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2 «¿POR QUIÉN ME TOMAN?». LA MISIÓN
Оглавление(Del expediente del miembro del NSDAP desde 1938, Obersturmbannführer SS Holtoff, cuarta sección de la Dirección de Seguridad: «Ario genuino. Carácter cercano al nórdico, fuerte. Mantiene buenas relaciones con los compañeros. Buenos índices en el trabajo. Deportista. Implacable con los enemigos del Reich. Soltero. No ha tenido relaciones comprometedoras. Condecorado por orden del Führer y felicitado por el Reichsführer SS…»)
Stirlitz había decidido terminar hoy más temprano, para trasladarse de Prinz-Albrecht-Strasse a Nauen. Allí, en el bosque, en la bifurcación de caminos, se encontraba el pequeño restaurante de Paul, y, lo mismo que uno o cinco años atrás, el hijo de Paul, Thomas el Cojo, conseguía milagrosamente la carne de cerdo y ofrecía a sus habituales clientes el verdadero eisbein con col o, en el peor de los casos, conejo fresco con remolacha encurtida.
Cuando cesaban los bombardeos, era como si la guerra no existiera. Igual que antes, se oía en el tocadiscos la voz grave de Bruno Warnke, cantando: «¡Oh, qué maravilloso era estar allí, en Müggelsee…!».
Pero Stirlitz no había logrado aún salir. Entró Holtoff y dijo:
—Estoy confuso. O mi detenido tiene una enfermedad mental o tenemos que mandárselo a ustedes, a los del espionaje, porque habla igual que esos cerdos ingleses de la radio.
Stirlitz fue al despacho de Holtoff y estuvo allí sentado hasta las siete, escuchando los gritos histéricos de un astrónomo detenido dos días antes en Wansee. Distribuía octavillas escritas por él mismo. El texto era distinto en cada una de ellas. Holtoff alargó a Stirlitz una carpeta. Stirlitz empezó a revisar las hojas arrancadas de una libreta escolar: «¡Alemanes, abrid los ojos! ¡Nuestros locos líderes nos llevan al desastre! ¡El mundo nos maldice! ¡Poned fin a la guerra, rendíos!». Eran de este tenor en su mayor parte. Las había más cortas: «¡Nos dirigen unos maníacos! ¡NO a Hitler! ¡SÍ a la paz!».
Y ahora, sentado en un taburete atornillado al suelo, el astrónomo gritaba por enésima vez:
—¡No puedo más! ¡No puedo, no puedo! ¡Quiero vivir, simplemente vivir! ¿Entiende usted esto? ¡En la monarquía, en el capitalismo, en el bolchevismo! ¡No puedo más! ¡Me ahogan su ceguera, estupidez y locura!
—¿Quién te ordenaba escribir las proclamas? — repetía Holtoff, metódicamente, en voz baja—: Esa porquería no se te puede haber ocurrido a ti. ¿Quién te transmitía los textos? Tu mano era dirigida por una voluntad ajena, enemiga, ¿verdad? ¿Con qué enemigos te has puesto en contacto, dónde y cuándo?
—¡Nunca me he puesto en contacto con nadie! ¡Si tengo miedo de hablar hasta conmigo mismo! ¡Tengo miedo de todo! —gritaba el astrónomo—. ¿Acaso ustedes no tienen ojos? ¿Acaso no entienden que todo está perdido? ¡Estamos perdidos! ¿Acaso no entienden que cada nueva víctima es ya un acto de auténtico sadismo? ¡Ustedes repetían constantemente que vivían en nombre de la nación! ¡Están condenando a morir a niños desgraciados!
¡Son fanáticos, fanáticos ávidos que conquistaron el poder! ¡Están bien alimentados, fuman cigarros caros y beben café! ¡Déjennos vivir como personas y no como esclavos enmudecidos! —De pronto, el astrónomo quedó inmóvil, se secó el sudor de la frente y concluyó en voz baja—: O, mejor, mátenme aquí rápidamente. Es preferible volverse loco a comprender nuestra impotencia, y la estupidez de una nación que ustedes han convertido en un cobarde rebaño…
—Espere —dijo Stirlitz—. Un grito no es un argumento. ¿Tiene algunas proposiciones concretas?
—¿Cómo? —preguntó el astrónomo, asustado.
La voz tranquila de Stirlitz, su manera de hablar sin prisa y sonriendo ligeramente, causaron en el astrónomo una impresión contraria: en la cárcel se había acostumbrado a los gritos y a los puñetazos en la cara. Uno se acostumbra con rapidez y pierde la costumbre lentamente.
—Le pregunto: ¿cuáles son sus proposiciones concretas? ¿Cómo debemos salvar a los niños, mujeres y ancianos? ¿Qué propone usted? Siempre es más fácil criticar y renegar. Mucho más difícil resulta proponer un programa razonable de acción.
—Rechazo la astrología. —Tras quedar pensativo durante largo rato, el astrónomo continuó lentamente—. Pero admiro la astronomía. Me quitaron la cátedra en Kiel…
—¿Por eso eres tan rencoroso, perro? —gritó Holtoff.
—Espere —dijo Stirlitz, frunciendo el ceño con irritación—. No hay que gritar… Continúe, por favor.
—Vivimos en el año del Sol intranquilo. Las explosiones de las protuberancias, la transmisión de una energía solar excesiva influye en los cuerpos celestes, y los planetas y estrellas influyen, a su vez, en nuestra pequeña humanidad…
—Por lo que veo —le interrumpió Stirlitz—, usted ha elaborado algún horóscopo. ¿Por eso está tan nervioso?
—Un horóscopo es un fenómeno intuitivo, tal vez hasta genial, pero no convincente. No, me baso en una hipótesis corriente y nada genial que intente presentar las relaciones recíprocas de cada habitante de la Tierra con el cielo y el Sol… Esta correlación me permite con mayor exactitud y sensatez evaluar lo que está ocurriendo en mi patria…
—Me gustaría que tratásemos el tema más detalladamente—dijo Stirlitz—. Creo que ahora mi compañero le permitirá volver a su celda para que descanse un par de días. Después, reanudaremos nuestra conversación.
Cuando se llevaron al astrónomo, Stirlitz dijo:
—Hasta cierto punto es irresponsable de sus actos, ¿no lo ve? Los científicos, escritores y artistas son irresponsables a su modo. Hay que tratarlos de manera distinta, porque viven una vida propia inventada por ellos. Manda a este tonto a nuestro hospital para que lo examinen. Tenemos demasiado trabajo como para perder el tiempo con charlatanes irresponsables, aunque, tal vez, de talento. Si hubiera paz, lo mandaríamos a un campo de concentración. Allí se reeducaría y luego sería útil al Reich y a la nación trabajando en un instituto o en una cátedra. Pero ahora…
—Habla como un auténtico inglés de la radio londinense. O como un maldito socialdemócrata ligado a Moscú.
