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Hombres sin rostro

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Solo después de su muerte la familia supo que la tía Aurora era una excelente pintora.

Era la mayor de cinco hermanas. Llegó al mundo dotada de una belleza extraordinaria que mis abuelos interpretaron como un regalo de Dios y fue la hija preferida hasta el día en que sin explicación ni razón le dio un “no” rotundo al único novio que tuvo.

Mi abuelo dejó de hablarle por meses, pero mi abuela no se lo perdonó nunca. Siempre dijo que una mujer bonita, sana y vital como ella no tenía derecho a negarle la felicidad al hombre que la había elegido como esposa y menos desobedecer a la santa madre iglesia el mandato divino de crecer y multiplicarse.

En la adolescencia, la tía Aurora no parecía darse cuenta de lo hermosa que era. La desconcertaba que las miradas masculinas se concentraran solo en ella como si las amigas de su misma edad o sus hermanas fueran invisibles. Pero lejos de sentirse halagada le fastidiaba. No entendía por qué los hombres la pretendían si ella no hacía ni el mínimo esfuerzo para atraerlos.

Las hermanas se casaron en cuanto llegaron a los dieciséis. Mientras tanto ella siguió viendo el mundo con esa mirada de perplejidad que tuvo toda la vida, asombrada y preguntándose las razones por las que las mujeres se afanaban tanto por dedicarle su vida a un hombre y a unas criaturas que les chupaban como sanguijuelas su tiempo, su libertad y sus energías.

Con el tiempo se quedó sola con los padres. Poco a poco y a medida que ellos envejecían, se hizo cargo de los asuntos domésticos. Todo lo manejó con mano diestra, menos los negocios de mi abuelo. Para él los asuntos de dinero estaban vedados al universo femenino.

Su tiempo de ocio lo dedicaba a leer novelas por entrega que venían en Vanity, una revista española de variedades femeninas que compraba todos los jueves. Aprendió a tejer, a hacer punto de cruz y a bordar, por correspondencia. Labores que en el colegio nunca quiso aprender a pesar de los esfuerzos que hicieron las monjas para moldearla y entregarle a la sociedad una mujer apta para el matrimonio.

No le faltaban pretendientes. Pero en cuanto alguno se acercaba con fines amorosos, ella lo sometía a un minucioso examen buscando los atributos físicos, morales y espirituales de los personajes de sus novelas y en seguida los descartaba sin piedad. Y así se fue convirtiendo en una mujer inaccesible.

Iba a cumplir los treinta cuando conoció a Mariano. Un hombre que frecuentaba la casa porque tenía negocios con mi abuelo. Ella lo encontró atractivo, elegante y refinado. Era lo más parecido al hombre que había soñado. Formalizaron el compromiso y el noviazgo se consolido con las cartas que intercambiaron por un año. Ella admiraba su caligrafía que revelaba una personalidad serena y confiable. A él lo enamoró el romanticismo de sus esquelas perfumadas.

Cuando llegó el día para acordar la fecha de la boda, Mariano viajo desde su ciudad. Ella lo esperaba con ansiedad con la idea de una boda de ensueño como las de los protagonistas de las novelas que leía. En la tarde, cuando el novio llegó, a la familia le extrañó que Aurora no saliera a saludarlo. Mi madre, que era la hermana más cercana la encontró encerrada en el cuarto, con fiebre y vomitando. Le preparó un té y se lo hizo tomar. Estaba convencida de que sufría una crisis de nervios por la proximidad del matrimonio.

Cuando se tranquilizó, salió del cuarto, saludo a Mariano con cortesía pero fría y distante, y sin preámbulos le dijo que lo liberaba del compromiso de casarse con ella. A la familia le dejó claro que no iba dar explicaciones ni a aceptar recriminación alguna. Había decidido que nunca iba a compartir su vida con ningún hombre. Al día siguiente volvió a la rutina diaria de la casa como si nada hubiera ocurrido. Soportó indiferente el silencio de mi abuelo y las miradas recriminatorias de mi abuela, hasta que con los años los recuerdos fueron perdiendo color.

Años más tarde, atascada en el tiempo y convencida de que por las grietas de la memoria las vivencias del pasado se van escurriendo poco a poco, le contó a mi madre que ese día lejano, mientras preparaba el cuarto de huéspedes para Mariano, había encontrado bajo el colchón una revista para adultos. Con la inocencia perdida, la tía Aurora descubrió que el matrimonio iba más allá de las escenas románticas que imaginaba leyendo Vanity y de los besos castos y los atardeceres tomados de la mano.

Después de su funeral, entré a su habitación. No lo hacía desde la época del colegio cuando me quedaba en casa de los abuelos y la buscaba para que me hiciera trenzas o me tejiera un gorro con sus manos blancas de dedos largos y delgados. Abrí los armarios repletos de vestidos que hacía años no usaba. Una fotografía ampliada dominaba el recinto. Su parecido con María Félix era asombroso.

De la mesa de noche tomé una llave y abrí un baúl antiguo. Había revistas de muchos años atrás organizadas por fechas. Las cartas de Mariano amarillentas y olorosas a moho estaban atadas con una cinta negra. Y en el fondo, encontré una gran cantidad de dibujos al carboncillo. Tantos, que alcanzaban para cubrir las paredes del cuarto. Todos eran de hombres desnudos. Ninguno de ellos tenía rostro.

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