Читать книгу Diecisiete instantes de una primavera - Yulián Semiónov - Страница 10
1 ¿QUIÉN ES QUIÉN?
ОглавлениеAl principio, Stirlitz no podía creerlo: en el parque cantaba un ruiseñor. El aire estaba helado, y aunque por los alrededores se advertían tímidos signos primaverales que recordaban ligeramente a una acuarela, la nieve aún permanecía compacta, sin ese elegante azul interno que precede siempre al deshielo nocturno.
Los viejos y poderosos troncos de los árboles eran negros; el parque olía a pescado recién congelado. Aún no se percibía el intenso olor a pino y a álamo temblón, podrido desde el año anterior y que acompaña siempre a la primavera; pero el ruiseñor cantaba con todas sus fuerzas: un torrente de trinos y cadencias, frágiles e indefensos en aquel parque sombrío y tranquilo.
Stirlitz recordó a su abuelo. El viejo barbudo de espesas cejas sabía hablar con los pájaros. Llamaba a los estorninos y se sentaba bajo un árbol para contemplarlos largo rato, hasta que sus ojos empezaron a parecerse a los ojos móviles de los pájaros, y estos no le tenían ya miedo alguno.
—Fiu, fiu, fiu —les silbaba su abuelo.
Ellos le respondían confiados, alegremente.
Con la puesta del sol, los troncos negros de los árboles volcaron sus sombras uniformes y lilas sobre la nieve blanca. «Se helará, pobrecito —pensó Stirlitz y, envolviéndose en el abrigo, regresó a la casa—. No es posible ayudarle; solo hay un pájaro que desconfía de la gente: el ruiseñor».
Consultó el reloj. Las siete en punto.
«Ahora vendrá —se dijo—. Siempre ha sido puntual. Le dije que viniera de la estación a través del bosque, para que no se encontrara con nadie. Esperaré. Es agradable esperar rodeado de tanta hermosura.»
Stirlitz recibía siempre a aquel agente allí, en la pequeña villa junto al lago. Aquella vivienda clandestina resultaba cómoda y tranquila, alejada de las miradas indiscretas, en medio de un bosque de robles. Durante tres meses estuvo pidiendo a Pohl, Obergruppenführer de las SS, la suma para comprarle la villa a los hijos de los bailarines de la Ópera muertos durante un bombardeo. Pedían mucho por ella, y Pohl, responsable de la política económica de las SS y del SD, se negaba categóricamente.
—¡Se ha vuelto usted loco! —decía—. Puede alquilar algo más modesto. ¿Por qué este afán de lujo? ¡No podemos despilfarrar dinero a tontas y a locas! ¡Es deshonesto actuar así con la nación que soporta el peso de la guerra!
Stirlitz tuvo que hacer venir a su jefe, Walter Schellenberg, del espionaje político del servicio de seguridad, Brigadenführer de las SS. Treinta y cuatro años, fino conocedor de la belleza, intelectual y hombre perspicaz, Schellenberg comprendía perfectamente que era imposible encontrar otro sitio mejor para entrevistarse con agentes de alto nivel. La compra se había realizado a través de testaferros, y un tal Bolsen, ingeniero jefe de Robert Ley, planta química del pueblo, obtuvo la autorización para utilizar la villa. Él mismo contrató a un guarda por un sueldo alto y buenas raciones extra. Bolsen era el Standartenführer de las SS Von Stirlitz.
Después de poner la mesa, Stirlitz conectó la radio. Londres transmitía una música alegre. La orquesta del norteamericano Glenn Miller ejecutaba una pieza de Sun Valley Serenade. Esta película le había gustado tanto a Himmler, que se compró una copia en Suecia. A partir de entonces la proyectaban con frecuencia en el sótano de Prinz-Albrecht-Strasse, sobre todo durante los bombardeos nocturnos, cuando no se podía interrogar a los detenidos.
Stirlitz llamó al guarda.
—Hoy puede irse a la ciudad, a ver a sus hijos —le dijo—. Venga mañana a las seis de la mañana, y si aún no me he marchado, hágame un café fuerte, lo más fuerte que pueda.
De Justas a Álex. Desde Berlín.
Información sobre fuerzas y efectivos de los grupos de ejércitos en el frente oriental durante el mes de febrero.
1. Grupo de ejércitos Curlandia | 20 divisiones |
Total | 232 000 |
Efectivos | 110 000 |
2. Grupo de ejércitos Norte | 28 divisiones |
Total | 384 000 |
Efectivos | 141 000 |
3. Grupo de ejércitos Vistula | 37 divisiones |
Total | 527 000 |
Efectivos | 280 000 |
4. Grupo de ejércitos Centro | 43 divisiones |
Total | 413 000 |
Efectivos | 191 000 |
5. Grupo de ejércitos Sur | 35 divisiones |
Total | 449 000 |
Efectivos | 143 000 |
Total de fuerzas | 2 005 000 |
Total de efectivos | 865 000 |
Fuente: teniente coronel del Ejército en la reserva.
JUSTAS
De Schwarz a Álex. Desde Viena.
Contenido: Fuerzas del ejército de reserva, con fecha de 2 de enero de 1945:
a) personal de reserva, incluidos los convalecientes | 546 000 |
b) personal permanente en las unidades de entrenamiento | 147 000 |
c) cadetes de las escuelas y cursos militares | 113 000 |
d) en los hospitales | 650 000 |
e) milicias populares | 205 000 |
f) unidades de guarnición | 18 500 |
g) otros servicios y unidades | 143 000 |
h) personal no clasificado | 310 000 |
Total | 2 132 500 |
Fuente: documentos taquigráficos del Estado Mayor.
