Читать книгу Indicios visionarios para una prehistoria de la alucinación - Zenia Yébenes Escardó - Страница 12
ОглавлениеEL EQUÍVOCO
Nuestro enemigo está siempre con nosotros.
Orígenes, In Lucam Homilia
Las reflexiones sistemáticas modernas sobre los modos de definir la verdad y la legitimación de medios particulares para alcanzarla comienzan a mediados del siglo xvi con las polémicas que rodean los juicios por brujería.1 Los juicios de brujas, durante mucho tiempo competencia de los historiadores sociales, pueden parecer al principio alejados de la investigación filosófica de los siglos xvi y xvii que asociamos con el nombre de la “nueva epistemología”. Sin embargo, la distancia se pone en entredicho si contemplamos en la obsesión por la demonología una cuestión de intenso interés para la teoría política, médica y para la teología (tanto católica como protestante), en la que se dirimen asuntos de relevancia filosófica. Stuart Clark (2007 y 2011) advierte así que calibrar el poder de la ilusión ejercida por los demonios significa para muchos autores cuestionar la validez de la percepción humana. A lo largo del siglo xvi la vista es considerada el más noble de los sentidos, pero también el más vulnerable al error inducido por demonios. Cuando Descartes, en sus Meditationes de prima philosophia (1641), sienta las bases de la nueva epistemología, a pesar de las posibles distorsiones provocadas por una imaginación melancólica, o un demonio maligno, está evocando un problema que surge en la literatura demonológica: ¿cómo se puede estar seguro de que lo que vemos está, realmente, fuera de nosotros? La atención que Descartes presta a la óptica en su física mecanicista, particularmente su rechazo de la doctrina aristotélica de las formas sensibles o species, revela, aún más, cuán importante se vuelve este problema, a principios del siglo xvii, para determinar la confiabilidad de la percepción visual. La crisis escéptica del Renacimiento tardío, anunciada por la traducción de Charles Étienne de 1562 de Sextus Empiricus del griego al latín, se alimenta de una duda generalizada en la veracidad de la percepción visual; una duda que atisbamos expuesta en los mismos tratados de demonología. Éste es el aspecto que me interesa destacar. La relación entre la fe religiosa y el escepticismo, lejos de ser antitética, implica una complejidad que hay que dilucidar.
Efectivamente, en la teología tomista vigente entre los siglos xvi y xvii existe lo que Stuart Clark llama “una extraordinaria concesión epistemológica (y, de hecho, fisiológica)” (Clark, 2011: 3).La palabra griega διάβολος (diablo) está formada de διά (dia = a través de) y βάλλειν (ballein = tirar, arrojar) y expresa la idea de “arrojar mentiras”; el diablo es el “padre de la mentira” (Juan 8: 44). Satanás puede no ser capaz de hacer muchas cosas, pero al ser simulador, puede hacer parecer que las hace todas, incluso las visiones aparentemente divinas y los milagros.2 Tal es su control sobre el mundo natural, incluidos los procesos naturales de percepción y cognición humana, que puede crear “una apariencia” de la realidad o presentarse como imagen de Dios o “ángel de luz” (2 Corintios: 11-14). El diablo puede, por ejemplo, rodear a un hombre con un cuerpo hecho de aire para darle la apariencia de un lobo; sin embargo, falsa e ilusoria, esta apariencia fantasmal de una bestia tiene suficiente existencia material, suficiente realidad, por así decirlo, para ser percibida. O puede, como un malabarista que juega un truco de cartas, sustituir a un lobo por un hombre en un abrir y cerrar de ojos. En este caso, el efecto logrado por el juego de manos del diablo es el mismo: la ilusión de la metamorfosis. Cuando los seres angelicales se hacen visibles (y el demonio es un ser angelical, aunque caído) condensan grandes masas de aire para crear la forma de un cuerpo. Los cuerpos de los espíritus no son muy diferentes de las nubes en el cielo. Cuando miramos al cielo a menudo pensamos que algunas nubes parecen objetos, animales o caras. En otras palabras, las formas de las nubes nos recuerdan algo que ya conocemos (una cara o un perro, por ejemplo). La única diferencia esencial entre las nubes en el cielo y los cuerpos de los espíritus es que mientras las formas de las nubes son totalmente casuales y dependen de nuestra imaginación, los cuerpos de los espíritus son creaciones de los espíritus mismos (Maggi, 2006: ix-x).3 Ahora bien, y éste es un punto particularmente relevante, los espíritus no tienen cuerpos físicos visibles, crean cuerpos de aire sólo para transmitir algo: “Los espíritus son esos seres aéreos que conversan con nosotros. El acto de dirigirse a nosotros es un aspecto fundamental de estas criaturas. Los espíritus existen sólo en la medida en que nos hablan” (Maggi, 2006: viii).
