Читать книгу Diamantes para la dictadura del proletariado - Yulián Semiónov - Страница 10
INTERMEZZO EN REVEL
ОглавлениеNikándrov contuvo la respiración cuando el guarda fronterizo empezó a pasar una segunda vez las hojas de su pasaporte nuevecito, con olor a hule.
—¿Cuál va a ser su profesión?
—Escritor.
—¿Y cómo es que se va?
«¿Será posible que los bolcheviques hayan vuelto a jugar conmigo? —le pasó por la cabeza, enfadado y cansado—. ¿Qué es lo que quieren de mí? ¿Será posible que me manden de vuelta a Moscú? Uf, menuda jeta: napias blancas y con pecas. Es un crío y ya está de los nervios».
Pero el guarda, después de dar unas vueltas al pasaporte, se lo devolvió a Nikándrov, volvió a mirar de arriba abajo y con sospecha al escritor y salió del compartimento.
Nikándrov cerró los ojos y se recostó sobre el respaldo rígido de felpa del asiento.
«Hasta siempre, Rusia desaseada, país de esclavos, país de señores —recitaba para sí a Lérmontov y se tragaba las lágrimas—. Ellos me hicieron llorón, los malditos comisarios. Tenían razón los romanos: no hay nada más terrible que los esclavos rebelados, su libertad es tiránica y ciega, y sus ideales están impregnados de barbarie y crueldad, porque predican el bien universal, pero universal no hay nada, excepto el nacimiento y la muerte», pensaba mientras prestaba atención a los golpecitos del guarda fronterizo en el compartimento vecino, donde viajaba un enigmático comisario de Moscú, acompañado de dos chequistas vestidos de cuero y con máuseres.
Nikándrov salió al pasillo. Primero había decidido encerrarse en el compartimento y quedarse allí hasta que su tren hubiera pasado la frontera, pero después pensó con desagrado: «¿Será posible que me hayan convertido en un cobarde tan miserable que hasta me dé miedo su presencia cercana?». Y se puso de pie, se ajustó la chaqueta cual soldado y, deteniendo la mirada en el hombre entrecano y en la cuarentena que sonreía de mentira en el espejo, abrió la puerta con brusquedad.
El vagón estaba medio vacío.
En el compartimento vecino, el comandante del servicio de fronteras y los chequistas de cazadora de cuero se despedían del enigmático hombre achaparrado: ojos color aceituna, abrigo de piel de castor y zapatos romos, la última moda americana.
—Le deseamos un feliz viaje —dijo uno de los chequistas, estrechando la mano a su tutelado— y que regrese felizmente cuanto antes, camarada Pozhamchi.
Los guardas y los chequistas se fueron, la locomotora silbó, rechinaron los topes, tintinearon las jarras en sus soportes de cobre y el tren marchó lentamente de Rusia a Estonia.
Pozhamchi estaba al lado de la ventana, sin quitarse el abrigo a pesar de que el vagón estaba bien caldeado.
Pasaban volando las casitas campesinas: casas con cubierta de tejas, de mampostería, con ventanas grandes.
Nikándrov se acordó de Rusia: las ventanucas cegatas, sin luz, la ruina, la suciedad, la pobreza…
—¿No le da vergüenza, comisario? —preguntó Nikándrov inesperadamente incluso para él.
—¿Perdone? ¿Es a mí? —sonrió Pozhamchi.
—¿A quién si no? El comisario lleva unos zapatos color frambuesa, mientras el infeliz aldeano, tal como vivía en la barbarie, así sigue viviendo. ¿Contra qué se alzaron? Ni un solo país del mundo ha llegado a otro país con la humillante petición: «Sean nuestros dueños, nuestra tierra es abundante, pero ¡no hay orden!». Rusia lo ha hecho. Y ustedes van y la meten de cabeza ¡en una revolución! Y estaba preparada para la revolución como yo lo estoy… ¡para procrear!
—Uy, pero no se altere —le pidió Pozhamchi—. Quizá yo…
—¿Usted qué? A ver, ¿qué? ¡No hay revoluciones! ¡Hay ambiciones, muchas! ¿A cuántos millones han engañado, eh? ¿Cómo va a llevar a cabo la sucia y pobre Rusia una revolución social? A ellos —Nikándrov señaló con rabia el paisaje estonio que pasaba—, a ellos les tocaba empezar, ¡y no a nosotros con nuestros pies descalzos y nuestros febriles instintos tártaros!
Nikándrov sentía que su aspecto era ridículo y penoso mientras vociferaba todo lo que le causaba dolor, pero no era capaz de detenerse. Vio que su compañero de viaje quería objetar, y esto le dio más rabia todavía.
—¡Bien me sé sus objeciones! ¡El país de esclavos analfabetos se aplica para ofrecer al mundo un nuevo camino! ¡Nosotros, los que no sabemos qué es el metropolitano o el aeroplano, nos hemos alzado contra el poder de los Estados norteamericanos! Unos tipejos borrachos que queman cuadros solo porque estaban colgados en la casa de un terrateniente…, ¡así son los que pretenden rehacer el mundo! ¡La revolución es la cumbre del desarrollo lógico! ¡La revolución está obligada a hacer la vida mejor de esa de la que reniega! ¿Y qué ha traído su revolución? ¡Hambre! ¡Ruina! ¡El poder de unos brutos que me dictan qué puedo y qué no puedo escribir!
Cuanto más rabiosos eran los gritos de Nikándrov, más sonriente se volvía la cara de Pozhamchi, y ya no estrechaba asustado contra su pecho el maletín grueso de piel de cerdo.
