглавлениеVerano del año del Señor de 1515.
En el instante exacto en que el sol se pone detrás del horizonte y el silencio viaja prendido al mascarón de proa de la nao real que me trasplanta, he decidido comenzar a escribir estas memorias. Presencias que irán grabadas con tinta de violetas, sobre un papel que diga que yo he sido en el mundo...
Tal vez mi decisión sea un buen motivo para dejar en ellas, como en un inventario, guardadas cual reliquias aquellas vivencias que han encendido mi alma por la intensidad de lo vivido y que, últimamente, han cambiado el rumbo de mis días.
El barco avanza sigiloso atravesando el caudaloso Mosa con destino al estuario del mar del Norte. Lejos, por esa línea imaginaria que divide los cielos de las aguas, gotean los últimos reflejos de este atardecer, como si fueran hilos de ámbar desprendiendo luz. Detrás, por el río, silenciosa, me escolta orgullosa la flota danesa. Sus emblemas y gallardetes brillan y se agitan con cierto alborozo. Desde el fondo de la campiña retornan los pastores y rebaños. El duro golpe de los cencerros se acopla con el alegre repicar de las campanas, que desde las espadañas van anunciando nuestro paso y sobre las costas apacibles y serenas de Flandes, la gente se sorprende y nos saluda.
Nadie sabe que dentro va una prisionera.
Sí, una prisionera despojada de todo, si por todo se concluye la vida misma. Porque aún, siendo muy alto mi sitial y mi estirpe, la pena que llevo guardada es demasiado grande para mis aún no cumplidos catorce años y excesivamente pequeña mi esperanza, de vivir feliz el tiempo venidero. Quisiera volver a mi niñez temprana y quedarme allí, acurrucada… Que el tiempo se detenga… y retornar al regazo de mi aya…
Aún resuena en mi pecho el crudo golpe del desamparo, causado por la noticia de haber sido «la elegida». Con esas palabras daba comienzo la comunicación sobre mis esponsales, escasamente debatidos. Al borde de mis fuerzas, pero sin perder las esperanzas de que Dios Todopoderoso no me habrá de negar su ayuda, mantengo la convicción de que saldré victoriosa. Así se lo hice saber a mi abuelo Maximiliano I, el emperador, cuando me llamó para anunciármelo y explicarme con su natural magnanimidad las conveniencias de mis esponsales con el rey danés Cristian II. Con una bondadosa sonrisa, como para transmitirme confianza, me animó a prepararme para el momento más importante de mi vida, en el que habré de convertirme en reina de aquel país. Él es quien ha decidido abrir este camino hacia Escandinavia, tentado por el ofrecimiento de la Corona danesa. Sin embargo, al hacerlo, siento que ha cerrado de golpe todas las puertas de mi alma. Al despedirnos aquel día, me incliné tres veces graciosamente ante su dignidad a modo de agradecimiento, a pesar de que la decepción sufrida fue terrible.
Trece meses después de aquel desapacible momento, en la primera tarde soleada después de una semana de lluvias intermitentes, las diligencias sobre mi boda se han iniciado. No se me oculta que no podré volver atrás. El arzobispo danés a cargo de esta misión ha recibido la orden real de informarme puntualmente sobre ellas. No sé lo que mi abuelo, el emperador, entenderá por ello, imagino que hacerme conocer una realidad que desconozco, pero deseo con todo mi ser que la apariencia esplendorosa del trayecto que ahora recorro no termine haciéndome sentir bajo la piel el peso irremediable de este destino que ha estado escrito por siempre en las estrellas.
Sumergida en la penumbra del salón principal de la nao y arropada por las maravillosas añoranzas de mi Flandes, voy en busca de mi nuevo destino. Veloces, como los rayos de sol cuando iluminan por la abierta ranura de las nubes, me invaden los recuerdos…, recuerdos que vienen conmigo buscando alumbrarme el camino que ya he transitado y que me permitirán, de ahora en adelante, abrirme paso hacia un futuro desconocido y desconcertante…
Desde pequeños, a mis hermanos y a mí, nos han ido grabando en nuestras mentes —cual un orfebre cincela su joya más preciada— el lema de la Casa de Habsburgo a la que pertenecemos: «Todos somos uno y una misma cosa», compartiendo los ideales supremos del imperio.
A pesar de la nostalgia, comprendo lo que de mí se espera. Desde mi nacimiento he sido preparada para aceptar mi destino sin titubeos y, cual un martirio que debe llevarse a cabo, estar dispuesta a entregar mi vida sin retaceos, para la gloria del Reino y la Corona a los que pertenezco. Con el mismo sufrimiento con que comprendo esos esmeros, descubro por qué mi abuelo nunca manifestó su intención de preguntarme. Lo he anhelado, mas la tradición de la Corona no necesita de nuestros consentimientos. En nuestra condición de princesas, prevalece la importancia de callar —signo de prudencia y de dominio— y mucho más si se calla lo que atañe sobre una misma. Inútil sería agotar mi resistencia en pos de torcer este destino ya marcado. Nunca cometí nada que fuera contrario a los propósitos de nuestros mayores y sé que los esponsales manifiestan un estilo efectivo, para expandir las influencias de un reino sobre otro, en cuyos pedestales se entrelazan tratados de paz y entendimiento.
El imperio se propuso que mis hermanas y yo fuéramos reinas de algún trono extranjero a través de matrimonios políticamente ventajosos. Por eso no se planteó jamás rechazar la petición que le llegó desde Escandinavia. Los primeros pasos fueron dados por la Corona danesa. Dos misiones a Flandes se dedicaron en pos de mis esponsales, una para pedir mi mano, la otra para llevarme. La alianza acordada se consignó en un acta y el libro fue guardado bajo doble llave. Se prohibió claramente volver a consultarlo… Creo que es tan fuerte el rigor de una boda concertada como lo es un asunto de guerra declarada. ¿Quién podrá negarme que soy la prisionera de tal rigor?
Encima de la nao se acumulan las nubes de tormenta y un viento recurrente nos empuja hacia el Este. Mis doncellas aguardan el desembarco en Dinamarca con ansiosa curiosidad y, cuando no las necesito, pasean por la cubierta a pesar de que el viento les agita las faldas y les arranca las tocas. Sin embargo, están pendientes de mí y constantemente llegan presurosas a mi vera para saber si se me ofrece algo. Intentan reconfortarme, aunque no saben cómo. Es que no hay nada que pueda calmar mi dolor. Solo regresar a Malinas sería para mí el mágico remedio. Una de ellas ha traído una manta para cubrir mis piernas. Me da igual… el dolor que llevo en el centro de mi pecho no lo calmará la tibieza del abrigo… Para el dolor del alma, solo el abrigo de los afectos basta…
Mirando desoladamente a mi alrededor, descubro con crudeza que en toda aceptación se esconde el firme propósito de eliminar toda oposición, en caso de que la hubiese. Y, aunque no sea yo quien reciba las esperadas mercedes de esta boda, será el talante de mi abuelo el que sabrá cosecharlas y el que responderá por el bien del imperio en adelante.
La dimensión de una alianza siempre es secreta. Mucho más cuando a ella se ligan por matrimonio los intereses de dos coronas. Jamás sabré qué acuerdos se han tejido, cuánto dinero se ha consentido entregar a los daneses, cuántas intenciones se habrán contemplado con firmeza, cuántos pactos de paz o neutralidad habrán sido considerados. Solo sé que al embarcarme perdí mi niñez y mis hermanos, los juegos compartidos, mis ansias de seguir perteneciendo y la franca ternura de un abrazo. Mi tía Margarita poseyó siempre la enorme habilidad de recomendarnos mirar solo lo importante, y mis hermanos y yo hemos crecido al abrigo de sus cuidados, en el convencimiento de que en nuestras vidas nunca nos faltaría su cariño. Pero en cambio me enfrentaron a mi primera navegación lejos de Flandes, escoltada por un cortejo danés y solo algunas damas de compañía flamencas que el rey ha permitido que me acompañen. Nadie de mi propia sangre. Debo llegar a Dinamarca a desposarme con un rey desconocido, veinte años mayor que yo y reinar junto a él en un país del cual ni siquiera comprendo su idioma. Yo soy la causa y objeto de este viaje…
Recuerdo que al serme anunciado mi compromiso matrimonial busqué con urgencias en un viejo mapa el significado oculto de ese tratado. Mis ojos recorrieron con ansiedad el minucioso trazado cartográfico observando los confines lejanos de aquel reino que se ensanchaba entre mares dispersos y descubrí que Dinamarca tiene solo una frontera por tierra y esa es al Sur, con el Sacro Imperio Romano Germánico a través de Alemania. Observé que al norte limita con Suecia y Noruega, pero está separada de ellas por las inmensas corrientes de agua del mar Báltico —poblado de ámbar— que se une con el mar del Norte por diversos estrechos profundos y azules. Estrechos cuyas denominaciones me costaba recordar y que debía repetir una y mil veces para memorizarlas, pues tía Margarita no se cansaba de decirme que una buena reina debe conocer su reino como las palmas de sus manos...
A mi memoria llegan hoy aquellas tardes en que me quedaba de pie frente a mis tutores y a la carta, aprendiendo a pronunciar aquellos nombres daneses, impronunciables. Entonces, aun a costa de mi agobiado empeño, cerraba los ojos y los repetía en voz alta una y otra vez, hasta el cansancio, para no olvidarlos, siguiendo ordenadamente la geografía del reino. A veces apelaba a Leonor que, sentada frente a mí, controlaba mi exposición con la exactitud extrema de la cartografía… «El estrecho de Oresund al sudeste, separa la isla danesa de Selandia de la península de Escandinavia; el Grand Belt al centro, separa la isla de Fionia de la de Selandia y el Pequeño Belt al suroeste, separa la isla de Fionia de la península de Jutlandia… El estrecho de Kattegat enlaza al mar del Norte con el Báltico, separando a Jutlandia de la costa oeste de Suecia y el estrecho de Skagerrak separa a dicha península del sur de Noruega…»
Anclada en aquel estado de confusión y de cansancio, coronado de tristeza interminable, una de aquellas tardes pregunté a Leonor.