Los ángeles (incluidos los ángeles caídos) carecen de imaginación y de memoria porque no son creados para obtener conocimiento de los datos sensoriales. Son mensajeros que transmiten directamente la palabra de Dios, sin mediación mnemónica ni de phantasmatas (imágenes) (Certeau, 2013: 257-287). Los ángeles caídos no pueden transmitir la palabra de Dios puesto que, al haber interrumpido su conexión con la palabra divina, son medios sin un proveedor de sentido. Al estar desvinculados del Logos, el orden y el sentido divino transmiten lo terreno a través del sinsentido, la destrucción y el caos que pervierte el orden de la creación divina. Hay que entender la siguiente aseveración en todo su rigor: sin referencia sensorial, sin memoria e imaginación, el lenguaje diabólico funciona a partir de la mímesis —y de ahí que los diablos adopten distintas formas que imitan la realidad— para confundir —o que apuesten a la desarticulación del sentido— y de ahí los gestos, la conducta y la ininteligibilidad atribuida a los poseídos que los aproxima a ciertas formas de locura. Sin memoria y sin imaginación, excluidos de la fuente de sentido, los demonios no tienen tampoco la capacidad humana de “entender” lo que están “diciendo” por eso sólo transmiten caos (Maggi, 2001: 1-20).
En un pasaje central del Thesaurus Exorcismorum (1608) se afirma que existen tres formas de expresión lingüística. Así, mientras Dios habla “el lenguaje de las cosas” (lo que significa que se expresa a sí mismo a través del mundo creado), los humanos tan sólo podemos pronunciar “el lenguaje de las palabras” (que nunca se corresponden con la realidad, por más que lo pretendamos). El tercer idioma sería la no expresión, “el lenguaje de la mente”, territorio reservado por excelencia al diablo, que no habla activamente, sino mediante el desorden y la aniquilación en cualquiera de sus formas (Maggi, 2001: 2). Según el discurso teológico oficial, el diablo, al ser un ángel, carece de sentidos y, por lo tanto, de visiones y discurso propios, lo que lo obliga a utilizar los de los humanos, pero de forma totalmente perversa. Sometido al creador, el demonio no puede crear ni transformar realmente la realidad, no puede anular las leyes de la naturaleza; el dominio demoniaco no es el de lo sobrenatural, sino el de lo preternatural:4 el reino de los fenómenos desviados y prodigiosos que todavía están dentro de la naturaleza. Pero las ilusiones y los simulacros permiten al diablo desdibujar este límite fundamental, aparentar que sí se trata de una intervención divina, y hacerlo con bastante éxito.