—Los hombres inventaron la radio para escucharla. Bueno, él la ha escuchado demasiado. No, esto no es serio. A nosotros, la inteligencia no nos interesa. Sería bueno verlo dentro de varios días, simplemente para tantearlo y saber si es un científico de verdad o solo un loco. Si es un científico serio, veremos a Müller, o a Kaltenbrunner, para pedirles que le den buenas raciones de comida y lo manden a las montañas donde ahora está la flor y nata de nuestra ciencia. Que trabaje allí; enseguida dejará de hablar, cuando no haya bombardeos, sino mucho pan con mantequilla y tenga su casita cómoda en las montañas, en un bosque de pinos… ¿No cree?
Holtoff sonrió.
—Con una casita en las montañas, mucho pan con mantequilla y ni un solo bombardeo, nadie protestaría.
Stirlitz miró a Holtoff con atención, hasta que este no pudo soportar su mirada y comenzó a cambiar apresuradamente los papeles de su mesa de un lugar a otro. Después, dirigió a su subordinado una sonrisa franca y amistosa.
15-2-1945 (20 H 30 MIN)
«Documento taquigráfico de una reunión con el Führer.
»Estaban presentes Keitel, Jodl, Havel, enviado del Ministerio de Asuntos Exteriores, Reichsleiter Bormann, Obergruppenführer SS Fegelein, representante del Cuartel General del Reichsführer SS, el ministro de Industria Speer, también el almirante Foss, el capitán de corbeta Ludde-Neurat, el almirante Von Putkammer, ayudantes y taquígrafas.
»Bormann: ¿Quién está haciendo ruido por ahí? ¡Molesta! Silencio por favor, señores militares.
»Putkammer: Pedí al coronel Von Belof que me diera datos acerca de la situación de la Luftwaffe en Italia.
»Bormann: No se trata de esto. Todos hablan al mismo tiempo y hacen un ruido constante y fastidioso.
»Hitler: A mí no me molesta. Señor general, en el mapa aún no han marcado los cambios recientes en Curlandia.
»Jodl: Mi Führer, no se ha fijado usted; aquí están las correcciones de la mañana de hoy.
»Hitler: El mapa tiene las letras demasiado pequeñas. Gracias, ahora lo veo.
»Keitel: El general Guderian insiste de nuevo en evacuar nuestras divisiones de Curlandia.
»Hitler: Es un plan insensato. Ahora las tropas del general Rendulitsch que se quedaron en la retaguardia de los rusos, a 400 kilómetros de Leningrado, atraen de 40 a 70 divisiones rusas. Si retiramos nuestras tropas de allí, cambiará enseguida la correlación de fuerzas alrededor de Berlín y no a favor nuestro, como cree Guderian. En caso de retirar nuestras tropas de Curlandia, por cada división alemana en Berlín tendremos, por lo menos, tres divisiones rusas.
»Bormann: Hay que ser un político sensato, señor mariscal de campo…
»Keitel: Soy militar y no político.
»Bormann: En este siglo de guerra total son nociones inseparables.
»Hitler: Para evacuar a las tropas que se encuentran ahora en Curlandia, necesitaríamos, por lo menos, seis meses, teniendo en cuenta las experiencias de la operación en Libau. Es ridículo. Tenemos horas, unas horas para conquistar la victoria, basándonos en hechos reales y no en invenciones quiméricas. Todo el que pueda ver, analizar y sacar conclusiones debe responderse una sola pregunta: ¿es posible una victoria cercana? No pido que la respuesta sea ciega y categórica. No me convence una fe ciega; busco una fe capaz de ver. Jamás el mundo ha conocido una unión tan paradójica y contradictoria como la coalición de los aliados. Las ideas raras, las aspiraciones, elementos y caracteres diferentes solo pueden coexistir sin perjuicio en una situación sin salida. Me refiero a un campo de concentración donde, como se dice, viven perfectamente en una barraca, por ejemplo, nuncios papales, ateos comunistas y radicales franceses junto a conservadores británicos. Una situación sin salida engendra unión. Es una unión de desesperados, una unión sin esperanzas y sin objetivos. Mientras que los objetivos de Rusia, Inglaterra y los Estados Unidos son diametralmente opuestos, nuestro objetivo está claro para todos nosotros. Mientras ellos se mueven dirigidos por las diferencias de sus aspiraciones ideológicas, a nosotros nos mueve una sola aspiración a la que hemos subordinado nuestra vida. Mientras que las contradicciones de ellos aumentarán cada día más, nuestra unidad tiene ahora, como nunca antes, aquella solidez por la que luché durante muchos años en esta campaña grande y difícil. Sería utópico ayudar a destruir la alianza de nuestros enemigos por vías diplomáticas o por otras. Utópico en el mejor caso, si no es logrando que manifiesten pánico y pierdan toda perspectiva. Solamente asestándoles golpes militares, demostrando la fortaleza de nuestro espíritu y nuestro poderío inagotable, aceleraremos el término de esta coalición, que se derrumbará con el estampido de nuestros cañones victoriosos. Nada impresiona tanto a las democracias occidentales como la demostración de fuerza. Nada disipa tanto la embriaguez de Stalin como la confusión de Occidente por un lado y nuestros golpes por el otro. Tengan en cuenta que ahora Stalin tiene que hacer la guerra no en los bosques de Briansk o en los campos de Ucrania. Ahora tiene a sus tropas en territorio de Polonia, Rumanía, Hungría. Al establecer contacto directo con la “no patria”, los rusos ya están debilitados, hasta cierto punto, desmoralizados. Pero mi máxima atención no está dirigida a los americanos. ¡Dirijo mi mirada a los alemanes! ¡Solo nuestra nación puede y debe alcanzar la victoria! En estos momentos, todo el país se ha convertido en un campamento militar. Todo el país: hablo de Alemania, Austria, Noruega, parte de Hungría e Italia, un territorio considerable de los protectorados de Bohemia y Moravia, Dinamarca y parte de Holanda. Este es el corazón de la civilización europea. Es la concentración del poderío material y espiritual. En nuestras manos ha caído el material de la victoria. De nosotros, los militares, depende ahora en qué medida y con qué rapidez se utilice este material en nombre de nuestra victoria. Créanme: después de los primeros golpes demoledores de nuestros ejércitos, la coalición de los aliados se derrumbará. Los intereses egoístas de cada uno de ellos prevalecerán sobre el análisis estratégico del problema. Propongo lo siguiente para acercar la hora de la victoria: que el VI Ejército Pánzer SS comience la contraofensiva en Budapest, protegiendo de esta manera la seguridad del baluarte sur del nacionalsocialismo de Austria y Hungría, por un lado, y preparando la salida a los flancos rusos, por el otro. Recuerden que precisamente allí, en el sur, en Nagykanizsa, tenemos setenta mil toneladas de petróleo. El petróleo es la sangre que corre por las arterias de la guerra. Prefiero entregar Berlín antes que perder este petróleo que me garantiza la inexpugnabilidad de Austria y su unidad con los millones de hombres de la agrupación italiana de Kesselring. Continúo: el grupo de ejércitos Vístula, reuniendo las reservas, llevará a cabo una contraofensiva determinante en los flancos rusos utilizando para esto el campo de operaciones de Pomerania. Al romper la defensa de los rusos, las tropas del Reichsführer SS llegarán a su retaguardia y tomarán la iniciativa. Apoyados por la agrupación de Stettin, cortarán en dos el frente de los rusos. Para Stalin el problema del transporte de las reservas es grave. Las distancias están en su contra y a nuestro favor. Siete líneas de defensa que protegen Berlín —y prácticamente lo hacen inaccesible— nos permiten alterar los cánones del arte militar y transportar al oeste un grupo considerable de tropas desde el sur y desde el norte. Tendremos margen. Stalin necesitará dos o tres meses para reagrupar las reservas, nosotros necesitaremos cinco días para trasladar los ejércitos; las distancias en Alemania nos permiten hacerlo, desafiando las tradiciones de la estrategia.