—¿Por qué el imperio no me separa a mí del rey Cristian de Dinamarca, como el Oresund separa Selandia de la península de Escandinavia?
Leonor esbozó una sonrisa melancólica y me abrazó.
—Cuánto lo desearía, querida Isabel. Pero creo que la geografía es mucho más sencilla que las alianzas entre dos reinos. Ya es demasiado tarde, porque vos sois el precio de esta alianza y ya han sido firmadas las actas de ese acuerdo.
—Pero —lancé una pregunta desesperada, como si aquel interrogante tuviera el poder de interrumpir mi viaje— ¿por qué soy yo la moneda de cambio del imperio?
—Razones políticas hay muchas y también de estrategia entre los reinos.
—Siempre las hubo, pero ¿no podría el imperio haber esperado? ¿Qué razones lo apremian para enviarme con mis escasos años? ¿Tanto le alegra que yo me marche lejos?
—El rey Cristian necesita continuar su estirpe y mucho se ha temido que si no os envían prontamente, otra joven ocupará vuestro lugar.
Súbitamente comprendí que no había ninguna posibilidad de escapar al compromiso y mi resistencia cedió ante lo inevitable. Aunque me sentía perdida en medio de tan altas órdenes imperiales, estas eran imposibles de desobedecer. Cuando miré a Leonor me di cuenta de que continuaba siendo yo la niña temerosa y resignada que siempre había sido ante las situaciones de la vida. Pero al escuchar sus palabras comencé a temblar de aprensión como una hoja. Me imaginaba cruzando oscuros mares, islas desconocidas y profundos estrechos para llegar a ser abrazada sin mi asentimiento y sin mi beneplácito por un rey al que mis ojos jamás habían visto y al que tendría que llamar «mi esposo» apenas poner mis pies sobre la tierra de Dinamarca. Leonor advirtiendo mi desesperación me consoló…
Yo sequé mis lágrimas y volví a mirar aquel mapa con detenimiento. Su trazado parecía un gigantesco tablero del juego de la oca —aquel que jugábamos con mis hermanos en las noches de inviernos en Malinas— y me pareció la guía de un camino que habría de llevarme hacia esos confines desconocidos y que no estaba en mí la capacidad de descifrar los enigmas de su significado.
Sé que lo que más ambiciona mi abuelo es que nuestra divisa flamee gloriosa hasta el límite de sus influencias, más allá del Báltico y del mar del Norte. Y es por eso que la concertación de mi boda, este viaje y mi ineludible permanencia en ese reino son intereses esenciales de un imperio ante los cuales no ha dudado en ofrendarme, como a un cordero ante el altar del sacrificio… Sin embargo, un gran interrogante se abre ante mis cavilaciones: ¿me amará mi rey al conocerme o solo amará lo que mi nombre representa?
Mi herencia dinástica es muy apetecida. Mis cuatro abuelos han sido reyes de sus propios dominios: mi abuelo paterno, Maximiliano I de Austria y Flandes es, además, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico; su difunta esposa —mi abuela paterna— María de Borgoña, fue la heredera de aquel Gran Ducado. Mis abuelos maternos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los Reyes Católicos, unieron sus coronas al desposarse en 1469, y, en 1492, perseverantes en la ampliación de sus dominios, reconquistaron Andalucía el mismo año que un navegante genovés llamado Cristóbal Colón —buscando por Occidente una ruta alternativa hacia el Oriente— descubrió para sus coronas un nuevo mundo, de tal grandiosidad que no se conocen sus confines.
Absorta ante mis preocupaciones y mirando inmutable el paso de las nubes, asisto a la infinita sucesión de las horas. En mi entorno hay un profundo silencio y nadie es capaz de insinuarme cuál será mi destino. Dejar Flandes significó para mí sentir en el pecho esta agonía. Es como ir desfalleciendo lentamente, de un modo insoportable y opresivo… Siento que mi cuerpo se despega hasta de los límites geográficos que me han contenido hasta hoy y camino a tientas hacia una tierra desconocida descubriendo otro horizonte.
Al despedirme de los míos en el muelle, sentí que lo perdía todo. Mi infancia compartida junto a mis hermanos, mis muñecas, las risas y los libros, las horas de estudios, los secretos, los recreos, los paseos por la nieve en los trineos, las fogatas de San Juan en los jardines, los bailes de disfraces en los palacios, nuestras clases de música y pintura y mis enormes deseos de seguir perteneciendo a la Corte borgoñona de Malinas. Corte donde una legión de artistas maravillosos, hombres de ingenio cuya piedad ha influido en nuestros corazones frecuentan a diario, al igual que los músicos y los escultores.
Los recuerdos afables no me dejan en paz y, como queriéndose perpetuar dentro de mí, me persiguen y me asedian porque ya no volveré a revivirlos. Una fecha, un aroma, un color, una joya, un vestido, todo me rememora lo perdido. Hoy se cumplen seis meses y veinte días, en que aquel 5 de enero de 1515 mi hermano Carlos fue proclamado mayor de edad y duque de Borgoña, en la Sala de los Estados del Palacio Ducal de Bruselas. Fue una ceremonia suntuosa y solemne —la última a la que yo pude asistir y adonde concurrió toda la familia— pero, sobre todo, emotiva y conmovedora por la gran importancia que aquel acto revestía. ¿Qué haré con los recuerdos? ¿Ordenarlos? ¿Amarrarlos? ¿Perseguirlos? ¿O será tal vez mejor que los olvide? Sé que eso es imposible, porque la realidad en la que vivo me lleva a recordar constantemente quién soy y hacia dónde voy, cuál es mi misión en esta tierra… Creo que lo único que puedo hacer es aplazarlos… ellos vendrán conmigo de todos modos y tarde o temprano serán mi fortaleza.
De ahora en adelante, deberé enfrentar sin mis afectos esta travesía, para llegar a mi destino a abrazar a ese rey que me han dado por esposo. Entregarme a él sin condiciones. ¿Comprendéis el miedo que me aguarda y el decaimiento que agota mi esperanza, al saber que enfrento a diario decisiones que me son desconocidas? Siento que naufrago… como si un verdadero desprendimiento dentro de mí me arrancara por la fuerza y me arrastrara hacia el fondo, sin poder regresar aunque lo quiera.
Es difícil explicar esta contradicción que me atenaza, pese a las apariencias de contar con un futuro esplendoroso… Pero me he propuesto no dejarme abatir y ser feliz. Tal vez esa sea mi necesidad primera. Dicen que la felicidad reside dentro del propio corazón, por eso me esfuerzo constantemente en imaginar que mi futuro se iluminará, que ninguna senda será más fácil de seguir que la que me lleva a él, que nunca una carga será más ligera de trajinar y que jamás una sombra oscurecerá mi corazón, porque he decidido tener esperanzas y comenzar a ser feliz… a pesar de todo... Tal vez el esposo que me han elegido llegue a amarme... confío en que la vida habrá de regalarme el amor y la dicha… en que llegarán los hijos que alegrarán mis días con su inocencia pura… Como una grata lluvia de verano que limpia y que refresca, así, deseo que llegue la felicidad a mi vida...
Las nubes de tormenta se van desvaneciendo gradualmente pero la oscuridad y la frescura del crepúsculo se acrecientan. Agradezco interiormente a la doncella que me trajo la manta. Esta noche no quiero hablar con nadie, a pesar de que mis damas y Catalina de Hermellén me acompañan en silencio. Algunas leen la Biblia, otras bordan, mientras yo escribo hoja tras hoja el relato de estas vivencias…
Inmersa en los recuerdos, quiero confesar aquí y ahora que, por seguir al lado de los míos, lo hubiera dado todo. Y todo es mi vida… que es lo único que tengo. Pero he debido partir, últimamente, sin mirar hacia atrás, para echar a andar a mi destino.
—¿Por qué? —recuerdo que preguntaba una y mil veces con añoranzas—. ¿Por qué debo ser yo la que se marcha?
—Porque el imperio así lo ha decidido, para gloria de nuestra casa —me respondía con nostalgias tía Margarita.
—¿Gloria, decís? Para mí este verano se ha convertido en un perpetuo y sombrío infierno, porque se han agotado los días de compartir con vosotros mi camino. ¿Deberé marcharme sin más a ese destierro?
—No es un destierro —me consoló— es un reinado, del cual seréis su máxima exponente. Seréis su reina.
—Para mí seguirá siendo como marchar al ostracismo. Yo no elegí este destino, tampoco lo deseo. Cuanto más, si por él pierdo la preciosa libertad de seguir perteneciendo a esta casa.
El silencio fue la confirmación a mis preguntas y resultó más duro que dar respuesta a mis afirmaciones… Tuve ganas de gritar que las bodas concertadas entre dos reinos no son sino justificaciones aleatorias para aumentar el poderío de los tronos o reponer sus quebrantados patrimonios con las dotes que ingresan a sus arcas. Que, tristemente, ese es su objetivo y no otro. Que de nada sirve al corazón contrito escuchar un «Sí, quiero» pronunciado bajo la presión de los tratados; y que las leyes no vislumbran que los pactos también pueden romperse en su esencia íntima, aunque todo se cumpla estrictamente en sus formalidades. Que no se trata de descubrir si el amor surge al conocerse los esposos, sino de la obligación de ceder, para beneficio absoluto de los reinos...
Mis cuestionamientos traspasaron las paredes del palacio de Malinas y llegaron a oídos de mi abuelo, el emperador, que se sorprendió, habituado a mi docilidad y a mi obediencia. Mis dudas se esparcieron como pétalos deshojados frente al viento por las encristaladas galerías palaciegas y se irradiaron rumores de un posible desistimiento de mi parte. Pese a lo estricto del compromiso, aquel implícito temor se encaramó hasta el mismo sitial del trono, desde donde mi abuelo gobernaba, pero la idea de que yo me negara o cuestionara el arreglo de mis esponsales ya se la había planteado, y no permitió que nadie me alentara. Su palabra era sagrada y todos debíamos obedecerle.