Campos del saber enteros se ven comprometidos por esta aseveración, incluida la propia demonología, en la que, tal como cuenta Walter Stephens (2002), los autores del siglo xvi advierten que la apariencia ilusoria fabricada por el demonio es una prueba útil de su agencia, pero, en tanto apariencia ilusoria, paradójicamente es una seria amenaza para cualquier demostración empírica de los efectos demoniacos que pueden ser también ilusorios, incluidos los alegados en casos de brujería. Existen tentativas recurrentes para definir los criterios que separan los verdaderos milagros de sus copias demoniacas, pero, epistemológicamente al menos, la separación se vuelve radicalmente incierta. Tal como advierte Stuart Clark en Vanities of the Eye: Visions in Early Modern European Culture (2007) hay implicaciones escépticas obvias en estos argumentos, aunque sean exploradas por teólogos que discuten sobre demonología. La demonología constituye así “un importante capítulo en la historia de la epistemología moderna” (Clark, 2011: 20). A este tenor cabe señalar que la hipótesis cartesiana del demonio o genio maligno señala, en la primera de las Meditaciones metafísicas (1641), lo siguiente: “Cierto genio o espíritu maligno no menos astuto y burlador que poderoso ha puesto toda su industria en engañarme” (Descartes, 2006: 124). Si Descartes está llevando a cabo un “experimento mental”, lo cierto es que el genio maligno del que se sirve para pensar, y que aparece en las Meditaciones, es el demonio de los tratados de demonología que amenaza, en su caso, con transformar en ilusoria toda la experiencia humana.5 Escribe Ossa-Richardson:
La primera meditación cartesiana busca una base para el conocimiento, algo que no se pueda dudar […] nuestros sentidos nos engañan todos los días […] Además, muy a menudo pensamos que estamos despiertos, cuando en realidad estamos soñando. ¿Cómo podemos saber que no estamos soñando ahora? Incluso las verdades matemáticas no están a salvo de la duda: aunque Dios no nos engañaría para que las creamos, un espíritu maligno o demonio (genius aliquis malignus) podría. Pero, ¿cómo debemos discernir la verdadera creencia y la verdadera experiencia de los errores sensoriales o intelectuales amenazados por el demonio? Esta cuestión se asemeja a la cuestión del discernimiento de espíritus y se dirime en el mismo lenguaje: sólo que lo que había allí, un problema de experiencia espiritual, es aquí un problema de la experiencia en su conjunto [Ossa-Richardson, 2012: 235-236].
Descartes lleva su razonamiento hasta la idea de un cuerpo que ya no es confiable, al punto de negar incluso su existencia. Pero en realidad el verdadero reto reside en la fundación de una fiabilidad indiscutible. El jesuita Pierre Bourdin, uno de los objetores de las tesis a quien Descartes responde en la edición de las Meditaciones de 1642, utiliza así un término correspondiente a la demonología: “praestigium”. Praestigium deriva del verbo præstrĭngo, “engañar la vista”, que está en la base del significado de præstigiæ ~ præstigia, “fantasmagoría, delusión”, y, con un componente intencional, “engaño, falacia”. Posiblemente el término se refiere primeramente a las ilusiones visuales (Clark, 2011). La teología del discernimiento de espíritus se sitúa entonces entre una variedad de discusiones sobre la relación entre visión y conocimiento en los siglos xvi y xvii, que crean, en su mismo seno, un clima receptivo al escepticismo.6
La demonología tiene convicción precisamente en la medida en que se basa en el sistema cognitivo que puede ser trastornado y pervertido no sólo por causas naturales, sino por la condición perversa del diablo y su capacidad de alterar y perturbar. Según la psicología escolástica, el intelecto humano comprende tres funciones distintas y cada una se localiza en una parte diferente del cerebro: la imaginación, en el ventrículo frontal; la razón, en el cerebro medio, y la memoria, en el ventrículo posterior de la cabeza (Klibansky et al., 1991: 88; Maggi, 2001: 138-139). La memoria es un almacén físico de segmentos o memorias visuales cuyos fragmentos el demonio puede desplazar a la parte central del cerebro/mente, de modo que el sujeto no pueda distinguir entre las imágenes externas y las internas, síntoma inequívoco de la melancolía. La melancolía, cuando la bilis o el humor negro controla el cerebro y asedia la mente, produce que los pensamientos, las palabras y las acciones se vean distorsionados.7 Algunos melancólicos —leemos así en De praestigiis Daemonum (1568)—
piensan que son animales, e imitan sus sonidos y movimientos corporales. Otros suponen que son vasijas de arcilla húmeda y quebradiza y gritan cuando ven a alguien aproximarse hacia ellos porque temen desbaratarse. Algunos tienen miedo a la muerte y no obstante la eligen y cometen suicidio. Muchos piensan que son culpables de un crimen y tiemblan y sudan cuando alguien se acerca porque temen ser apresados y enviados al tribunal para ser juzgados [Weyer, 1991:183].
