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II EN UN MAR DE DUDAS

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Verano del año del Señor de 1515.

—Majestad, despertad.

—¿Qué sucede, Catalina?

—Señora, os habéis quedado dormida sobre las hojas que estabais escribiendo.

—¿Dónde estamos? ¿Qué hora es?

—Estamos en el mar del Norte. Son las nueve de la mañana de un nuevo día, majestad. Y os habéis dormido toda la noche en un sillón. Debéis tener el cuerpo dolorido.

—Me recostaré en el lecho para descansar mis piernas. Pero no dejéis que duerma demasiado.

—Descansad, luego os traeré una colación para que os repongáis de la travesía. Vuestro semblante está demasiado pálido. ¿Tenéis frío?

—Lo hace. Menos mal que tenía esta manta y que es verano, pero aun así siento el cuerpo destemplado por tantos esmeros.

Sin embargo, camino al Báltico no iba sola. También los desvelos iban conmigo…

La nave remontaba las corrientes hacia las costas danesas sobre el inacabable mes de julio, desplegando las insignias reales, salpicando espumas, rompiendo las olas, bajo un sol que en aquella latitud tardaba demasiado en ocultarse y las noches se transformaban en días.

Después de dos horas de descanso y unas perfumadas infusiones, me senté en cubierta. Mis damas de honor se sentaron junto a mí. Avanzábamos en medio de un mar que se iba tornando más encrespado cada vez y el cielo de azul intenso había pasado a un gris plomizo, casi negro. Pero no corría viento, por lo que permanecí sentada en la poltrona, mirando el agua que se había vuelto oscura y la espuma intensamente blanca. Después de un tiempo en que mis damas se habían retirado a sus camarotes, mareadas por el movimiento excesivo de la nao, apareció caminando ceremoniosamente el arzobispo de Trondheim. Inclinándose ante mí, me saludó y con cierta curiosidad me preguntó.

—Majestad, ¿os sentís bien?

—Sí, gracias, monseñor.

—¿No teméis a la fuerza del oleaje?

—No le temo a los naufragios. Dicen que mi madre siempre decía que ningún rey ha muerto en uno de ellos. No seré yo entonces quien inaugure esa muerte.

—Mucho me alegra, majestad, vuestra entereza. Los súbditos quieren y celebran a una reina valiente como vos. Y bien lo cumplís. Es mi agradable deber la tarea de elogiaros, sobre todo teniendo en cuenta que, por vez primera, os apartáis de vuestra casa, a la vez que estáis demostrando un valor extraordinario y una fuerza y serenidad inquebrantables. No obstante, aún no hemos realizado la primera mitad del viaje y mucho me temo que el buen tiempo no habrá de acompañarnos.

—Mientras nos acompañe Dios, nada deberemos temer —le dije a modo de consuelo.

El arzobispo afirmó con su cabeza y se quedó sentado frente a mí, en silencio, contemplando la agitación del mar. Las olas cada vez eran más grandes, el cielo se iba tornando cada vez más oscuro y el viento comenzaba a arreciar.

—Vuestra ilustrísima disculpará, pero comprenderá mis deseos de conocer algo de mi rey y de mi reino. Nadie en Flandes me ha hablado de ellos y os pediría, si de vuestro favor depende, que me relatéis algo de la historia de los reinos a donde voy destinada y de la vida de vuestro rey, mi esposo. Necesito informarme de la realidad de vuestro país, el cual, desde ahora, también habrá de ser el mío, así como de la persona que vivirá a mi lado y que aún no he tenido el placer de conocer.

—Vuestra majestad dispensará la despojada franqueza de mis palabras, pero estimo que muchas cosas desconozco y otras son secretos del reino. Lo que significa que os las adeudo.

—¿Habrá cosas que no tendré que saber?

—Tenéis mucha razón en sospechar, pero sucede que el rey nunca os ha visto, venís de un país extranjero y la confianza aún no ha surgido entre vosotros, por tal motivo hay cosas que no debo contaros, hasta que no lo haga nuestro rey en persona.

El arzobispo sonrió intentando velar la reciedumbre de sus palabras. Luego prosiguió.

—Vuestro esposo Cristian II, majestad, al igual que cualquier rey, pretende extender la hegemonía de su reino, pero mucho le ha costado resguardar en unidad a los tres reinos confederados desde el año 1397 en que reinaba Margarita I de Dinamarca, Noruega y Suecia —este último reino con algunas interrupciones— bajo el nombre de Unión de Kalmar. Tristemente el sucesor de esta gran reina, Erik III de Pomerania, careció de la habilidad de su antecesora y se convirtió en el responsable directo de la desintegración de la Unión de Kalmar, autoexiliándose en 1439.

—Suele suceder que el principal impedimento para la paz, la unidad y la concordia es la incapacidad o el deseo de gobernar sin justicia, porque la violencia no sirve para persuadir a los hombres. Cuando se reina, se debe amar a los que gobernáis.

El arzobispo me miró con sorpresa.

—Lleváis razón, majestad, porque es reconocido desde tiempos inmemoriales que los súbditos niegan su colaboración a quien mal los gobierna.

—Así es, monseñor. Ojalá que vuestra historia carezca de estas grandes contradicciones. ¿Sabéis?, no conozco nada de ella y mucho me interesaría aprenderla. Dicen que conociendo su historia se conoce a un pueblo. ¿Y qué sucedió después de Erik de Pomerania?

—Entre tanto el Concejo danés del reino ofreció el trono a Cristóbal de Baviera bajo cuyo reinado volvió a consolidar la Unión de Kalmar y reinó sobre Dinamarca, Noruega y Suecia con el nombre de Cristóbal III. No obstante esta unión, la pobreza y la miseria caracterizaron su reinado.

—Puedo apreciar, monseñor, que los reyes de Dinamarca han tenido siempre grandes dificultades para mantener el control de su propio reino, así como de Noruega y Suecia, bajo la Unión de Kalmar. ¿Y con la Iglesia, ha sucedido igual?

—Desde el siglo XII, majestad, Dinamarca se convirtió en una sede independiente de la Iglesia de Escandinavia, por lo tanto Suecia y Noruega formaron sus propios arzobispados apartados del control danés. También debo deciros que han existido largos periodos de relaciones conflictivas entre los reyes daneses y los papas de Roma, conocidos dentro de la Iglesia a la que pertenezco, como «conflictos archiepiscopales».

—Vuestra historia es extensa y confusa, pero bien me valen vuestras explicaciones para poder ayudar a mi esposo cuando él lo crea necesario.

—La historia de Escandinavia es milenaria, majestad, de allí su complejidad y su importancia y creo que no nos alcanzarían los días que durará este viaje en alta mar para poder detallárosla con el detenimiento y los testimonios que merece. Pero puedo deciros, haciendo un resumen breve como el vuelo de un pájaro sobre su compleja historia, que, desde 1448 en que murió sin descendencia el rey Cristóbal III, Suecia volvió a apartarse de la Unión de Kalmar. Su muerte ocasionó la ruptura de la unión entre los tres reinos que tanto había deseado Margarita I, y Suecia siguió su camino en solitario, como siempre lo ha deseado. Es más, cuando el 1 de septiembre de aquel mismo año, el conde Cristian de Oldemburgo fue elegido rey de Dinamarca con el nombre de Cristian I, para ocupar el trono vacante (por ser un descendiente del rey Erik V de Dinamarca), Suecia decidió seguir su camino independientemente de Dinamarca y eligió el 20 de junio de 1448 como rey a Carlos Knutsson, que ascendió al trono con el nombre de Carlos II. Con Cristian I (abuelo de vuestro esposo y a quien le debe el honor de su nombre) ascendió al trono de Dinamarca la Casa real de Oldemburgo…

Mi interlocutor, el arzobispo de Trondheim, era un hombre mayor, de gestos discretos y breves, de apariencia frágil, pero se notaba que su temperamento y su espíritu eran fuertes, me atrevería a decir, invencibles… Su poderosa personalidad se delataba por la seguridad de sus palabras y por la voluntad férrea de dar a todo un contenido coherente con la Corona danesa. Se lo veía habituado a doblegar resistencias sin desviarse de los planes minuciosamente trazados. Tal vez por eso había venido en mi búsqueda. Dentro de mi corazón sentí cierto alivio al comprobar la absoluta adhesión de aquellos hombres de la Iglesia hacia mi esposo, el rey de Dinamarca… Me produjo una grata impresión, porque hablaba con gran amabilidad y con un conocimiento certero de la realidad danesa y de toda la Escandinavia que me asombraba. Con sus esclarecidos conceptos, iba yo conociendo una realidad lejana y distante que no imaginaba.