SCHWARZ
De Greta a Álex.
Documentos obtenidos permiten calcular que, en enero de 1945, la industria de Alemania producía:
Municiones | 3 veces más que en 1941 |
Armamentos | 2 veces más que en 1941 |
Tanques | 7 veces más que en 1941 |
Aviones | 3 veces más que en 1941 |
Buques | 1 vez más que en 1941 |
Fuente: secretario del asesor de Speer, ministro de Planificación y Armamento del Reich.
GRETA
De Siegfried a Álex. Desde Copenhague.
Ayer, dos altos oficiales del SD subieron a bordo de un yate de bandera española. El yate, Azul del cielo, zarpó rumbo a Estocolmo. Los oficiales del SD, provistos con documentos de ingenieros hidrólogos, embarcaron en él. Fueron despedidos por Schellenberg, jefe del espionaje politico.
Fuente: funcionarios portuarios de la cuarentena.
SIEGFRIED
De Gisela a Álex. Desde Múnich.
A la sección local de seguridad llegan automóviles de altos oficiales de las SS. Aquí toman otros autos, casi siempre de marcas francesas o norteamericanas, y van a Suiza. Cinco de estos coches partieron ayer para Suiza.
Fuente: mecánico del servicio técnico de la zona fronteriza.
GISELA
De Thomas a Álex. Desde Leipzig.
El Handelsbank transfiere cada día considerables sumas de dinero a bancos españoles (no se ha podido averiguar a cuáles). De 100 000 a 400 000 marcos depositan los miembros del partido o sus esposas. Según los datos obtenidos, este dinero no puede pertenecerles.
Fuente: cajero del banco.
THOMAS
Todos estos datos, enviados a Álex, jefe del espionaje soviético, fueron verificados minuciosamente hasta donde resultó posible. El triple control confirmó la veracidad de las comunicaciones recibidas. Después, fueron enviadas a todos los miembros del Comité Estatal de Defensa.
El jefe del espionaje suponía, con razón, que en los próximos días tendría una tarea sumamente compleja, porque la situación se presentaba interesante, bastante complicada y con muchos interrogantes.
—Para cualquier imprevisto, póngase en contacto con la sección de radio —dijo a su secretario—. Que preparen una transmisión especial para Justas. Nada concreto: que espere una misión. Hay indicios que me hacen suponer que lo llamarán para llevarla a cabo. Estoy seguro de que la cumplirá y de que será la última.
(Del expediente del miembro del NSDAP,1 iniciado en 1930, Brigadenführer SS Krüger: «Ario genuino, fiel al Führer. Carácter nórdico, duro, sociable, trata bien a los amigos. Implacable con los enemigos del Reich. Hogareño. No ha tenido relaciones comprometedoras. En el trabajo es el maestro insustituible en su oficio…»)
Después de que los rusos irrumpieran en Cracovia en enero de 1945, y la ciudad, tan cuidadosamente minada, quedara intacta, Kaltenbrunner mandó llamar a Krüger, jefe de la Sección Oriental de la Gestapo.
—¿Tiene usted alguna justificación lo suficientemente objetiva para que el Führer pueda creerlo? —le preguntó Kaltenbrunner.
Aunque simplón y cándido en apariencia, Krüger esperaba aquella pregunta y tenía preparada su respuesta. Pero debía mostrar toda una gama de reacciones: quince años en las SS y en el partido le habían enseñado a actuar. Sabía que era tan inconveniente contestar enseguida como negar por completo su culpabilidad. Había aprendido la exactitud y el control de su conducta en todos los lugares y circunstancias. Hasta en su propia casa se descubría transformado en un hombre completamente distinto. Al despertarse por la noche, permanecía a veces durante largo rato con los ojos abiertos, escuchando el silencio: le parecía que incluso allí, en un cuarto oscuro, alguien de ojos fríos y serenos continuaba observando. Al principio hablaba con su mujer por la noche, en un susurro; pero, a medida que iban desarrollándose técnicas especiales de escucha —y Krüger mejor que nadie conocía sus éxitos—, dejó de decir en voz alta lo que a veces se permitía pensar. Hasta en el bosque, paseando con su mujer, callaba o le hablaba de nimiedades, porque le parecía que en el Centro ya habían inventado un aparato capaz de grabar a grandes distancias.
Así, paulatinamente, se había operado la transformación. El Krüger de antaño había desaparecido; en su lugar, y con la envoltura de un hombre conocido por todos, sin ningún cambio externo, existía otro, creado por el anterior, desconocido para todos, que no solo tenía miedo a decir las verdades, sino que temía incluso pensarlas.
—No —dijo Krüger con sentimiento, frunciendo el ceño y ahogando a duras penas un suspiro—, no tengo una justicación suficiente… Soy un soldado, la guerra es la guerra y no espero indulgencia alguna.
Jugaba con precisión. Sabía que mientras más severo fuera consigo mismo, más desarmaría a Kaltenbrunner. Nada hace rabiar tanto a un galgo como la huida de una liebre. Claro que Krüger ignoraba el comportamiento de un galgo ante una liebre que se detuviese en su carrera y levantara las patitas; pero conocía bien las relaciones dentro de las SS: cuanto mayor fuese el rigor con que se castigase a sí mismo, tanto más suave sería Kaltenbrunner o cualquier otro en su lugar.
—No se comporte como una mujer —replicó Kaltenbrunner, encendiendo un cigarro; Krüger comprendió que su línea de conducta había sido correcta: se había salvado. Había que analizar el fracaso para que no se repitiera jamás.