—¿De qué se ríe? —preguntó Nikándrov con pesar—. No debería reírse de sí mismo. El mal es vengativo: se vengará en la segunda generación, y en la tercera. Se han olvidado de sí mismos, embriagados con su minuto de poder, ¡al menos piensen en los niños! Rusia no les perdonará lo que han hecho con ella, nunca se lo perdonará, y su camino de regreso a la sensatez será sangriento y la sangre de estos años no tendrá ni punto de comparación con la sangre que se les avecina por sus pecados…
—Qué ganas de enojarse por nada —se sonrió Pozhamchi, aprovechando que Nikándrov le daba chupadas a la pipa—. Si me lo permite, yo pienso justo como usted, y no tengo intención de regresar con estos de los sóviets.
—¿Cómo?
—Pues eso mismo —respondió con cierta alegría maliciosa Pozhamchi—, solo que, muy señor mío, a juzgar por lo que veo, a usted le resultó fácil el «adieu, Rusia», mientras que a mí me ha supuesto mucho esfuerzo marchar, y un grandísimo riesgo.
Y mientras echaba otro vistazo al horario de las paradas, Pozhamchi se dirigió sin prisas hacia la salida: el tren se había detenido en una pequeña estación. Junto al edificio, Nikándrov vio varios trineos y un automóvil negro con aspecto de fiera —casi seguro alemán— con la matrícula salpicada de barro.
De pronto, Nikándrov se echó a reír. Se puso en cuclillas, se golpeaba las rodillas con las palmas —secas, grandes, esculpidas con líneas bien marcadas—, se ahogaba de risa, pero volvió a sentir lágrimas saladas en la garganta. «Dios mío — pensó—, ¡soy libre! Él como un ratón en un barco ahogándose y yo… ¡orgulloso! Yo regresaré a casa vencedor y él, ¡nunca!»
El jefe de vagón, mientras frotaba con un trapo el pasamanos de cobre, dijo a Pozhamchi:
—Solo paramos cinco minutos, no se vaya lejos, camarada. Aquí ni chapurrean ruso, cada uno habla a su manera…
—Gracias —dijo Pozhamchi, y saltó al andén con ligereza impropia de su edad. Después marchó trotando hacia el edificio de la estación.
En una mesita de un bufé pequeño y limpio había tres personas. Lanzaron una mirada fugaz al recién llegado y continuaron sorbiendo en silencio la cerveza de sus jarras de barro.
—Gentil hombre —se dirigió Pozhamchi al camarero del bufé—, ¿a quién se puede contratar aquí para ir a Revel?
—El tren va para allá —respondió este en perfecto ruso— , ¿para qué quiere caballos?
Pozhamchi dejó escapar una risa obsequiosa:
—Para ir en trineo. Bueno, póngame un vasito, y algo de pescado.
—¿Cuál?
—Ese de ahí, el rojo. ¡A los rojos les sienta mal el pescado rojo! —volvió a reírse mientras sacaba la cartera del bolsillo interior del abrigo.
—No debería beber —oyó una voz tras de sí y sintió una mano en su hombro.
Enseguida se sintió ligerísimo, las piernas le flojearon, volviéndose al momento glaciales y húmedas. Se giró. Los tres que habían estado a la mesa junto a la ventana ahora estaban a su espalda: dos le palparon rápidamente los bolsillos —no fuera a llevar un arma— mientras el tercero, por lo visto el principal, mantenía una mano en su hombro, como antes.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Pozhamchi, sin reconocer su propia voz.
—No debe beber o el embajador notará el olor a vodka; el camarada Litvínov tiene un olfato extraordinario, y puede tener después disgustos en el Narkom de Economía, con Nikolái Nikoláich, con el camarada Krestinski…
—Entonces… ¿son de los nuestros?
—Sí —respondió el mayor y lo empujó hacia la salida—. ¿Los de la embajada lo esperan en la próxima estación?
—¿Por?
—No me maree con preguntitas —dijo el mayor llevándolo del brazo— y responda.
—En la próxima… Pero ustedes… aquí están, antes incluso —balbuceaba Pozhamchi—, y gracias a Dios, pues estoy lleno de miedo, por eso decidí permitirme… para darme ánimos.
—Eso está bien. Ahora pasaremos con usted al compartimento, porque viaja solo, ¿no?
—Exacto.
—Eso está bien —repitió el mayor ayudando a Pozhamchi a subir al vagón.
«¡Ay, señor —le pasó por la cabeza impetuosa y fríamente—, y le he soltado al literato que no quiero volver! Ay, señor, ¿de veras estoy perdido? En Revel me iré corriendo a la policía, gritaré que me están atacando…».
Los tres condujeron a Pozhamchi hasta el compartimento —Nikándrov no estaba en el pasillo—, cerraron la puerta y se sentaron en los asientos de felpa; el único que no se sentó fue el jefe, se inclinó un poco sobre el asustado hombre con abrigo de castor y maletín amarillo bien sujeto en la mano derecha.
—¿Cuánto lleva ahora en diamantes?
—Según el curso del dólar… Aunque me van a disculpar, no me han enseñado los mandatos siquiera…
El jefe se volvió a sus compañeros:
—Vlas Ígorevich, presente su mandato.
Vlas Ígorevich se sacó del bolsillo una Browning de morro ancho y apuntó con ella a Pozhamchi.
—Este es el primer mandato —dijo con calma el jefe—, pero es demasiado ruidoso, por eso hemos traído un segundo, ¿no es verdad, Valentín Fránzevich?