—¿Y Noruega? ¿Qué sucedió con ese reino? —pregunté con curiosidad.

—Noruega tuvo que optar por unirse a Suecia o a Dinamarca… o en su defecto elegir un rey noruego que gobernara su reino independientemente de los otros dos. Pero esta última elección fue rápidamente descartada… Y la lucha se inició entonces entre Cristian I de Dinamarca y Carlos de Suecia por el trono de Noruega. En febrero de 1449 el Concejo noruego del reino se dividió y mientras que una mitad dio apoyo al rey danés Cristian I, la otra buscó acercarse al rey Carlos II de Suecia. Cuatro meses después, el concejo cambió a algunos de sus miembros y entonces una amplia mayoría dio total y definitivo respaldo al rey Cristian I de Dinamarca. Sin embargo, en noviembre de aquel año, el rey Carlos II de Suecia fue coronado rey de Noruega en la ciudad de Trondheim y, si bien sus nobles evitaron la guerra con Dinamarca, en junio del año 1450 el Concejo del reino sueco le pidió a su rey que renunciara a sus pretensiones sobre Noruega, a favor del rey Cristian I. De ese modo, Noruega terminó unida a Dinamarca.

—Demasiado compleja vuestra historia, monseñor.

—Demasiado, majestad —afirmó el arzobispo—. La sucesión del trono noruego fue decidida entre Dinamarca y Suecia. El Concejo noruego del reino no tuvo más que designar como rey de su país a Cristian I, quien en el verano de 1450, con una inmensa flota, navegó hasta Noruega. El 2 de agosto, en un día de sol esplendoroso fue coronado en Trondheim como rey de Noruega. Para evitar desencuentros, el 29 de agosto, en la ciudad de Bergen, se firmó un tratado de unión entre Dinamarca y Noruega que establecía que ambos reinos tendrían el mismo rey a perpetuidad, elegido entre los hijos legítimos del rey…

Yo lo escuchaba absorta y en silencio. Deseaba que el arzobispo captara mi buena intención por conocer aquel reino que iba a ser el mío. Complacida le volví a preguntar.

—¿Y qué sucedía mientras tanto en Suecia?

—En Suecia, majestad, el rey Carlos II se volvió cada día más impopular y fue desterrado en 1457. Entonces el rey Cristian I logró su objetivo de convertirse en rey de la Unión de Kalmar y reunir bajo su cabeza a los tres reinos nuevamente, como antaño. Los regentes de Suecia, el obispo Jöns Bengtsson y el señor Erik Axelsson Tott, le traspasaron a Cristian I el poder temporal de ese reino.

—Monseñor, pero el pueblo sueco ¿aceptó de buen agrado aquella decisión?

—De ningún modo, majestad. El pueblo sueco estaba intranquilo y se dividió en facciones que se preguntaban si sería más beneficioso para el reino unirse a Dinamarca y a Noruega o, por el contrario, permanecer como reino independiente. Lamentablemente, el reinado de Cristian I sobre Suecia concluyó en 1464, cuando los suecos volvieron a establecer como regente al obispo Kettil Karlsson Vasa. Por su parte, Carlos II volvió a ser coronado rey, y, aunque luego fue desterrado por segunda vez, volvió a reinar por una tercera y última vez, muriendo en 1470, durante el ejercicio de ese último mandato.

—¿Y el rey Cristian I se resignó a perder el Reino de Suecia?

—No, majestad. Nunca se resignó. Pero en su último intento por recuperarlo fracasó militarmente en Brunkeberg en octubre de 1471, batalla en la que fue derrotado por el regente sueco Sten Sture, el Viejo —apoyado por la familia sueco-danesa, Thott—. El rey Cristian I había heredado además en 1460 el ducado de Schleswig y el condado de Holstein, condado que en 1474 fue elevado a ducado por el emperador del Sacro Imperio.

—Año en el que imperaba mi bisabuelo, Federico III de Habsburgo —pensé en voz alta.

—Así es, majestad.

—¿Y por qué heredó el rey danés ambos ducados?

—El rey Cristian I heredó aquellos ducados por ser el hijo mayor de la hermana del difunto duque Adolfo VIII, duque de Schleswig, que murió en 1459, sin hijos que pudieran heredarlo. Siendo Cristian I el sobrino y el familiar más cercano, heredó dichos ducados, convirtiéndose en el año 1464, antes de perder el Reino de Suecia, en un rey poderoso por la gran extensión de sus reinos… Sin embargo, sus dominios no gozaron de la paz y de la estabilidad apetecida que todo rey desea para gobernar a sus súbditos en concordia y felicidad. Muchas regiones quisieron independizarse y lucharon por lograrlo de modo constante. El centro de su poder estaba en Dinamarca. Cristian I murió el 21 de mayo de 1481, a la edad de cincuenta y cinco años y está enterrado en la catedral de Roskilde.

—¿Y qué sucedió entonces en Dinamarca, monseñor?

—Su hijo primogénito Juan, que tenía veintiséis años y estaba desposado desde 1478 con Cristina de Wettin, hija del príncipe elector Ernesto de Sajonia, subió el trono de Dinamarca. Lo hizo con el nombre de Juan I y sin oposición alguna. Un mes y medio después de que los reyes Juan y Cristina hubieran asumido el trono de Dinamarca, nacía el 14 de julio en el castillo de Nyborg, en la isla de Fionia, vuestro esposo. El niño recién nacido recibió en el bautismo el nombre de Cristian, en honor a su abuelo paterno. Sus padres vieron en aquel nacimiento una luz de esperanza para los reinos, porque el pequeño nacía después de dos hermanos muertos antes de su primer año de vida, Juan en 1479 y Ernesto en 1480. Un año después del nacimiento del príncipe Cristian, en 1482, la reina Cristina dio a luz a su cuarto hijo, a quien pusieron por nombre Jacobo, con la esperanza de que el príncipe Cristian tuviese un compañero de juegos y un hermano en quien confiar, pero el pequeño príncipe murió a los pocos meses de nacer… En 1483 el rey Juan fue electo rey de Noruega y, ese mismo año, el Concejo del reino sueco lo eligió rey de Suecia, pero el regente sueco, Sten Sture el Viejo, quien asumió ese cargo en 1470 durante el reinado de Cristian I, postergaría por catorce interminables años el ascenso del rey Juan al trono de Suecia. En 1485 los reyes de Dinamarca tuvieron una hija. La princesa recibió el nombre de Isabel, como vuestra majestad. Ella se desposó en el año 1501 con el príncipe elector Joaquín I de Brandeburgo. En el año 1487, cuando vuestro esposo tenía seis años de edad, su padre, habiendo convocado a los Estados de Dinamarca en Lund, lo nombró heredero al trono. Y dos años más tarde, en 1489, al cumplir sus ocho años, lo designó heredero al trono de Noruega.