Krüger dijo:
—Obergruppenführer, sé que mi culpa es enorme. Pero quisiera que escuchara usted al Standartenführer Stirlitz. Estaba al tanto de nuestra operación, y puede confirmar que todo había sido preparado a conciencia. A él lo ascendieron, mientras que a mí…
—¿Qué tenía que ver Stirlitz con esta operación? —Kaltenbrunner se encogió de hombros—. Trabajaba en el servicio de espionaje y se ocupaba de otros asuntos en Cracovia.
—Sé que se ocupaba de una V-22 perdida, pero consideré que mi deber era informarle de todos los detalles de esta operación. Pensé que a su regreso le comunicaría al Reichsführer o a usted cómo habíamos organizado todo el asunto. Esperaba instrucciones adicionales de usted, pero nunca recibí nada.
—¿Estaba incluido Stirlitz en la lista de personas que debían conocer esta operación?
—No lo sé.
Kaltenbrunner llamó al secretario:
—Averigüe, por favor, si Stirlitz, de la sexta sección, estaba incluido en la lista de personas encargadas de llevar a cabo la operación Schwarzfeuer.
Cuando el secretario hubo salido, Krüger comprendió que había desviado demasiado pronto el golpe hacia Stirlitz y dio marcha atrás.
—Toda la culpa es mía —continuó, inclinando la cabeza y hablando en voz baja y con dificultad—. Para mí sería terrible que castigara usted a Stirlitz. Lo respeto profundamente como a un soldado leal. No tengo justificación, y solo podré expiar mi culpa con mi propia sangre en el campo de batalla.
—¿Y quién va a luchar contra los enemigos aquí? ¿Yo? ¿Solo? Es demasiado sencillo morir en el frente por la patria y por el Führer. Mucho más difícil es vivir aquí, bajo las bombas, y eliminar las inmundicias con hierro candente. ¡Aquí no solo se necesita valor, sino cabeza! ¡Y cabeza inteligente, Krüger!
Krüger comprendió que no lo enviarían al frente, que era el castigo más terrible. Terrible no por las balas rusas —por supuesto, él sería un oficial de alto rango en el frente—, sino, simplemente, porque conocía el odio feroz que los oficiales del Ejército tenían a los antiguos funcionarios del SD. Siempre buscaban un pretexto para someter a la gente del SD a los procesos del partido o a un tribunal militar, y allí no se podía esperar misericordia; las leyes del frente son las de la muerte…
El secretario abrió sigilosamente la puerta y puso sobre la mesa de Kaltenbrunner varias carpetas delgadas. Kaltenbrunner las ojeó y, tras una exclamación de asombro, dijo:
—Gracias. Averigüe, por favor, si Stirlitz visitó a los jefes después de su regreso de Cracovia y, si lo hizo, con quién se entrevistó. Averigüe, además, qué problemas se discutieron.
—Ya lo he hecho —dijo el secretario—, por si acaso. A su regreso, Stirlitz comenzó a trabajar inmediatamente en el asunto del transmisor estratégico que envía informaciones a Moscú…
Krüger se acordó de cuando escuchó en Cracovia la conversación, grabada, que sostuvo el coronel del Ejército, Berg, con el general Neubuth, en la que el coronel pedía que lo mandaran al frente. Krüger decidió imitarlo: imaginó que, como todas las personas crueles, Kaltenbrunner sería muy sentimental.
—Sin embargo, Obergruppenführer, pido su permiso para ir a primera línea de combate.
—Siéntese —dijo Kaltenbrunner—y no se comporte como una Gretchen. Hoy puede descansar, pero mañana escríbame detalladamente, paso a paso, todo lo relativo a la operación. Ya pensaremos después dónde mandarlo. Hay poca gente y mucho trabajo, Krüger. Mucho trabajo.
Cuando Krüger se hubo retirado, Kaltenbrunner llamó a su secretario:
—Revise todo lo concerniente a Stirlitz en los dos últimos años, pero de modo que no se entere Schellenberg. No hay por qué alarmarse: Stirlitz es un funcionario valioso y un hombre valiente, no debemos arrojar sobre él ninguna sombra de sospecha. Simplemente, es un chequeo mutuo y de rutina entre compañeros… Prepare también una orden para Krüger: lo mandaremos como segundo jefe de la Gestapo a Praga, que ahora es un lugar caliente.
12-2-1945 (18 H 38 MIN)
«—Pastor, ¿qué cree usted que predomina en el ser humano, el hombre o la bestia?
»—Creo que en el hombre están equilibrados a partes iguales.
»—No puede ser.
»—Solo puede ser así.
»—No.
»—De lo contrario, uno de los dos ya habría vencido hace mucho tiempo.
»—Ustedes nos reprochan que apelamos a los bajos instintos y relegamos lo espiritual a un plano secundario. Lo espiritual es verdaderamente secundario. Lo espiritual crece como los hongos con la levadura.
»—¿Y en este caso cuál es la levadura?
»—La ambición. Lo que ustedes llaman lujuria, yo lo llamo un deseo sano de acostarse con una mujer y hacerle el amor. Ser el primero en el trabajo es una sana aspiración. Sin estas aspiraciones, habría cesado el desarrollo de la humanidad. La Iglesia ha hecho muchos esfuerzos por frenar este desarrollo. ¿Comprende usted a qué periodo de la Iglesia me refiero?