Valentín Fránzevich sacó la mano del bolsillo de su casaca corta de cuero guarnecida con añino gris. En ella tenía un cuchillo y Pozhamchi enseguida percibió lo agudo que era, el cuchillo en cuestión, y frío, aunque solo llegó a ver un instante el trozo de acero color blanco quirúrgico: Valentín Fránzevich lo escondió enseguida, mientras lanzaba miradas burlonas al inspector del DEA.
—Pero, entonces… ¿son maleantes?
—¿Acaso tengo pinta de maleante? —preguntó el jefe—. Hubo años en que ni siquiera se atrevía a llamarme por mi nombre y patronímico, sino como mucho «su excelencia».
—¡Dios mío! ¿De veras es usted, Víktor Vitálievich? —Gracias a Dios que me ha reconocido —sonrió este—. ¿Tan mayor me hace el bigote? ¿O son las gafas? Entonces, ¿cuánto hay en dólares?
—Unos dos millones.
—¿Y usted quería largarse con esa riqueza que pertenece a la república de los obreros y de los campesinos? ¡Ay, ay, Nikolái Makárych, qué vergüenza! El pueblo pasa hambre y usted…
—¡Por Dios, Víktor Vitálievich! Estoy dispuesto a darle la mitad, pero no…
—No voy a hacerlo —se sonrió Víktor Vitálievich—, no voy a matarlo. ¿Le apetece fumar?
—Lo he dejado.
—¿Por el corazón?
—Sí, bueno, no puedo quejarme. El tabaco es un poco caro.
—¿Incluso para usted?
—Grano a grano hincha la gallina… —Nikolái Makárych hizo un esfuerzo por bromear e incluso se rio un poco, mientras miraba de reojo a los dos sentados junto a la puerta, pero Víktor Vitálievich lo interrumpió:
—De acuerdo, se acabó el recordar, tenemos el tiempo justo. No fuma, ya fumo yo solo. En la siguiente estación subirán dos de la embajada para vigilar las piedras; nos ha supuesto mucho trabajo ganarles la delantera, así que, hale, seamos breves y serios. Dígame, entre esas piedras que lleva en el maletín, ¿hay algo que pertenezca a mi familia?
—Un collar de esmeraldas y gemas sueltas, su tía los empeñó por treinta y dos mil en oro, en la primavera del diecisiete, antes de la revuelta.
Pozhamchi alargó el brazo hacia el maletín, pero Víktor Vitálievich volvió a colocar la mano en su hombro:
—No hace falta, Nikolái Makárych. No voy a llevarme las piedras, siempre me han parecido odiosas y, ahora, más todavía. Tengo algo que pedirle: entrégueselas al camarada Litvínov de la forma más intacta posible, ¿está claro?
—No comprendo, su excelencia…
—¡Y dale con el excelencia! ¿Cuándo vamos a superar el excelencia? A ver, no soy ni excelencia ni conde, soy simplemente Vorontsov. Un emigrado. Un enemigo del pueblo trabajador. Sin patria y sin linaje. Y es algo muy malo, Nikolái Makárych. Que un Vorontsov esté en la tierra sin familia, sin linaje. Para ustedes los comerciantes es sencillo: para ustedes la patria está allí donde se puede realizar la compra-venta, pero para mí la patria es solo una, y con ella en el corazón moriré, y se llama Rusia. Y tengo intención de regresar. Y entonces para usted también será todo más sencillo, podrá comerciar con las piedrecitas y seguir con los negocios que se traía con mi tía. Y usted, Nikolái Makárych, va a ayudarme a regresar a mi patria, y para eso necesito que siga trabajando en el DEA como siempre. ¿Qué ingresos tenía antes de la revolución?
—Trece mil, es fácil de comprobar en mi cuenta del banco.
—No soy de la inspección obrera, no me voy a poner a comprobar nada, confío en su palabra. ¿Qué cree usted, los bolcheviques van a quedarse mucho tiempo?
—No van a aguantar mucho tiempo.
—¿Y si encima nosotros hacemos presión? —Entonces se desmoronarán, Víktor Vitálievich. Pero solo si se ponen en serio, al pueblo no hay que enfurecerlo sin más… con azotainas y desprecio por la gente de a pie…
—Bueno, ya sabe, nadie puede garantizar que no haya errores… Rotos… nos hemos vuelto más inteligentes. A ver, veamos, por todos sus años con los sóviets recibirá cincuenta mil en oro por año. ¿Se lo pongo por escrito o le basta con mi palabra?
—No puedo regresar, no tengo fuerzas.
—Nikolái Makárych, voy a ser convincente. Escúcheme atentamente: si usted, a pesar de mi petición, insiste en su decisión de huir ahora, haré que lo entreguen: ha robado objetos muy valiosos que pertenecen al Estado, no, a nosotros, a los Vorontsov, a los Naríshkin y a los Yusúpov. Nadie le comprará las piedras, y podemos demostrar que son nuestras, bien lo sabe…
—Sí —suspiró Nikolái Makárych—, cómo no voy a saberlo…
—Y la policía lo meterá en la cárcel, y las cárceles de aquí no son ni un poquito mejores que las de Moscú. Incluso peores: aquí no hay amnistías, aquí se aprende a contar los años de condena como el dinero. Y tenga en cuenta que los gobernantes locales odian tanto como nosotros a los dueños del Kremlin, pero, además, les tienen mucho miedo y de buen grado nos entregarán a Moscú si descubren a alguno de sus porteros de las embajadas. Dentro de cinco minutos hay una parada, la gente de Litvínov vendrá y le llevará directamente a la calle Pikk. Si por el camino se le ocurre gritar o llamar a la policía, aquí mis amigos ayudarán a los chequistas que estarán custodiándolo. No va a negarse a realizar este trabajo, ¿verdad, Valentín Fránzevich?