—El rey Juan debía sentirse molesto con el regente Sten Sture…

—Muy molesto, majestad. Y decidido a cambiar la situación, estableció en 1493 una alianza con el Principado de Moscú que le sirvió de ayuda para atacar Finlandia —región que pertenecía a Suecia— provocando el descontento entre los suecos que consideraron que Sten Sture el Viejo no había desempeñado un buen papel en la defensa. Así el rey Juan I se ganó el apoyo de la nobleza sueca, situación que aprovechó aquel para ingresar con un ejército de mercenarios a dicho reino en el año 1497, derrotando a Sten Sture en la batalla de Rotebro… El 11 de octubre de aquel año, el rey Juan I de Dinamarca hizo su entrada triunfal en Estocolmo y el 26 de noviembre de 1497 fue coronado rey de Suecia con el nombre de Juan II, al mismo tiempo que vuestro esposo, con dieciséis años, fue nombrado príncipe heredero también de Suecia, en el mismo año que su padre conquistaba aquel país. Se restablecía así, no sin extremas dificultades para la Corona danesa, la Unión de Kalmar, ya que en Suecia persistía una importante oposición a la misma. En aquel año, los monarcas tuvieron a su sexto hijo, a quien pusieron por nombre Francisco, pero amargamente el príncipe murió en 1511, a los catorce años de edad. Los reyes quedaron desolados por la pérdida del más pequeño de la casa y creo que nunca pudieron recuperarse de la profunda tristeza que aquella muerte ocasionó en sus corazones.

—Imagino el sufrimiento de vuestras majestades.

—Fue tremendo. Ellos habían cifrado muchas esperanzas en ese hijo… pero la vida debía proseguir y, asumiendo el infortunio con total valentía y fortaleza, el rey Juan continuó reinando, aunque creo muy dentro de mí, con mucha tristeza, dado que nunca se recuperó totalmente de aquella desgracia.

—¿Y cuál fue la política del rey Juan respecto a Suecia?

—Establecer una relación de amistad entre ese reino y Dinamarca para obtener la fidelidad de los seguidores del regente sueco Sten Sture el Viejo. Durante el año 1500, el rey Juan y su hermano Federico se abocaron a la conquista de la región de Dithmarschen que se hallaba bajo la jurisdicción del Ducado de Holstein, el que ejercía un gran poder, como si fuera un reino independiente. El rey Juan y su hermano Federico atacaron con mercenarios alemanes, pero los habitantes de la región rompieron los diques y el rey sufrió una aplastante derrota que derivó, entre 1501 y 1502, en sucesivos levantamientos contra el rey Juan en Suecia y en Noruega… El rey decidió enviar a vuestro esposo —que contaba en ese tiempo con veinte años de edad—, con un pequeño ejército para que tratara de controlar la situación en Noruega. Entre las principales recomendaciones que le hizo antes de despedirlo camino a Noruega, fue la de que, al llegar a aquel reino solo se dejara llevar por los buenos consejos del obispo Carlos de Hamer, quien con su bondad y ejemplo lo guiaría por el buen camino de la moderación y la cordura en las decisiones que debiera adoptar. Sin embargo, al pisar tierra noruega, el carácter impetuoso del joven príncipe lo llevó a malinterpretar las insurrecciones pensando que habían sido provocadas por aquel prelado. Sin interrogar a nadie y pecando de una severidad exagerada, lo maltrató con ofensas y atropellos.

La Iglesia noruega, al advertir aquellos agravios contra la investidura del obispo, censuró al príncipe. La situación se tornó extremadamente tensa, llegándose al enfrentamiento armado, aunque los rebeldes noruegos no tuvieron tiempo de desplegar todas sus fuerzas y, sin poder coordinar las huestes del norte con las del sur, fueron aplastados por las tropas danesas del príncipe Cristian, quien había establecido en aquella región su centro de operaciones. Dominada la insurrección, juzgó a todos los prisioneros con rigor excesivo. El cabecilla de los insurgentes, Herlof Hyddefad, que había logrado escapar, fue perseguido encarnizadamente a través de los bosques hasta ser apresado por las tropas del príncipe danés.

—¿Y mi esposo le perdonó la vida? Pregunté conmovida por el relato de aquellos acontecimientos.

—Lo que voy a deciros, majestad, es muy doloroso para mí.

—Hablad, monseñor, por favor, que mi corazón está preparado para escuchar.

—El príncipe podría haber aprovechado las prerrogativas que su cargo real le otorgaban y haber sido magnánimo, concediendo una generosa conmutación de las penas, pero, lamentablemente, tales sentimientos no tuvieron cabida dentro de su alma.

—¿Y qué sucedió, monseñor? —indagué asombrada.

—El príncipe desechó todas las peticiones de perdón y no tuvo más oídos que para escuchar su propia voz interior clamando venganza. Y esta fue atroz. Como vuestra majestad jamás podrá imaginar. Herlof Hyddefad murió de una muerte horrenda, poco después de haber padecido el suplicio de la rueda.

—¿El suplicio de la rueda? —pregunté sin saber de qué se trataba.

—El suplicio de la rueda, majestad, es uno de los tormentos más aterradores que se conocen en el mundo sobre las torturas... El condenado al martirio es atado a un banco, mientras un verdugo tritura con una barra de hierro uno por uno todos sus huesos con un solo afán, que el cuerpo pueda ser doblado y dislocado. Solo la cabeza permanece intacta para prolongar los sufrimientos. Y, con todos los huesos molidos y dolores inenarrables, es atado a la rueda de un carro, de forma tal que sus tobillos toquen su cabeza, postura que implica que sus piernas deben dislocarse hacia arriba y se le colocan sus brazos de manera que recorran todo el perímetro de la circunferencia de la rueda, que, con el condenado atado, es enganchada a un eje que se clava en la tierra, quedando aquella en posición horizontal. Si consideráis, majestad, que al condenado también se le rompen sus costillas —lo que hace que la respiración se vuelva extremadamente penosa— la condena a ser quebrado de arriba a abajo y luego llevado a la rueda impone un tormento comparable a nuestro señor Jesucristo y provoca una muerte lenta y dolorosa que se puede prolongar durante horas, e incluso hasta un día completo…

Yo escuchaba paralizada de terror la descripción de aquella barbarie que se aplicaba como castigo ejemplar en los reinos a los que yo iba destinada como soberana. Y en tanto el barco avanzaba sigiloso rompiendo las crestas de las olas a gran velocidad hacia la península de Escandinavia y las nubes negras festoneadas de relámpagos se aproximaban amenazadoras sobre nuestras cabezas, mi cuerpo, inmovilizado por el pánico de aquellas imágenes, estaba a punto de convulsionar. Acostumbrada a vivir en un palacio donde nos despertaban los trinos de los pájaros y el aroma de las rosas trepando hasta nuestros aposentos, a correr dichosa por las inmensas y relucientes galerías cuajadas de obras de arte y a escuchar los laúdes bajo las glorietas bordeadas de glicinas, que alguien me relatara las horrendas torturas de mi futuro reino conmocionaba de modo tal mi cuerpo y mi alma, al punto de creer por momentos que iba a perder el equilibrio y caer al agua por encima de la barandilla. Tal vez era lo que deseaba… morir de una vez… acabar con este indeseable destino que era para mí también un suplicio. Tal vez fuera mejor que asumir forzada un futuro oscuro poblado de interrogantes.