El diablo asimismo puede actuar sobre aquellos naturalmente dispuestos a la melancolía.8 Husserl advierte en la quinta de las Meditaciones cartesianas que hay una distinción entre “Leib” y “Körper” por la que mi cuerpo parece tener una doble naturaleza; por una parte, es un objeto más en el mundo, un cuerpo físico, biólogico, entre otros, pero, por otra, no es experimentado por mí como cualquier cuerpo. Leib es el cuerpo-vivido, el cuerpo sentido como propio (Husserl, 1996: 157). Habitualmente vivimos nuestro cuerpo como Leib y como Körper. El melancólico, sin embargo, percibe su cuerpo sólo como Körper, un recipiente precario e impuesto, de una materialidad ciega y ajena, desbordado de imágenes que lo asedian y lo atormentan y que amenazan con diluir cualquier sentido del yo. En Malinconia (1992), el psiquiatra italiano Eugenio Borgna analiza lo que él mismo llama “la experiencia demoniaca en psicopatología” y se detiene en una serie de casos basados en la presencia diabólica que los pacientes melancólicos alegan tener en su cuerpo. Los pacientes de Borgna —contemporáneos nuestros— sienten que su cuerpo “está sometido a una metamorfosis demoniaca y a una destrucción irreversible”. Ángela, una paciente de 30 años, señala: “Me he convertido en una no entidad caótica, una nada que se difunde por todas partes [...] me pasé del lado del diablo y me he convertido en un diablo. No tengo mi cuerpo […] el diablo come dentro de mí y se burla de sus intentos de curarme. He perdido por completo el contacto con la realidad. Carezco de significado” (Borgna, 1992: 127).
La melancolía, se advierte en De praestigiis Daemonum, es conocida como el baño del diablo (diaboli balneum). Y el diablo realmente se deleita sumergiéndose en este humor y mezclándose en sus vapores (Weyer, 1991: 188, 315, 346).9 El melancólico siente que su cuerpo se diluye o se destruye, mientras se ve desbordado por imágenes que lo asedian y lo angustian y que no puede controlar. Los vapores melancólicos son un vehículo que le permite a los demonios circular por el cuerpo y en algunos casos ingresar al cerebro. El diablo tiene la capacidad de formar apariciones al moldear los vapores de la melancolía y encerrarse en éstos, creando así un ballet de figuras etéreas dentro de los ventrículos. Y éste es el segundo aspecto digno de mención. No sólo el diablo puede hacer aparecer por verdad lo que no lo es, sino que la melancolía natural —en tanto que trastorna radicalmente la imagen de la realidad y de uno mismo— puede devenir instrumento del gran simulador y transformarse así en instrumento diabólico.
En De incantantionibus ensalmis (1620) se interpreta la representación interna del phantasma aristotélico (las imágenes convocadas por el lenguaje verbal puesto que, como se señala en el libro III De anima, no podemos pensar sin imágenes) y se advierte así que la melancolía no es sino el desbordamiento, la sobreproducción en el sujeto de imágenes internas que no puede distinguir de las externas. El diablo infesta los dos mundos separados por el límite de la piel, el “mundo interno” y el mundo externo, y mina el curso natural de los procesos cognitivos, por lo que si bien todos los poseídos por el demonio son melancólicos no todos los melancólicos son poseídos por el demonio. Es decir, es extremadamente difícil determinar si un melancólico está naturalmente enfermo o su afección es demoniaca.