Mi tristeza no debería dolerle demasiado a Maximiliano I, pues, cabiéndole la posibilidad de romper el compromiso con la Corona danesa, no pensó siquiera en ello y el tiempo y las obligaciones siguieron su curso. Pero a mí no me consolaban las noticias de las incontables cartas que la Casa de Oldemburgo había enviado solicitando mi ambicionada mano ya que, mientras yo lloraba sobre mis almohadas la pena de tener que dejar Flandes, los arreglos seguían tejiéndose con la precisión exacta de un reloj al que yo deseaba detener…
¡Qué confuso era todo…! Pero guardé silencio…
Leonor me abrazó desconsolada al despedirnos.
—Creo que me muero —le dije al oído.
—La que moriré soy yo, si os marcháis tan triste.
Al borde del desmayo me apoyé en su hombro.
Después, casi sin fuerzas, me abracé a Carlos. Él me sostuvo. Al separarnos me besó en la frente.
Cuando llegó el turno de despedirme de María, se aferró ella a mi pecho y, sin poder contener su llanto, me suplicó.
—Escribidnos, Isabel, por favor. Contadnos vuestros pesares y vuestras dichas. Confiadnos vuestros dolores o vuestros miedos.
—Rezad a la Virgen… Cuidaos mucho. Amad a vuestro esposo… —Era la voz de tía Margarita. Sus palabras encerraban todo el amor maternal. Me abrazó, la besé. Mis lágrimas mojaron su vestido…
Me dolía el alma agobiada por el peso de la pena y presentía, en esa soledad sin piedad que me oprimía el pecho, el tintineo de las campanas navideñas dispuestas a celebrar sin mí, en Malinas, la próxima Nochebuena. ¿En qué lugar lejano me encontraría? Lo que más me dolía era saber que, aunque lo deseara, no iba a poder abrazar nuevamente a mis hermanos.
Como pequeños destellos de esperanza algo dentro de mí me hizo recobrar la calma, era el recuerdo de aquellas palabras que siempre solía decirnos la gran duquesa Margarita de York: «Las alegrías como los pesares siempre llegan en silencio».
No sin amargura dejé atrás los etéreos palacios de Flandes donde había transcurrido mi niñez y entre cuyas paredes aún resonarían nuestras risas, que para siempre permanecerían allí.
Pero antes de enfrentarme a la nueva realidad de mi vida, debía partir. Partir ha sido siempre el paso más difícil de dar, porque, al marcharnos, se queda lo que más hemos amado…
Tía Margarita estremecida de dolor me volvió a abrazar fuertemente. Yo no quería desprenderme de su talle. Entre su pecho y el mío se fundieron catorce años de un amor maternal que tuvo que sustituir al de mi propia madre, ausente desde mi más tierna infancia y, por mi parte, un correspondido amor de hija, además del sentimiento mutuo de la devoción perpetua que nos profesábamos.
Al darme su bendición me murmuró al oído.
—Confío en vos, querida Isabel, en que habrás de ser muy digna reina. Y recuerda, vuestra pequeñez externa, con vuestros escasos catorce años, constituye la razón esencial de vuestra grandeza... No creáis que no siento vuestra tristeza, también yo la experimento. La vuestra brota de ignorar lo que os espera, la mía, de saber que no regresaréis.
—Una pena se calma con el sufrimiento de otra. Tal vez en Dinamarca logre calmar este dolor que hoy me persigue, por llorar lo que ahora no imagino… Un padecimiento grave, con la aflicción de uno mayor, desaparece… —le respondí como remedo de consuelo.
Abandoné el muelle a tientas, aturdida por el efecto devastador de la partida. Marcharme de aquel modo —para siempre— era como agonizar ante la muerte, era algo cruel e insoportable…
Incapaz de poder subir al barco por mis propios medios, mi buena Catalina de Hermellén que me acompaña me tomó del brazo. La vista se me nublaba y en el pecho sentía el zarpazo brutal del desamparo. Cuando el barco levó sus anclas y comenzó a alejarse lentamente, sobre el muelle, Leonor, María y Margarita eran la viva imagen de la desolación que a mí misma me embargaba.
En la profundidad de este dolor, tengo memoria del pasado gozoso que he vivido y que jamás volverá del mismo modo, tornándose aún en más tormento. Entre tanta dolencia y llanto arrebujado, ¿qué resta por desear, sino detener con fortaleza de espíritu los impulsos de pena que me invaden?
Fueron instantes lentísimos, poblados de mil recuerdos segmentados, retales de mis años en Malinas, Bruselas, Amberes… En el instante crucial de la partida, colmada de tristeza, dentro de mi vestido azul penumbra, levanté mi mano para decirles mi adiós definitivo. En ese instante, mi corazón dominó las convulsiones que aquel alejamiento impuesto me estaba provocando. Me aferré con fuerzas a la baranda del barco sin desear despegarme de ella. Sabía que desde allí podría ver a mis hermanos y a tía Margarita, hasta que se perdieran de mi vista como puntos oscuros y pequeños que se iría tragando el horizonte. Sentí dentro de mí un cataclismo, cual si fuera expulsada de mi reino, igual que a un impuro expulsan de su templo.
—¿Os duele algo, majestad? —preguntó una de mis doncellas.
—Me duele el alma —respondí con cansancio…
—¿Qué remedio puedo ofreceros?
—Detened la nao. Solo así sanaré.
—Mucho me temo, majestad, que vuestro pedido será esta vez imposible de cumplir —dijo la doncella con melancolía.
Las palabras de la doncella cancelaron las prisas de mis ilusiones, comprometidas con el fin de reponer alegría en mi ánimo, ante el sombrío panorama de mi viaje.
Miré alrededor tratando de olvidar lo que me aguarda en tierras desconocidas y, en un afán desesperado por desprenderme de esa angustia, agité mis manos al viento en la partida.
¿Por qué el imperio, enterado de mi desamparo, me desposaba sin miramientos? No solamente me estaba arrebatando mi infancia, sino mi vida entera.
Recé, recé y recé. Y, a fuerza de rezar, comprendí que no residía en los labios la facultad de implorar. Quizá en el corazón. ¿En la mente? ¿En el pensamiento? Los labios ruegan, pero solo el corazón y el alma lo confirman.
Quizá la felicidad consista en saber resistir a la tristeza...
Las maniobras de la salida del puerto de Róterdam fueron lentas. El barco comenzó a alejarse de la costa en el instante preciso en que una espesa bruma sofocaba el último resplandor del sol de este verano lleno de luz y de tibiezas y una nube oscura me acompañó en la partida cual un presagio velado de los cielos. Mis ojos ardían de tanto llorar, pero el viento del crepúsculo llegó impetuoso, tratando de aliviarme y distraerme. Despeinó mis cabellos y arrancó mi tocado que voló por la cubierta a punto de caer al mar, detenido por dos de mis doncellas que corrieron presurosas tras él. Pude ver la espuma blanca de las olas deshacerse al golpear contra el casco de la nao que comenzó a avanzar sigilosa hacia su tierra. De pronto sentí como si la noche se hubiese instalado dentro de mi pecho en pleno día. Me quedé sin voz, diciendo adiós… La vista volvió a nublárseme.
El amargo desgarro que sentí en la despedida enturbió ese instante para siempre y, destinado a perdurar en mi memoria, se agrava cada vez que compruebo que no he podido decidir sobre mi vida. Pero hace tiempo que aprendí a prescindir de mis propias decisiones, en mi infancia por estar bajo la tutela de Margarita de Austria y ahora, al desposarme, porque mi nuevo rey decidirá por mí sin preguntarme. El desafío de mi futuro me conmueve, así como mi corazón de hija, huérfano durante toda su escasa vida, se emociona hasta el extremo de querer dejar rodar por el sendero de las nostalgias sus coronas reales, en busca del calor familiar que tanto añora.
Discretamente sé que tía Margarita dio órdenes a mis doncellas para que me consuelen. No obstante sus disposiciones, ni esmeros ni bálsamos han resultado eficaces.
Un año, un mes y catorce días después de haberme desposado por poder, en Bruselas, con el rey danés Cristian II, representado por su consejero Mogens Goye, voy cruzando la azul frontera de los mares, con rumbo a Dinamarca.
Desde aquel 11 de junio de 1514 soy, además de esposa, reina consorte de Dinamarca y Noruega. Aún me cuesta hacerme cargo de ese título que le queda tan inmenso a mis escasos catorce años.
Poco a poco va oscureciendo y poco a poco los pajes del cortejo del arzobispo de Trondheim van encendiendo las velas, con el rito callado y ceremonioso de quien está siempre con la mente puesta en Dios. Los fulgores de las candelas temblorosas comienzan a derramarse por los rincones, volviendo a la vida lo que parecía perderse en la oscuridad.
La noche me trae alivio. Estoy sentada inmóvil, con mi diario sobre la estrecha mesa, escribiendo lo que observo. Las sombras me conmueven… son confusas, como la vida misma que me aguarda…
Todo el entorno me resulta ajeno y misterioso. Los pajes pasan a mi lado en respetuoso silencio. Me han servido la cena. Una copa de cristal refleja el agua que se agita al compás de las olas. Y, aunque rodeada de algunas de mis damas de compañía, me siento completamente sola. Tal vez sea mejor, para añorar callada lo que ya no poseo, o anticipar ausencias que se irán clavando en la hondura de mi alma a medida que transcurra el tiempo.
Observo mi imagen borrosa reflejada sobre la superficie de madera lustrada de la mesa. Me desconozco entonces, las luces y las sombras y los golpes de las olas van dibujando una imagen irreal que me desconcierta. Pero yo soy la misma. Yo soy Isabel. Isabel de Habsburgo, archiduquesa de Austria e infanta de España. La segunda hija mujer de Juana I de Castilla y de Felipe de Habsburgo. Hermana de los archiduques Carlos, Fernando, Leonor, María y Catalina —la más pequeña y a quien no conozco, y que, junto con Fernando, son mis dos únicos hermanos nacidos en suelo español—.
