Читать книгу Indicios visionarios para una prehistoria de la alucinación - Zenia Yébenes Escardó - Страница 10
ОглавлениеINTRODUCCIÓN
Siguiendo a Victor Turner sugerí que, para los muedan, el brujo que se transforma en león no sólo simboliza al depredador peligroso y al protector real sino también una profunda ambivalencia acerca del funcionamiento del poder en el mundo social. El brujo león, como símbolo, expresa simultáneamente la idea de que el poder es necesario para producir y asegurar el bien común y ese poder constituye, sin embargo, una amenaza siempre presente para los miembros de la comunidad. Con esta conclusión turneriana terminé mi charla […] Siguió un largo silencio […] Finalmente Lázaro Mmala […] veterano de la guerrilla mozambiqueña […] se aclaró la garganta y dijo simplemente: “Andiliki, creo que no estás entendiendo”. “¿Cómo es eso?”, pregunté, tratando de ocultar mi ansiedad. “Los leones de los que hablas… —hizo una pausa, mirándome con seguridad—: Esos leones no son símbolos, son reales.”
Harry G. West, Ethnographic Sorcery
Según Robert Orsi, la modernidad se define por la ausencia:1 la ausencia de la presencia de lo divino, la ausencia de la fe en la presencia divina, la ausencia de realidades religiosas ontológicas independientes de los sujetos. La ausencia condiciona la forma en que interpretamos académicamente las visiones místicas y religiosas.2 Para Orsi los investigadores se acercan a ellas contemplándolas como recursos simbólicos que expresan necesidades sociales (como lo hace Harry G. West con la visión de los brujos leones en el epígrafe que abre este ensayo) o bien como supervivencias,3 es decir, como evidencia anacrónica de creencias ahora descartadas. Es cierto que los investigadores a menudo conceden que la visión mística o divina es real para quien la vive y señalan que sus sujetos de estudio consideran que lo que la produce (la Virgen, Dios, los demonios o los santos) es irreductible al conocimiento o a la imaginación humana. Sin embargo, no pueden plantearse la pregunta de qué significaría, para los supuestos metodológicos modernos que sustentan sus investigaciones, atribuir una fuerza ontológica independiente a esas entidades.
Las apariciones marianas […] deberían haber provocado una confrontación con los límites del conocimiento moderno. En cambio […] han sido efectivamente posicionadas, de manera que no supongan ningún riesgo […] dentro del marco de la historiografía moderna […] La modernidad occidental existe bajo el signo de la ausencia. El tiempo y el espacio se han vaciado de presencia. La ausencia se refuerza en el lenguaje […] y por un sensorium normativo […] en el que los dioses no pueden ser tocados, gustados, oídos o vistos. Drenada de experiencia, la experiencia religiosa se rehace en conformidad con las modernas nociones liberales de lo que “la religión” es: autónoma, un dominio distinto aparte de otras áreas de la vida, privado, en conformidad con las leyes causales de la naturaleza, razonable, interior —todas las cosas que las apariciones marianas […] no son. La historiografía sigue su ejemplo. Los historiadores han heredado una ontología en la que todos los eventos derivan su significado de lo social y están dirigidos por los privilegios modernos de la ausencia [Orsi, 2008: 13].
El problema para mí no es teológico, sino político y ético desde que se trata de si podemos dejarnos atravesar (intelectual y afectivamente) por las aseveraciones de nuestros sujetos de estudio que más nos alejan de nosotros mismos. El dejarse atravesar significa tomar en cuenta cómo afecto a mis sujetos con mi indagación “ilustrada”, cómo éstos me afectan, más allá o más acá de cualquier epojé,4 y qué sucede en esa interacción. A Orsi, asimismo, le interesa pensar “cómo lo real llega a serlo” y más allá de reivindicar que la visión religiosa es real para quien la vive y de preguntarse cómo estas presencias se vuelven “tan reales como las armas, las piedras y el pan, y cómo esto real actúa por sí mismo como un agente histórico en el mundo” (Orsi, 2007: 45) Orsi llama a resistirse a la interpretación moderna de la historia que favorece la genealogía de la secularización y la ausencia de lo divino, para acercarse a una comprensión ontológica de la presencia de lo sagrado5 que suponga la emergencia de su historia.
En las páginas que siguen presto particular atención al cristianismo moderno de los siglos xvi y xvii, y a textos en los que las personas afirman que ellos u otros a su alrededor pueden ver espíritus, santos, ángeles, demonios y, por supuesto, a Dios. El vínculo de la religión con las experiencias (revelaciones místicas, visiones, apariciones) que, desde la historia de la ausencia a la que se refiere Orsi, estamos acostumbrados a asociar con la alucinación, es un tópico recurrente en la clínica y en la historia de la psiquiatría: “Estas experiencias estuvieron integradas culturalmente y estaban semántica [y religiosamente] preñadas […] Que esta faceta de las alucinaciones se haya casi perdido es una consecuencia de su medicalización durante el siglo xviii” (Berrios, 2008: 63).