»—Sí, sí, por supuesto, lo conozco. Conozco perfectamente ese periodo, pero también conozco otras cosas. No veo la diferencia entre sus opiniones sobre el hombre y las que tiene sobre el Führer.
»—¿De veras?
»—Sí. Él ve en el hombre una bestia ambiciosa. Sana, fuerte y ansiosa de ganarse el espacio vital.
»—No se da usted cuenta de lo equivocado que está; el Führer no ve en cada alemán solo una bestia, sino una bestia rubia.
»—Pero usted ve en cada hombre una bestia en general.
»—Veo en cada hombre su procedencia. Y el hombre procede del mono. El mono es una bestia.
»—Aquí es donde divergen nuestras ideas. Usted cree que el hombre procede del mono, pero no ha visto el mono del que surgió el hombre, ni tal mono le ha dicho nada sobre el asunto. No lo ha palpado, no puede palparlo. Usted lo cree, porque tal creencia corresponde a su formación espiritual.
»—¿Acaso Dios le ha dicho a usted que él creó al hombre?
»—Por supuesto que no, nadie me ha dicho nada y no puedo demostrar la existencia de Dios. Es imposible de demostrar; solo se puede creer en él. Usted cree en el mono, yo creo en Dios. Usted cree en el mono, porque ello corresponde a su formación espiritual; yo creo en Dios, porque ello corresponde a la mía.
»—Está usted tergiversando las cosas. No creo en el mono. Creo en el hombre.
»—Que procede del mono. Usted cree en el mono, en el hombre. Yo creo en Dios, en el hombre.
»—Y ese Dios, ¿está en cada hombre?
»—Por supuesto.
»—Pero, ¿dónde está en el Führer? ¿Dónde está en Goering? ¿Dónde está en Himmler?
»—Es una pregunta difícil. Estamos hablando sobre la naturaleza humana. Claro que en cada uno de esos villanos se pueden encontrar las huellas del ángel caído. Pero, desgraciadamente, toda su naturaleza se sometió hasta tal punto a las leyes de la crueldad, necesidad, mentira, bajeza y violencia, que en ellos prácticamente no queda ya nada humano. Pero, en principio, no creo que el hombre, al nacer, traiga necesariamente consigo la maldición de su descendencia del mono.
»—¿Por qué la maldición de la descendencia del mono?
»—Hablo mi propio idioma.
»—Entonces, ¿se puede aprobar la ley de Dios de aniquilar a los monos?
»—Probablemente no.
»—Constantemente evita usted, de una manera muy moral, contestar las preguntas que me atormentan. No me dice ni «sí» ni «no», pero a todo hombre que busca la fe le gusta lo concreto: un solo «sí» y un solo «no». Usted siempre ofrece «sí-no», «mejor dicho, no», y todos los matices semánticos del «sí». Y esto es lo que odio profundamente; no tanto su método, como su práctica.
»—Usted desaprueba mi práctica. Está claro… Sin embargo, usted, en la práctica, al fugarse del campo de concentración, se dirigió a mí concretamente. Sería interesante saber cómo lo explica.
»—Simplemente, demuestra una vez más que en cada hombre, como usted dice, existe lo divino y lo simiesco. Si en mí hubiera predominado lo divino, no me habría dirigido a usted. No me habría escapado, habría aceptado morir a manos de los verdugos de las SS y les habría ofrecido mi otra mejilla para despertar en ellos algo humano. Ahora bien, si usted hubiera caído en sus manos, me pregunto si habría ofrecido la otra mejilla o hubiera tratado de evitar el golpe.
»—¿Qué significa ofrecer la otra mejilla? De nuevo proyecta usted mi alegoría bíblica sobre la maquinaria real del Estado nazi. Una cosa es poner la mejilla en la parábola, que, como ya le he dicho, se trata de una alegoría de la conciencia humana, y otra cosa es caer en la maquinaria que no te pregunta si ofreces o no la otra mejilla. Significa caer en una maquinaria que, por principio, por su misma idea, carece de conciencia. Naturalmente que a una máquina, a una piedra en el camino o a una pared contra la que uno choca, no se les puede tratar como si fueran seres vivientes.
»—Pastor, me resulta embarazoso preguntárselo. Tal vez me meta en uno de sus secretos, pero la señora Eisenstadt me dijo… Quizá lo dejó escapar sin darse cuenta, y no me atrevo a hacerle la pregunta… ¿Es cierto que, en una ocasión, fue detenido usted por la Gestapo?
»—¿Qué puedo responderle? Sí, estuve allí.
»—Comprendo. No quiere abordar el tema, porque es un asunto delicado. Pero, ¿no cree usted, pastor, que, después de la guerra, sus feligreses le tendrán poca confianza?
»—Tantas personas han sido detenidas y encerradas en las cárceles de la Gestapo…
»—¿Y si alguien les dijera que su pastor era enviado como provocador a las celdas de los otros presos que no regresaron? Los que volvieron, como usted, son pocos entre millones… Sus feligreses no lo creerán. ¿A quién, entonces, predicará la verdad?
»—Por supuesto que empleando esos métodos se puede aniquilar a cualquiera. En ese caso, nada podría mejorar mi situación.
»—¿Y qué haría usted?
»—Pues lo negaría. Lo negaría hasta más no poder, lo negaría hasta que me oyeran. Y si no me oyeran, moriría interiormente.
»—Interiormente. O sea, que seguiría siendo un hombre vivo, de carne y hueso, ¿no?
»—El Señor juzga. Si hubiera de seguir así, seguiría siéndolo.
»—Su religión, ¿se opone al suicidio?
»—Eso me impediría suicidarme.