Conmigo viaja Catalina de Hermellén, dueña de las doncellas de mi hermana Leonor y mías, el reducido séquito de mis damas de honor y algunos servidores que ha dispuesto el imperio para que desempeñen el deber de acompañarme en aquel país lejano. La brisa sopla ligera, inflamando la caravana de velas blancas y ondulando las banderas con las insignias emblemáticas de las casas reales de Habsburgo, Trastámara, Oldemburgo y Wettin-Sajonia. El águila bicéfala ondea entre los leones, las coronas se agitan sobre los castillos, y la cruz de la casa danesa flamea victoriosa por encima de todo. El blanco y el rojo, la pureza y la sangre, simbolizan y exaltan los blasones dorados.
Es un anochecer templado sobre fines de julio. La compañía de Catalina de Hermellén ha sustituido a la de mis hermanos, sin embargo en medio de esta angustia y este miedo, a pesar de su ternura, no logro apartarlos de mi mente. Y de tanto pensarlos, la ironía de esta cruda distancia que me aleja me impide recordarlos tal cual eran. Su voz y sus gestos van perdiendo nitidez dentro de mi mente y esta súbita pérdida de memoria se expande dentro de mí y se aprovecha de mi confusión y mi tormento…
No puedo escapar, ¿a dónde iría? Escapar a esta sumisión no podría de ningún modo, porque es esencial a los proyectos expansivos del imperio al que pertenezco y deberé justificar las esperanzas que en mí han depositado.
El descorazonador veredicto de haber sido «la elegida» aún me persigue, como una sentencia de muerte interminable. Tristeza y desasosiego me sumen en inacabables horas de aflicción. Algo muy amargo se ha clavado en lo más profundo de mi alma sin encontrar remedio a mis desvelos. ¡Si al menos me hubieran otorgado la posibilidad de alargar este trance, de continuar en Malinas un año o dos más y me hubieran ocultado con piedad este destino, habrían evitado la desesperanza en que tuve que vivir todo este tiempo! Pero todo fue en vano. Apenas había terminado yo de cumplir mis doce años, aquel día de 1513 empapado por lluvias torrenciales, llegó hasta las manos de mi abuelo esa carta lacrada del príncipe elector, Federico de Sajonia, hermano de la reina de Dinamarca, Cristina de Oldemburgo, madre de mi esposo.
La carta estaba dirigida al emperador, quien solicitó con urgencia una reunión con su hija Margarita. Reunión que se realizó a puertas cerradas, sin la presencia de ningún testigo, ante la necesidad de evitar que se revelara aquel secreto, forjado a espaldas de nosotras, sus nietas y principales partícipes directas. El silencio sobre lo acordado fue absoluto pero, aun ignorando las verdaderas razones de tanto misterio, a partir de entonces comencé a sentir la incomodidad de sus ojos puestos en mí con una insistencia poco acostumbrada. Cuando hablaban, se dirigían a Leonor, a Carlos o a María, pero no apartaban la mirada de mi rostro. Tuve la sensación de estar arduamente examinada. Sus ojos y los míos siempre se encontraban a partir de aquella misteriosa carta y me resultó sugestivo encontrar gran amabilidad y benevolencia cuando a ellos yo me dirigía. Había en sus gestos mucha ternura y compasión como si con ellos quisieran aliviar las consecuencias sobre lo decidido. Aliviar mi destino, mi futuro, reducido a cumplir con sus mandatos. La extraña situación que mi intuición advertía se fue poniendo en evidencia con el correr de los días… Me duele el corazón al pensar que ya sabían lo que me sucedería y no me lo anunciaban. No llega mi dolor a mermar el cariño profundo que siento por mi abuelo y por mí tía, ni mi estupor a rehusar el amor que siempre me han prodigado y que tanto necesito. Sí amonesto ese secreto de Estado, que gravemente me concernía. Por aquellos días, como presagiando lo que me acontecería, me sentí desanimada y caí en el mutismo, como ahora...
Las sombras del ocaso van llegando, el viento comienza a embravecer el oleaje, como apresurando esta confabulación de urgencias reales, para transportarme a mi nuevo destino de reina, jamás deseado por mí. El agua golpea contra el casco de la nao y su golpe seco retumba aquí en mi pecho.
Solo de algo tengo certeza y es del futuro incierto que me aguarda y que, como amenazadoras nubes de borrascas, se cierne sobre mí, a punto de precipitarse sin conocer las consecuencias. Entonces, siento que mi alma no quiere marcharse y lucho contra las fuerzas del destino que quiere doblegarme. En tanto mi cuerpo va hacia donde lo obligan, mi alma se queda detenida en mis días de infancia en Malinas, salpicados de risas, de solaz y deleites.
Vuelvo a mis recuerdos en cada instante y me aferro a ellos, sin querer avanzar. Me siento amarrada a mis hermanos, Carlos, Leonor y María, a mi tía Margarita y a mi nodriza María Orselaere. Con ellos se ha quedado mi vida, la que me ha tocado vivir hasta hoy y es posible que ya no vuelva a verlos. Pero no tengo la opción de claudicar, aunque eso implique seguir hacia un futuro ineludible, repleto de incertidumbres y desconocimientos. Un futuro que me va cubriendo de temores y que me obligará a cambiar de nombre (de ahora en adelante seré Elisabeth de Dinamarca), de nacionalidad y de idioma. Dejaré de ser la que soy para transformarme en la que el nuevo reino quiere que sea. Deberé cambiar las apariencias, lo que puede ser mudado, mas mi propia esencia seguirá intacta, trenzada con este destino mío, hasta mi muerte.
Mientras avanzan las naves de la flota danesa —donde viaja la delegación al mando del arzobispo de Trondheim, Erik Valkendorf, quien ha venido a buscarme— las penas me persiguen en luctuosa procesión cortejadas por las incertidumbres. Las primeras me empañan la mirada insistiendo en no dejarme ver, las segundas no cesan de interrogarme desde que fui elegida por mi abuelo, el emperador, para convertirme en la esposa de un rey al que todos llaman «el malvado». Él tiene treinta y cuatro años de edad —veinte años más que yo— y una vida llena de aventuras, sembrada de oscuros interrogantes y coronada por un carácter difícil, situación que me estremece.
Voy presurosa en medio de este día que termina, buscando el sentido que tiene mi vida. No quiero que se me haga tarde para no tener que arrepentirme luego de lo que podría haber hecho y que no hiciera. No quiero perder el tiempo, porque tampoco sé por cuántos años la vida me regalará este espacio y no debo desaprovecharlo. Todos venimos al mundo con una misión que cumplir. No quiero dejar inconclusa la que me han asignado. Por eso voy en busca de mi nuevo camino, aquel que marcará mi identidad para siempre, que identificará mi historia individual, que me hará única e irrepetible, con mis virtudes y defectos, dentro de la historia de Europa. Quiera Dios que la mía se recuerde por haber sido una buena reina para Dinamarca, a pesar de que todo me haya sido impuesto. Con donaires y denuedos, pero me ha sido impuesto.
Voy cargada de responsabilidades que en nombre de una dinastía deberé representar y cumplir. Pero es necesario que lo haga. Debo llegar al reino danés para asegurar los intereses de la Casa de Habsburgo en esa lejana región, donde se cruzan los derroteros del Báltico y del mar del Norte. Así me lo han encomendado. Para que mi linaje siga proyectando esa luz inconmensurable sobre todos sus dominios, bajo trajes cuajados de gemas, en caballerescos torneos, en suntuosos banquetes y en inagotables tesoros que han comenzado a llegar de un mundo recién descubierto y heredado por la visión y la audacia de nuestros abuelos, los Reyes Católicos.
Tal vez mi camino al trono se encuentre sembrado de espinas como el que tuvo que transitar mi madre. Tal vez como a ella no se me deje reinar. Tal vez mi esposo jamás llegue a amarme. Pero debo poner empeño en lograr ser mejor cada día. Mi gran sueño como reina es prodigar amor, paciencia, responsabilidad, comprensión y compasión por todos. Esa es mi única certeza. Solo así seré feliz y libre hasta el día final, aunque me encierren entre cuatro paredes o me destruyan el corazón con traiciones o el destierro me sepulte en el olvido.
Tan incierto es mi futuro como certero fue mi pasado… Nací en Bruselas, a mediados del verano, en una mañana dorada del día 27 de julio de 1501, cuando el aire de los jardines olía a rosas y jazmines y las campanas presurosas llamaban a tercia. La noche de las nueve lunas acababa de extinguirse y mi cuerpo indefenso comenzó a sentir que le quedaba estrecho el cálido vientre de mi madre.
Veintiún cañonazos anunciaron mi llegada, pero no hubo consagraciones, porque no era yo la primogénita, sino la tercera hija de los archiduques Juana de Castilla y Aragón y Felipe de Austria. Por tal motivo el reino se abstuvo de agasajar con grandes solemnidades mi nacimiento. Solo mi madre se emocionó al conocerme, al saber que era yo el fruto de su amor encendido hacia mi padre. Y al cobijarme con ternura entre sus brazos, me susurró dichosa que era la que más se le parecía, dijeron las doncellas. Y que aquel día, al abrigarme con delicadeza dentro de la cuna, mi madre lloró de tristeza. Bien sabía que apenas nacer yo, ella debería abandonarnos y partir junto a mi padre, obligada por los luctuosos acontecimientos que se estaban desgranando sobre la península ibérica.
Una semana más tarde, entre las esbeltas paredes de la iglesia de Santiago de Candenberg, en Bruselas, recibí las aguas bautismales. Mi madre, agotada por el parto, no pudo asistir al sacramento. Me impusieron por nombre Isabel (Elisabeth, Isabella o Ysabeau), en honor a mi abuela materna, Isabel de Trastámara, la Reina Católica y a una de sus hijas, Isabel de Portugal, hermana mayor de mi madre, quien había muerto a los veintiocho años de edad, al dar a luz a su unigénito, el príncipe Miguel de Portugal.
