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En solo diez minutos

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Tomo la cartera y bajo apresurada los dos pisos que me separan de la calle. La entrevista es a las tres. Voy con tiempo de sobra pero prefiero llegar un poco adelantada. En esta ciudad de eternos trancones una nunca sabe. No me puedo dar el gusto de perder esta cita a la que me aferro con verdadera esperanza, luego de cuatro meses de buscar y buscar sin resultado alguno, de tocar puertas que nunca se abren, de esperar en vano una llamada. Al diablo con los libros de superación personal y autoayuda que he devorado en las tardes vacías en las que no pasa nada, salvo las horas con exasperante lentitud.

Al llegar a la carrera séptima empieza a lloviznar. Se me ha olvidado el paraguas y pienso descorazonada que mi pelo se va a arruinar y que luciré espantosa en la entrevista. Hurgo en el fondo del bolso y encuentro un gorro plástico de esos que regalan en las peluquerías para que en caso de lluvia el peinado no se eche a perder. Ahora llueve copiosamente y me veo obligada a buscar abrigo bajo un alero, mientras busco un taxi con la mirada. Una mujer de edad indefinible, desdentada y sucia se me acerca y me ofrece un volante publicitario. Instintivamente aprieto la cartera contra mi costado. Ella descifra en mis ojos la desconfianza que me genera pero sigue ahí con el brazo estirado, insistiendo en silencio. Cojo el papel por deshacerme de ella y lo guardo en el bolsillo de la chaqueta, hago señas al taxi que se aproxima. Subo, miro el reloj. He perdido por lo menos quince preciosos minutos. Le doy la dirección al taxista y de pronto me acuerdo del papel que aguarda en el bolsillo. Lo saco y leo: “cambie su vida en solo diez minutos”, las letras rojas danzan ante mis ojos. Debajo en letra más pequeña dice: “solo para mujeres”, y luego una dirección. Compruebo extrañada, que está cerca al apartamento donde vivo.

Movida por un impulso inexplicable le digo al taxista que he cambiado de opinión y que por favor me lleve a una nueva dirección. Él me mira fastidiado por el retrovisor y me pregunta que si estoy segura, y yo le digo que sí. Entonces hace un giro prohibido y se dirige hacia el sur. Al cabo de unos cuantos minutos frena con brusquedad y me anuncia que hemos llegado. Cobra la tarifa mínima y arranca a toda velocidad amenazando con salpicarme de barro.

La calle luce sucia y llena de charcos. Unos obreros de un taller de mecánica apostados en la esquina toman tinto. Hacen bromas entre ellos y lanzan piropos obscenos a las mujeres que pasan. Avanzo leyendo las nomenclaturas. La que busco está a mitad de la cuadra. Me sorprende esta edificación sencilla y moderna. Contrasta con tanta ruina y fealdad circundante. Entro y un olor familiar embriaga mis sentidos y en ese instante descubro que se trata de un centro médico. Tres mujeres están sentadas en la sala de espera. Me siento en una de las tantas sillas vacías. Tomo una revista y la hojeo al descuido sin leer algo en particular. Al momento, una voz monótona va llamando una a una a las tres mujeres. Finalmente llega mi turno y yo me pregunto quién le habrá dado mi nombre. La pregunta se me atora en la garganta y la joven enfermera me hace pasar al consultorio. Me señala el baño, dice que me desnude de la cintura para arriba y me ponga la bata. Luego desaparece.

Cuando salgo, el medico está sentado en el escritorio. Es un hombre de unos cuarenta años, apuesto y huele a loción para afeitar. Sin levantar la vista del computador donde escribe, me dice que tome asiento y empieza a llenar una ficha con mis datos. De forma mecánica hace las preguntas de rutina.

—¿Nombre?

—María de los Ángeles Bello —respondo.

—¿Edad?

—Veintiocho años.

—¿Estado civil?

—Soltera.

—¿Fuma?

—No.

—¿Bebe?

—No. Y casi no como —estoy a punto de decirle, acordándome que he tomado la “sana costumbre” de almorzar únicamente. Pero este hombre no parece estar para bromas, así que doy un lacónico “no” por respuesta.

—¿Ocupación?

—Secretaria —digo. ¿De qué serviría decir la verdad? ¿Que soy enfermera?, ¿que llevo meses desempleada porque el hospital donde trabajaba lo cerraron?

—Dígame señorita —dice, y por primera vez me mira a la cara. —¿En su familia hay personas que hayan padecido cáncer? Mi respuesta es un No rotundo.

El parece por fin interesarse en mi persona. Me mira fijo y me pregunta.

—¿Está segura?

Yo le sostengo la mirada.

—Sí, doctor. Segura. Lo único seguro que tenemos es la muerte, como decía mi madre —pienso, pero no lo digo.

Terminado el interrogatorio que ha abarcado hasta mis preferencias sexuales y métodos de planificación, me indica que suba a la camilla. Obedezco en silencio y cruzo mis brazos sobre el pecho como protegiéndome. Él me dice que los coloque a los costados, abre la bata y empieza a examinar mis senos. El contacto me sorprende. Así que este hombre de hielo tiene unas manos cálidas y suaves, pienso. Manos de cirujano, como otras que conocí. Tiempo pasado infortunadamente. ¿Qué pensaría el doctor si pudiera auscultar mis pensamientos? La idea casi me hace reír, pero él permanece concentrado en el minucioso examen. Luego, saca del bolsillo de la bata algo que parece un bolígrafo. Y en la base de mi seno izquierdo traza una línea y con un rapidísimo movimiento de la mano como en un truco de magia, lo que parecía un esfero se convierte en escalpelo. Las alarmas en mi cerebro se encienden pero ya es tarde. Con exquisita precisión, el cirujano corta siguiendo la línea que ha trazado. La sangre brota y ensucia la blancura de su bata. Grito y me incorporo. Estiro mis piernas entumecidas, me restriego los ojos tratando de borrar de la retina aquella imagen.

Por la ventana un rayito de sol enclenque y descolorido pretende calentar la tarde. Maldigo en voz alta por haberme quedado dormida. Contrariada me doy cuenta que he perdido la cita de trabajo. Entro al baño. Me quito la camiseta frente al espejo y muy despacio, como cumpliendo con una tarea ingrata, subo el brazo por encima de la cabeza y palpo. Y ahí bajo mi piel, incubando como el huevo de una serpiente letal y peligrosa, encuentro la única herencia que me dejó mi madre.

Hombre sin rotro

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