»Jodl: De todas maneras, sería deseable coordinar este problema con las tradiciones de la estrategia…
»Hitler: ¿Qué quiere decir con eso, Jodl?
»Jodl: Creo que todo esto es muy sabio y perspicaz, pero me permito expresar mi desacuerdo solo en lo siguiente: que no deben coordinarse los detalles de este plan con las tradiciones de la ciencia militar.
»Hitler: No se trata de detalles, sino del conjunto. Al fin y al cabo, los problemas particulares siempre pueden resolverse en los estados mayores por los grupos limitados de especialistas. Los militares tienen más de cuatro millones de personas organizadas en un poderoso puño de resistencia. La tarea consiste en convertir ese poderoso puño de resistencia en el golpe demoledor de la victoria. Estamos ahora en las fronteras de agosto de 1938. Nuestra industria militar produce cuatro veces más armamento que en 1939. Nuestro Ejército es dos veces mayor que en 1939. Nuestro odio es terrible y la voluntad de vencer, inmensa. Les pregunto: ¿acaso no ganaremos la paz a través de la guerra? ¿Acaso el éxito militar no engendra el éxito político? Les ruego que me preparen para mañana proposiciones concretas, señor mariscal de campo.
»Keitel: Sí, mi Füher. Prepararemos el plan general y, si usted lo aprueba, comenzaremos a precisar todos los detalles.»
Al llegar al estado mayor de Himmler, el Obergruppenführer SS Fegelein, cuñado de Hitler, le informó sobre la reunión en el búnker.
—Cualquier solución política del problema —dijo— está rechazada categóricamente por el Führer.
—¿Cómo aceptaron su plan los militares? —preguntó Himmler.
—Con ironía. Aunque parezca raro, precisamente los militares han llegado ahora a la firme convicción de que el resultado de la guerra no puede decidirse por más caminos que los políticos.
—¿Capitulación? —preguntó Himmler pensativo.
—¿Por qué necesariamente capitulación? Negociaciones…
(Del expediente del miembro del NSDAP desde 1933, Standartenführer SS Von Stirlitz, sexta sección de la Dirección de Seguridad: «Ario genuino. Carácter nórdico, sólido. Buenas relaciones con los compañeros de trabajo. Cumple su deber de forma intachable. Implacable con los enemigos del Reich. Excelente deportista: campeón de tenis de Berlín. Soltero; no ha tenido relaciones comprometedoras. Condecorado por el Führer. Obtuvo felicitaciones por parte del Reichsführer SS…»)
Stirlitz llegó a su casa a las siete, cuando apenas había empezado a oscurecer. Le gustaba esta época del año: casi no había nieve y, por las montañas, el sol alumbraba las cumbres de los pinos como si hubiera llegado el verano y fuera posible irse a Müggelsse y permanecer allí todo el día pescando o durmiendo en una silla plegable.
Aquí, en Babelsberg, muy cerca de Potsdam, vivía ahora solo en su pequeña villa. Su ama de llaves se había marchado la semana antes a Turingia, a las montañas, a casa de su sobrina. La mujer no pudo soportar más las interminables incursiones aéreas: los nervios le fallaban.
La hija del dueño de la taberna El Cazador hacía ahora la limpieza. Era jovencita, muy espabilada y bella. «Debe de ser de Sajonia —pensaba Stirlitz mientras observaba cómo la muchacha manejaba una gran aspiradora para limpiar la alfombra de la sala—. Tiene el cabello negro y ojos azules. Habla con acento berlinés, pero seguro que es de Sajonia».
Stirlitz miró su reloj pasado de moda y pensó: «Ya hay que cambiarlo. Si este Longines adelantara o atrasara, podría acostumbrarme; pero a veces atrasa y otras adelanta. No sirve para nada».
—¿Qué hora es? —preguntó Stirlitz.
—Cerca de las siete.
Stirlitz sonrió: «Una criatura feliz… Puede permitirse decir “cerca de las siete”. La gente más feliz de la Tierra es la que puede manejar su tiempo sin temor a las consecuencias. Pero ella habla con acento berlinés, estoy seguro. Incluso con un poco del dialecto de Mecklemburgo…».
Al oír el ruido del automóvil que se acercaba, pidió:
—Niña, vete a ver quién ha llegado.
Oyó el sonido de la puerta al abrirse. Asomándose al pequeño despacho en que estaba sentado él en un sillón junto a la chimenea, la muchacha dijo:
—Es un señor de la Policía.
Stirlitz se levantó, se estiró y fue a la antesala. Allí estaba el Unterscharführer SS con una gran cesta en la mano.
—Standartenführer, su chófer ha enfermado y he venido a traerle su ración.
—Gracias —dijo Stirlitz—. Póngala en la fresquera. La muchacha le ayudará.
No acompañó al Unterscharführer cuando abandonó la casa. No abrió los ojos hasta que la muchacha, que había vuelto al despacho silenciosamente, le dijo en voz baja desde la puerta:
—Si herr Stirlitz lo desea, puedo quedarme también por la noche.
«Es la primera vez que ve tanta comida junta—pensó—. Pobre.»
Stirlitz se estiró de nuevo y contestó:
—No hace falta. Puedes coger la mitad del salchichón y el queso sin necesidad de eso.
—Oh, no, herr Stirlitz —contestó ella—. No es por la comida…
—¿Estás enamorada, estás loca por mí? Sueñas con mi pelo canoso, ¿verdad?
—Los hombres canosos son los que más me gustan en el mundo.
—Está bien, niña, seguiremos hablando de las canas. Después de que te cases. ¿Cómo te llamas?
—Marie. Ya le dije: Marie.
—Sí, sí, perdóname, Marie. María Magdalena. Todas vosotras, las pequeñas Marie, sois pecadoras, ¿no? Coge el salchichón y deja de coquetear. ¿Qué edad tienes?