Desdichadamente la luz de mi nacimiento llegó tan solo tres meses antes de que mis padres tuvieran que abandonar Flandes, para acudir a España, obligados por las circunstancias que se vivían en ese reino. Aturdida por el dolor y presionada por el mandato imperioso de sus católicas majestades, mi enlutada madre asistía desolada a la cruda realidad en que la iban sumergiendo las muertes de sus hermanos y sobrinos y que, sucediéndose una tras otra, la iban arrastrando por el sendero de las desdichas, ahogándola en la consternación. A fuerza de repetirse, la muerte parecía conspirar en contra de nuestra familia, sin concedernos respiro: en octubre de 1497 había muerto Juan, príncipe de Asturias, primogénito de los Reyes Católicos y, dos meses después, moría su hija póstuma, fruto de sus esponsales con Margarita de Austria, la hermana de mi padre. Apenas transcurridos diez meses, en agosto de 1498, otra muerte llenaba de luto y espanto el corazón de mi madre, al morir Isabel, su hermana mayor, infanta de España y reina de Portugal por sus esponsales con el rey Manuel I de la Casa de Avis. Murió al dar a luz a su primer hijo, Miguel, el de la Paz como todos lo llamaban. Pero el recién nacido Infante de Portugal y España, enfermo desde su nacimiento, no pudo resistir la vida y voló hacia los cielos un triste 23 de julio del año 1500, tras los pasos de su desventurada madre.
Ajena a mi destino, el domingo 31 de octubre de 1501, apenas cumplidos mis tres meses de edad, mis padres se despidieron de nosotros para emprender prontamente el viaje hacia España por los caminos que surcaban Francia. Cuando las puertas se cerraron tras de ellos, mi hermana Leonor aún no había cumplido sus tres años y mi hermano Carlos, el primogénito varón de la Casa de Habsburgo, iba a cumplir un año y medio de edad.
Por expreso pedido de mi padre, en brazos de mi nodriza María Orselaere, abandoné el palacio de Bruselas junto con mis desconsolados hermanos, rumbo a la Corte de Malinas. Nuestra tía, Margarita de Austria (viuda del príncipe Juan de Aragón y de Castilla y desposada nuevamente en el año de mi nacimiento con el duque Filiberto de Saboya), se haría cargo de nosotros mientras durara la ausencia de nuestros progenitores. Residiríamos a su lado mientras nuestros padres permanecieran ausentes. También Margarita de York, la esposa de mi bisabuelo Carlos el Temerario, nos acompañaría en nuestra infancia, colaborando con Margarita de Austria en nuestra crianza, con sabios consejos y perfecta prudencia.
Antes de marcharse, mi padre dio las órdenes para que se dispusiera del cortejo que se encargaría de nuestro cuidado durante la estancia en Malinas: Ana de Borgoña, señora de Ravenstein de Duy Veland, sería la encargada de nuestra guarda y de supervisar a nuestras nodrizas, ayas y doncellas. Don Enrique de Wittehem, señor de Beersel, se desempeñaría en el cargo de gobernador y chambelán del palacio y el conde de Nassau fue designado teniente general y gobernador del reino.
Así, Josina de Nieuwerne, aya de Leonor; Barbe Servel, aya de Carlos y María Orselaere, mi aya, quedaron bajo la supervisión de Ana de Borgoña. A Catalina de Hermellén se la designó dueña de nuestras doncellas: Juana de Courtoise, Catalina van Welsemsse, Gerina Garemyns, Juana le Jeune y Filipota de la Perrière. Y los médicos de la Corte, Lope de Garda y Lamberto van der Porte, fueron instruidos por mi padre para que guardaran nuestra salud.
Apenas iniciado el alba del 4 de noviembre de 1501, mis padres abandonaron los Países Bajos rumbo a España. Yo tenía tres meses y ocho días de vida y la inocencia feliz de todo lo grave que se desconoce. Con los años supe de labios de Leonor que ella jamás pudo olvidar aquella despedida. Imposibilitada para resolver la confusión de su alma, llena de desconciertos y de angustias, ahogada por los recuerdos, deambulaba por el palacio llamando a «mamá» noche y día. Cuando fui creciendo y pude comprender lo acontecido, Leonor me relataba que yo había sido la primera a quien mis padres habían besado a la hora de marcharse. Después llenaron de besos a Carlos que no dejaba de llorar y por último se abrazaron a ella…
Años después en las templadas noches del estío, cuando en el lecho, sin poder dormir, corríamos los velos de nuestros baldaquines para poder hablar y acompañarnos en la oscuridad de nuestros aposentos, Leonor me confesaba que aquellos últimos besos los guardó para siempre dentro del alma y que muchas veces, en noches de invierno frías, se levantaba y acercándose de puntillas hasta mi cuna para no despertarme, me besaba suavemente mientras yo dormía, con el solo esmero de recuperar aquellos besos perdidos de mi madre. Ella creía que habían quedado detenidos, cual suave mariposa, adormecidos, sobre mis mejillas.
Recuerdo que escuchar su relato provocaba en mí un completo desasosiego que desembocaba siempre en llanto, al creer que algún día de verdad se los llevaría. Resistiéndome a que así aconteciera, antes de dormirme, cubría mi rostro con mis manos, para evitar que aquellos besos se escaparan o que Leonor llegara sigilosa y me los arrebatara…
Sin embargo, la carencia de recuerdos de mi madre me alivió su prolongada ausencia. El resto de los días los consumía en la imposible misión de recordar el color de sus ojos o de su pelo, el sonido de su voz o de su risa. No había podido disfrutar de su ternura, de sus caricias tibias o sus abrazos. A nuestra madre nos la habían despojado sin piedad ni compasión, para arropar el trono de una heredad lejana.
Y así por la vida, durante mi primera infancia, iba yo menuda e indefensa detrás de la imagen consoladora de mi adorada tía Margarita (a ella es a quien yo sigo llamando «mi madre»), o buscando los brazos de mi inolvidable nodriza, María de Orselaere, que me amamantó y acunó cuando fui recién nacida.
En el verano de un año que no recuerdo, tía Margarita trajo al palacio de Malinas a un célebre maestro de la pintura flamenca. Deseaba que pintara nuestros retratos para enviarlos a España, como recuerdo para nuestra madre, que los reclamaba. La pintura se realizó en un díptico y en ella estamos retratados todos los hermanos Habsburgo. Es hermosa y reveladora, porque se llevó a cabo en distintos tiempos, resultando en ella retratados los seis hermanos juntos, no porque alguna vez lo hayamos estado —ya que nunca he podido conocer, hasta hoy, a mis dos hermanos españoles: Fernando y Catalina— sino porque el pintor debió viajar también a la península ibérica para pintar los retratos de los dos infantes castellanos. Debajo de cada una de las pinturas, el pintor colocó nuestros nombres y la edad que teníamos al momento de retratarnos. En mi historia personal, fue el primer retrato que me hicieron.
Para alegría de todos, pero especialmente de mis hermanos mayores, quienes aún conservaban su recuerdo, mi padre regresó a Flandes en el año de gloria del Señor de 1502. Lo hizo una tarde de vientos y de lluvias de un mes que no puedo recordar, acompañado por su séquito flamenco. El reino lo esperaba para festejar su llegada, pero los fuegos de artificios y los brillantes agasajos programados en su honor al aire libre debieron ser suspendidos por una lluvia torrencial.
Tía Margarita contaba que, en aquella ocasión, mi padre entró con paso seguro y una sonrisa amplia al salón azul donde nos encontrábamos. Mis hermanos aún llorosos por su tardanza, al verlo asomarse a través del marco de la puerta de doble hoja, corrieron hacia sus brazos. Yo lo miré con timidez desde lejos, sin atreverme a marchar hacia su encuentro, escondida detrás de una cristalera. Carlos y Leonor preguntaron insistentemente por «mamá», pero ella no había regresado, obligada por la Corona española a permanecer en la península ibérica. Recuerdo que rompieron a llorar al saber de su tremenda lejanía. Mi padre al descubrirme, se acercó sonriéndome. Yo me abandoné a su ternura y, al levantarme para darme un beso, lo envolví con mis pequeños brazos. Tal vez anhelando que nunca más volviera a marcharse.
Aún hoy me parece ver reflejado en mi memoria el día en que mi madre retornó a Flandes. Muchos meses habían pasado desde que mi padre se despidiera de ella en el sombrío alcázar de Alcalá de Henares, a punto de dar a luz a su cuarto hijo. Cumplido el plazo de su destino, mi madre regresó junto a nosotros, presa de la desesperación por volver a mecernos entre sus brazos, mas tuvo que dejar al recién nacido infante al cuidado de la Reina Católica, quien le exigió considerar aquel sacrificio por España.
Llena de amor hacia mi padre y de ternura y devoción hacia nosotros, nos abrazó largamente al reencontrarnos. Era el año del Señor de 1503, y yo no pude reconocerla cuando la vi bajar desde el carruaje. Cuando la miré me pareció que la veía por primera vez. No recordaba su imagen y todo para mí era confuso e indefinido. Ante tanto silencio, ante tanta distancia, también yo me había convertido en una hija desconocida para ella. Se había marchado cuando apenas yo tenía tres meses de vida y había regresado cuando iba a cumplir mis dos años.
Al descubrirme pequeña y tímida, asomada detrás de la falda de mi aya, sus pies volaron hacia mí para besarme con la bendecida dicha de habernos recuperado. Apenas bajar de la carroza que la había traído desde el puerto, mi nodriza me murmuró al oído que mi madre había tardado en llegar, porque en España había nacido otro hermano nuestro. Un pequeño infante, al que mis abuelos, los Reyes Católicos, habían bautizado con el nombre de Fernando, en honor a mi abuelo, el rey de Aragón. Entonces para que me reconociera, para que nunca pudiera olvidarme y pudiera amarme, comencé a llamarla «mamá», con tremenda insistencia.
—Os añoraba, Isabel. Tanto como añoraba a vuestros hermanos y como sigo añorando a Fernando, vuestro pequeño hermano tan lejano.
Era la voz de mi madre. Yo guardé silencio sin saber qué responder y fue en ese preciso instante en que mi hermano Carlos le preguntó, lleno de incertidumbres, si ella era nuestra madre, la archiduquesa.
Mi madre por toda respuesta lo abrazó contra su pecho y le deslizó un sí, dulcemente al oído. Después, como queriendo recuperar el tiempo perdido de nuestra infancia nos llenó de besos, de regalos, de risas y de anhelos. En nuestra primera noche recobrada, se acercó despacio hasta mi cuna y me besó en las mejillas con ternura. Yo guardé sus tibios besos, halagada y atenta, para que Leonor no me los sustrajera.