»—¿Qué hará sin la posibilidad de predicar?
»—Creeré sin predicar.
»—¿No ve usted otra salida: trabajar como los demás, por ejemplo?
»—¿Qué entiende usted por «trabajar»?
»—Cargar piedras para construir los templos de la ciencia, por ejemplo.
»—Si un hombre que se ha graduado en teología solo puede servir a la sociedad cargando piedras, no tengo nada más que decirle. En este caso, lo mejor es volver al campo de concentración e incinerarse en el crematorio…
»—Solamente le digo «en caso de». Me interesa oír sus conjeturas; es decir, la proyección de sus ideas hacia el futuro.
»—¿Le parece a usted que un hombre que se dirige a los feligreses con un mensaje espiritual es solo un vago y un charlatán? ¿No cree que realiza un trabajo? Para usted, el trabajo es cargar piedras, pero yo creo que el trabajo espiritual no solo debe ser considerado como cualquier otro trabajo, sino que es particularmente importante.
»—Soy periodista, y mis artículos fueron condenados al ostracismo por parte de los nazis y de la Iglesia ortodoxa.
»—Fueron condenados por la Iglesia ortodoxa, por la sencilla razón de que usted interpretaba al hombre de manera incorrecta.
»—Yo no interpretaba al hombre. Mostraba el mundo de ladrones y prostitutas que vivían en los tugurios de Bremen y Hamburgo. El Estado de Hitler lo consideró una calumnia vil a la raza superior, mientras que la Iglesia lo consideró una calumnia al hombre mismo.
»—No tenemos miedo a las verdades de la vida.
»—¡Sí que lo tienen! Yo mostraba cómo estas personas trataban de acudir a la Iglesia y cómo la Iglesia los rechazaba. Hasta los feligreses los rechazaban, y el pastor no podía oponerse a ello.
»—Por supuesto que no. No lo critico a usted por la verdad. No lo critico porque haya mostrado esa verdad. Tenemos opiniones distintas en los pronósticos del futuro del hombre.
»—Pastor, ¿no le parece que en sus respuestas no es usted un pastor, sino un político?
»—Lo que pasa es que usted me juzga con sus propios patrones. Me ve en una sola dimensión política. De igual modo se podría ver en la regla logarítmica un objeto para clavar clavos. Con la regla es posible hacerlo, porque tiene longitud y una masa conocida. Pero esa es su décima o vigésima función. Lo que importa es que con su ayuda se pueden hacer cálculos y no solo clavar clavos.
»—Pastor, le estoy haciendo preguntas, pero usted me clava a mí los clavos sin contestarme. Muy hábilmente, hace que pase de plantear las preguntas a tener que contestarlas. ¿Por qué dice usted que está fuera del combate, cuando participa en él?
»—Es cierto. Estoy en el combate y, efectivamente, estoy en guerra, pero yo lucho contra la guerra misma.
»—Usted discute de un modo muy materialista.
»—Discuto con un materialista.
»—Entonces, ¿puede usted combatirme con mis propias armas?
»—Me veo obligado a hacerlo.
»—Escuche… En nombre del bien de sus feligreses, necesito que se ponga en contacto con mis amigos. Le confiaré la dirección de mis camaradas. Pastor, usted no traicionará a los inocentes…»
Tras oír la grabación, Stirlitz se levantó rápidamente y se alejó hacia la ventana para no encontrarse con la mirada de quien el día antes había pedido ayuda al pastor y ahora sonreía maliciosamente escuchando su voz, tomando coñac y fumando ávidamente.
—¿No tenía cigarros el pastor? —preguntó Stirlitz sin volver la cabeza.
Estaba junto a la enorme ventana, que ocupaba toda la pared, y veía cómo los cuervos se peleaban en la nieve disputándose el pan. El guardia recibía ración doble de comida, y le gustaban mucho las aves. No sabía que Stirlitz pertenecía al SD, y estaba completamente convencido de que la villa era propiedad de homosexuales o magnates financieros: nunca había estado en ella una sola mujer, y cuando se reunían hombres, hablaban en voz baja, y sus comidas y bebidas eran exquisitas. Casi siempre, norteamericanas y de primera calidad.
—Sí, casi me vuelvo loco por falta de tabaco. El viejo hablaba en exceso, y estuve a punto de ahorcarme por no poder fumar.
El agente se llamaba Klaus. Lo habían reclutado dos años antes. Él mismo lo había pedido: antiguo corrector tipográfico, ansiaba sensaciones fuertes. Trabajaba artísticamente, desarmando a sus interlocutores con la sinceridad y la brusquedad de sus opiniones. Se le permitía hablar de todo, pero su trabajo debía dar resultados y ser rápido. Stirlitz, que había estudiado bien a Klaus, le tenía más miedo en cada nueva entrevista.
«¿No estará enfermo? —pensó una vez—. La sed de traición es de algún modo una enfermedad. Es curioso: Klaus en modo alguno se ajusta a Lombroso.3 Es más terrible que todos los criminales que he visto, pero parece tan decente y encantador…»
Stirlitz volvió a la mesa, se sentó frente a Klaus y le sonrió.
—Bien —dijo—, entonces, ¿está usted seguro de que el viejo le arreglará los contactos?
—Sí, ese problema está resuelto. Me encanta trabajar con intelectuales y curas. ¿Sabe?, es tremendo ver cómo un hombre va a la muerte. A veces me gustaría decirle a alguno: «¡Detente, estúpido! ¿Adónde vas?».
—Creo que no vale la pena hacerlo —dijo Stirlitz—; sería poco razonable.