Sabía con certeza que cuando el sol se ocultara, la noche llegara presurosa por el Este, arremolinando sombras y el sueño y el cansancio me vencieran, los miedos vendrían a buscarme. Todo lo que me impresionaba fuertemente luego se reproducía por las noches en pesadillas y pensé que las vivencias de tal relato serían esa noche peor que detenerme dentro del mismo infierno. Las palabras del arzobispo prosiguieron sin advertir mi palidez mortal, ni las náuseas insoportables que me habían invadido.

—Debo deciros, majestad, que en medio de tan terrible martirio e incapaz de seguirlo soportando Herlof Hyddefad alcanzó a balbucear casi sin aliento el nombre de muchos nobles que habían participado en el levantamiento. Uno por uno, el rey los hizo buscar y todos fueron encarcelados. El príncipe mandó cortar algunas de sus cabezas, a otros les confiscó todos sus bienes, pero ninguno escapó de su venganza, pues todos fueron muertos o arruinados.

Concluidas las explicaciones yo comencé a temblar de aprensión. Imaginaba los gritos de dolor de los torturados, la sangre manando de sus heridas abiertas, la crueldad de los verdugos, las órdenes inhumanas de aquel príncipe.

—Tenéis una fortaleza admirable, majestad, y sobre todo, la templanza de una santa —prosiguió el arzobispo—. Os he descrito la cruda realidad de vuestros reinos, no para que os aterréis, sino para preveniros. Y cuál no sería mi sorpresa al observar vuestro maravilloso valor. Pocas personas a vuestra edad, mi señora, afrontan un destino tan duro con tan admirable serenidad. Y me agrada deciros que vuestra gracia y modestia serán como dos flores recién abiertas que cautivarán a vuestro esposo.

Lejos de tranquilizarme, las palabras del arzobispo me turbaron, sacudiéndome el alma. ¿En qué brazos iba a tener que reposar mi frágil juventud? ¿En los de un rey asesino y sancionado por la Iglesia? ¿Hay algo más cruel que un soberano esclavo de la injusticia?... Mis catorce años aún sin cumplir se estremecieron, como si adivinaran el difícil futuro que sobre mí se precipitaba sin poder remediarlo. Yo temblaba sin poder controlarme. Temblaba de miedo. Me sentía temerosa de que el ilustre prelado descubriera bajo los pliegues de mi vestido la agitación irreprimible de mi pecho.

Fue un alivio su silencio. Cerré los ojos…, quería permanecer en absoluta oscuridad, que se borraran de mí todas las palabras dichas, que jamás hubiesen existido, que todo hubiese sido solo un mal sueño…

—¿Os sentís bien, majestad? —se interesó el arzobispo.

—Solo algo cansada, monseñor.

Era un modo velado de tratar de olvidar aquel horror que sus palabras me habían provocado. Sin embargo, lejos de serenarme, sentía en mi boca el regusto amargo de la desgracia. Por momentos el ruido de las olas me ocultaba el significado de sus palabras, parecía como si mi mente y mi cuerpo desearan permanecer al margen de tanta turbación…

Pero el arzobispo prosiguió inmutable su recuento…

—Después de haber sometido a Noruega por el terror y aplacado la insurrección, el príncipe se dirigió hacia Suecia. Reino donde el rey Juan I había sido depuesto en 1501 y el gobierno había sido ofrecido nuevamente a Sten Sture el Viejo. Al entrar en él, llevaba la sangre convulsionada por la afrenta que Suecia le había hecho a su padre y, ante tanto arrebato y furor contenidos, asoló la región de Vestrogocia, derrotando a las tropas suecas. El trato severo arraigado en su costumbre de ejecutar los castigos hacia los insurrectos volvió a resurgir. Su objetivo parecía ser dominar por el terror a los rebeldes que no aceptaban a su padre como rey. Todos en Dinamarca elogiaron la gran destreza del heredero en las artes militares, pero criticaron su crueldad y su dureza. Su madre, la reina Cristina de Sajonia, aún defendía el castillo de Estocolmo contra los rebeldes suecos. Pero ese último baluarte del rey Juan en Suecia cayó sin poder remediarlo el 9 de mayo de 1502. Cuando la reina fue puesta en libertad y acompañada hasta la frontera, el príncipe Cristian fue a recibirla. Y aunque el rey Juan intentó entablar relaciones nuevamente con los suecos, todo resultó inútil...

Yo no daba crédito a lo que el arzobispo me iba detallando sobre la personalidad de Cristian de Oldemburgo... Me parecía terrible que hubiese dado inmisericorde maltrato a un dignatario de la Iglesia, me parecía inhumano que hubiese mandado cortar tantas cabezas y confinar de por vida en las húmedas mazmorras de los castillos a tanta gente. Y, sobre todo, me aterraba que su brutalidad fuera célebre en los tres reinos…

—¿Y qué sucedió después? —le interrogué con más amargura que curiosidad, mientras las primeras gotas comenzaban a caer, debiéndonos refugiar en la sala principal de la nao.

Instalados alrededor de la mesa, el prelado prosiguió, mientras yo escucha turbada los detalles escabrosos de la vida de quien el imperio me había dado como esposo y a quien muchos llamaban «el tirano».

—El 13 de diciembre de 1503, murió Sten Sture el Viejo y los suecos para evitar una invasión danesa ocultaron su muerte. Para sortear todo contacto con Dinamarca, tampoco se presentaron a una asamblea de la Unión de Kalmar y designaron como regente a Svante Nilsson Sture. Pero de pronto y sin que lo imaginaran, una esperada sentencia favoreció a Juan I, confirmando que Suecia pertenecía a dicha Unión y por lo tanto continuaba sometida al poder del rey danés… En 1506, el príncipe Cristian volvió a Noruega, esta vez como virrey designado por su padre, y si bien demostraba prudencia en todos los actos de gobierno, a veces, su ímpetu incontrolable delataba la crudeza de su corazón. En 1507 su padre, el rey Juan, emprendió la guerra contra Suecia, arrasando toda su costa y en 1508 se produjo una sublevación en Noruega que surgió desde Hedemark y se extendió hacia otras provincias para acompañar a Suecia en su rebelión contra Dinamarca. Carlos, obispo de Hamer, fue acusado como el máximo responsable de aquellos movimientos de insurrección.

—Yo me pregunto, monseñor, ¿no eran acaso por los buenos consejos del obispo de Hamer, que el rey Juan había recomendado a su hijo que dejara guiar su conducta, cuando fue a Noruega en 1501?

—Así es, majestad, pero el príncipe jamás aceptó compartir el poder de Noruega con aquel obispo y lo acusó de haber llevado adelante la sedición. Muchos fueron los que influyeron sobre el príncipe, acusando al alto dignatario de la Iglesia haber pactado con Sten Sture el Joven (hijo del regente Svante Nilsson Sture). El príncipe Cristian, al enterarse, montó en cólera. Arrebatado de odio lo mandó llamar para juzgarlo delante de un tribunal, pero el prelado no se presentó. Y vuestro esposo, suponiendo que se habría ido a encontrar con los suecos, mandó perseguirlo y prenderlo y lo hizo conducir hacia el castillo de Agershuus, en las cercanías de Oslo, la capital del reino.

—¿Qué suerte corrió el obispo en manos de mi esposo? —pregunté con temor.