Jamás pude olvidar la alegría de mis hermanos por su regreso. Ni la mía, con el correr de los días. Fue tan intenso el encanto de volver a verla, que durante los primeros días estuvimos a su lado de un modo constante, sin querer desprendernos de su falda.
Sin embargo, las tristezas no demoraron en retornar a nuestra casa. A los pocos meses de haber regresado mi madre, moría el 28 de noviembre de 1503 la gran duquesa Margarita de York, la que fuera en vida la tercera esposa de mi bisabuelo Carlos el Temerario, y a quien nosotros considerábamos como a nuestra abuela y mi padre, como a su segunda madre. Diez meses más tarde, el 10 de septiembre de 1504, dejaba de existir en Pont d’Ain, el duque Filiberto II de Saboya, el amante esposo de Margarita de Austria, nuestra adorada tía, y para mí, como mi segundo padre...
El recuerdo sombrío de aquellos funerales aún flotaba en el aire del palacio cuando, dos meses más tarde, el 26 de noviembre de 1504, la muerte volvió a llamar a las puertas de la casa. En España, en Medina del Campo, en el Castillo de La Mota, moría mi abuela, Isabel de Castilla, la reina Católica. Dejó a su esposo Fernando de Aragón como regente de su reino castellano, para el caso en que mi madre no quisiera o fuera incapaz de reinar o gobernarlo... y hasta tanto nuestro hermano Carlos cumpliera los veinte años de edad y pudiera hacerse cargo de la vasta heredad. Para su entierro mandó que su cuerpo fuera llevado a Granada y recibir allí cristiana sepultura...
La muerte de mi abuela coronó a mi madre como reina soberana y propietaria de Castilla, sin darme tiempo a recuperarla y conocerla... y a mi padre, como su rey consorte. Mi hermano Carlos se transformó en el príncipe heredero de una inigualable vastedad de dominios...
Unos días más tarde, en Bruselas, se llevaron a cabo las suntuosas pompas fúnebres, en honor a Isabel de Castilla. El obispo de Sebaste, Adriano de Dordrecht, sufragáneo de Utrecht, ofició la dolorosa ceremonia. A nosotras, las princesitas de la Casa de Habsburgo, nos vistieron con vestidos de negros paños del Dendre y tocados de encajes blancos de Malinas. Yo tenía tres años y la tristeza no me daba paz, pero aún era demasiado pequeña para comprender los dolores de la muerte y los padecimientos de una separación…
Como una premonición, mi padre volvió a confirmar durante los meses previos a su partida a Filipota de la Perrière y a Catalina de Hermellén como nuestras camareras, y a esta como dueña de las doncellas de honor de Leonor y mías. Don Enrique de Wittehem, señor de Beersel, chambelán de mi padre y gobernador nuestro en su ausencia, seguiría ocupando el mismo sitial de confianza en los actos de gobierno que ocupaba mi padre... Y para aquella Navidad de 1505 (la última que pasaríamos al lado de nuestros progenitores), encargó al guardajoyas del palacio, Dierick van den Hectwelde, tres magníficos regalos para dejarnos de recuerdo: para Leonor mandó a confeccionar un salero de jaspe con forma de navecilla, realzado en oro, con incrustaciones de piedras preciosas y perlas nacaradas. Carlos recibió otro salero de oro con forma de un guerrero sosteniendo un estandarte, todo revestido de piedras y perlas. Y para mí, encargó una copa de cristal tallada a mano, con preciosas incrustaciones de oro, piedras y perlas.
Esa copa aún la conservo y siempre va conmigo, vaya donde vaya. Es y será el último de sus recuerdos. En ella bebo el agua fresca, que refleja el amor de mis padres, cada día…
Después de aquellos funerales en Bruselas en honor a Isabel la Católica, mi padre se hizo proclamar junto a mi madre reyes de Castilla, León y Granada... Leonor y Carlos habían comenzado a ser educados en el exquisito y estricto protocolo borgoñón de la Corte de Malinas, bajo la atenta mirada de tía Margarita. Y yo, al cumplir mis cuatro años, seguiría tras sus mismos pasos y comenzaría a ser preparada en la rigurosa y esplendorosa etiqueta de la Corte flamenca a la que pertenecíamos.
Inmersa en mis cavilaciones recuerdo que, sobre los umbrales del año de 1505, mi madre volvió a quedar en estado de buena esperanza. Leonor y yo soñábamos con tener otra hermana y, a punto de abandonarnos el verano, el 17 de septiembre, nació María. Su nombre fue impuesto en honor a nuestra abuela paterna, María de Borgoña —a quien no conocimos— y a una tía materna.
Me parecía imposible que, después de aquel nacimiento, mi madre se viera obligada a abandonarnos nuevamente para partir a ocupar el trono de las Españas. En mi inocencia creía que aquella recién nacida princesita echaría a rodar la obra del tiempo y ganaría la partida. Pero la respuesta de los reinos fue tajante… y María, al igual que yo, también quedó sin nuestra madre…
Antes de la partida definitiva hacia la península ibérica, mi padre ordenó que todos nosotros, sus hijos, quedáramos nuevamente bajo la tutela de su hermana Margarita, residiendo en su palacio de Malinas, hasta que él pudiera regresar o dispusiera otra cosa...
Ante la proximidad de su viaje, nuestros padres nos fueron hablando uno por uno, diciéndonos adiós en una lenta pero definitiva despedida. Entonces comprendí muy dentro de mi corazón que a mi amor de hija desamparada no le servían las razones de un reino, ni las justificaciones ideales de un trono, ni le valía el misticismo que encierra el ser una gran soberana. Nada parecía suplir mis tremendas ansias de encaramarme a los brazos de mi madre y jamás abandonarlos. Esa despedida significaba una orfandad escalofriante, después de la cual ya nada sería igual para nosotros. ¿Es que nadie estaba de nuestra parte? Al repetir los mandamientos reales, las razones valedoras de su permanencia en España, perdí la luz que me daba la ilusión de tener a mi madre a nuestro lado y todo para mí se tornó como ahora, en una noche oscura…
Repaso la tarde en que nos despidieron a principios del mes de enero de 1506. Yo me encontraba en los brazos de mi madre, Leonor se hallaba sentada a su lado y Carlos en un escabel, frente a mi padre. María, apenas recién nacida, dormía plácidamente. Fue entonces cuando escuché a mis padres recomendar a nuestra hermana mayor la misión de mantenernos unidos.
—En Leonor, la mayor de todos, ponemos el encargo de manteneros unidos, para que seáis siempre buenos y para que continuéis trasmitiéndoselo a vuestros hermanos cuando el tiempo haya transcurrido y nosotros aún permanezcamos en España. Deseo que recordéis que siempre deberéis permanecer firmes en el amor de hermanos. No olvidéis que lleváis la misma sangre y cuando alguno de vosotros os necesite, allí deberéis estar, como en una piña, unos al lado de los otros, y siempre prestos a servir y a socorrer... Que Dios os bendiga mis amados hijos...
...Después mi madre tomó la Sagrada Biblia y, abriéndola, leyó en el libro de los Proverbios:
«Hijos míos, estad atentos a mis palabras, tended vuestros oídos a mis razones, que no se retiren de vuestros ojos, guardadlas dentro de vuestro corazón. Porque son vida para quien las encuentra y salud para todo vuestro cuerpo. Más que toda otra cosa, vigilad vuestro corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida. Apartad de vosotros perversidad de boca, falsedad de labios echad lejos. Que vuestros ojos miren de frente y vuestras miradas se dirijan rectas ante vosotros. Allanad los senderos de vuestros pies y todos los caminos sean rectos. No os inclinéis ni a derecha ni a izquierda, alejad vuestros pies del mal...».
Al terminar mi madre de leer, se hizo un profundo silencio, pero de pronto Leonor rompió a llorar, después siguió María, quien despertó sobresaltada, Carlos se abrazó a mi padre y por último, yo, asustada por tanta congoja, envolví con mis brazos el cuello de mi madre y apoyando mi cabeza en su hombro sollocé en silencio, estremecida…
Mis padres volvieron a marcharse y nosotros volvimos a quedar solos, encomendados al cuidado de nuestra tía, Margarita de Austria. De mi madre lo último que recuerdo fue su triste y emocionado beso de despedida. Yo tenía cuatro años y no he podido olvidarlo durante estos diez años en que no he vuelto a verla. Sin embargo, su ausencia no causó en mí los sufrimientos que originó en Leonor, porque yo era más pequeña y porque tía Margarita la fue sustituyendo con sus besos y caricias. Pero su recuerdo permaneció intacto en labios de mi hermana. Ella me hablaba a diario de cuánto la extrañaba y yo comencé a añorarla a través de sus remembranzas. Pero, ante tanto esfuerzo por querer imaginarla, se me fueron borrando la transparencia de sus gestos y el brillo de su mirada. Su rostro se fue desvaneciendo entre la niebla de infantiles distracciones, mientras se iba perdiendo en el olvido el sonido de su voz y de su risa.
De pronto, un día, advertí que ya no podía recordar su rostro, por más afanes y empeños que mi corazón pusiera. Tardaba en rearmar dentro de mí su imagen adorada y cuando la creía concluida, solo un velo de bruma la cubría y la angustia aumentaba aquí en mi pecho.
Obsesionada por recrearla en mi memoria, recorría los salones del palacio, buscando algún retrato que pudiera aliviar ese tormento. Y al descubrir su imagen en los cuadros, intentaba retenerla unos instantes, pero al llegar la noche en mi aposento, volvía a escaparse de mi recuerdo.
Ocho meses después de aquella despedida definitiva, mi padre moría en Burgos un amargo 25 de septiembre de 1506 y mi madre, estremecida de dolor, se vio forzada a permanecer en tierras de Castilla. Entre una espesa niebla apenas los recuerdo. Pero aún se me borra el contorno de sus rostros…
En 1509 mi madre fue recluida en Tordesillas. Hace seis años que el silencio va trepando lentamente entre ella y nosotros, asilándola cada día más de sus hijos, como una lápida que va oprimiéndola y sepultándola lentamente en el olvido. Pero ella no ha muerto en mi recuerdo, por eso me empeño cada día en pronunciar su nombre quedamente.