—¿No tendrá usted conservas de pescado? Me vuelvo loco si no como pescado. Es el fósforo, ¿sabe? Las células nerviosas lo necesitan…
—Le conseguiré buenas conservas de pescado. ¿Cuáles quiere?
—Me gustan en aceite.
—Entiendo. ¿De qué producción? ¿Nuestra o…?
—«O» —rio Klaus—. Aunque no sea patriótico, me gustan mucho las comidas y bebidas de Norteamérica y Francia.
—Le conseguiré una caja de genuinas sardinas francesas. El aceite es de oliva, muy picante. Un montón de fósforo… ¿Sabe?, ayer examiné su expediente…
—Pagaría lo que fuera por verlo, aunque fuese con un solo ojo…
—No crea que es tan interesante… Resulta impresionante que usted hable, se ría o se queje de dolor de hígado, si tenemos en cuenta que ha llevado a cabo hace poco una ardua operación. Sin embargo, su expediente es aburrido: informes y más informes. Todo se ha mezclado: sus denuncias, las denuncias contra usted. No, no es interesante… Es curioso lo otro: calculé que, según sus informes, y gracias a su iniciativa, fueron arrestadas noventa y siete personas. Nadie dijo nunca nada sobre usted. Nadie. Y en la Gestapo los trabajaron con bastante dureza…
—¿Por qué me habla de eso?
—No lo sé… Trato de analizar. ¿Le dolió alguna vez cuando detuvieron a la gente que antes lo había ayudado a usted?
—¿Usted qué cree?
—No lo sé.
—Tampoco yo. Creo que me sentía fuerte al enfrentarme con ellos… Me interesaba la lucha. Lo que les ocurría después, no lo sé… ¿Qué nos ocurrirá después a nosotros, a todos nosotros?
—Es verdad —convino Stirlitz.
—Después de nosotros, el diluvio… Además, los nuestros son cobardes, envidiosos, delatores. Todos son así. Es imposible ser libre entre esclavos… Entonces, ¿no es mejor ser el más libre entre los esclavos? Todos estos años he gozado de total libertad espiritual.
Stirlitz preguntó:
—Dígame, ¿quién visitó al pastor anteayer por la noche?
—Nadie…
—Alrededor de las nueve…
—Se equivoca —dijo Klaus—. En todo caso, de los suyos no vino nadie; yo estaba allí completamente solo.
—Tal vez visitaron al pastor… Mis hombres no pudieron ver sus caras.
—¿Vigilaban ustedes la casa?
—Por supuesto. Todo el tiempo. Entonces, ¿está usted seguro de que el viejo trabajará para usted?
—Puede apostar su cuello a que lo hará. En general, siento vocación de opositor, de tribuno, de líder. La gente se somete a mi empuje y a la lógica del razonamiento…
—Bien. Es usted estupendo, Klaus. Pero no se jacte en exceso. Ahora, vayamos al trabajo… Durante varios días vivirá usted en una de nuestras casas. Después, le espera un trabajo serio, que no tiene relación conmigo.
Stirlitz decía la verdad. Los colegas de la Gestapo habían pedido prestado a Klaus durante una semana. En Colonia habían sido capturados dos pianistas4 rusos en pleno trabajo, junto al receptor. Como no hablaban, había que mandar a su celda al hombre adecuado. Imposible encontrar a uno mejor que Klaus. Stirlitz había prometido buscarlo.
—Tome una hoja de papel de la carpeta gris —dijo Stirlitz— y escriba lo siguiente: «¡Standartenführer! Estoy terriblemente cansado. Mis fuerzas están al borde del agotamiento. He trabajado honradamente, pero no puedo más. Quiero descansar».
—¿Para qué todo eso? —preguntó Klaus, firmando la carta.
—Creo que no le vendría mal irse una semana a Innsbruck —contestó Stirlitz, alargándole un fajo de billetes—. Allí funciona un casino, y las jóvenes esquiadoras, como siempre, se deslizan por las montañas. Sin esta carta no podré conseguirle una semana de felicidad.
—Gracias —respondió Klaus—, pero tengo bastante dinero…
—Nunca está de más. ¿Sí o no?
—Claro que no —convino Klaus, guardándose el dinero en el bolsillo trasero del pantalón—. Dicen que ahora cuesta mucho curar la gonorrea. —Se rio.
—Trate de recordarlo otra vez: ¿no lo vio nadie en casa del pastor?
—No tengo nada que recordar. Nadie me vio.
—Me refiero incluso a nuestra gente.
—Es posible que me hayan visto si vigilaban la casa, pero no lo creo. No vi a nadie.
Stirlitz recordó que, una semana antes, él mismo lo había vestido de presidiario, antes de fabricar el espectáculo de hacer desfilar a los presos a través de la aldea donde ahora vivía el pastor Schlag. Recordó la cara de Klaus en aquella ocasión: sus ojos eran un poema de bondad y valor; había asumido el papel que debía desempeñar. Entonces, Stirlitz le había hablado de modo diferente; era un santo el que estaba sentado junto a él en el automóvil: la cara luminosa, la voz afligida, y precisa cada una de las palabras que pronunciaba.
—Esta carta la enviaremos de camino a su nueva casa —dijo Stirlitz—. Escriba otra al pastor, para no despertar sospechas. Intente escribirla usted mismo. No le molestaré, voy a hacer más café.
Klaus cogió una hoja de papel.