—Diecinueve.
—Oh, una muchacha ya adulta. ¿Hace mucho que llegaste de Sajonia?
—Sí. Desde que mis padres se mudaron para aquí.
—Bien, Marie, vete a descansar. Temo que empezará el bombardeo y tendrás miedo de caminar cuando comience.
La muchacha se fue. Stirlitz cubrió las ventanas con pesadas cortinas para que no se vieran las luces y encendió la lámpara de la mesa. Se agachó junto a la chimenea y notó de repente que los leños habían sido colocados precisamente como a él le gustaba: formando un pocito, y la corteza de abedul estaba lista en un rústico platillo azul.
«No le hablé nunca de esto… O sí… Se lo dije. De todos modos, la niña tiene memoria —pensó encendiendo la corteza—. Pensamos en los jóvenes como lo hacían los maestros viejos. Visto desde fuera, debe de ser muy ridículo. Yo mismo me he acostumbrado a considerarme un viejo: cuarenta y cinco años…»
Esperó a que el fuego empezara a lamer con avidez los leños de abedul, se acercó a la radio y la encendió. Una emisora de Moscú: estaban transmitiendo viejas novelas. Stirlitz recordó la vez que Goering dijo a sus hombres: «No es patriótico escuchar la radio enemiga, pero a veces me gustaría tanto oír las tonterías que dicen de nosotros». Fue entonces cuando Stirlitz comprendió que Goering era un cobarde estúpido: la información de que él escuchaba la radio enemiga llegaba de sus criados y de su chófer, reclutados por Müller. Si el «Nazi número 2» trataba de excusarse de esta manera, evidenciaba con ello su cobardía y la total inseguridad en el día de mañana. Stirlitz, en cambio, pensaba que no valía la pena ocultar que oía la radio enemiga. Al contrario, debería simplemente comentar del modo más adecuado las transmisiones del enemigo, ridiculizarlas y hacer bromas groseras. A buen seguro esto impresionaría a Himmler, quien no se distinguía por ninguna excesiva sutileza de razonamiento.
La novela terminó con una suave música de piano. La voz lejana del locutor moscovita (por lo visto, un alemán) comenzó a decir las frecuencias en que se transmitía los miércoles y los viernes. Stirlitz anotó las cifras: era una clave para él. Lo había esperado ya durante seis días. Apuntaba las cifras en una columna alineada. Eran muchas, y el locutor, tal vez temiendo que no tuviera tiempo de anotarlas, las leyó nuevamente.
Y otra vez volvieron a escucharse las maravillosas novelas rusas.
Stirlitz sacó del armario un tomito de Montaigne, tradujo las cifras en palabras y las relacionó con el código oculto entre las sabias verdades del grande y sereno pensador francés.
Después de descifrar el radiograma, quemó la hojita llena de cifras y palabras, mezcló la ceniza con la de la chimenea y bebió un poco más de coñac.
«¿Por quién me toman? —pensó—. ¿Por un genio o por el Todopoderoso? Es imposible…»
Le sobraban razones para pensar así. La orden que le habían transmitido a través de la radio moscovita decía:
De Álex a Justas:
De acuerdo con nuestros datos, en Suecia y Suiza fueron vistos altos oficiales del SD y de las SS que trataron de entrar en contacto con agentes de los aliados. En Berna, los hombres del SD trataron de establecer contacto con la gente de Allen Dulles. Debe usted averiguar lo siguiente: qué significan estos esfuerzos, 1) una desinformación, 2) una iniciativa personal de los altos jefes del SD, 3) el cumplimiento de una misión del Centro.
En el caso de que estos funcionarios del SD y de las SS estén cumpliendo una misión de Berlín, es necesario aclarar quién les encomendó esta misión. Más concretamente: quién, de entre los dirigentes máximos del Reich, busca contactos con Occidente.
ÁLEX
«Justas» era el nombre en clave del Standartenführer Stirlitz, conocido en Moscú como el coronel Maxim Maximóvich Isaiev estrictamente por los tres jefes de la seguridad del Kremlin.
Seis días antes de que Stirlitz recibiera este mensaje cifrado, Stalin había leído los últimos informes de los agentes soviéticos. Llamó a su dacha al jefe de la inteligencia y le dijo:
—Solamente los principiantes en política pueden considerar que Alemania está definitivamente agotada y que, por lo tanto, no es peligrosa. Alemania es un resorte contraído hasta el límite que debe y solo puede ser vencida aplicando por ambos lados esfuerzos igual de poderosos. En caso contrario, si la presión por un lado se convierte en apoyo, el resorte, al liberarse, puede asestar un golpe en dirección contraria. Será un golpe fuerte: primero, porque el fanatismo de los hitlerianos continúa siendo enorme; y segundo, porque el potencial militar de Alemania está lejos de agotarse. Por esta razón, todos los esfuerzos de un acuerdo entre los fascistas con los posibles antisoviéticos de Occidente deben ser analizados por usted como tarea número uno. Naturalmente —continuó Stalin—, debe usted darse cuenta de que las figuras principales en estas posibles negociaciones por separado serán, lo más probable, los más cercanos colaboradores de Hitler que tengan autoridad en el aparato del partido y frente al pueblo. Estos colaboradores cercanos deben convertirse en el objetivo de su observación más atenta. Sin duda alguna, los colaboradores del tirano, que está al borde de la derrota, van a traicionarlo para salvar sus vidas. Es un axioma en cualquier juego político. Si usted pierde de vista estos eventuales procesos, cargará con la culpa. La Checa es implacable —agregó Stalin, empezando a fumar sin prisa—. No solo con los enemigos, sino también con quienes ofrecen a los enemigos una oportunidad para la victoria, con intención o sin ella.
En algún sitio lejano comenzaron los aullidos de las sirenas de alarma aérea y enseguida los ladridos de los cañones. La planta eléctrica interrumpió el suministro de luz. Stirlitz permaneció durante largo rato junto a la chimenea, observando cómo serpenteaban las llamitas azules sobre los tizones negros y rojos.
«Si cierro la chimenea —pensó perezosamente—, dentro de tres horas estaré dormido para siempre. Expiraré, por así decirlo, en paz…»
Esperó hasta que los tizones se pusieron totalmente negros, sin las serpenteantes llamitas azules. Después, cerró el tiro de la chimenea, encendió la gran vela colocada en el cuello de una botella de champán y le maravilló el dibujo extraño de la cera en torno a la botella. Había encendido tantas velas allí que la botella era un recipiente raro, lleno de protuberancias como ánforas antiguas, pero blanco y rojo. Stirlitz encargaba especialmente velas de colores a sus amigos que viajaban a España; luego, les regalaba estas extraordinarias botellas de cera.
Se oyeron cerca dos fuertes estampidos continuos.