—Vuestro esposo escribió con urgencia al papa Julio II, para que juzgase el comportamiento del prelado. Pero la respuesta desde Roma tardó en llegar. Impaciente entonces, propuso al arzobispo de Trondheim —Gaute Ivarsson, mi antecesor— y a algunos otros nobles que se encargaran de su custodia, mas el arzobispo, temiendo ser excomulgado, no cumplió con los deseos del príncipe. El obispo de Hamer, en un intento desesperado por evitar la cruel represión a la que sería sometido, decidió escapar. Hizo una cuerda con las sábanas y comenzó a bajar por ella, pero con tan mala suerte que esta se rompió y cayendo al suelo sobre unas piedras, se hirió de gravedad. A pesar de sus heridas, logró arrastrarse hasta unos matorrales y malherido como se hallaba, se escondió dentro del hueco de un árbol. El príncipe al enterarse se enfureció y mandó a buscarlo por todos lados y, al no encontrarlo, decidió hacerlo rastrear con un perro. Cuando lo descubrieron, fue llevado delante del príncipe, quien sin compadecerse por el delicado estado en que se encontraba el desdichado mandó que lo encerraran en una prisión aún más estrecha, donde el desventurado murió a los pocos días a causa de sus heridas. Todo el reino de Noruega lo lloró. Y no solo aquel reino, sino también el rey Juan, el padre de vuestro esposo, por la gran bondad, el buen carácter y los caritativos servicios que siempre el prelado le había brindado al rey.

—¿Qué consecuencias tuvo sobre mi esposo la muerte de aquel dignatario? —pregunté profundamente conmovida.

—Vuestro esposo, majestad, fue excomulgado… La rebelión noruega fue aplastada definitivamente en 1508 por el príncipe Cristian, quien mostró en todo momento un gran manejo de las tácticas militares y una gran presteza para ordenar al ejército. Pero continuó mostrando una extrema dureza en todos sus actos de gobierno… Tal vez hubiera sido mejor que el príncipe Cristian no hubiese regresado a Noruega…

Yo no cabía en mi asombro al conocer que mi esposo había sido excomulgado. Pero algo me había llamado aún más la atención, y era la última frase del arzobispo. Como un eco que se iba apagando, sus palabras se repetían en mis oídos, sin terminar de borrarse… «Tal vez hubiera sido mejor que el príncipe Cristian no hubiese regresado a Noruega…»

—¿Por qué lo decís, monseñor? Sospecho que algo grave sucedió después… —dije como al descuido.

Pero el arzobispo guardó silencio… Un silencio que se hizo eterno, como mis horas en alta mar. Como si las fechas posteriores de aquella historia estuvieran ocultando algún secreto que debía ser muy bien guardado. Era como si la vida del rey Cristian se hubiera detenido o caído en un vacío impenetrable del cual no se podía desvelar ninguna incógnita. Yo me preguntaba ante esos interminables silencios si, con un carácter tan seguro, al arzobispo jamás le cedería el coraje ante alguna incoherencia cometida por el rey y la confesara…

Después de unos minutos, el arzobispo, recapacitando sobre su injustificado mutismo, prosiguió.

—Sí, majestad, algo grave sucedió…

Mi corazón se agitó dentro del pecho esperando escuchar esa respuesta. Pero lo que escuché no se comparaba con lo que me había imaginado. La sensación de desconfianza era tan grande que mi sospecha inicial acerca de lo que podía haber sucedido se amplió hasta recelar de muchas cosas graves y de todas al mismo tiempo. Muertes, torturas, persecuciones, guerras, excomunión… Se me hizo difícil el dejarme ir por el humilde camino de la confesión hacia el arzobispo, confiando la tremenda tortura que sentía… Pero monseñor me reconfortó al proseguir con la historia, aliviando las tensiones que aquellas dudas me habían provocado.

—Lo que sucedió de gravedad fue que la Liga Hanseática y sobre todo su capital, la ciudad de Lúbeck, pudieron comprobar que las hostilidades afectaban su comercio con Suecia y le declararon la guerra a Dinamarca en el año 1510… Dinamarca fue asolada por la Liga, pero finalmente el rey Juan firmó un tratado de paz en abril de 1512. Tristemente, en uno de sus viajes camino a Aalborg, el 24 de enero de 1513, el caballo del rey Juan tropezó, precipitándose a tierra junto con su real jinete, quien al caer sufrió graves heridas. Ocho días más tarde su salud empeoró y los médicos ya no pudieron hacer nada por salvarlo. Advirtiendo que se moría, le comunicaron a su familia que había llegado el final. Antes de cerrar sus ojos para siempre, el rey Juan llamó a su hijo Cristian y, en presencia de los más altos dignatarios del reino, le dio sabios consejos para su futuro reinado. Sobre todo hizo el esfuerzo de poner énfasis en la conducta que debía observar para ser un buen rey de Dinamarca.

—Mucho me agradaría conocer esos buenos consejos, monseñor, ¿los recordáis?

—Los consejos fueron muchos, majestad, dictados con el más grande amor de padre que el buen rey era capaz. Creo que, dejándose llevar por ellos, vuestro esposo nada habría de temer. Intentó persuadirlo a tener siempre presente el temor de Dios y a consultar y oír a los hombres honrados —de aquellos que les es más fácil a un príncipe rodearse cuando se es amante de la virtud—. Con gran pesar el rey había advertido que su hijo frecuentaba a personas de procedencia sórdida y mostraba aversión hacia los hombres distinguidos por su nacimiento y por su buena educación. Le aconsejó vivir en paz con los reinos vecinos y sobre todo con las ciudades hanseáticas; a fiarse más para la ejecución de sus proyectos de sus propias fuerzas que de las alianzas y de las relaciones de familia con soberanos extranjeros —relaciones cuya vanidad había tenido él mismo que reconocer—, y le aconsejó que se esforzase por granjearse el afecto de todos los estamentos de sus súbditos, administrando fielmente y sin excepciones la justicia, empleando preferentemente a los naturales de cada país y absteniéndose de todo acto de violencia y autoridad arbitraria. Le recomendó a sus antiguos y fieles servidores y especialmente al obispo Ove Bilde, su canciller, por cuyos consejos le rogó se condujese y dirigió un cariñoso adiós a cuantos le rodeaban. Murió con gran sosiego y resignación el 21 de febrero de 1513, a los cincuenta y ocho años de edad… Su cuerpo fue llevado de Aalborg a Odense, donde descansa en la catedral de San Canuto. Toda Dinamarca lo lloró por ser un rey clemente y piadoso. En su vida privada se mostró siempre enemigo de lo fastuoso. No obstante sus empeños, falló en su propósito de inculcar su buen carácter a su hijo. Fue amigo de la paz y solo recurrió a la guerra cuando no había otra alternativa posible.

—¿Qué sucedió con la situación religiosa de mi esposo? ¿Sigue excomulgado aún? Pregunté llena de temor.

—Poco antes de morir el rey Juan, el emperador Maximiliano I —vuestro abuelo— y el rey Luis XII de Francia, descontentos con el papa Julio II, resolvieron reunir un concilio en la ciudad de Pisa, invitando a todos los monarcas y príncipes de Europa, siendo también invitado a participar el rey Juan. Este respondió que estaba de acuerdo con reunirse en concilio, pero que le parecía mejor que se celebrara en una ciudad de Alemania y no en Pisa. Y mientras el rey de Dinamarca dirigía esas cartas a Maximiliano I y a Luis XII, envió a Roma a tres embajadores, entre los cuales se hallaba Juan Ulf, su secretario. En la carta al Sumo Pontífice le comunicaba la invitación que había recibido del emperador y del rey de Francia, añadiendo que no había querido tomar una determinación sin consultar antes con Su Santidad, a quien consideraba como la máxima investidura para convocar a un concilio. En agradecimiento al rey danés por la deferencia, el papa Julio II levantó la excomunión de su hijo Cristian, que le había sido impuesta por haber maltratado a Carlos, obispo de Hamer en Noruega. En un breve periodo de tiempo, Julio II envió a su legado, Juan Ángel Arcemboldi, para que hiciera efectivo el levantamiento de tal condena.