Armando Maggi narra el caso de la visionaria florentina Maria Maddalena de Pazzi (1566-1607)10 y de su combate durante cinco años con los demonios de la melancolía. El lenguaje del demonio es un cúmulo de impresiones mentales vinculadas a la memoria que asedian a Pazzi mientras ella permanece paralizada al respecto. Abrumada por el peso de la memoria a raíz de la muerte de su hermano, a quien no había podido atraer a una vida ejemplar, Pazzi, en sus visiones sobre el purgatorio, sale de la melancolía al asumir y reinterpretar gradualmente su pasado, a partir de las llamadas o ruegos de almas que, como la de su hermano, solicitan su ayuda desde el más allá. Armando Maggi advierte que “el purgatorio es la vaga y tortuosa esencia de la memoria” que se fija y se detiene en el pasado sobre el que vuelve incesantemente bajo la forma del remordimiento y la culpa (Maggi, 2001: 160), lo que enlaza, sin duda, con el viaje místico de Dante a través de diferentes círculos evocadores hasta conseguir purgar su espíritu y alcanzar la liberación definitiva. En la Divina comedia, una vez atravesado el purgatorio, el poeta es conducido por Matelda hasta el borde del río Leteo, cuyas aguas borran el recuerdo del pasado culpable. Pero antes de introducirse en él hasta el cuello, e incluso tragar agua, Dante comprende que alcanzar el olvido purificador no es tarea fácil, sino que requiere una larga iniciación; que el olvido de uno mismo pasa por la experiencia del vacío y la escucha vigilante de las necesidades ajenas, incluso las demoniacas (Tausiet, 2004: 20).
El del sacerdote Jean Joseph Surin (1600-1665)11 es otro caso que conviene destacar. Permanece encerrado en la enfermería del Colegio Jesuita de Burdeos durante casi 20 años. Exorcista en la famosa posesión de Loudun, Surin asevera estar poseído por los demonios al lograr la liberación de la priora del convento, la madre Juana de los Ángeles (1602-1665).12 En el archivo documental, de Burdeos, París y Roma, en el que se examina su caso, se señalan sus dificultades físicas y psíquicas que le hacen ser contemplado como “loco”: incapacidad o dificultad para andar y moverse, periodos de afasia, imposibilidad para escribir, furores repentinos, extravíos nocturnos y un profundo abatimiento que culmina en un intento de suicidio jalonan su expediente. En el centro de estos males está su convicción de haber sido condenado al infierno y rechazado eternamente por Dios.13 Parcialmente recuperado, narrará su experiencia en la Science Expérimentale des choses de l’au-delà (1663).
Hay que advertir que en su obra Surin no se defiende de la acusación de estar loco. No escribe, advierte refiriéndose a sí mismo en tercera persona: “Para defenderse de una culpa […] que es la de ser estimado loco, porque ha caído en ese inconveniente realmente por las cosas que chocan al sentido común y no se puede decir lo contrario”. Es más “no tiene miedo de ese título de loco. Esa bella flor sobre su sombrero que nadie querría tener”. El ser considerado “insensato” o “demente” lo asemeja a Cristo que ante el mundo fue “ridiculizado como un rey de farsa” (Surin, 1990: 179-180). Pues bien, para Surin su posesión involucra dos sufrimientos. La enfermedad de la melancolía y con ella el extravío de la imaginación y la debilidad de la cabeza y de los sentidos, y la enfermedad del alma que concierne a su certeza de haber sido condenado por Dios. Estos dos sufrimientos se mezclan en una locura bifronte: una psíquica y otra espiritual. Los espectadores de su entorno quieren reducirla a uno u otro vector. Ya sea al creerla —como hace la mayoría— producto de los tormentos melancólicos y de la rumia de un temperamento frágil y exaltado, ya sea —como hacen los menos— al creerla producto de una desolación propiciada por los demonios en una prueba permitida por Dios: “La mayoría de los hombres, incluso los más sabios, tendían a decir que era un humor melancólico o una ilusión de devoción o fantasía” (Surin, 1990: 220-221).14 La Science Expérimentale consistirá en distinguir una de otra y en aislar, en una locura melancólica que Surin no niega, algo que, sin embargo, según él, no compete a la medicina sino a la mística.