Étienne Esquirol (1772-1840), uno de los padres del alienismo, distingue “alucinación” de “ilusión”, presumiendo que todas las alucinaciones, independientemente de su modalidad sensorial, son simétricas y uniformes. Las ilusiones son para Esquirol errores de los sentidos, mientras que las alucinaciones son percepciones falsas, “en ausencia de objeto”, construidas íntegramente por la mente. En su observación sobre la alucinación, “si un hombre tiene la convicción de percibir realmente una sensación en la que no hay un objeto externo, se encuentra en estado alucinado: es un visionario” (Esquirol, 1838: 159). Vemos en la identificación esquiroliana entre el visionario y el alucinado la medicalización de una experiencia y la tesis de la ausencia a la que se refiere Orsi.
De acuerdo con esta tesis, la forma de contemplar la experiencia visionaria sin medicalizarla prácticamente ha desaparecido, algo que, como veremos, el mismo Orsi discute. Las investigaciones que han querido poner de manifiesto la integración cultural en contextos religiosos del “ver visiones”, bien se centran en la premodernidad (Kroll y Bachrach, 2005) o en el estudio antropológico en las sociedades contemporáneas de ciertos grupos religiosos minoritarios y marginales (Luhrmann, 2012), o investigan sociedades consideradas primitivas (West, 2007).
En mi exploración de sitios de manifestación de presencia en las ruinas de y en la agonía de una cultura, la obra de Michel de Certeau ha sido una constante fuente de inspiración. Quizá porque escribo no sobre, pero sí desde, un horizonte de desarraigo contemporáneo. En su investigación sobre los siglos xvi y xvii, Certeau traza caligrafías orales de invención en una época de crisis política y cultural y explora la posibilidad de transmisión, sobre las ruinas de las antiguas formas simbólicas, de una tradición desarraigada de su sistema de referencia. Advierte así, en la emergencia de la nueva mística como nombre, frente a su comprensión en el medievo como adjetivo, la cesura histórica de los siglos xvi y xvii. A partir de la pérdida de la unidad cristiana, que se fragmenta bajo los golpes repetidos de la Reforma y de la conquista de América, aparecen otras formas de vida, muchas ajenas al tiempo lineal judeocristiano. Esta pluralización cultural interviene en un tejido social en vías de fragmentación, suscitada por el proceso de urbanización, de especialización y de autonomización del derecho secular. Son estas mutaciones decisivas de la modernidad las que hacen pasar la mística de un calificativo que designa un modo de espiritualidad, a un sustantivo que se ofrece como figura histórica que sólo será transitoria.6 La ruptura del monopolio eclesial que se presenta bajo el signo de la corrupción a partir de la Reforma; las distintas formas de una aproximación a las Escrituras que se ven cada vez más problematizadas; el fraccionamiento lingüístico que contempla el desarrollo de las lenguas vernáculas en detrimento del latín, que daba una vocación universalizadora al mensaje cristiano, desarticulan el logos divino.
Según Certeau, la mística designa la invención de un espacio que desea manifestar la presencia de lo que, en tiempos de relativización y proliferación de narrativas alternas, ya no se manifiesta ni en la institución eclesial ni en la Escritura. Ese lugar de manifestación, habremos de verlo, será el sujeto (Certeau, 1993b: 11-40). Certeau escribe sobre las comunidades espirituales reunidas en torno a “modos de hablar ‘y’ estilos de hacer” en la noche de los cuerpos que ya no pueden encontrar orientación en los significantes de una tradición cultural establecida (Certeau, 1993b: 16). No se trata, como en la teología escolástica del Logos, de construir un conjunto coherente de enunciados sino de la emergencia de una ciencia experimental, instauración de un espacio en el que la presencia sagrada pueda aparecer. La mística de los siglos xvi y xvii porta la marca de violentos conflictos puesto que nos llega a través del canal de los procesos inquisitoriales, disciplinarios y judiciales. En el siglo xvii se agudiza la contradicción entre los principios sobrenaturales que postulan su funcionamiento y las normas epistemológicas en las que ella misma se bate y enuncia. Desde fuera, en el espacio público, la mística sigue siendo peligrosa o sólo ininteligible, pero en cualquier caso opaca. Si nada del exterior garantiza su verdad y su legitimidad, paradójicamente, la locura y la censura del exterior constituirán la garantía de su verdad. Hay que liberarse de la disyuntiva entre devoción y patología y formular la cuestión de un modo enteramente nuevo para dar con la pregunta acerca de cómo se vuelven reales las presencias visionarias.
