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ESA NOCHE EN REVEL

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—Señor Nikándrov, permítame que lo felicite por su interesante y trágica ponencia sobre la situación en nuestra patria — dijo Yevgueni Andréievich Krasnitski, un viejo amigo de Vorontsov, de su época en el ejército—, ojalá se incorpore cuanto antes a nuestra causa común, lo acogeremos de corazón.

Con él habían llegado otras tres personas; estos eran callados, lo único que hacían era beber con todos cada vez que Vorontsov o Krasnitski proponían un brindis. Jan Rastenburg había traído a dos jovencitos: a uno se lo veía pulcro, bien alimentado, color crema, era el traductor y poeta Iván Heinasmaa; mientras que el segundo, sin peinar, era Jüri Lõpse, un popular poeta y actor. Al principio los poetas no dijeron ni mu, se concentraron con fuerza en el vodka y en los panecillos con comida, y de vez en cuando observaban la sala: por lo visto, esperaban a Jürla para empezar su partida en presencia del periodista.

El bar estaba lleno de humo y de ruido, el ambiente era alegre. Aquí se reunía gente de diferentes tribus, extraña: marineros y especuladores, pero también la bohemia y, a veces, sujetos cercanos a los círculos gubernamentales y diplomáticos, a los que casi era imposible comprender. Puede que alguno de ellos mañana esté sentado dirigiendo un departamento o puede que vengan siguiéndolo agentes secretos de la policía que seleccionan las últimas migajas de pruebas para, a la mañana siguiente, tras llamar bajito a la puerta, llevárselo a la cárcel o allá, a una isla o más lejos todavía.

Vorontsov miraba a Nikándrov con pasión. Admiraba su talento analítico, ligeramente frío, y, además, a ese hombre estaban ligados sus recuerdos más queridos: la caza, las discusiones a la hora del té vespertino en Sosnovka sobre los destinos del mundo, sobre la historia de Rusia, y las carreras de caballos… En una palabra, todo lo que se había ido para, a todas luces, no volver.

Nikándrov, quien al principio se había sentido cohibido —los años de la revolución habían dejado huella: el autocontrol, el miedo a la denuncia de algún vecino que hubiera podido escuchar alguna palabra imprudente que se le hubiera podido escapar—, ahora estaba desatado e incluso se comportaba con cierto descaro: estaba sentado con las piernas cruzadas con demasiado descuido y soltaba ocurrencias que alguna que otra vez se pasaban de bastas. Vorontsov lo comprendía: creía que estaba provocado por un sentimiento de liberación interior que, en la mayoría de los casos, era incontrolable.

Jürla no llegó solo: con él estaba Lahme, el secretario de la redacción del Postimees, que estaba con la perdidamente bonita, y al parecer un pelín borracha, Lida Bossey, una actriz de varietés en Villa Mon Repos. Era popular en Revel: su voz era algo ronca, baja, y cantaba unas canciones extrañas, una curiosa mezcla de francesas y gitanas; al principio resultaba divertido y curioso, después los escalofríos le recorrían a uno la piel. Decían de ella que cada noche sacaba grandes cantidades de dinero de capitanes y de viejos industriales; esto le daba la posibilidad de ser completamente independiente y no pertenecer a un único protector.

Al ver a Lida, Nikándrov se recolocó, su cara se volvió aún más expresiva, se dibujaron con mayor claridad las arrugas de tristeza que rodeaban su boca. Lida se sentó cerca de él; olía a perfume ligeramente amargo, y él empezó a sentir inquietud y dicha.

El melenudo y despeinado Jüri Lõpse, tras esperar a que todos intercambiaran apretones de manos y saludos ruidosos y bebieran, preguntó:

—Señor Nikándrov, ¿en dónde ve usted el deber de un literato?

—La tarea de un literato es la literatura.

—Puedo leerle unos aforismos de La Rochefoucauld — fue la respuesta brusca de Lõpse—, me interesa su interpretación.