Este asintió en silencio.
—Si acepta satisfacer nuestra petición —continuó Vorontsov—, estoy dispuesto a enseñarle su pasaporte de… ciudadano alemán. Lo recibirá aquí mismo, después de que haya hecho otros tres o cuatro viajes. Al menos entiende que no tiene más salida que aceptar mis condiciones, ¿no?
—Solo un imbécil no lo entendería —respondió Nikolái Makárych.
—Eso está bien. Mañana por la tarde venga al Corona de Oro, el que está en el sótano, yo lo buscaré allí. ¿De acuerdo?
—Sí.
—No se ponga así, no se me enfade —sonrió Vorontsov ligeramente—, con esa fortuna no habría salido adelante aquí, su cabecita no lo soportaría, no es de esa clase: recuerda con demasiada exactitud sus ingresos anuales.
—Me las habría apañado, Víktor Vitálievich, y ya me va a perdonar, pero los aristócratas que no sabían ni querían contar sus ingresos…, esos son los que condujeron a Rusia a la bancarrota. Los aristócratas tendrían que haber tenido amor platónico por Rusia y haber traspasado su administración a aquellos a los que les gustan las cifras y las recuerdan.
—¡Si ese es el programa! Ya verá, el nuevo gobierno le ofrecerá el puesto de camarada del ministro de Economía.
—¿Y el ministro, de su estamento, se pondrá otra vez a darme indicaciones? Ni que decir tiene que sería mejor que se dedicara a apostar en las carreras y a cazar, sin duda: como ordene…
—Ya basta, Nikolái Makárych, ya basta —respondió Vorontsov, y sus pómulos empezaron a rechinar—. Mi bisabuelo salió bajo las balas a la plaza del Senado,15 vale, era jugador y, aun así, tenía carruajes en propiedad. Queremos a Rusia, y el esquema solo es importante para que usted aplique su incansable fuerza. Esto es más serio. Y si se hubiera decidido a huir con esos millones del Kremlin, los chequistas lo habrían pescado de todas formas. Debe ganarse su confianza para no temer un registro en la frontera, entonces le dará piedras a Litvínov y también sacará para usted. Cuánto se va a llevar usted, es cosa suya. A mí me dará, en cada viaje, un millón. Como si usted quiere cinco, no voy a controlarlo. Hasta la vista. Mis amigos se quedan en el compartimento vecino; si pasa algo, dé una voz, lo ayudarán. Yo tampoco andaré muy lejos…
—Haced algo con el escritor, por pura tontería se me ha escapado que estaba huyendo de los sóviets…
Los tres se dieron la vuelta al momento.
—¿Qué escritor? —preguntó Vorontsov.
—No me he quedado con su nombre, solo que es literato.
—Mal hecho —dijo Vorontsov—. ¿Cómo hace esas cosas? Vorontsov sacó de su bolsillo interior un estilete alargado, presionó un ingenioso botoncito —un punzón fino surgió con gracia— y lanzó una mirada interrogante a Vlas Ígorevich. Este alargó el brazo y Vorontsov le entregó el estilete.
Vorontsov salió el último del compartimento. Entornó con cuidado la puerta, se dio la vuelta y, al ver a Nikándrov junto a la ventana, soltó el aire como dando un gemido.
—¡Dios mío, Lenia! ¡Leonid, querido mío!
Litvínov, el embajador de la RSFSR en Estonia, se levantó despacio de la mesa y salió sin prisa, con un suave contoneo, al encuentro de Pozhamchi. Lo palpó con sus fríos ojos azules, ocultos tras los gruesos cristales de las gafas, esbozó una sonrisa seca y con un gesto invitó al principal tasador del DEA de la república a una mesa pequeña, de patas raquíticas y arqueadas, puesta para dos personas.
—¿Ha llegado sin incidentes? —preguntó Litvínov.
—Sí, todo en orden, gracias a Dios. —Pozhamchi respondió sonriendo agitado y obsequioso en exceso y comprendiendo que, desde fuera, no se vería bien. Por alguna razón le parecía que ese hombre de cabeza grande al final de la conversación iba a hacerle preguntas sobre literatura y sobre su diálogo con Vorontsov en el compartimento del tren y, por eso, se sentía inseguro, como si lo observaran con un microscopio. No había tenido tiempo ni de recuperarse, de crearse una línea clara de comportamiento, porque unos diplomáticos espigados —Jrómov y Potapchuk— se sentaron en su compartimento a los tres minutos de que hubiera salido Vorontsov, y desde la estación lo llevaron enseguida a la embajada y aquí, sin dejar que se aseara y picara algo, lo invitaron a ver al embajador.
—Bueno, pues si es gracias a Dios… —Litvínov se sonrió con esa extraña sonrisa suya—, por favor, tome un café.
—Muy agradecido.
«De los suburbios casi seguro —pensó Litvínov—. ¿Por qué los suburbanos son tan tenaces en política y en las finanzas? ¿Es por un defecto en su amor propio o por un codicioso deseo de ser urbanos?».
—¿No le han pedido que me transmita nada?
—El camarada Krestinski me sancionó que le transmitiera sus saludos.
—Gracias. Qué interesante: «sancionó», puede verse al mismo tiempo como «autorizó» o como «castigó»…
—¿Quién ha castigado? —Pozhamchi no lo entendió.
—De momento nadie, a nadie —respondió Litvínov pensando: «Si él me hablara con sus términos y su vocabulario, imagino que yo tampoco lo entendería a la primera».
Clavó su dura mirada en el sobrecejo de su interlocutor y preguntó:
—¿Hay algo que quiera hacer? ¿Alguna petición?
