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Cuestión de esperar

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Lo imaginé fumando sin parar y bebiendo litros de café. Era Ambrosio, quien me llamó desde la cafetería de la esquina. —Es urgente —dijo con apremio—.

Abandonar la cama un domingo a las ocho de la mañana es un sacrificio que solo estoy dispuesto a hacer por él. Le dije que me diera veinte minutos, que ya bajaba. —Es urgente, —volvió a repetir en voz baja, como confesando un delito.

Me duché a toda prisa —Ambrosio no es paciente—. Si no llegaba en el tiempo convenido corría el riesgo de que no me esperara. Mientras me vestía me empecé a preguntar para qué me necesitaba. Son muchas las veces que lo he encontrado parado en mi puerta a cualquier hora del día o de la noche, temblando, como invadido por una fiebre incontrolable. Yo lo hago pasar, le doy un té y un comprimido, y lo dejo dormir todo el tiempo que quiera en el sofá. De ahí se levanta tranquilo y me cuenta sus planes. Luego desaparece y solo me llama cuando me necesita.

Cuando llegué estaba concentrado en la lectura. Le toqué el hombro con suavidad para no sobresaltarlo. “Menos mal llega, hombre” —me dijo y me cogió las manos ansioso. En las suyas el temblor había aumentado. El cenicero estaba lleno. “No pude dormir anoche. Es que no sé cómo deshacerme de Yesenia. “Tiene que ayudarme”.

Así que era eso. Pensé. Un nuevo asesinato, y como siempre yo tenía que planearlo. Le pedí que me describiera a la víctima. Su aspecto físico, sus rutinas, su carácter, sus defectos. Quería conocerla un poco. Darle forma en mi cabeza para justificar su fin. Me dijo que ella tenía rasgos campesinos. Una mujer común y corriente, cercana a los cuarenta. Pasada de kilos, ojos verdes, pelo castaño claro un poco descuidado. El problema era que Yesenia le era infiel al marido con un muchacho que les ayudaba en la carnicería.

—¿Y por qué la quiere matar? —le pregunté.

—A las mujeres infieles hay que matarlas, ¿no? Clavó los ojos en los míos y un recuerdo remoto me sacudió.

Traté de hacerlo razonar. Le dije que las cosas habían cambiado, que ahora las mujeres se escapaban con los amantes, incluso que hasta eran felices los tres. No lo convencí. Dijo tajante que Yesenia merecía morir y que si era ese mismo día, mejor.

Nunca antes se me había dificultado planear una muerte. Desde un veneno ingerido por un supuesto error, un falso asalto, una aparente bala perdida, hasta un vulgar estrangulamiento. Pero el asunto con Yesenia se me estaba volviendo personal. Por una razón desconocida esta mujer me simpatizaba. Tal vez porque se necesita mucho valor para serle infiel a un carnicero. Su único defecto, si enamorarse cabe en esa categoría, era el amor arriesgado que sentía por el ayudante del marido.

Con hambre es imposible pensar bien. Pedí unos huevos revueltos, dos panes y un café. Dos órdenes idénticas. Una para mí y otra para Ambrosio. Desayunamos en silencio. Primero el deber con el cuerpo y después el trabajo. Cuando terminamos nos ocupamos de Yesenia. Hicimos un listado de posibles maneras de darle muerte. Una a una las fuimos descartando. Algunas por muy evidentes, otras muy violentas, otras muy comunes.

La mañana avanzaba y no se me ocurría nada genial. Él empezaba a impacientarse. Me reprochó la falta de creatividad. “Debe ser porque es domingo” —le dije. “¿No se da cuenta que es la primera vez que no voy a misa por ayudarlo?” Se quedó mirándome, sopesando la veracidad de mi afirmación. Pensó tal vez que como él perdió la fe hace mucho tiempo y no la volvió a encontrar, a mí me pasaba lo mismo. Así como cuando éramos chicos y nos dolía la barriga al tiempo, o las muelas, o la cabeza.

Quise saber más detalles sobre Yesenia. Se quedó pensando. “Es muy glotona, por eso está gorda”. Entonces encontré la solución. “Mátela de hambre” —le dije. Me miró iracundo y respondió que no fuera pendejo, que eso estaba bien para le edad media pero no para estos tiempos.

—Usted no me ha entendido, hermano. Mándela para Venezuela. Allá se muere de hambre.

A Ambrosio se le iluminó el semblante. Me abrazó y se dispuso a marcharse. Le dije que almorzáramos juntos. No aceptó. Tenía afán por escribir el final. Dijo que esta vez la novela iba a ser todo un éxito.

Lo vi perderse calle abajo con el manuscrito bajo el brazo. La espalda encorvada, los pasos inseguros. Un reflejo desmejorado de mí mismo. Suspiré resignado. Los días para volver al “hogar de la luz” estaban contados. Solo era cuestión de esperar.

Hombre sin rotro

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