Desde entonces creo que mi alma ha vivido repartida en dos. Y con muchas más razones, al ser notificada desde hace más de un año de mis esponsales con el rey de Dinamarca. Desde aquel día voy desvaneciéndome de miedo y de cansancio, sintiendo de un modo constante una tragedia dentro de mí, que desdice con crudeza el nombre de mi destino y me determina a aceptar con entereza la planeada separación que me han impuesto.
Mi cuerpo se marcha obligado por los compromisos asumidos por el imperio, pero mi alma se queda gozando de la libertad secreta que nadie puede quitarme. Porque nadie puede doblegar un alma. No obstante, me he encomendado a Dios pidiéndole fortaleza y le he prometido ser esforzada, aunque mis días se presenten siempre bajo el signo estremecedor de los interrogantes.
Al otro lado del ojo de buey de la nao, los rayos de luna atraviesan los espacios libres de celajes, instalando festones de luz en los bordes de las nubes…
Todo me parece irreal, una alucinación, un espejismo que comenzó a palpitar dolorosamente dentro de mí, cuando aún no había cumplido mis doce años. Corría el año 1513. Fue en el mes de marzo… Recuerdo que asistíamos a un oficio religioso en la capilla real del palacio de Malinas, cuando el anciano sacerdote, confesor de mi abuelo, nos habló durante el sermón sobre la muerte del rey Juan I de Dinamarca, acaecida aquel 20 de febrero, al caer de su caballo. Sus claras palabras nos revelaban la trascendencia de la muerte y la importancia de estar siempre preparados para afrontarla, porque ella siempre llega de forma callada y cuando menos la esperamos. Y así como las vírgenes de la parábola preparan sus lámparas de aceite para alumbrar la llegada del esposo —sin saber el día ni la hora en que llegará—, así el alma debe estar dispuesta para enfrentar el traspaso a la otra vida… Mientras escuchaba aquel relato, pensé en la muerte de mi padre, si habría estado preparado para enfrentar el cruce del último umbral…, si habría podido confesar sus pecados y arrepentirse…, si habría recibido la absolución de sus faltas… y así, entre cavilaciones, su mundo truncado prontamente se desplomó sobre mí, trayéndome un universo de tristes sensaciones… como si lo hubiera presentido…
Inesperadamente al concluir el oficio, el prelado se acercó hasta los reclinatorios donde nos hallábamos junto a nuestro abuelo y a nuestra tía, arrodillados, e inclinándose en una profunda reverencia —tan profunda que parecía que se estaba despidiendo— al levantarse, en un tono apenas audible, murmuró al emperador, cual si de un secreto de Estado se tratara, expresándole.
—Vuestra majestad, humildemente vengo a deciros, como el último de vuestros siervos, lo mucho que complacería a vuestros súbditos que considerarais las buenas posibilidades que se os abrirían para vuestro imperio, si sellarais tras la muerte del rey Juan I una alianza matrimonial de alguna de vuestras nietas con el rey de Dinamarca.
El silencio del recinto era tan profundo que aunque el prelado se había esforzado por expresarse confidencialmente, sus palabras habían sido escuchadas por algunos de nosotros. Me causó un gran asombro que aquel dignatario de la Iglesia estuviera manifestando semejante inquietud, pero más me sorprendió la celeridad de la respuesta de mi abuelo, propia de quien había meditado anticipadamente la propuesta.
—Agradezco profundamente vuestro iluminado consejo, eminencia. Y debéis saber que vuestras recomendaciones gozan de mi confianza y estima absoluta. No por nada sois mi confesor.
—Majestad —prosiguió el prelado—, el hijo heredero del rey Juan, Cristian II, de treinta y un años ha ascendido al trono y su madre, la reina Cristina de Sajonia, le está buscando una esposa en todas las casas reales de Europa. Ella cree que la mejor elección para su hijo es una de vuestras nietas. Las tres princesitas de Austria, además de su altísima estirpe, son un dechado de virtudes y sabrán con distinción —cualquiera sea la elegida— defender las banderas del imperio en aquellas lejanas latitudes…
El silencio que reinaba era absoluto. El prelado nos miró una por una y esbozando una sonrisa de complicidad prosiguió.
—Pensadlo, majestad. No estaría mal que vuestro imperio se siga expandiendo sin guerras ni esfuerzos.
Aturdida, sin dar crédito a lo que oía, parecía que me iba quedando paralizada. Tomé las manos de Leonor y de María, arrodilladas a mi izquierda y a mi derecha y las apreté fuertemente entre las mías. Ellas respondieron ciñendo con más fuerzas, como si con ese contacto bastara para sentirnos acompañadas y todas las palabras estuvieran de sobra. Sentía que me iba quedando sin aliento... Entré en pánico… El corazón parecía que iba a salírseme por el centro del pecho y me imaginaba que, al caer, rodaría hasta los pies del religioso que lo tomaría y se lo ofrecería a mi abuelo, el emperador, quien lo depositaría sobre el altar del sacrificio... Desde mi frente caían gotas de sudor sobre la falda de mi vestido celeste y un frío estremecedor me hacía temblar desde la cabeza hasta los pies. Hice un repaso fugaz de nuestras vidas y la realidad me golpeó con su inclemente escenario: Leonor no había cumplido sus quince años, María era una niña de apenas ocho y yo, una princesa de solo doce años. Aturdida por el miedo que aquella situación me provocaba, mi cuerpo comenzó a tiritar como una hoja indefensa sacudida por el viento. ¡Un rey de treinta y un años como esposo, para cualquiera de nosotras, cuando aún seguíamos jugando con nuestras muñecas de Malinas! Sin poder articular una palabra sentí de pronto un gusto a almendras amargas dentro mi boca. Las paredes del recinto sagrado, el oro de los altares, las flores, el incensario, las velas del sagrario, todo comenzaba a girar vertiginosamente, al igual que Leonor y María a las que veía alejarse dando vueltas a mi alrededor. De pronto todo se nubló y una sombra negra fue cubriendo mi visión y mi entendimiento. Sin darme cuenta me desplomé desvanecida a los pies del prelado. Cuando abrí los ojos nuevamente, lo primero que vi fueron los ojos del médico de la Corte, quien me examinaba. Estaba acostada en mi lecho, rodeada por mi abuelo y por mi tía Margarita. El doctor Lamberto van der Porte escudriñó mis pupilas, examinó mi espalda y mis oídos, revisó mi garganta y auscultó mi corazón y con voz grave y serena diagnosticó pulsaciones débiles, inapetencia y melancolía. Dos días guardé cama cubierta hasta la nariz por suaves edredones, arropada por el inmenso cariño de mis hermanas Leonor y María y por el enorme amor de tía Margarita que no se despegaba de mi lado…
Al iniciarse el ocaso del segundo día, me obligaron a levantar para no debilitarme. Me asomé a una de las ventanas y sentí el perfume de los jazmines en flor potenciado por la tibieza del crepúsculo… Al mismo tiempo en que las velas se iban encendiendo, intentando con sus llamas alumbrar la estancia, mi corazón se iba serenando reconfortado por la suave luminosidad de sus flamas.
El 24 de noviembre de 1513 Leonor cumplió sus quince años. Nos hallábamos en el castillo de Terramonda junto a tía Margarita. Después de la comida salimos a dar un paseo por los jardines y frente a una fuente donde bebían los pájaros, recuerdo que Leonor arrojó una flor, pidiendo un deseo… pero la flor se hundió en el fondo oscuro de la alberca… Vi cómo Leonor se llevaba sus manos a la boca, como queriendo ahogar la angustia que aquel floral naufragio le provocaba.
—¿Qué habéis pedido, querida Leonor? —le pregunté con ansiedad.
—Un deseo.
—¿Y qué es un deseo? —pregunté movida por la incertidumbre.
—Un deseo, querida Isabel, es un anhelo, una esperanza, que deberéis mantener en secreto, si esperáis que se cumpla.
Al escuchar aquello corrí hasta un seto cubierto de flores y cortando una de ellas, la arrojé a la fuente para ver qué sucedía con mi destino… Fatalmente mi flor, como la de Leonor, se hundió en el fondo oscuro de la fuente.
Leonor, desolada, me abrazó y me dijo.
—Mucho me temo, Isabel, que ni vos ni yo habremos de cumplir lo que anhelamos.
Dos lágrimas corrieron por mis mejillas, porque yo había pedido no ser jamás desposada...
El 30 de noviembre, día de San Andrés, patrono de Flandes, regresamos al palacio de Malinas. Las cartas de la casa real danesa habían comenzado a llegar. Me resigné a dejar que el tiempo y el imperio tejieran el tapiz de nuestra historia… En aquellas primeras misivas, la Corona danesa se había interesado por mi hermana Leonor. Cristian II había escrito de puño y letra aquellas cartas, donde decía que mi hermana mayor era la que le parecía más bella de las tres, sin embargo, bajo estos halagos, se ocultaba el interés económico que el patrimonio de Leonor representaba.
Recuerdo que después de aquellas misivas y aún sin saber quién de nosotras sería destinada a Dinamarca, Leonor se desvelaba por las noches y aferrada a mí lloraba sobre mi pecho. Yo, sin poder contener sus lágrimas, la consolaba, pero al ver su desesperación me quebraba igual que un cristal cuando es golpeado…
—Nosotros jugamos con la ventaja de decidir quién será «la elegida».
Era la voz de mi abuelo exponiéndole a nuestra tía Margarita las ventajas con que aún se podía manejar el imperio, para lograr una alianza con el Reino de Dinamarca. Reino que enarbolaba el dominio de las decisiones dentro de la Unión de Kalmar, surgida ciento quince años atrás al firmarse la célebre Acta aquel 20 de julio de 1397, por Margarita I de Dinamarca, uniendo bajo un solo cetro y corona a los reinos sueco, noruego y danés, acordando unánimemente la paz, la unión y la alianza perpetua entre los tres y dando origen a un imperio de vastas dimensiones y de grandes ventajas estratégicas.