«Bombas de explosión —determinó—. Buenas bombas. Los muchachos bombardean bien. Pero que muy bien. Sería terrible que me mataran en los últimos días. Los nuestros no encontrarían ni las huellas. Por regla general, es lamentable morirse en el anonimato. Sashenka —vio de pronto la cama de su mujer—. Sashenka y mi pequeño Sasha.1 Ahora no puedo morirme. Hay que salir vivo a toda costa. Es más fácil vivir solo, porque no es tan terrible morir. Y después de ver a mi hijo, es monstruoso morir. Los idiotas escriben en sus novelas: “murió tranquilo en los brazos de sus seres queridos”. Nada hay más horrendo que morir en brazos de los hijos, verlos por última vez, sentirlos cerca y saber que uno se va para siempre, que es el final y la oscuridad, y desgracia para ellos.»
Una vez, en una recepción de la Embajada soviética, en Unter den Linden, él y Schellenberg conversaron con un joven diplomático soviético. Sombríamente, según su manera habitual, escuchaba la discusión del ruso con el jefe de los servicios secretos políticos sobre el derecho del hombre a creer en amuletos, palabras mágicas u otras supercherías, lo cual, según la expresión del secretario de la Embajada eran «necedades de los salvajes». En esta alegre discusión, Schellenberg, como siempre, obraba con tacto, inteligencia y suavidad. Stirlitz se enfureció viéndolo arrastrar al ruso a la disputa.
«Lo ha provocado —pensó—. Quiere conocer al enemigo. Donde mejor se conoce el carácter de un hombre es en la discusión y Schellenberg sabe hacerlo como nadie.»
—Si en este mundo todo está claro para usted —continuó Schellenberg—, entonces, por supuesto, tiene derecho a rechazar la fe del hombre en la fuerza de un amuleto. Pero, ¿resulta todo tan claro para usted? No es cuestión de ideología, sino de física, de química, de matemática…
—¿Qué físicos y qué matemáticos comienzan a solucionar un problema colgándose un amuleto en el cuello? —se acaloraba el secretario de la Embajada—. Eso no tiene sentido.
«Debió de terminar con la pregunta —se dijo Stirlitz— pero no resistió y se contestó a sí mismo. En la discusión es importante preguntar; es ahí donde se ve al contraagente. Además, siempre es más complicado responder que preguntar.»
—¿Y si el físico o el matemático se ponen el amuleto, pero no lo dicen? —preguntó Schellenberg—. ¿O rechaza usted esa posibilidad?
—Sería ingenuo rechazarla. La categoría de posibilidad es la paráfrasis de la noción de perspectiva.
«Bien contestado —se dijo Stirlitz—. Ahora debería responder al golpe. Preguntar, por ejemplo: ¿no está usted de acuerdo? Pero no preguntó y otra vez ofreció la posibilidad de ser golpeado.»
—¿Entonces es probable que el amuleto entre también en la categoría de la posibilidad? ¿O está usted en contra?—sonrió Schellenberg.
Stirlitz acudió en su ayuda.
—La parte alemana ha vencido en la discusión —afirmó—. Sin embargo, en aras de la verdad, debo decir que a las preguntas brillantes de Alemania, Rusia daba respuestas no menos brillantes. Hemos agotado el tema, pero no sé lo que hubiéramos hecho si la parte rusa hubiese tomado la iniciativa en el ataque, haciendo preguntas…
«¿Has entendido, hermanito?», preguntaban los ojos de Stirlitz y, al ver cómo se tensaban de repente los músculos faciales del diplomático ruso, se percató de que su lección había sido comprendida. «No te irrites, querido amigo —pensaba, mirando al muchacho que se alejaba—. Mejor que lo hiciera yo y no otro. Pero tienes razón al hablar así de los amuletos. Cuando estoy muy mal y me lanzo al riesgo con ojos abiertos, y mis riesgos siempre son mortales, me pongo en el pecho un amuleto: el medallón donde guardo un mechón de pelo de Sashenka. Tuve que tirarlo porque era demasiado ruso y compré uno alemán, pesado, intencionalmente ostentoso, pero el mechón de pelo dorado y blanco de Sashenka está conmigo y es mi amuleto».
Hacía veintitrés años, en Vladivostok, había visto a Sashenka por última vez, antes de partir a cumplir una misión encomendada por Yerzinski entre los rusos blancos exiliados, primero a Shanghái y después, a París. Pero, desde aquel día terrible, lejano y ventoso, su imagen vivía en él; ya convertida en parte de sí mismo, se había disuelto en él, era una parte de su propio yo.
Se acordó del inesperado encuentro con su hijo en Cracovia, ya casi de noche. Se acordó de la llegada de Grishanchikov a su hotel y de cómo hablaban en un susurro, con la radio puesta, y de lo atormentador que había sido alejarse del lado de su hijo que, por la voluntad del destino, había escogido también su camino. Stirlitz sabía que su hijo estaba ahora en Praga y que debía salvar esta ciudad de la aniquilación de la misma forma en que él y el mayor Torbellino habían salvado Cracovia. Sabía lo sumamente difícil que le era ahora llevar a cabo su tarea, pero comprendía también que cualquier esfuerzo por ver a su hijo —el viaje de Berlín a Praga solo duraba seis horas— podía exponerlo al peligro.
Se levantó y, cogiendo la vela, se acercó a la mesa. Sacó varias hojas de papel y las extendió como los naipes de un solitario. En una de ellas dibujó un hombre alto y gordo. Deseó escribir abajo
«Goering», pero no lo hizo. En la segunda hoja dibujó la cara de Goebbels, en la tercera, un rostro duro con una cicatriz: Bormann. Después de reflexionar unos instantes, escribió en la cuarta hoja «Reichsführer SS». Era el cargo de su jefe, Heinrich Himmler.
Apartando las otras, Stirlitz acercó la hoja en la que había dibujado a Goering y comenzó a trazar círculos y cuadrados solo comprensibles para él. Los unió con líneas: dos gruesas, una fina y otra intermitente apenas visible.
Si un agente se encuentra en el Centro de acontecimientos importantísimos, debe ser un hombre infinitamente emocional, hasta sensitivo como un actor; pero tiene que cubrir por completo esta desnudez emocional con sangre fría y una lógica implacable.
En las noches en que, muy raras veces, Stirlitz se permitía sentirse como Isaiev, se hacía estos razonamientos: ¿qué significa ser un verdadero agente? ¿Reunir la información, procesar los datos objetivos y transmitirlos al Centro para que se saquen conclusiones generales y se tomen decisiones? ¿O sacar sus propias conclusiones, ofrecer sus puntos de vista y exponer sus previsiones?