—¡Cómo hubiera deseado que en lugar de escuchar todo lo que me habéis descrito, me hubierais relatado que mi esposo era tan prudente como lo había sido su padre!

—La prudencia del rey Juan fue reconocida en todo el reino y en medio del luto y la tristeza, Cristian de treinta y dos años de edad subió al trono en el año 1513, con el nombre de Cristian II de Dinamarca y Noruega. Sin embargo, antes de hacerlo, tuvo que firmar una capitulación cuyas condiciones fueron tan extremas que no conozco rey en la misma situación que el de Dinamarca…

—¿Cuántas concesiones se vio compelido a otorgar mi esposo, antes de subir al trono?

—Muchas, majestad. El rey debió ceder a favor de la nobleza los derechos de justicia para juzgarse a sí misma, al clero y al pueblo y de poder exigir a sus vasallos multas por un valor de hasta cuarenta marcos. Pero lo más trágico de todo fue que tuvo que aceptar sin contemplaciones firmar aquellas capitulaciones que le prohibían a perpetuidad solicitar al Concejo del reino el consentimiento para que en el futuro heredase el reino su primogénito, debiendo prometer dejar al reino el uso completo de su derecho de libre elección del nuevo soberano. El rey además prometió mantener las libertades de los suecos. Pero el Concejo real sueco que había concurrido en pleno a aquella asamblea, donde Cristian iba a firmar dicho sometimiento, argumentó carencias de instrucciones precisas para seguir el ejemplo de sus vecinos noruegos y dejaron percibir que el país estaba arrepentido de haber ofrecido años antes la Corona a Dinamarca. La sensatez sugirió al rey Cristian, entonces, otorgarles el tiempo preciso para poder cumplir con sus compromisos, acordándose para el año siguiente la celebración de un congreso en el que volviera a tratarse el tema, con la mediación de la Liga Hanseática.

—Nunca imaginé que mi esposo hubiese tenido que firmar tan gran renunciamiento, con tal de gozar de esa Corona. Pero ¿qué hizo con respecto a las manifestaciones esgrimidas por los suecos?

—Vuestro esposo renovó los Tratados de Flensborgo y de Malmoe confirmando los privilegios de las ciudades de la Liga Hanseática, que habían prometido al rey Juan I aportar sus piadosos oficios, para restituirlo en el trono de Suecia, con el compromiso de no ser importunadas en el disfrute de sus antiguos privilegios. Después convocó a los estados de Esleswingn y de Holstein en Flensborgo para tomar posesión de la porción que le correspondía en aquellos ducados, pero estos le respondieron que eran ellos los que elegían… Ante lo imprevisto de los acontecimientos, algunos nobles daneses lo rechazaron como rey y ofrecieron la Corona a su tío Federico de Oldemburgo (hermano del rey Juan), quien a su vez exigió a vuestro esposo que le devolviese las importantes sumas de dinero adelantadas en vida de su difunto hermano. Pero vuestro esposo no respondió a los ducados, limitándose a prometer a su tío Federico devolverle en cuanto pudiese lo adeudado… Después de muchas tratativas fue reconocido como el heredero de la Unión de Kalmar. Logro que obtuvo tras haber tenido que aceptar todos esos compromisos que os acabo de enumerar… Compromisos que dieron a la nobleza y al clero un acrecentamiento de sus poderes, al mismo tiempo que reducían, considerablemente, el de vuestro esposo. Y, como corolario de tantas concesiones, tuvo además que reconocer al pueblo el derecho de levantarse en armas, si no cumplía con lo establecido. Finalmente llegó el día de su coronación. El 11 de junio de 1514, Cristian II fue coronado en Copenhague como rey de Dinamarca y un mes y nueve días más tarde, el 20 de julio, fue coronado en Oslo como rey de Noruega. Con los dos reinos bajo su cetro, se propuso desde entonces procurar obtener también la corona de Suecia.

—¡Me asombra la determinación del rey por llevar nuevamente a Suecia bajo su cetro! ¡Y cuántos renunciamientos ha tenido que aceptar para poder lograrlo!

—Una osadía quizá demasiado extrema, majestad. Porque cuando llegue el día en que el rey deba dejar su trono a su hijo heredero, Suecia sacará de sus archivos reales, cerrados bajo doble llave, la capitulación de la que os hablo. En cuanto a los renunciamientos, sé que los hizo movido por las circunstancias y para tranquilidad de sus Estados, como cuando le negó el socorro, en 1514, al Concejo de regencia de Escocia, que había perdido a su rey Jacobo IV en la desgraciada batalla de Flodden Field y le solicitaba auxilio a Dinamarca. Los embajadores de Escocia fueron apoyados por Luis XII de Francia, aliado de nuestro reino y por la reina viuda de Escocia, pero el Concejo de regencia escocés nunca recibió ayuda efectiva. Si bien Cristian II respondió con demostraciones de verdadero interés, se excusó al no poder brindarle la ayuda que tan insistentemente Escocia le pedía, justificándose en que aún no había sido coronado. Creo, majestad, dentro de esta humilde reflexión que comparto con vuestra dignidad, que el ejemplo de su padre, el rey Juan I, fue el principal motivo que impulsó a Cristian a no renunciar nunca al trono de Suecia. Aquel rey había hecho grandes esfuerzos por volver a gobernar sobre ese reino, especialmente apoyándose en la alianza que tejió con el noble sueco Erik Trolle. Lamentablemente, este noble, elegido regente de Suecia por el Concejo real en 1512, al morir el anterior, Svante Nilsson Sture, nunca pudo acceder a ese cargo, porque fue ocupado por el hijo de Svante, que se hacía llamar Sten Sture el Joven. Sin embargo, no hay medalla sin reverso y Gustavo Eriksson Trolle, hijo de Erik, fue designado en 1514 como arzobispo de Uppsala y guía de la Iglesia de Suecia. Al acceder a la silla episcopal, este prelado no olvidó los desplantes que Sten Sture el Joven le había hecho a su padre y, durante este año de 1515, se ha enfrentado ya abiertamente a él, quien ha lanzado a correr el rumor de que el arzobispo se ha aliado con vuestro esposo. En ese enfrentamiento, quien más ha perdido es el arzobispo Gustavo Trolle, porque ha sido despojado de su posición eclesiástica y sitiado brutalmente en su mansión arzobispal de Almarestäket, frente el lago de Mälaren.

—Me parece que el arzobispo Gustavo Trolle, como todo buen hijo, ha defendido los derechos de su padre, usurpados por Sten Sture el Joven.¿Y qué puede suceder ante tantos privilegios concedidos? —pregunté llena de incertidumbres.

—El rey deberá cumplir con los compromisos asumidos.

—¿Os referís, monseñor, a otorgar un gran poder a la nobleza y al clero?

—Lo cual resultará inevitable. Cuando un bien se da, siempre parece escaso y se pide un poco más, midiendo constantemente la generosidad de quien lo otorga. Y me temo que ni la nobleza ni el clero están plenamente satisfechos con lo que ya se les ha concedido. Si continúan con sus peticiones, el rey algún día debería poner límites.

—¿Y qué podría suceder?

—Sería improbable averiguarlo ahora. En ese caso estaríamos solo en el campo de las suposiciones. Pero tal vez se indignen y se subleven, llegando al extremo de derrocar al rey.

—¿A tal extremo?

—No os alarméis, majestad. Mis palabras son vanas suposiciones. Tal vez la respuesta se encuentre en las manos del propio rey y este humilde servidor la desconozca.

—¿En sus manos o en las de la nobleza? —pregunté confundida.