—«La honradez supone la acción —comenzó a leer, sonriendo—. La fe está basada en la lucha. La prédica de la honradez, unida a la inacción total, es una traición a los feligreses y a sí mismo. El hombre puede perdonarse su propia falta de acción, pero la posteridad, jamás. Por eso no puedo perdonarme mi inacción. Es peor que la traición. Me voy. Justifíquese si puede. Que Dios le ayude». ¿Qué tal está? ¿Bien?
—Magnífico. Dígame, ¿alguna vez juega usted a sí mismo?
—Naturalmente. Llevo una vida de miles de años, pues trabajando con uno u otro hombre, juego a mí mismo; no al que está sentado ante usted, sino a uno distinto, desconocido para mí mismo, sorpresivo, guapo, valiente, fuerte.
—¿Nunca ha intentado escribir?
—No. Si pudiera, tal vez me habría convertido… —Klaus calló de pronto y miró furtivamente a Stirlitz.
—Continúe, muchacho. Hablamos con sinceridad, ¿no es cierto? ¿Ha querido usted decir que si supiera escribir tal vez empezaría a trabajar para nosotros?
—Algo por el estilo.
—No por el estilo —rectificó Stirlitz—, sino precisamente eso.
¿No es así?
—Sí.
—¡Muy bien! ¿Qué sentido tiene mentirme? No tiene sentido alguno. Tome su güisqui y vayámonos. Ya ha oscurecido y creo que pronto empezarán los bombardeos.
—¿Está lejos la casa?
—En el bosque, a 10 kilómetros. Allí hay tranquilidad; dormirá hasta manana.
Ya en el automóvil, Stirlitz preguntó:
—¿Dijo algo sobre el excanciller Brüning?
—Lo puse en mi informe. —Enseguida se encerró en sí mismo—. Temí apretar demasiado…
—Actuó bien. ¿Tampoco habló de Suiza?
—Tampoco.
—Bien. Lo abordaremos por otro lado. Lo importante es que estuviera de acuerdo en ayudar a un comunista. ¡Vaya un pastor! Stirlitz mató a Klaus de un tiro en la sien. No le dijo —como suele ocurrir en las películas— por qué lo mataba ni en nombre de quién. Estaban en la orilla del lago cuando la aviación aliada comenzó el bombardeo. Era una zona prohibida, pero Stirlitz sabía exactamente que el puesto de guardia más cercano se encontraba a dos kilómetros. Durante el bombardeo no se oyó el golpe seco del disparo de pistola. Calculó que Klaus caería directamente al agua desde una plataforma de hormigón donde antes se pescaba, y que no quedarían huellas de sangre en el lugar. De todos modos, esto no era importante: por la noche llovía y nevaba. De aquí que no fuese comprometido el hecho de que, de momento, quedara algo de sangre.
Klaus cayó al agua como un saco. Stirlitz arrojó la pistola al lugar donde había caído el cuerpo. La versión del suicidio por agotamiento nervioso había sido elaborada de modo convincente (las cartas fueron escritas por el mismo Klaus). Luego se quitó los guantes y se dirigió a su automóvil a través del bosque. Estaba a 40 kilómetros de Am Dorf. Allí vivía el pastor Schlag. Stirlitz calculó que estaría en su casa dentro de una hora. Lo había previsto todo, incluyendo la posibilidad de la coartada del tiempo.
Del Centro a Justas:
¿Sabe algo de los contactos nazis con los diplomáticos occidentales en Estocolmo? Si lo sabe, ¿de qué se trata? ¿Qué puede decirnos de Kleist, colaborador de Ribbentrop?
De Justas al Centro:
En mi opinión, por ahora son imposibles los contactos serios de los nazis con Occidente. Según orden de Hitler, el Reichsführer SS Himmler declaró que castigaría con la pena de muerte a todos los traidores que trataran de establecer contacto con los aliados. El doctor Kleist es un confidente de la Gestapo en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Como se ha podido averiguar, en el pasado no tuvo ninguna relación seria con Occidente. Su misión en Estocolmo estaba relacionada con problemas de protocolo y, de acuerdo con mis datos, no se le ha ordenado establecer relaciones con los aliados.
JUSTAS
Ernst Kaltenbrunner, jefe del Servicio de Seguridad del Reich (SD), hablaba con fuerte acento vienés, que él sabía que irritaba al Führer y a Himmler. Por ello, durante algún tiempo recibió clases de un prestigioso fonetista para hablar en genuino Hochdeutsch,5 pero sin éxito: amaba Viena, respiraba a través de Viena y no lograba imponerse hablar en Hochdeutsch ni una hora al día para sustituir su dialecto vienés, alegre, aunque, en verdad, algo vulgar. Últimamente, Kaltenbrunner había dejado de imitar a los alemanes y hablaba con todos del modo en que debía hablar: en vienés. Con los subordinados ni siquiera hablaba el vienés, sino un dialecto de Innsbruck. Los austriacos de las montañas hablaban de una manera totalmente distinta y a veces le gustaba a Kaltenbrunner desconcertar a sus colaboradores, quienes tenían que preguntar el significado de una palabra incomprensible para ellos y se sentían extremadamente confusos, desorientados.
—No Siblitz, sino Stirlitz —rio, al teléfono, Kaltenbrunner—. En nuestro personal no hay ningún Siblitz, y sus agentes no me interesan. Sí, por favor, y, a ser posible, rápido. Gracias. Lo espero.