«Considerando que eres precisamente tú, tú el que siente exactamente lo que hay que esperar en el futuro; ¿tienes derecho tú, Maxim Isaiev, a influir en este futuro? La desgracia de la inteligencia —pensaba Isaiev—, consiste en que la excesiva abundancia de información corriente oculta la perspectiva, la encubre, obliga a las decisiones a ser subjetivas y no objetivas consecuencias del análisis de la verdad, sea esta siniestra o satisfactoria». Isaiev pensaba que si se permitiera a la inteligencia ocuparse de la planificación de la política, podría resultar entonces que hubiese muchas recomendaciones y pocos datos. Isaiev creía que él, el agente, debía de ser, ante todo, objetivo. Da malos resultados cuando la inteligencia está totalmente subordinada a la línea política trazada de antemano: así le pasó a Hitler. Creía que la Unión Soviética era débil y no prestaba atención a las cautelosas opiniones de los militares: «Rusia no es tan débil como parece». Del mismo modo, está mal que la inteligencia se esfuerce en dominar la política. Lo ideal es que el agente entienda la perspectiva del desarrollo de los acontecimientos y ofrezca a los políticos varias soluciones posibles y, desde su punto de vista, razonables.
«Un agente —pensaba Isaiev—, tiene derecho a dudar de la infalibilidad de sus predicciones, pero no tiene derecho a una sola cosa: a alejarse del método objetivo de investigación de la realidad.»
Comenzando ahora el último análisis de aquel material que había podido reunir en todos estos años, Stirlitz debía sopesar todos sus pros y sus contras. Se trataba del destino de millones de personas y de ningún modo podía equivocarse en el análisis.
INFORMACIÓN PARA UN ANÁLISIS. GOERING
Stirlitz empezó a fijarse por primera vez en Goering después de una incursión de fortalezas volantes norteamericanas en Kiel. La ciudad fue quemada y destruida. Goering comunicó al Führer que en el raid habían participado trescientos aviones enemigos. El Gauleiter2 de Kiel, Groche, que encaneció en aquellas veinticuatro horas, refutó a Goering: dijo que en la incursión habían tomado parte ochocientos aviones y que la Luftwaffe había sido incapaz de salvar la ciudad.
Hitler miraba a Goering en silencio. Una mueca de asco recorría su cara; movía su mano izquierda con inquietud; parecía que el Führer se rascaba como un enfermo de psoriasis. Después estalló:
—«Ni una sola bomba enemiga caerá sobre las ciudades de Alemania» —empezó a citar nervioso, dolido, sin mirar a Goering—. ¿Quién decía esto a la nación? ¿Quién se lo hizo creer a nuestro partido? ¡He leído libros sobre juegos de azar y sé lo que es un bluf! ¡Alemania no es el paño verde de una mesa de timbas! —Hitler miró a Goering gravemente y continuó—: ¡Está usted sumido en la abundancia y en el lujo, Goering! ¡Está usted viviendo en tiempo de guerra como un emperador o un plutócrata judío! ¡Tira usted con arco a los venados, mientras que mi nación es asesinada por la metralla de los aviones enemigos! ¡La vocación del líder es la grandeza de la nación! ¡El destino del líder es la modestia! ¡La profesión de un líder es la correlación exacta entre las promesas y su cumplimiento!
Más tarde se supo que, al escuchar estas palabras de Hitler, Goering había vuelto a su casa y se había acostado con fiebre y un fortísimo ataque de nervios. Iba constantemente a las ciudades bombardeadas, allí se reunía con el pueblo, exigía la ayuda inmediata para las víctimas, organizaba de nuevo la defensa antiaérea de la ciudad y después, se acostaba con fiebre: la presión le subía y bajaba, los dedos se le ponían morados, la cabeza se le partía en dos y sentía las sienes y la frente oprimidas como por un aro de dolor. Himmler, que trataba de obtener materiales comprometedores para el expediente de Goering —¿y si todo esto fuese teatro?—, le pidió que le consiguiera un diagnóstico médico. Sin embargo, los datos de las investigaciones médicas confirmaron que, efectivamente, la presión de Goering subía de un modo brusco.
Así, por primera vez, en 1942, Goering, sucesor oficial de Hitler, fue sometido a tan humillante crítica y, además, en presencia de la plana mayor del Führer. Esto llegó de inmediato al expediente de Himmler y, al día siguiente, sin pedir permiso a Hitler, el Reichsfführer SS dio la orden de empezar a escuchar todas las conversaciones telefónicas del «compañero de lucha más íntimo del Führer». Himmler escuchó durante una semana las conversaciones de Goering tras el escándalo de su hermano Albert. Goering lo había trasladado de Viena a Praga con el cargo de jefe de exportación de las fábricas Skoda. Albert, que tenía fama de defensor de los desgraciados, escribió en el papel timbrado del hermano una carta al comandante del campo de Mauthausen: «Libere inmediatamente al profesor Kisch. No hay pruebas serias contra él. Firmado: Goering». Sin el nombre. El comandante del campo de concentración, asustado, liberó a dos Kisch a la vez: uno era profesor y el otro, miembro de una organización clandestina. A Goering le costó mucho trabajo salvar al hermano: lo protegió del golpe, contándoselo al Führer como una anécdota divertida. Esto salvó la situación y Himmler se retiró inmediatamente, compartiendo el mismo tono jocoso del Führer.
Lo principal, como pensó Isaiev, era lo que el Führer había imputado a Goering después del bombardeo de Kiel: su lujo y aires de gran señor. Precisamente aquello que durante años trataron de utilizar los demás compañeros de lucha del Führer sin que este lo admitiera, el propio Hitler se lo echaba ahora en cara a su sucesor.
Sin embargo, aun después de lo ocurrido, Hitler le repetía a Bormann:
—Nadie más puede ser mi sucesor. Solo Goering. Primero, porque nunca se metió a hacer política por su cuenta; segundo, porque es popular, y tercero, porque es el objetivo principal de las caricaturas en la prensa enemiga.
Hitler hablaba del hombre que había llevado a cabo todo el trabajo práctico para conquistar el poder, el hombre que había dicho con toda sinceridad a su esposa: «Yo no vivo, el Führer vive en mí». Y no lo había dicho para las grabadoras, pues no imaginaba en aquel momento que algún día lo escucharían sus «hermanos de lucha», sino a ella, de noche, en su cama.
El piloto de combate de la primera guerra mundial, el héroe de la Alemania del káiser, después del fracaso de la primera intentona nazi, escapó a Suecia. Allí comenzó a trabajar en la aviación civil. En una ocasión en que llevaba a bordo al conde Rosen, durante una terrible tempestad, aterrizó milagrosamente en el castillo Rocklstadt, donde conoció a Karina von Katzov, hija del coronel Von Fock. Se la quitó al marido y se fue a Alemania, encontró al Führer y participó en el fallido putsch de los nacionalsocialistas el 9 de noviembre de 1923; fue herido, se salvó milagrosamente del arresto, emigró a Innsbruck, donde ya lo esperaba Karina. No tenían dinero, pero el dueño del hotel les dio alojamiento gratuito. Era como Goering, un nacionalsocialista que sufría la tiranía de los judíos propietarios de tres cuartas partes de los hoteles de Innsbruck. El dueño del Hotel Britania invitó posteriormente a los Goering a Venecia, donde vivieron hasta 1927, cuando fue declarada la amnistía en Alemania. En medio año se convirtió en diputado del Reichstag junto a once nazis más. Hitler no había podido presentar su candidatura: era austriaco.