—Preguntáis bien, majestad, porque mucho importan las apetencias de los nobles. No obstante el rey está cumpliendo con ellos y por el momento no existe un peligro urgente. En octubre de 1513 fue nombrado duque de Schleswig-Holstein y, desde aquella fecha hasta hoy, comparte el poder de aquel ducado con su tío Federico. Lo demás es historia que vuestra majestad ya conoce muy bien.

—Mucho me agradaría, monseñor, que, sin distraer vuestro tiempo de oración, me contarais los detalles de mi pedida de mano.

—Entonces proseguiré. Sabéis muy bien que el rey Cristian necesitaba una reina para perpetuar su dinastía. Sobre todo porque su madre, la reina Cristina, era la persona más preocupada en buscarle una esposa. Ella fue la que junto a sus asesores estudió todas las posibilidades que ofrecían las casas reales de Europa y arribaron a la feliz conclusión de que la mejor elección era optar por alguna de las princesas de la Casa de Habsburgo. A la reina Cristina le agradó mucho que vosotras os educarais en Malinas, en la fastuosa Corte de vuestra tía Margarita de Austria. Y así fue como Federico el Sabio de Sajonia, hermano de la reina, entabló la comunicación epistolar con vuestro abuelo, el emperador Maximiliano I, y solicitó la mano de vuestra hermana, la princesa Leonor de quince años. Tal vez el príncipe Federico estimó esa elección porque en aquel año, vuestra majestad, solo tenía doce años.

—¿Y qué sucedió entonces? ¿Por qué me eligieron a mí?

—Vuestro abuelo, el emperador, fue quien os eligió, para ser desposada con nuestro rey. Y cuando todo estuvo decidido entre los dos reinos, una delegación danesa —integrada por el obispo Godske Alhefeld y los consejeros Mogens Goye y Albert Jepsen Ravensberg y escoltada por jóvenes de la nobleza— partió a caballo a principios del año de 1514. Con la intención de cruzar por Alemania para llegar a Flandes, se detuvieron en Sajonia, donde fueron hospedados con gran amabilidad por Federico el Sabio, tío de vuestro real esposo. El príncipe les aconsejó sobre las negociaciones matrimoniales que debían mantener con el emperador. Y prosiguiendo la marcha hacia el sur, arribaron a Linz. Fue a principios de abril, cuando fueron recibidos por Maximiliano I. Y fue en ese mes en que se llevó a cabo vuestra alianza matrimonial con mi señor. Unos días más tarde, el 29 de abril de 1514, se suscribieron las capitulaciones que sellaban vuestro matrimonio.

—¿Qué sucedió con la dote que por aquella alianza debió pagar el imperio? Nadie me informó detalles.

—El tema de vuestra dote, majestad, fue muy importante para llevar adelante todas las negociaciones. Se acordó que el monto que el imperio aportaría ascendería a doscientos cincuenta mil florines. Las dos terceras partes serán sufragadas por España y la tercera, por el Ducado de Borgoña. La primera asignación deberá efectuarse en el transcurso de este año. Y el resto se hará entre los años 1516 y 1518.

—¿Cuánto de todo ese dinero habrá de corresponderme por ser la reina?

—Vuestra majestad recibirá anualmente de las arcas reales danesas una décima parte del total. Podréis disponer de veinticinco mil florines al año.

—¿Y qué sucedió después con la delegación que fue a solicitar mi mano?

—Desde Linz, la delegación danesa marchó a Bruselas...

—¡Sí!, recuerdo cuando llegaron… El miedo se había adueñado de mí y por las noches, al acostarme, no podía conciliar el sueño. Al llegar la madrugada el cansancio me vencía y las pesadillas se adueñaban de mí, poblando mis sueños de reyes muertos, tronos cubiertos de espinas y cetros amenazantes que se precipitaban sobre mi cabeza a punto de eliminarme. Me despertaba sobresaltada, pensando que algo malo iba a sucederme. Por entonces acusé al desasosiego de ser el culpable de mis malos sueños…

—Comprendo, majestad, vuestros desvelos. Erais apenas una niña que debía asumir de pronto las responsabilidades de una adulta.

—Eran muchos los motivos de mis miedos, monseñor. Con trece años debía desposarme con el representante que enviaba el rey danés, Mogens Goye, a quien le habían otorgado todos los poderes para representarlo. La comitiva se dirigió luego a Bruselas. En esa ciudad se encontraba mi hermano Carlos y le iban a notificar sobre mis esponsales. El 11 de junio, en aquella ciudad, en un día de sol esplendoroso, fue celebrada mi boda por poder. Recuerdo que el miedo que experimentaba hizo que amaneciera pálida como la escarcha… Dicen que ese mismo día, en Copenhague, después de muchas postergaciones y en presencia de todos los Estados y de varios príncipes extranjeros, mi esposo fue coronado rey de Dinamarca. El rey había elegido el día de nuestra boda por poder en Flandes para ser coronado en Copenhague. En el palacio de Bruselas hubo grandes festejos, sin embargo mi abrumada mente casi no los recuerda. La conmoción no me abandona desde entonces. Sentía dentro de mí un gran aturdimiento que no me dejaba pensar y la desolación se me manifestaba en todas las horas del día. Un único pensamiento me abarcaba total y enteramente y ese era el de mi boda.

—Advierto, majestad, vuestras preocupaciones. Erais una infanta que debía asumir como reina de dos países deberes y obligaciones que pesan excesivamente cuando se quieren asumir devotamente. Porque debéis saber que, ese mismo año de 1513, vuestro esposo también fue coronado en Oslo como rey de Noruega. Y Suecia aún no se decide a que vuestro esposo reine sobre ella. El congreso de consejeros aplazado para ese año aún no se ha celebrado y no se sabe cuándo habrá de celebrarse. Sin embargo, vuestro esposo desea sobre todo ser también rey de Suecia —para humillar al clero y a la nobleza, que siempre se han opuesto a ser gobernados por él—. Es por eso, majestad, que siempre ha buscado con afanes esta alianza con el imperio de vuestro abuelo. Creo que con el respaldo del emperador logrará Cristian II derrotar algún día a Suecia y coronarse como su nuevo rey…

Al terminar el arzobispo sus confidencias, yo guardé silencio.

De pronto, desde el ojo de buey del salón de la nao un rayo de luna se arrastró por el suelo hasta encharcarse a los pies del arzobispo. Se había hecho la noche. Entonces el prelado poniéndose de pie me dio su bendición y con una reverencia se despidió, marchándose a rezar Completas. Había quedado sola, cuando con gran sigilo se abrió nuevamente la puerta del compartimento contiguo. Dos pajes entraron con su ritual callado. Uno portaba las velas, el otro trajo mi cena. Volví a quedar sola. Comí abstraída en mis pensamientos, mecida por la agitación del mar. Catalina de Hermellén vino a hacerme compañía y me ayudó a acostar.