Miró al Obergruppenführer SS Müller, jefe de la Gestapo, y dijo:
—No quisiera despertar en usted quimeras de sospecha en relación con unos compañeros de partido y lucha común, pero los hechos dicen lo siguiente. Primero: Stirlitz, aunque de manera indirecta, tiene algo que ver con el fracaso de la operación en Cracovia. Estaba allí, pero la ciudad, por una extraña conjunción de circunstancias, quedó intacta, cuando debió volar por los aires. Segundo: investigaba la desaparición de una V-2, pero no la encontró; lo cierto es que desapareció, y ruego a Dios que se haya hundido en los pantanos del Vístula… Tercero: también ahora se ocupa de varios problemas relacionados con el Arma de la Venganza, y aunque de momento no se puede hablar de fracasos, tampoco vemos éxitos, ni avances, ni victorias evidentes. Ocuparse de los problemas no solo significa detener a los descontentos. También significa ayudar a los que razonan con precisión y con visión de futuro. Cuarto: el transmisor portátil que, a juzgar por la clave, trabajaba para el servicio de espionaje estratégico de los bolcheviques, y del que se ocupaba Stirlitz, sigue funcionando en los alrededores de Berlín. Me sentiría feliz, Müller, si usted, de inmediato, sin esperar a que nos traigan sus papeles, pudiera refutar mis sospechas. Simpatizo con Stirlitz, y me gustaría que usted desmintiera con pruebas documentales estas sospechas que han surgido en mí de improviso.
Müller había trabajado toda la noche, le zumbaba la cabeza, y respondió sin sus toscas bromas habituales.
—Nunca he recibido información negativa sobre él. En nuestro trabajo nadie está a salvo de errores y fracasos.
—¿Debo con ello interpretar que estoy en un terrible error?
En la pregunta de Kaltenbrunner había acentos duros, que Müller, a pesar del cansancio, supo captar.
—Bueno… —replicó, titubeando—: Cuando aparece una sospecha debe analizarse en profundidad; si no, ¿para qué sirve el departamento? Podrían considerarnos unos vagos que simplemente quieren evadir el frente. ¿Tiene algunos hechos más? —preguntó Müller.
Kaltenbrunner tosía y se tapaba la boca con la mano. El tabaco le hizo toser durante largo rato, su cara se tornó azul, y las venas del cuello se le hincharon y amorataron.
—No sé qué decirle… —dijo, secándose las lágrimas—. Pedí que se grabaran sus conversaciones con mi gente durante varios días. Los que gozan de mi plena confianza hablan abiertamente sobre lo trágico de la situación, critican la estupidez de nuestros militares, el cretinismo de Ribbentrop, llaman idiota a Goering y maldicen la terrible suerte que nos espera a todos si los rusos entran en Berlín… En cambio, Stirlitz responde: «Tonterías, todo va bien, la situación es normal». El amor a la patria y al Führer no consiste en mentir a los compañeros de trabajo. Me pregunto si no será un idiota. Tenemos a muchos estúpidos que repiten ciegamente los galimatías de Goebbels. Pero no, no es un idiota. ¿Por qué, entonces, no es sincero? Desconfía de todos, o teme o planea algo y quiere que todos lo vean inmaculado. ¿Qué es lo que planea? Todas sus operaciones tienen una salida al extranjero, hacia los neutrales… Me pregunto: ¿regresará de allí? Y si vuelve, ¿no se habrá aliado allí con la oposición o con otros canallas? Y no soy capaz de contestarme en sentido positivo o negativo.
Müller preguntó:
—¿Quiere ver su expediente o me lo llevo?
—Lléveselo —respondió Kaltenbrunner con astucia, pues ya había tenido tiempo de estudiar todos los materiales—. Tengo que ir a ver al Führer enseguida.
Müller miró a Kaltenbrunner interrogativamente. Esperaba que le diera noticias frescas del búnker, pero Kaltenbrunner no dijo nada. Tiró de la gaveta inferior de la mesa, sacó una botella de Napoleón, acercó la copa a Müller y preguntó:
—¿Bebió mucho anoche?
—Nada en absoluto.
—¿Y por qué tiene los ojos enrojecidos?
—No he dormido. Mucho trabajo en Praga. Nuestros hombres están vigilando las organizaciones clandestinas. En las próximas semanas ocurrirán allí cosas interesantes.
—Krüger será una gran ayuda para usted. Es magnífico, aunque de poca imaginación. Tome coñac, le levantará el ánimo.
—Al contrario, el coñac me deprime. Me gusta el vodka.
—Este no lo deprimirá —sonrió Kaltenbrunner—, Prosit!
Se lo bebió de un golpe, y la nuez de Adán le subió rápidamente, como la de un alcohólico.
«No lo hace mal —pensó Müller, bebiéndose lentamente su coñac—. Seguro que ahora se servirá la segunda copa.»
Kaltenbrunner encendió un Karo, cigarrillo fuerte y barato, y preguntó:
—¿Otra?
—Gracias —dijo Müller—. Con mucho gusto. Es bueno de verdad este coñac.
1 Nationalsozialistische Deutsche Arbeiter Partei o «Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán», conocido como Partido Nazi, fundado en Múnich en 1920.
2 Vergeltungswaffe 2 o «Arma de la Vengaza 2», misil balístico alemán diseñado por Wernher von Braun durante la segunda guerra mundial. Llevaba una tonelada de explosivo y se empleó principalmente contra Bélgica y Gran Bretaña.
3 Cesare Lombroso (1835-1909), psiquiatra y criminólogo italiano, uno de los padres de la Nuova Scuola criminalística, que atribuía a cuestiones genéticas y fisionómicas las motivaciones de los delitos.
4 Operadores clandestinos de radio.
5 Registro del alemán literario.