Efectivamente, cualquier intento de aproximación inmediatamente se abre a preguntas ontológicas y epistemológicas, aunque elijamos ignorarlas. ¿Qué significa ver cuando ver parece complejizarse y se distingue entre visión corpórea, imaginaria e intelectual?7 ¿Qué significa decir que el objeto de cada una de estas visiones sea o no sea real? Hay que señalar que, tal como advierte Amy Hollywood, la distinción entre lo real y lo verdadero, entre aquello que un individuo ve realmente y lo que por lo tanto inexorablemente suele tomar como verdad, y lo que es verdad desde el punto de vista de un tercero, es una distinción que opera antes de la modernidad (Hollywood, 2016: 3). No todas las visiones se entendieron como una visión de Dios o de los demonios; a veces los autores consideraban que las personas inventaban historias para entretener y asombrar a los demás, y que, por supuesto, mentían, entonces podían contemplar al visionario como enfermo, engañado o loco.8
Como he señalado con anterioridad, el propósito que guía estas páginas es político y ético desde que se trata de si podemos dejarnos atravesar (intelectual y afectivamente) por las aseveraciones de nuestros sujetos de estudio que más nos alejan de nosotros mismos. ¿Es posible pensar seriamente en un mundo en el quepan muchos mundos? Esto importa no sólo porque, como señala Orsi, la presencia de los dioses, a pesar de la narrativa hegemónica de la modernidad, persiste en el mundo contemporáneo, sino porque vuelve ineludible voltear la mirada a las historias que nos contamos acerca de nosotros y de nosotros frente a otros. La mística de los siglos xvi y xvii nos proporciona un locus que permite contemplar simultáneamente el disciplinamiento que va a transformar la experiencia visionaria en alucinación y la producción de nuevas formas de manifestación de la presencia que ponen en entredicho la tesis de la ausencia. El archivo visionario que exploro privilegia así a los místicos que en el siglo xix servirán a los alienistas para clasificar las alucinaciones.9 Leerlos me permite atisbar cómo en su experiencia coexiste una interpretación psicológica que los hace sujetos modernos tout court y cómo, sin embargo, esa interpretación psicologizante, asumida por ellos, no los dirige a la tesis secular de la ausencia propia del alienismo o de la investigación académica.
Al elegir como subtítulo “Para una prehistoria de la alucinación”, sigo a Terence Cave (1999). Por “prehistoria” Cave entiende una práctica que atiende a la oscuridad de la historia. Mientras que la práctica tradicional de la disciplina tiende a construir grandes narrativas o mutaciones epistemológicas dramáticas, la prehistoria opta por permanecer más tiempo en la oscuridad, abandonar los relatos canónicos (“la historia”) y observar de cerca las señales pequeñas, distintas e inquietantes dentro de los textos: indicaciones de que algo está cambiando. Así, abre espacio a la contradicción y a los cabos sueltos. Esta “prehistoria”, entonces, no se ofrece como un relato de los orígenes de la alucinación (término que ni siquiera aparece en los textos que indagaremos), no es un relato de la sucesión visión-alucinación, sino, más bien, indica la coexistencia, y con ella las posibilidades, entre la presencia y la ausencia; entre la eclosión del fenómeno visionario como un fenómeno moderno y su creciente reducción, asimismo moderna, a lo marginal y lo patológico. A pesar de que Cave se distancia de Foucault y de que sólo sigo a Cave en lo que acabo de señalar, entiendo su prehistoria como lo que Foucault describe como problematización:
Para que un campo de acción, un comportamiento, entre en el campo del pensamiento, es necesario que cierto número de factores lo haya vuelto incierto […] pero éstos sólo juegan el papel de incitación. Pueden existir y ejercer una acción durante mucho tiempo antes de que haya problematización efectiva […] y ésta cuando interviene no toma una forma única que será el resultado directo o la expresión necesaria de estas dificultades; es una respuesta original y específica, a menudo multiforme, a veces incluso contradictoria en sus diferentes aspectos. [La problematización es] una respuesta a esas dificultades que son definidas mediante una situación o un contexto que valen como cuestión posible [Foucault,1999c: 360].
Creo que todo ensayo comienza con una pregunta que le sirve como faro e hilo, como marco de referencia y principio rector. Por vaga y absurda que pueda parecer, mi pregunta se dirige a cuestionar, cómo he señalado con anterioridad, qué significaría para los supuestos metodológicos modernos de nuestras investigaciones detenernos a considerar la fuerza ontológica de las presencias visionarias de las que hablan los sujetos de nuestras indagaciones académicas. Lo que sigue a continuación sólo es un ensayo de respuesta.