Como debía prepararse para las nuevas elecciones, el Führer decidió que Goering dejase el trabajo en el partido y solo fuese un miembro del Reichstag. En aquel momento, su misión consistió en establecer contactos con los omnipotentes. El partido que se proponga conquistar el poder debe tener un amplio círculo de relaciones. Por decisión del partido, Goering alquiló una lujosa villa en Badenstrasse. Allí lo visitaron los príncipes Hohenzollern y Koburg y ricos magnates. El alma de la casa era Karina: mujer encantadora, aristócrata, cautivaba a todos. Era la hija de un alto funcionario sueco, convertida en esposa de un héroe de guerra, proscrito, luchador, opositor de la podrida democracia occidental que carecía de fuerzas para enfrentarse al vandalismo bolchevique.
Cada vez que daba una recepción, llegaba temprano por la mañana el Parteileiter de la organización berlinesa de los nacionalsocialistas, Goebbels. Era un enlace entre el partido y Goering. Goebbels se sentaba al piano y Goering, Karina y Thomas, hijo del primer matrimonio, cantaban canciones populares. En la casa del líder nazi del Reichstag no soportaban los ritmos desenfrenados del jazz norteamericano o francés.
Precisamente a esta villa, alquilada con dinero del partido, llegaron Hitler, Schacht y Tissen el 5 de enero de 1931. Precisamente en esta villa de lujo se pudieron oír las palabras de la conspiración entre magnates financieros e industriales y el líder de los nacionalsocialistas, Hitler.
Después vendría el triunfo de Hitler. Karina regresó a Suecia en avión, donde murió de un ataque epiléptico. Su último deseo fue que Herman hiciese todo lo que pudiera para ser también en el futuro un «obrero del Führer».
A raíz del putsch de Röhm,3 muchos veteranos se opusieron al Führer aduciendo que había traicionado la causa porque este había suscrito un pacto con el capital; en las organizaciones de base del partido se decía:
—Goering ha dejado de ser Herman. Se ha convertido en un presidente. No recibe a sus compañeros. Los obliga de manera humillante a hacer cola en su oficina. Está rodeado de lujo…
Al principio, los miembros rasos del partido lo comentaban en voz baja. Pero en 1935, cuando Goering se construyó el castillo Karinhalle, en las afueras de Berlín, se quejaron a Hitler, no los nacionalsocialistas corrientes, sino los cabecillas Ley y Saukel. Goebbels consideraba que ya desde su estancia en la villa, Goering había empezado a echarse a perder.
—El lujo corrompe —decía—. Hay que ayudar a Goering. Nos es demasiado querido.
Hitler fue a Karinhalle, examinó el castillo y dijo:
—Dejen en paz a Goering. Al fin y al cabo, solo él sabe cómo tratar a los diplomáticos de Occidente. Será una residencia para recibir a huéspedes extranjeros. ¡Que lo sea! Herman lo merece. Debemos considerar que Karinhalle pertenece al pueblo y que Goering solo vive aquí…
Durante el día se dedicaba a cazar venados domesticados y por la noche, pasaba largas horas en la sala de proyecciones. Podía ver cinco películas de aventuras seguidas. Durante la función tranquilizaba a sus visitantes:
—No se preocupen —les decía—. Acaba bien.
INFORMACIÓN PARA UN ANÁLISIS. GOEBBELS
Stirlitz echó a un lado el papel con la gruesa figura de Goering y tomó la hoja con el perfil de Goebbels. Por sus aventuras en Babelsberg, donde estaban los estudios cinematográficos del Reich y donde vivían todas las artistas, era apodado el Torito de Babelsberg. En su expediente se conservaba la grabación de la conversación entre la esposa de Goebbels y Goering a propósito de las relaciones de aquel con la actriz checa Lida Baarova.
—¡Se echará a perder a causa de las mujeres! ¡Qué vergüenza! ¡El hombre que responde por nuestra ideología, se deshonra por aventuras casuales! —le había dicho Goering a la esposa de aquel.
El Führer le recomendó el divorcio.
—A usted la voy a apoyar —dijo—, pero hasta que su esposo no aprenda a comportarse como un verdadero nacionalsocialista, hombre de alta moral y estricto cumplimiento del deber sagrado ante la familia, le negaré todas las entrevistas personales.
Ahora todo esto había sido relegado a un segundo plano. En enero de ese año, Hitler visitó la casa de Goebbels el día de su cumpleaños. Le llevó a su esposa un ramito de flores y le dijo:
—Le pido perdón por mi retraso, pero recorrí todo Berlín buscando un ramo. El Gauleiter de Berlín, Parteigenosse Goebbels, ha cerrado todas las floristerías: la guerra total no necesita flores.
Cuando cuarenta minutos después Hitler se hubo marchado, Magda Goebbels dijo:
—El Führer no hubiera visitado jamás a los Goering.
Berlín estaba en ruinas, el frente pasaba a 140 kilómetros de la capital del milenario Reich, pero la resplandeciente Magda Goebbels celebraba su victoria. Su esposo estaba junto a ella, su cara se había puesto pálida de felicidad. Tras un lapso de seis años, el Führer visitaba su casa.
«Ahora esto carece de importancia —continuaba analizando Stirlitz—. Ahora todo esto es vanidad de vanidades.»
Dibujó un gran círculo y comenzó a sombrearlo despacio con líneas precisas y muy rectas. Ahora recordaba todo lo relacionado con los diarios de Goebbels. Sabía que el Reichsführer se interesaba por ellos y en su momento hizo el máximo esfuerzo para leerlos de algún modo. Solo pudo ver la copia de varias páginas. La memoria de Stirlitz era fenomenal: fotografiaba visualmente el texto y lo memorizaba casi mecánicamente, sin esfuerzo alguno.
«9 de diciembre de 1943. Epidemia de gripe en Inglaterra—había anotado Goebbels—. Hasta el rey está enfermo. Sería maravilloso que esta epidemia resultase fatal para Inglaterra, pero es demasiado bueno para ser verdad.
»2 de marzo de 1943. No descansaré hasta que todos los judíos sean sacados de Berlín. Después de la conversación con Speer en Obersalzberg fui a visitar a Goering. Este nacionalsocialista tiene en sus bodegas 25 000 botellas de champaña. Estaba vestido con una túnica cuyo color me produjo alergia. Pero qué le vamos a hacer, hay que aceptarlo como es.»