—No, no hay peticiones, camarada Litvínov, qué dice…
—En ese caso, permítame que lo felicite por el trabajo tan noble que ha realizado trayéndonos las alhajas. Permítame que le haga entrega de un premio… —y Litvínov le dio a Pozhamchi un sobre con dos papelitos verdes de cien dólares cada uno.
—Muy agradecido —dijo Pozhamchi, y no dejó que su cara mostrara que lo había comprendido a la primera: Litvínov lo tenía sólidamente atrapado con su mirada especial. Por lo visto, esa sonrisa maliciosa y desdeñosa dejaba al descubierto justo lo que Litvínov intentaba ocultar tan a conciencia, y hoy y cinco años completos, desde el momento en que triunfó la revolución. ¿Cómo no iba a sonreír con desdén cuando en su cartera había ocho mil dólares y, en el maletín que iba a dar a ese bandido de ojos fríos, casi dos millones?
«De todo hay en la viña del Señor —pensó Pozhamchi— . ¿Qué necesidad tenía yo de fiar a la tía de Vorontsov a cuenta de las esmeraldas? Todos estamos listos a la hora de ver la ganancia cercana, pero eso de mirar hacia delante, allá donde todo está negro y lleno de espinas, bien que nos esforzamos en no pensarlo, somos como los topos».
—¿Qué ingresos tenía usted antes de la revolución? —preguntó Litvínov.
—¿Mis ingresos? Lo he borrado de mi memoria. ¿En los ingresos está la felicidad?
—Eso es cierto. ¿Y dónde está? ¿La felicidad?
—Quién sabe… —respondió Pozhamchi—. Cada felicidad es diferente, no las hay iguales.
—También es cierto —convino el embajador y se levantó.
Pozhamchi le tendió el maletín:
—Ahí está… Todo… ¿Los recoge usted o alguno de sus ayudantes?
—¿Y qué hay que recoger? —Litvínov se encogió de hombros—. Usted ha podido desaparecer con la maletita. En la primera parada en Estonia.
Pozhamchi se quedó helado otra vez y, con una risita obsequiosa, levantó con recelo la mirada. El embajador lo miraba sin pestañear y su cara parecía decir: «Vamos, desembucha, desahógate, habla…».
—¿Por qué? —preguntó Pozhamchi sin que viniera a cuento—. No sé por qué iba a marcharme, ni siquiera se me ha pasado por la cabeza…
Descerró el maletín y, comprendiendo que estaba haciendo justo lo que no debería hacer, esparció en la mesa los saquitos de gamuza que contenían las piedras y los collares. Los retenía con el característico gesto de todos los joyeros. Un movimiento insinuante y tímido, pero fuerte al mismo tiempo, como el movimiento de un padre cuando acuna a su hijo.
Las piedrecitas verdes, blanquiazules, rojo ahumado, estaban sobre la mesa y al momento esta —qué extraño, se dijo Litvínov— se convirtió en otra, pesada, y ya no era en absoluto clara, sino oscura, se empapaba de los enigmáticos destellos de las piedras. De cuando en cuando estas parecían absorber los apagados rayos del sol y entonces disparaban fríamente una luz facetada, tornasolada y estelar, pero esta luz se alargaba solo por un instante, pues después el sol se disolvía en el silencio de la piedra; y aunque seguía siendo la de antes, aun así, la mesa se había convertido en otra: con una cualidad misteriosa, oculta al entendimiento humano; se había empapado de luz para siempre, sólida y ávidamente.
—¿Le gustan las piedras? —oyó Pozhamchi la voz del embajador.
Sintió esa voz tirando a sorda desde algún lugar lejano, y le resultó desagradable oírla, porque era árida y corriente, mientras que Pozhamchi hablaba en susurros siempre que examinaba piedras, como si estuviera en el templo de una deidad.
—¿Cómo no van a gustarme? —respondió—. En cada piedra hay una historia.
—Esta, por ejemplo —preguntó Litvínov rozando con un dedo una perla grande gris celeste—. Si no tiene color, es sosa…
—Las perlas mueren si no sienten un cuerpo cerca. Está tan marchita porque ha permanecido cinco años en un depósito. Las perlas pertenecen a ese tipo único de piedras preciosas que saben lo que es estar enamorado. Fíjese. —Pozhamchi se colocó la pieza debajo de la lengua y se quedó quieto. Pasó así como un minuto y después sacó la perla de la mejilla—. ¿Lo ve? Ha empezado a coger un tono rosa. Puede salvarse. Morirá dentro de unos diez años si la guardan en un sótano sofocante en lugar de llevarla en la mano. Y estos diamantes son del depósito de Filaret, un diamante puede sanar el corazón. Si, por ejemplo, lleva en la corbata un alfiler de diamantes, nunca le dolerá el corazón… Estas esmeraldas de Sajonia las sostuvieron las manos de Federico el Grande, del sueco Carlos, de Pedro I… Y después pasaron a manos de personas de mi profesión, seguramente por eso se han conservado. Es que somos gente callada, como todos los enamorados…
Vorontsov tenía alquilada una pequeña buhardilla en las afueras de Revel. La casa era de madera; olía a mar y a mina al mismo tiempo. El dueño, Hans Saaks, había navegado en América en los «mercantes» y desde aquella lejana época estaba «enfermo» de mar: junto a su casa descansaban cables llenos de brea y cabos de Manila, que habían absorbido los aromas misteriosos y lejanos de los veleros del siglo pasado; la casa se caldeaba con esquisto, como en toda Estonia, por eso Vorontsov, mientras ayudaba a Nikándrov a desvestirse y se quitaba él mismo su abrigo pequeño y ligero, dijo:
—Ponte cómodo, Leniushka, te cedo mi yacija; yo me apañaré en el suelo, como en el frente.