1Véase, por ejemplo, Orsi (2003, 2004, 2007, 2008, 2011 y 2012). Sobre los debates que la obra de Orsi ha suscitado puede consultarse: Amy Hollywood (2016), Thomas Kselman (2008), Stephen Prothero (2004) y Elizabeth A. Pritchard (2010). Mientras no se indique lo contrario las cursivas a lo largo del texto son mías.
2Se puede consultar al respecto: Charles Taylor (2014 y 2015) y Marcel Gauchet (2005); también Judith Butler, Jürgen Habermas, Charles Taylor y Cornell West (2011). Para un recuento muy distinto del secularismo que disputa algunas de las aseveraciones de Taylor o Gauchet, véase Talal Asad (2003) y Talal Asad, Wendy Brown y Judith Butler (2013).
3Supervivencia es un término acuñado por E. B. Tylor, padre de la antropología social, quien, en su obra de 1871, Primitive Culture, la definió así: “Se trata de procesos, costumbres, opiniones, etc., que la fuerza de la costumbre ha transportado a una situación de la sociedad distinta a aquella en que tuvieron hogar original y, de este modo, se mantienen como pruebas y ejemplos de la antigua situación cultural a partir de la cual ha evolucionado la nueva”. Para un uso poderoso de la noción de la supervivencia a partir de la obra de Aby Warburg, puede verse Georges Didi-Huberman (2009).
4Término procedente del griego epokhé, que etimológicamente significa suspender. En general se aplica a la decisión de suspender el juicio. El término fue utilizado, en este sentido, por los escépticos en la Antigüedad, al encontrarse ante dos proposiciones igualmente defendibles pero opuestas o contradictorias entre sí. Con otro sentido lo utiliza Husserl en su método fenomenológico, al referirse a la puesta entre paréntesis de la realidad del mundo que conduce a la apropiación de la realidad del yo, de la propia conciencia. En el ámbito de la fenomenología de la religión la epojé se utiliza como suspensión del juicio del investigador. No es tarea del fenomenólogo considerar los fundamentos sobre los que las creencias religiosas se apoyan y preguntar si los juicios religiosos tienen validez objetiva o no.
5A lo largo de estas páginas alterno mayúsculas y minúsculas para términos como presencia, alteridad, Dios o diablo. Me interesa con eso subrayar la inestabilidad que frente a ellos siente quien investiga.
6Para una revisión de la mística como adjetivo antes de los siglos xvi-xvii es útil consultar Louis Bouyer, “Mysticism, An Essay on the History of the Word”, en Richard Woods (ed.) (1980: 45-58).
7La distinción agustiniana entre visiones corpóreas, imaginarias e intelectuales, a la que haré referencia después, fue un modo (debatido) para distinguir entre visión y aparición. Se consideraba que estas últimas eran corpóreas e imaginarias y la visión estrictamente hablando era sólo intelectual. Sin embargo, hay autores que presentan las tres y a las tres se las considera reales y verdaderas, aunque ciertamente se privilegian las imaginarias y, especialmente, las intelectuales. También se ha señalado que en las visiones predomina el elemento sorpresivo de la irrupción, y en las apariciones, el mensaje doctrinal. Todas estas formas de distinción son altamente discutibles. Las apariciones pueden tener ese contenido disruptivo, aunque luego aparezcan mensajes doctrinales. Y las visiones, pensemos por ejemplo en las del Sagrado Corazón a Margarita de Alacoque (Morgan, 2008), un mensaje doctrinal. Todas estas distinciones sirven precariamente de modo heurístico, pero hay que atender cada caso. En estas páginas no me ceñiré estrictamente a ellas y hablaré de visiones y apariciones como sinónimo. Cuando sea el caso especificaré si son corpóreas, imaginarias o intelectuales.
8La bibliografía al respecto es copiosa. Véase, por ejemplo, Gabriella Zarri (1991), Mino Bergamo (1998), Anne Jacobson Schutte (2001), Stephen Haliczer (2002), Walter Stephens (2002), Sarah Ferber (2004), Andrew Keitt (2005), Moshe Sluhovsky (2007), Sophie Houdard (2008), Armando Maggi (2006), Jeffrey Watt (2009), Susan Schreiner (2011), Michel de Certeau (2012), Clare Copeland y Jan Machielsen (2013) y Campagne (2016).
9Entre los alienistas que a partir del siglo xix recurren a los místicos de los siglos xvi y xvii para referirse a las alucinaciones podemos citar a los siguientes: Baillarger (1890: 269-493), Bonniot (1879) y Brierre de Boismont (1862). En el siglo xx es particularmente significativo Quercy (1930). Para un panorama general de la alucinación como psicopatología religiosa, véase Gumpper (2013: 182-186).