Stirlitz sonrió. Recordó que en 1942 Himmler había dicho lo mismo, palabra por palabra, sobre Goebbels. Este no vivía en una gran casa de campo con su familia, sino en una pequeña y modesta villa construida «para el trabajo». Estaba junto a un lago y se podía llegar a ella por el propio lago, pues el agua solo llegaba a los tobillos y el puesto de guardia de las SS se encontraba apartado. Hasta aquí venían las actrices en un tren eléctrico y después continuaban a pie a través del bosque. Goebbels consideraba un lujo excesivo e indigno de un nacionalsocialista el traer a las mujeres en automóvil. Él mismo las acompañaba a través de los juncos y al día siguiente, por la mañana, cuando los hombres de las SS aún estaban durmiendo, las sacaba de allí. Himmler lo supo enseguida, por supuesto. En aquel momento dijo: «Hay que aceptarlo como es».
Stirlitz arrugó las hojas con los dibujos de Goering y Goebbels, las colocó sobre la llama de la vela y esperó a que la llama comenzara a quemarle los dedos para tirar las hojas a la estufa. Las removió con un bello atizador de hierro fundido, volvió a la mesa y comenzó a fumar.
Después acercó las dos hojas restantes: Himmler y Bormann. «Excluyo a Goering y Goebbels. Nadie va a apostar por ellos. Ni por uno ni por otro. Tal vez Goering se atreva a negociar, pero ha caído en desgracia y nadie confía en él. ¿Goebbels? No. Este no lo haría. Es un fanático, luchará hasta el final, pero es imposible apoyarse en él, porque enseguida comenzará a buscar una alianza. Eso nos deja a la fuerza uno de los otros dos: Himmler o Bormann. Si puedo obtener garantías de uno de ellos para trabajar contra los demás, ganaré. Si fallo en mis cálculos, seré un cadáver. Inmediatamente. ¿Por quién apostar? Creo que por Himmler. Nunca podría decidirse a negociar. Conoce el odio que rodea a su nombre. Sí, ha de ser Himmler…».
Precisamente en ese momento, Goering, más delgado, pálido, con un dolor que le partía la cabeza, regresaba a Karinhalle desde el búnker del Führer. Esa mañana había viajado en su automóvil al frente, hacia el lugar donde se habían abierto paso los tanques rusos. De allí corrió enseguida a ver a Hitler.
—No hay ninguna organización en el frente —le dijo—. El caos es total. Los soldados tienen la mirada vacía. He visto a los oficiales borrachos. La ofensiva de los bolcheviques infunde espanto en el Ejército, un espanto animal. Creo…
Hitler lo escuchaba con los ojos semicerrados y sosteniendo con la mano derecha el codo de su brazo izquierdo, que no dejaba de temblar.
—Creo… —trató de decir, pero Hitler lo interrumpió.
Se levantó pesadamente. Sus ojos enrojecidos se abrieron de par en par, su bigotito se estremeció con desdén.
—¡Le prohíbo que, en lo sucesivo, vaya al frente! —exclamó con su voz de antaño, fuerte—. ¡Le prohíbo difundir el pánico!
—No es pánico, es la verdad. —Por primera vez en su vida, Goering se oponía a su Führer y sintió que, de pronto, se le helaban los dedos de los pies y las manos—. ¡Es la verdad, mi Führer, y mi deber es decirle esta verdad!
—¡Cállese! ¡Será mejor que se ocupe de la aviación, Goering! No se meta donde hay que tener una mente tranquila, previsión y fuerza. Veo que no es tarea para usted. Le prohíbo que vaya al frente. Ni ahora ni nunca.
Aplastado y humillado, Goering adivinaba cómo a su espalda, detrás, sonreían los ayudantes del Führer, Schmundt y Burgdorf, dos nulidades.
En Karinhalle lo estaban ya esperando los oficiales del estado mayor de la Luftwaffe: los había mandado llamar al salir del búnker. Pero no pudo comenzar la reunión. Su ayudante le informó de que había llegado el Reichsführer SS Himmler.
—Quiere hablar a solas —dijo el ayudante con aquel aire de importancia que hacía su trabajo tan misterioso para los que le rodeaban.
Goering recibió al Reichsführer en su biblioteca. Himmler, como siempre, sonriente y tranquilo, tenía en las manos una gruesa carpeta de cuero negro. Se sentó en la butaca, se quitó los anteojos, limpió los cristales durante largo rato con un pedazo de gamuza y seguidamente y sin ningún preámbulo dijo:
—El Führer ya no puede ser el líder de la nación.
—¿Y qué debe hacerse? —le preguntó maquinalmente Goering, sin tiempo de asustarse por las palabras del líder de las SS.
—En el búnker están las tropas de las SS —continuó Himmler en el mismo tono sereno y con su voz habitual—. Pero no se trata de eso, al fin y al cabo. La voluntad del Führer está paralizada. No puede tomar decisiones. Debemos dirigirnos al pueblo.
Goering miró la gruesa carpeta negra que estaba sobre las rodillas de Himmler. Recordó lo que en 1944 había dicho por teléfono su esposa a una amiga: «Será mejor que vengas. Es arriesgado hablar por teléfono, nos escuchan». Goering recordó que él había dado unos golpes con los dedos sobre la mesa, que le había hecho una seña a Emmy: «No digas eso, estás loca». Ahora miraba la carpeta negra y pensaba que allí podía estar una grabadora y que esta conversación sería escuchada dos horas después por el Führer. Y entonces sería el fin.
«Este puede decir cualquier cosa —pensaba Goering de Himmler—. El padre de los provocadores no puede ser una persona honesta. Ya se habrá enterado de mi desgracia de hoy con el Führer. Ha venido para llevar su misión hasta el final.»
Himmler, a su vez, sabía lo que pensaba el «Nazi número 2». Por eso, lanzando un suspiro, se decidió a ayudarle. Dijo:
—Usted es el sucesor, por lo tanto, será usted el presidente. Eso me convierte en el canciller del Reich.
Se daba cuenta de que la nación no lo seguiría como líder de las SS. Necesitaba una cobertura. No había mejor cobertura que Goering.
Goering contestó también automáticamente.
—Es imposible. —Tardó un segundo y agregó, muy bajo, calculando que el susurro no podría ser registrado por la grabadora, si estaba oculta en la carpeta negra—. Es imposible. Una sola persona debe ser presidente y canciller.
Himmler sonrió de modo imperceptible, permaneció en silencio durante un rato, después, se levantó con elasticidad, intercambió con Goering el saludo del partido y salió de la biblioteca sigilosamente.
1 Alexander Isaiev, hijo de Stirlitz, nombre en clave Grishanchikov.
2 Líder del NSDAP en cada zona administrativa.
3 El Röhm-Putsch, también llamado la Noche de los cuchillos largos, fue una violenta purga ordenada por Hitler contra el líder de las SA, Ernst Röhm, y contra otros críticos con la política del Führer, que tuvo lugar entre el 30 de junio y el 2 de julio de 1934. Las SA eran una organización paramilitar que configuraba el ala izquierda del NSDAP y gozaba de bastante autonomía. Sus miembros eran llamados los «camisas pardas», debido al color de su uniforme.