—No quiero causarte molestias, Víktor, me iré a un hotel, allí podré convocar conferencias de prensa, reunirme con los editores.
Vorontsov lanzó una mirada algo extraña a Nikándrov y algo parecido a una sonrisa cambió su cara, que se volvió triste y bella, de una belleza de las que calan.
—De acuerdo, veamos —dijo—, ¿cuánto dinero tienes?
—No tengo… Bueno, algo suelto, unos veinte dólares… Sin embargo, me he traído el manuscrito de mi nueva novela.
Vorontsov sacó de un armarito vodka, un par de huevos duros y un queso poroso, amarillo fuerte.
—¿Sobre qué es la novela?
—Sobre los decembristas.
La cara de Vorontsov se congeló y preguntó en voz baja:
—¿Y para qué quieren aquí a los decembristas?
—¡Ya estamos con el escepticismo ruso!
—Vale, vale… —repitió Vorontsov y sirvió el vodka.
—Tiene aristas —reparó Nikándrov—, como los de tu montero en Sosnovka.
—Yelizárushka —dijo Vorontsov, y su rostro se volvió cálido, se estremeció—, ¿cómo estará ahora el viejo? Me quería y era leal, con entusiasta lealtad, esa que solo encuentras en los monteros rusos. —Cortó dos lonchas gruesas de queso y añadió—: Y en las mujeres.
—Y si te engañan, las mujeres o los monteros, también lo hacen a la rusa: con crueldad, con locura.
—Yo tengo la culpa de lo que pasó con Vera…
—No me refería a Vera… Yelizárushka fue el primero en prender fuego a tu casa en Sosnovka y en sacarles los ojos a los caballos… con un hacha…
—Eso es imposible, Lenia. Ahora cuentan de todo sobre los hombres, solo porque sí, por aburrimiento…
Nikándrov había visto a Yelizárushka cuando vivía en la aldea vecina —barbudo, entrecano, vestido con harapos—, ¡quién habría reconocido entonces al brillante escritor petersburgués! Había visto a Yelizárushka arrancándose del pecho escuálido, de clavículas salientes y angulosas, la ropa y gritando: «¡Esos parásitos nos han chupado la sangre! ¡Ya está bien!».
—Quizá tengas razón —respondió Nikándrov, que no quería causar dolor a su compañero y por primera vez en todo ese tiempo se fijó bien en la habitación de Vorontsov. Vio unas manchas grandes esparcidas por el techo; el papel en las paredes, antiguo y desencolado; el suelo mal teñido; una de las patas de la mesa estaba calzada con un periódico doblado varias veces.
—Hale, por el encuentro, Lenia.
Bebieron en silencio.
—Señor, qué envidia te tengo, todavía hoy estabas en Rusia…
—No la tengas, Víktor. Tú estás aquí, en tu cas… —Nikándrov se paró en seco, Vorontsov lo ayudó:
—En una caseta, no te compadezcas, Lenia, en una caseta. Vivo como un perro. Aunque mis perros vivían en casa, debajo de la biblioteca, ¿te acuerdas? Una vez, en Pascuas, te colaste allí con el lebrel… ¿Cómo se llamaba? Lizaveta, creo. Sí, seguro, era Jerry y la rebautizamos… En una caseta de perro, Lenia… Cuando te azuzan, un vasito viene bien.
—Ten paciencia, venderemos la novela y daremos el salto a París, aquello está lleno de los nuestros.
—En Berlín hay más.
Se tomaron otro vaso. Vorontsov se levantó —era de piernas largas, bien plantado— y con paso suave, como todo miembro de la caballería, se fue a la puerta.
—Ahora vengo. Voy a avisar al dueño de que regresaremos al alba. Ahora tengo un dueño. Vivo en casa de otros, Lenia.
Nikándrov sintió una inmensa pena por ese hombre de ojos grises que ya empezaba a perder pelo, que en Rusia había poseído fincas y haciendas célebres por su hospitalidad, por sus amplios rasgos democráticos —a la manera inglesa—, su magnífica colección de pinturas, sus bibliotecas y, lo más importante, por su espíritu único de bienquerencia e interesada respetuosidad, algo ajeno tanto a los ricos alcanzados como a los nobles empobrecidos, quienes de todas las formas posibles acentuaban su origen precisamente noble, pero en modo alguno aristocrático.
«La verdad, tiene un comportamiento admirable —pensó Nikándrov—. Habiendo perdido todo lo posible, se ha conservado a sí mismo, su dignidad. Por eso saldrá vencedor. Te destruyes cuando empiezas a hacer tratos contigo mismo. Por eso te observa vigilante el zar-fortuna, mientras forma sus enigmáticas combinaciones de ensamblaje del bien y el mal, de la falta de voluntad y la contundencia, de la fidelidad y la traición. Te tropiezas —contigo mismo, a solas con tu auténtico “yo”, das paso al mal aunque sea una pizquita— y estás perdido. Y esos tratos ya pueden traerte después gloria, reconocimiento y riquezas por un tiempo, da igual, estás sentenciado por la implacable lógica de su majestad fortuna, bajo cuyo dominio estamos todos, pero a quien no nos ha sido dado comprender. Es como Dios. Hay que temerla piadosa, espiritualmente; solo un miedo así puede domar al diablo que hay en el hombre».
Una vez abajo, con el dueño, Vorontsov preguntó:
—Hans Gustávovich, ¿me permite utilizar el teléfono?