—Me da un poco de vergüenza responder a unas preguntas tan grandilocuentes —respondió Nikándrov encendiéndose un cigarrillo—. Por lo demás, intentaré responder… Schedrín escribió a su hijo…

—¿Quién es ese tal Schedrín? —lo interrumpió Lõpse.

—Un escritor ruso de talento genial, el gran escritor nacional. Para nosotros es como Confucio para China, como Rabelais para Francia… Resulta que escribió a su hijo que en el mundo no hay misión más honrada que la del escritor ruso… Aun admirando a Schedrín, me veo obligado a rebatirlo. ¿Quién y por qué marcó al escritor de entre toda la gente con el signo del intercesor y del buen juez? ¿Por qué un elegido cualquiera debe ser el intercesor? ¿Y si el pueblo no quiere que intercedan por él? Además, ¿qué es eso de «pueblo»? La inmensidad del concepto siempre ha permitido la aparición de tiranos, cuya lógica es concreta y limitada. ¿Por qué hemos de dividir el mundo en pasivo —el pueblo, que guarda completo silencio— y activo, el escritor que está llamado a dar la voz de alarma? ¿Y si de repente un ambicioso destruye lo ya establecido dando la voz de alarma? Pero ¿qué propone a cambio? Los derrumbes son embriagadores, recuerden los juegos de los niños, así que cómo será con las construcciones.

—Entonces, en su opinión —se sorprendió Lõpse—, ¿no debe llamarse a la gente a combatir la pobreza y la desigualdad?

—En Rusia puede contar usted un millón de ejemplos de lo que ocurrió después de que empezara el llamamiento general por la igualdad…

—Aunque al principio haya un coste, es una idea que seduce a la gente.

—¿Y usted no es bolchevique, Lõpse? –preguntó Krasnitski.

—No lo asuste —pidió Lida Bossey—, no hay ninguna necesidad. Todos deben decir lo que piensan.

—Si este consejo suyo se tomara como la base del bolchevismo —Nikándrov se volvió hacia Lida—, yo me afiliaría a su partido…

—En el partido se dice todo lo se que quiere —Lõpse no cejaba—, todo el rato están discutiendo entre ellos.

—Entre ellos es posible —respondió Nikándrov—, pero conmigo no discutieron. Y con usted tampoco lo harán, lo pondrán de cara a la pared y punto.

—Quizá tengan razón: al menos hacen algo, al menos creen en algo, usted prefiere mantenerse a un lado…

—Se está pasando, Lõpse —intervino de nuevo Krasnitski—, el señor Nikándrov ha realizado un acto de gran valor ciudadano, ha huido de la esclavitud, ha abandonado lo más valioso que puede tener un hombre: su patria.

—¿Y por qué abandonarla? ¿No le gusta lo que ocurre en su patria? ¡Combátalo! Huir siempre es más fácil.

—¿Sabe? —Nikándrov empezó a hablar despacio al ver la cara pálida de Vorontsov—, hay algo de razón en lo que dice. Cierto que está juzgando desde fuera, pues para usted Rusia es un concepto abstracto… Pero para nosotros es nuestra patria. Allí se han quedado amigos… en la tierra… A unos los fusilaron, otros murieron de hambre y hubo quien se metió una bala en la frente. ¿Combatir con un pueblo que, al creer, construye el horror y el caos? ¿Puede admitirlo el escritor? ¿Es posible que en este caso una retirada pasiva sea más honrada? Podría escribir proclamas, halagarme con la esperanza de que la juventud me escuche. Pero ¿le corresponde a un escritor hacer que aumenten la sangre y las hostilidades? Quizá ahora sea más importante otra cosa: apartado, desde fuera, observar el proceso y sentirse preparado para regresar en cualquier momento, cuando —no el pueblo, no—, cuando aquellos que intentan gobernar al pueblo comprendan que no pueden hacer nada de nada sin los intelectuales rusos, que estos, los intelectuales, han soportado sobre sus espaldas toda la carga de la lucha contra la administración obtusa, que estos, los intelectuales, también estuvieron con el pueblo y que llevaron el conocimiento a los rincones más apartados, y que marcharon al presidio y a los trabajos forzados con la cabeza bien alta, y que estos mismos presidiarios —hijos de generales, de banqueros y altos funcionarios— podrían haber malgastado el tiempo en sus haciendas y en paseos por Niza; bueno, pues cuando los gobernantes comprendan todo esto, entonces habrá que regresar a casa. Pero ahora, qué se le va a hacer… Estoy a favor del «joven-inexperto», pero en contra del «joven-sangriento»…