Al oír la sentencia de mi abuelo, sentí temor… Pero mi miedo se acrecentó cuando comenzó a desgranar serenamente ante su hija Margarita los motivos secretos que habían llevado a Dinamarca a crear la Unión de Kalmar: y que no eran más que los contundentes deseos de los reyes daneses de ejercer el poder absoluto sobre dichos reinos. Sin embargo, la nobleza sueca se mostraba constantemente renuente a aceptar una monarquía extranjera. En tanto Noruega, obrando de buena fe, había aceptado unirse a sus vecinos. Y si bien los tres reinos eran de origen común, hablaban tres dialectos de una misma lengua y tenían tradiciones semejantes, entre ellos se fue gestando una desconfianza, que solo el tiempo expresará si es capaz de extinguirse…
Mi abuelo sabía desde el principio de las negociaciones que las relaciones marítimas entre los países del mundo pasaban por los estrechos daneses y que la resistencia más alarmante para los tres reinos reunidos bajo aquella Unión de Kalmar era la Liga Hanseática —una federación de ciudades comercialmente poderosas, ubicadas al norte de Alemania, en los Países Bajos (áreas que se hallaban bajo la influencia del Sacro Imperio Romano Germánico), en Noruega, Suecia, Inglaterra, Polonia, parte de Finlandia y Dinamarca— que dominaban el comercio marítimo desde el siglo XII, en el entorno del mar Báltico y del mar del Norte. La Liga, creada para proteger los intereses comerciales, imponía sus decisiones a reyes y nobles a través del inmenso poder que detentaba, estableciendo en sus ordenanzas que «Nadie podrá subir al trono de Dinamarca sin beneplácito de la Hansa, ni será reconocido como rey legítimo antes de haber confirmado sus derechos y privilegios de que ella disfruta…».
Mi familia vio con buenos ojos el ofrecimiento de un vínculo matrimonial entre el rey de Dinamarca y una de las princesas Habsburgo, al vislumbrar que esa alianza podía brindar la única posibilidad de establecer entre el océano Atlántico y el mar Báltico un flujo incesante de mercancías que pudiera comercializarse de un modo seguro, hacia todos los puertos del mundo sin ayuda externa.
Los tres reinos escandinavos eran inconmensurables: Dinamarca abarcaba la mayor parte de la península címbrica y todas las islas que se esparcían en las aguas del Báltico y del Kattegat. Suecia se extendía sobre su península propiamente dicha, la Gocia, el Norrland, un sinfín de islas en el Báltico, Laponia y la región de Finlandia, que abarcaba desde el golfo del mismo nombre hasta el mar Blanco. El Reino de Noruega se dilataba desde el Kattegat hasta el cabo Norte, a través de trescientas leguas de costas infinitas y más allá de los mares navegados, poseía las islas Orcadas y Shetland situadas al norte del Reino de Escocia, Islandia, Groenlandia y el archipiélago de las Ferroer.
Sin embargo, breve fue el tiempo de las reflexiones y mucho más efímero el de las decisiones. Yo me resigné a aceptar que si la elegida era Leonor o María me quedaría sin alguna de mis hermanas, y si era yo, ellas se quedarían sin mí. De cualquier modo estaríamos destinadas a vivir separadas. Pese a los secretos de Estado, mediante confidencias entre nosotras o por conversaciones oídas al azar, me resultaba fácil adivinar que nuestras vidas se separarían definitivamente. Y ese día irremediablemente llegó…
Era una tarde —la recuerdo muy bien en todos sus detalles—, Leonor y yo bordábamos en el salón blanco junto a tía Margarita, cuando de su boca escapó aquella frase que partió el aire como un cuchillo. Nadie parpadeó. Yo miré a Margarita mientras ella iba desgranando aquel pensamiento que quedaba flotando en el silencio sin querer prodigarse.
—Los blasones de los Habsburgo partirán hacia el norte a engalanar a los daneses.
Leonor, puesta de pie de un brinco, se acercó a Margarita y le imploró.
—Debéis acortar este suplicio. ¿Quién es la elegida?
—El deseo del emperador es para mí un mandato difícil de cumplir —respondió tía Margarita con gran dolor—. Pero si queréis saber quién de vosotras ha sido la elegida, os lo diré: es Isabel.
Yo me quedé sin aliento y, al faltarme el aire, parecía que también me iba quedando sin vida… Ahogándome, comencé a toser. Leonor desesperada me dio unas palmadas en la espalda pensando que me moría...
…Amparados en el silencio entraban los últimos días compartidos de nuestra infancia. Comenzaba a atardecer y la energía de la luz, tenue y violácea como una flor silvestre, mudaba el entorno mostrando su dureza. El rostro de Leonor no estaba menos lívido que el mío, y con la certeza de que un milagro pudiera salvarme, se puso a rezar. Tía Margarita consentía las plegarias y de repente, como si tratáramos de fortalecernos mutuamente, las tres comenzamos a recitar una retahíla de oraciones…
Lo que yo suponía lazos de pertenencia y de cariño se terminó transformando para mi corazón de niña que imploraba protección en un asunto político. Mi desesperación y quebranto alcanzaron en soledad extremos insoportables…
Al lado de tía Margarita de Austria, gobernadora de los Países Bajos, han transcurrido mis catorce años de existencia. Ella es mi segunda madre y junto a Leonor han sido las dos personas que, con amorosa paciencia, me han ayudado a traspasar este umbral que me lleva tan lejos. Ellas me han confortado y acompañado hasta el último momento. Creo que la vida las usó para quererme y consolarme. Todavía resuenan en mis oídos aquellas palabras de tía Margarita.
—Las penas serán siempre adversarios oscuros contra las que deberéis luchar. Haréis el firme propósito de vencerlas. Solo así os forjaréis en la templanza y en la fortaleza. Una reina debe gozar de esas dos virtudes. Si así lo hiciereis, iréis siempre por la buena senda.
Recuerdo que yo le respondí.
—Creo que las penas siempre irán conmigo. Sin embargo tienen para mí un gran valor.
Tía Margarita me contempló con asombro.
—¿Y cuál es el valor de una pena? —me interrogó.
—Una pena compartida funde los corazones y ya nadie podrá destruir aquella alianza —le respondí emocionada.
—Entonces —me dijo, con los ojos cargados de tristeza—, creo que siempre permaneceremos unidas en nuestros espíritus, pase lo que pase. Las penas han rodeado nuestra casa, no obstante, deberéis tener siempre presente que las lágrimas son el agua, pero la risa es el aire. Las dos son partes necesarias y esenciales de la vida. Sobre todo porque la sonrisa será siempre el resplandor que iluminará vuestra alma. No dejéis nunca de sonreír, porque aliviará el peso de vuestras desdichas, sin importar la gravedad de los eventos.
No lo he olvidado, como tampoco he olvidado mis deberes de obediencia.
Nuestros preceptores de religión nos enseñaron los beneficios que tiene la obediencia. Yo siempre he buscado practicarla del modo más perfecto, adelantándome a cumplir los deseos que el imperio ha considerado indispensables para mí… Tengo presente que todo poder importa para quienes no lo detentan la condición de sumisión… Pero obedecer interiormente el mandato de mis esponsales es como caminar a ciegas en medio de una niebla que me traga, sin saber hacia dónde ir, ni qué esperar. No sin dolor he tenido que dejar todo atrás. Y mi alma se desmorona al descubrir la imposibilidad de apartarme del camino trazado. Nadie jamás ha osado contrariar una decisión imperial y no seré yo la que lo haga. Creo que jamás me habituaré a este destino que, contrariando mis deseos, me arranca del lugar donde siempre quisiera haber permanecido. Si la razón oficial de este enlace es la unión entre los reinos y la expansión económica de ellos, ¿por qué no aceptar callada y obediente, si no tengo otra opción, ni otro destino?
Estoy desvelada y no puedo dormir. El sueño me ha abandonado, despabilada por el temor que llevo adherido a mi ser como una malla de hierro que me recubre y agobia. Continuaré escribiendo. Relataré todo lo que me va aconteciendo. Tal vez, al volcar en el papel mis sentimientos y convicciones, logre tranquilizarme.
Sé que de ahora en adelante deberé afrontar, hasta las últimas consecuencias, esta nueva vida que han elegido para mí. Me siento sola, completamente sola. Mis damas de honor y mis doncellas duermen en los compartimientos contiguos. Solo el titilar de las velas y el ruido de las olas golpeando el casco de la nave me recuerdan la cruda realidad en la que estoy sumergida.
Desde hoy en adelante seré responsable de mi propio destino. Seré, en la historia del país al que voy destinada como reina, lo que por mérito propio habré de ganar o lo que por flaqueza pudiera perder. Después, solo quedará el recuerdo o el olvido. Necesito prometerme a mí misma que buscaré siempre el desapego de las cosas mundanas, el convencimiento del nulo valer, la virtud de suplir con el alma las tristes ausencias y el llegar a lo inaccesible si es para el bien de todos. De ese modo mi alma siempre volará en libertad, aunque la crea amarrada a un duro designio. La fuerza reside en el espíritu y, cuando todo parezca perdido, siempre deberé recordar que aún no estoy vencida.
El barco se ha ido alejando de las costas flamencas. Ya no me identifico con nada, todo me es desconocido. Recuerdo cómo el arzobispo de Trondheim, Erik Valkendorf, levantó su mano para decir adiós y dio la bendición a mis hermanos y a tía Margarita, mientras se empequeñecían por la distancia y se tornaban borrosos por mis lágrimas. Yo levanté mi mano y, sin que nadie lo advirtiese, con los ojos nublados por la desolación, me fui quedando en aquella interminable despedida, hasta que se perdieron de mi vista.
Mi cuerpo sin quererlo se fue alejando de Flandes en un adiós interminable de gaviotas, pero mi alma se quedó retenida sobre el muelle, aferrada al corazón de mis hermanos, sin el menor deseo de marcharse. Los miré como se mira a alguien por última vez, con el deseo ferviente de guardarlos en mi memoria para siempre. Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. Estaba sola frente a mi nuevo destino…