—Sí, claro, pero que no sea mucho tiempo…
Vorontsov llamó a la redacción del periódico Vaba Sõna y pidió que se pusiera al aparato el señor Jürla.
—Buenas tardes, Karl Ennovich, al habla Vorontsov.
—Buenas tardes, conde.
—El escritor Nikándrov ha venido de Moscú a verlo.
—¿A mí? —se sorprendió el reportero principal de la sección de artes y crónicas—. Yo no lo he invitado. Me parece que habrá venido a verlos a ustedes, no a mí…
—No, no le merece la pena relacionarse con nosotros. Se mantiene al margen de la política, es uno de los escritores con mayor talento de Rusia. Me gustaría pedirle que viniera hoy al Corona de Oro, Nikándrov le contará lo que está ocurriendo en Rusia.
—Creo que, a grandes rasgos, podemos sospechar qué es lo que está ocurriendo en Rusia.
—Pero obtendrá las noticias más frescas de mano de un escritor que se ha visto forzado a abandonar la patria.
—Comprendo, comprendo… ¿Me darán de beber?
—Habrá vodka.
—¿Ve en qué burdo materialista me he convertido desde que en su país vencieron los materialistas? —Jürla se echó a reír—. No se me retrasen.
—Lo esperamos sobre las diez.
Vorontsov dejó el auricular en su sitio, sus dedos fuertes se restregaron los pómulos y alargó varias veces los labios en una mueca de risa violenta, insonora.
Llamar a las redacciones de los dos periódicos rusos — Últimas Noticias y El Popular— era arriesgado. En Últimas Noticias sentían inclinación por la plataforma de los cadetes, mientras que El Popular era el órgano de los socialistas revolucionarios. Estos periódicos no tenían peso alguno, y Vorontsov quería atraer sobre Nikándrov la atención no tanto de la emigración infeliz, sin dinero y sumida en intrigas, como de la intelectualidad local. Por eso no llamó ni a Liajnitski, el editor del Últimas Noticias, ni a Vladímir Baránov, el principal crítico de El Popular. Al editor Vajt simplemente no podía llamarlo: el eserista lo odiaba.
«Siempre nos pasa lo mismo —pensó mientras pasaba las hojas de su agenda—. Cuando los extranjeros demuestran interés, entonces también los nuestros empiezan a dar vueltas alrededor. Y si llevo ahora a Nikándrov a que se relacione con los nuestros, empezarán a arrugar la nariz: unos porque no ha sido suficiente de izquierdas, y otros porque no tiene excesiva fama de ser de derechas… Nada, que los locales armen ruido, entonces también lo harán los nuestros… sin necesidad de pedírselo».
—¿Jan? Hola, buenas —dijo Vorontsov cuando hubo llamado al siguiente número—. Tengo algo que pedirle. Coja a alguno de sus compañeros poetas y vengan hacia las diez al Corona de Oro, Nikándrov ha venido de Moscú.
—¿Y ese quién es?
—Su colega escritor. Es un cerebro y un muchacho encantador. He invitado a Jürla, va a dar la noticia: una conferencia de prensa que conducirán los poetas, sensacional por sí sola.
Vorontsov se volvió hacia Saaks, volvió a restregarse las mejillas frías y bien afeitadas y dijo:
—Hans Gustávovich, quería pedirle algo. ¿Haría el favor de prestarme cinco mil marcos?
—No puedo, amigo mío. No puedo de ninguna manera.
—Siempre he sido formal… Cinco mil, son solo quince mil dólares…
—Su formalidad solo puede interesar a una persona: a usted. De lo contrario tendría que pagar intereses. ¿Y a mí qué más me da? No se ofenda, señor Vorontsov, pero cada persona debe tener su propio objetivo.
—Tiene razón… ¿Puedo hacer otra llamada?
—Claro, claro, ya se lo he dicho.
Vorontsov cubrió ligeramente el auricular con la mano:
—Zhenia, soy yo. Ha venido Nikándrov. Va a ser muy violento que el primer día se dé de bruces con… Bueno, ya me entiendes. Coge a uno de los nuestros y venid hacia las diez al Corona. Si Zamiátina, Jolov y Glébov no están ocupados en el cabaré, tráetelos también. Y preparad el máximo de preguntas sobre su pasado, sobre su papel en nuestra vida cultural y su relación con los traductores en Europa. ¿Me has comprendido?
Vorontsov se giró de nuevo a Hans Gustávovich y dijo:
—Le ofrezco un anillo de compromiso. Este, ¿cómo lo ve?
—fale, pero todas las joyerías han cerrado la compra-fenta.
—¿Qué me está diciendo, que lo que llevo en el dedo es cobre?
—¿Por qué cobre? No es cobre. Comprendo que no va a llefar cobre en el dedo. El cobre deja en los dedos chorreaduras y después viene el reumatismo. Simplemente no sé cuánto fale ese anillo y quiero ser honrado.
—No le estoy vendiendo el anillo. Se lo dejo en prenda. Por cinco mil marcos. Si no se los he devuelto dentro de una semana, podrá venderlo por veinte mil.
—Anda, qué astuto e inteligente es usted, señor forontsov —Saaks se echó a reír mientras sacaba el dinero—, y cómo le gusta el riesgo. ¿Acaso se puede dejar el amor en prenda?
—Eso ya no es de su incumbencia.
—Hasta la fista. Y no se cabree, es una broma. Por cierto, ha llamado la mujer que lo llama por las noches.
—¿Qué mensaje ha dejado?
—Me ha pedido que le diga que el estado de su amigo ha empeorado.
—¿Ha empeorado mucho?