—Es lo que le agrada a la historia: lo joven siempre ha vencido a lo viejo. Y manifestarse en contra de que los hijos de los trabajadores y de los campesinos se conviertan en dueños de los salones universitarios y de las bibliotecas imperiales es indigno de un literato.

—Es difícil llevarle la contraria. Se vale de conceptos elevados, pero yo conozco la verdad oscura, bárbara…

—¿Y ha intentado ayudar a su pueblo a acercarse a conceptos elevados actuando en contra del barbarismo?

—No soy yo quien debe imponer algo al régimen, sino que el régimen está obligado a acudir a mí y a mis semejantes en busca de ayuda cuando siente que no puede seguir conteniendo los elementos bárbaros… Y el Sóviet de los Diputados acudirá a nosotros. Pronto. Muy pronto…

Jürla, que al principio escuchaba a Nikándrov con escepticismo, preguntó:

—Me dan miedo los profetas, pero, como toda la gente débil, creo en ellos. Cuando usted dice que los actuales gobernantes de Rusia comprenderán su papel en la vida del país, ¿se apoya en hechos?

—Me apoyo en hechos…

—Huy, eso es lo que más me interesa a mí, al periodista.

¿Y cuáles en concreto?

—¡Dios, hay multitud de hechos! Y no hace falta ir muy lejos: hoy en el tren venía un comisario, pues bien, quería largarse, imagino que quedarse aquí, en Revel.

Vorontsov se levantó escopetado, alzó la copa:

—¿Por qué nos alejamos de nuestro tema? El escritor y el poder, la musa y el revólver, la libertad y los sótanos de la Checa. Si os digo la verdad, no merece la pena desmenuzar lo elevado… Propongo que bebamos por los que se han quedado allí, en casa…

En cuanto hubieron bebido, Jürla sacó un cuadernito del bolsillo y preguntó a Nikándrov:

—¿No recuerda el apellido del comisario? Quizá quiera ser usted quien escriba sobre él, no pagamos mal por una información tan sonada.

—Verá, todavía no he aprendido a anotar datos.

—En ese caso, me siento honrado de saludarlo —dijo Jürla.

Vorontsov alcanzó a Jürla en el guardarropa:

—Karl Ennovich, no escriba sobre el comisario.

—Entonces no tengo nada sobre lo que escribir. Ya conoce usted a nuestros lectores: no aguantan el diálogo filosófico de esos gigantes.

—Es preferible que no escriba nada a que toque ese tema… —¿Así que es verdad? ¿Existe ese comisario? Averiguaré en la policía quién ha venido hoy de Moscú, lo averiguaré…

—Karl Ennovich, le pediría que no tocara ese tema…

—¿Y eso, es que el comisario es suyo? —Jürla le guiñó un ojo mientras se ponía el abrigo.

—Señor Jürla, le pido que no toque ese tema.

—Conspiraciones, siempre conspiraciones… Ya estamos hartos de sus conspiraciones, conde, son peor que un rábano amargo. Es hora de que se dediquen a asuntos serios.

—¿Puede darme su palabra, señor Jürla?

Jürla había resuelto no escribir sobre el comisario y tampoco sobre Nikándrov, no le parecía muy interesante, pero ahora al antiguo cajista al que tanto le había costado hacerse un nombre le agradó observar al conde Vorontsov que, cubierto de manchas rojas, le suplicaba humillado y manso a él, al hijo de un carpintero petersburgués.

—No lo sé, señor Vorontsov, no lo sé… La libertad de expresión está garantizada por nuestra constitución. —Se hacía de rogar—. No lo sé…

Y esto decidió su destino.

Diamantes para la dictadura del proletariado

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