Al volver a quedar sola, me asaltaron los recuerdos. Filtrábanse por debajo de la puerta unas corrientes de aire repentinas que agitaron las llamas de las velas y trajeron a mi memoria el palacio de Bruselas en el día de mis esponsales por poder, con el delegado del rey danés, Mogens Goye, a quien el arzobispo interrogó, respondiendo este de inmediato, afirmando con énfasis la decisión de su rey de desposarse conmigo... Cuando llegó el turno de interrogarme, las velas se consumían a la par de la paciencia de los dignatarios presentes y el nerviosismo de la delegación danesa crecía proporcionalmente a mi negativa de responder… Recuerdo que en presencia de mi tía Margarita de Austria, mi hermano Carlos y el representante del rey danés, el arzobispo de Bruselas me preguntó si yo deseaba contraer enlace con el rey Cristian II de Dinamarca y Noruega. En ese momento sentí que aquella pregunta se había transformado en un rayo devastador que me partía en mil pedazos, destrozándome y me invadieron de pronto unos terribles deseos de esfumarme, de correr a través de las galerías y regresar deprisa a mis aposentos, para encerrarme bajo doble llave en donde nadie pudiera encontrarme. Aquellos instantes me parecieron eternos, no solo para mí, sino para el representante del rey danés que miró al arzobispo con un gesto de interrogación. Se dijeron algo. Hablaron bajo, demasiado bajo. En el aturdimiento en que me encontraba, no pude descifrar lo que habían dicho. De pronto a mi alrededor pareció haberse instalado una forzada premura y un silencio absoluto dejó escuchar la respiración agitada de los daneses. Un apremio alarmante. Yo sentí algo dentro de mí que me decía que era preciso liberarme de aquella imposición, escapar, desaparecer... Miré hacia mi derecha y vi a mi hermano Carlos que me indicaba con un gesto de su ceño que debía responder de inmediato. Entonces percibí claramente en aquella mueca la deliberada voluntad del cazador y su presa. Tenía que reaccionar, recobrar las riendas de mi propio destino y buscar otro camino que me llevara donde nada pudiera temer… (porque nunca es bueno el destino que se teme…). Quería disgregarme, huir de mi angustia buscando un sendero salvador. No tenía más que dar un giro sobre mis pies y salir corriendo... Estaba buscando el valor que me faltaba… Fascinada por aquellos pensamientos di media vuelta, pero al hacerlo, observé a toda la delegación danesa que me miraba turbada. Entonces tuve miedo. Miedo a desobedecer, porque nunca antes lo había hecho. No tenía alas para poder volar y pensé que si corría me atraparían antes de pisar el umbral de mis esperanzas… El salón olía a incienso y a cera de las velas que se iban consumiendo, esperando mi respuesta. Mi silencio prolongado arrancaba nerviosos murmullos a los concurrentes. El corazón me daba brincos en medio del pecho y el rubor trepaba hasta mis mejillas con la intención de continuar hasta mi frente. Una fuerte punzada en el centro del estómago quiso doblegar mi cuerpo, pero hice esfuerzos para parecer imperturbable. Entonces recobré la memoria del compromiso, el riesgo que representaba para el imperio que yo me negara. Me serené interiormente… Recurrí a la prudencia y a la templanza. Indagué en mi paciencia… El arzobispo pareció advertirlo y volvió a interrogarme si deseaba desposarme con el rey de Dinamarca. Apenas habían transcurrido unos segundos, pero para mí había sido una eternidad… Respondí que sí. Suspiros de alivio presentí en la delegación danesa. Fue entonces cuando extrayendo un cofre de su bolsillo, Mogens Goye lo abrió y sacó un anillo de zafiros y brillantes que destelló ante mis ojos. Y, entregándoselo al arzobispo, este lo bendijo y se lo devolvió, para colocarlo en mi dedo anular como prueba irrefutable del matrimonio celebrado por poder con Cristian II. Desde ese día lo llevo conmigo. Es el símbolo implícito de la obligación asumida y con la firma de los respectivos documentos quedó concluida la alianza entre nuestros reinos…

En el palacio, tras el banquete nupcial de varios platos, de los que no pude probar ningún bocado, fuimos llevados a la cámara nupcial. Yo temblaba de miedo por desconocer el rito y apretando mis manos sobre la falda de mi vestido plateado bordado con capullos de rosas, caminé de prisa hasta los aposentos. Detrás me seguían el arzobispo, el representante del rey, mi hermano Carlos y algunos nobles de la delegación danesa. Tía Margarita se había adelantado y me aguardaba en la puerta de la recámara. Al verme llegar se anticipó a recibirme, rodeando mis hombros con su abrazo. Aquel gesto de consuelo y de cariño me trajo algo de serenidad. Todas las luces de los candelabros habían sido encendidas y los espesos cortinados habían sido cerrados. Después de que todos estuvimos dentro de la recámara nupcial, el arzobispo tomó un incensario y dispersó pequeñas columnas de humo sobre el gran lecho. Mortificada observaba el ritual. ¿Qué hacía yo allí? Un agradable olor a incienso dulcificaba la angustiosa atmósfera trayendo a mi memoria los besos de mi madre. ¿Por qué los había recordado en esos momentos? Tal vez ella estaba a mi lado con su pensamiento… Dicen que el corazón de una madre, por más lejos que se encuentre de sus hijos, presiente sus sufrimientos… Entonces le pedí su auxilio, le rogué su ayuda. Mi tía Margarita de Austria colocó sobre mi cabeza una corona de rosas... Nos hicieron recostar a los dos contrayentes sobre el lecho, vestidos con nuestros trajes de boda y después de permanecer unos minutos sobre él, solo mirando el artesonado del techo, ante la mirada de todos los presentes, al arzobispo expresó que ya estaba desposada. Desde ese momento me había convertido en reina de Dinamarca y de Noruega y ya no podía volver nada atrás... Unos días después, Mogens Goye partió con su escolta danesa rumbo a Holanda, desde donde embarcó junto a todos los nobles que lo habían acompañado, con destino a Dinamarca…

Las noches en la nao que me llevaba a Dinamarca se hicieron interminables. Dormía malamente y de modo interrumpido. Despertaba bañada en transpiración, asaltada por horribles pesadillas, siempre en el instante exacto en que sorprendía a mis hermanos marchándose de prisa sobre las olas del mar… Estaba convencida de que ellos venían conmigo… pero la congoja de no ver su imagen palpable me destrozaba el alma. ¿Por qué se marchaban en esos instantes en que tanto los necesitaba?

La flota danesa parecía por momentos ir a merced de los vientos o de las olas del mar. Zarandeándose de un lado al otro, nos sorprendió un nuevo día y un temporal que había comenzado a arreciar... Las nubes de borrascas parecían venir contra nosotros. La flota era sacudida por las violentas ráfagas y la fuerza del oleaje. Me asaltaba un desconcierto pavoroso. No me había dado cuenta de en qué momento el viento huracanado había obligado a plegar las velas de la nao y el constante subir y bajar de las olas había mareado a todo mi cortejo. El arzobispo, al igual que yo, permanecía inmutable. Nuestra conversación volvió a reiniciarse ese día, como en los anteriores…

—El tiempo, majestad, no se detiene y avanza tan deprisa como el viento... Ya se van a cumplir dos meses desde que mi delegación salió de Dinamarca para venir en vuestra búsqueda. Zarpamos desde Copenhague y cuando arribamos al puerto de Vere, en el mes de julio, nos dirigimos hacia Malinas.

Allí otra vez el arzobispo volvió a guardar silencio. Como tantas veces en nuestras conversaciones… Un silencio cómplice que parecía querer resguardar a su rey de algún lado oscuro de su vida.

—Es verdad, monseñor, el tiempo es implacable, pero también es sabio, porque lo arregla todo… ¿Y en Malinas qué aconteció?

—En Malinas, el emperador finalmente accedió a que os desposarais por poder con el representante de nuestro rey y a dejaros venir, majestad. De allí retornamos a Róterdam, donde vos habéis embarcado. Lo demás ya es la historia que vuestra majestad conoce.

—¿Por qué decís «finalmente», monseñor? ¿Acaso hubo algún instante durante la negociación imperial en que mi abuelo se negó a que yo viniese?

El arzobispo guardó silencio…

—Creo, monseñor, que algunas cosas aún me falta dilucidar —agregué como al descuido.

El prelado comprendió definitivamente que yo me refería a esos misteriosos interrogantes, poblados de espacios oscuros que se cernían sobre la vida del rey, mi esposo desconocido…

Isabel de Habsburgo

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