—Sí, sí, es ferdad, dijo «ha empeorado mucho». Pidió que pasara a verlo hoy por la tarde.
—Tengo que hacer otra llamada —dijo Vorontsov y, sin esperar el permiso detallado y lento de Saaks, solicitó el número y, en alemán, cambiando ligeramente la voz, dijo—: Por favor, dígale a la dama que los sábados alquila la habitación número siete que hoy me retrasaré y que no llegaré a las diez, sino hacia la medianoche.
—Sí, señor, le dejaré una nota a nuestra huésped.
—No es necesario. Dígaselo de palabra.
—De acuerdo, señor, se lo diré de palabra.
—Perdona, me he entretenido —dijo Vorontsov de regreso en su cuarto—, ¿por qué no has bebido sin mí, Lenia?
—Solo no soy capaz.
—Así que estás asegurado contra el alcoholismo, ¿eh?
—Cierto.
—Aquí ya se ha montado cierto revuelo alrededor de tu figura: la prensa, los poetas…
—¿Se lo han olido? ¿Cómo?
—Los folicularios, ya sabes qué trabajo tienen, además, no eres una aguja en un pajar. ¿Tienes hambre?
—Supongo, solo que no tengo sensación de hambre.
—¿Tienes muda de recambio? ¿Nada de piojos?
—He pasado por el centro de desinfección y no tengo recambio. ¿Nos movemos a alguna parte?
—¿No tienes una camisa algo más nueva? ¿Corbata?
—Nada, no he traído nada de Moscú, ni de Washington.
—Si hubieras venido de Washington, colaría, pero como has venido de Moscú… el portero del local no va a dejar que…
—¿A quién?
—A nosotros. Mejor dicho, a ti, yo llevo corbata.
—¿Quieres decir que nos va a echar? ¿Qué es, miembro del Sóviet de los Diputados?
—Para nada —respondió Vorontsov mientras sacaba de una maleta escondida debajo de la cama una camisa muy almidonada—, no le tiene mucho cariño a ese Sóviet, aunque podría decirse que es un trabajador. Los que se han consagrado al servilismo también tienen sus parias y patricios, sus esclavos y aves de rapiña. Y hace mucho que comprendieron que la riqueza y la independencia solo pueden alcanzarse por medio de una autohumillación sofisticada, especial. Odia a los clientes, los odia muy en serio, aunque es todo sonrisas, respeto y dulzura y ofrece dosis de trato familiar. Creo que los lacayos moscovitas tenían fichas con nuestros nombres… hasta la revolución. Y cuando pidieron la cuenta, pues no había quién les pagara, y por eso sacaron los ojos a los potros… Con un hacha…
Nikándrov se quedó mirando fijamente a Vorontsov, pero su rostro era impenetrable.
—La industria local de humillación lacayuna es asombrosa —continuaba Vorontsov—. Ofrece ocho horas de esclavitud y dieciséis de una misteriosa libertad, potente. Los lacayos empezarán pronto a crear sus propios clubs, créeme. Bueno, pues que les vaya bien. ¿Una más para el camino? La corbata no es del mismo tono, ya me perdonarás, solo tengo dos.
—¿En serio no te llevaste nada de casa, Víktor?
—Unos cien mil en diamantes…
—¿Bebiste mucho?
—Lenia, he prestado ayuda. Al principio a Antón Iványch Denikin, después me fui a Omsk, le entregué todo al almirante… ¿Recuerdas al corneta Ratomski? Murió de hambre en Shanghái, y había una vacante, de lacayo en un club inglés. No fue. Siempre había considerado que sus antepasados no eran de sangre muy pura, su soberbia era excesiva… Porque yo sí me habría humillado y habría ahorrado dinero en el club para el viaje a Europa… Su señoría, haga el favor, por aquí…
—Por ti, Víktor —dijo Nikándrov alzando el vaso y sintiendo que, por tercera vez en el día, no podía contener las lágrimas—. Por tu corazón y tu valentía.
—Está bien, Lenia… Está bien… Todo lo que pasó… ha sido útil. Hombre escaldado…
Ya en la calle, mientras avanzaban entre el precavido crepúsculo primaveral, tardío, con el presentimiento alarmante del mar, con el agua lila del primer deshielo junto a la orilla, cortado por el relieve marcado de los tejados oscuros, Nikándrov preguntó por fin:
—¿De verdad que no pudo ayudarte ninguno de los nuestros?
Vorontsov no respondió, se limitó a esbozar una sonrisa amarga.
—Recuerda el camino, Lenia —dijo por fin—, te toca volver solo, yo tengo una cita de trabajo hoy por la noche.
—¿No te molestaré?
—No, no llevo a nadie a casa…
—¿Te avergüenzas de tu cueva?
—¡Qué dices…! No soy un mercader, ni mucho menos… No, la persona vive en el centro y le resulta más fácil acercarse hasta aquí. Lenia, dime, como cuando de pequeño te confesabas a un viejo bondadoso, ¿en casa es igual de terrible que antes? ¿Como en el dieciocho?
—Para mí que es peor. Han llevado al aldeano a la extenuación total. Nuestra aldea les da igual… Ellos quieren al proletariado urbano… Resulta que han decidido destruir el sistema campesino, hacer que los aldeanos se marchen a la ciudad, que se conviertan en fuerza trabajadora gratuita para construir fábricas: según su esquema, sin fábricas no habrá felicidad ni en la vida ni en la revolución mundial. Un esquema cruel, y en ese esquema nosotros solo somos componentes inanimados, llamémoslo así, elementos transferibles de la sociedad…
revel, para román.
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Boki
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15 Durante el levantamiento de los decembristas en 1825. (N. de la T.)