Hay que señalar que al seguir la lectura aristotélica de Francisco Suárez en Metaphysicarum disputationum, obras como De ensalmis distinguen el intelecto agente o potencia activa —que provee de las especies inteligibles a partir de las imágenes sensibles— y el intelecto posible o potencia receptiva que recibe y procesa la imagen que deriva del intelecto agente (Suárez, 1859: 322-323). El diablo puede provocar que el intelecto agente confunda la naturaleza de la imagen sensible y que ésta se acepte como una intelección verdadera de una realidad física. Pero la cuestión no sólo es distinguir entre la melancolía natural y la acción diabólica sino también que el diablo —en su carácter de simulador— puede transmutarse en ángel de luz y hacer pasar por divina una visión que es diabólica. Al referirse a Teresa de Ávila (1515-1582),15 De ensalmis advierte que incluso los pensamientos de la persona más santa pueden verse afectados por los engaños del diablo. “Quod visio [est] divina?”, se pregunta así al admitir que las phantasmas/imágenes son equívocas (Suárez, 1859: 147-148).
1Cabe recordar las observaciones de Allen (1993) sobre lo que denominó el estilo de razonamiento “escolástico-inquisitorial”. Dicho estilo estaba centrado en el discurso de la demonología y fue común entre teólogos, inquisidores y magistrados desde la mitad del siglo xv hasta mediados del xvii, pero desapareció con la prohibición a la persecución de brujas a finales del último siglo en cuestión. Allen señala que este estilo cumpliría con todas las características que Ian Hacking (1994 y 2002) le atribuye a sus estilos de razonamiento: introdujo nuevos objetos (hechizos, adivinaciones, brujerías, etc.), hizo uso de un nuevo tipo de evidencia (la confesión, las maldiciones, la acusación, los rumores, etc.), postulaba nuevos candidatos a la verdad (se asumía en ese entonces que era más probable que las mujeres practicaran la brujería porque ellas eran más susceptibles de ser supersticiosas) y propiciaba nuevas técnicas de estabilización (que en este caso estarían centradas en la autoridad de la Iglesia). Aquí no me interesa sostener una tipología de estilos de razonamiento, sino mostrar la articulación entre la demonología y las preocupaciones de la nueva epistemología, que complica las tesis simples sobre la relación entre la fe religiosa y el escepticismo. Coincido no obstante con las críticas que Martin Kusch (2010) le hace a Hacking y en su insistencia en la necesidad una epistemología histórica.
2Tomás de Aquino, Summa theologiae, pt. 1, q. 114, art. 4; también Martín del Río, Disquisitionum magicarum, bk. 2, q. 8; bk. 2, q. 24; Véase la lectura que Clark hace de Martín del Río en Clark (2007: 131-133).
3Véase “Sobre la relación de los ángeles y lo corporal”, Tomás de Aquino, Summa theologiae, pt. 1, q. 51. También Martín del Río, Disquisitionum magicarum, bk. 2, q. 1. Véase Francisco Suárez, "De malis angelis", Opera Omnia (1859: 16-29, 18-7). Entre las investigaciones recientes cabe mencionar a Walter Stephens (2002), Dylan Elliot (1999) y Armando Maggi (2006).
4Lo preternatural hacía referencia a un agente que producía un efecto natural, pero de una forma en la que la naturaleza no podía hacerlo. Véase Fernando Vidal (2007).
5Puede consultarse Leo Groarke (1984) y Geoffrey Scarre (1990).
6Cf. Richard Popkin (1964).
7Sobre la teoría de los humores y el materialismo psicológico de Galeno puede consultarse Owsei Temkin, (1973). La bibliografía sobre la melancolía es extensa. Puede consultarse la compilación de Jennifer Radden (2002) y, en el ámbito hispano, Roger Bartra (2001).
8La relación, por ejemplo, entre melancolía y brujería es explorada en Sydney Anglo (1976: 209-222).
9Asimismo, Robert Burton, en Anatomía de la melancolía ([1621] 2015), en la sección “Melancolía religiosa”, señala que ésta es el baño del diablo (The Devil’s Bath). Sin embargo, en otras secciones de su tratado, como “Una digresión sobre la naturaleza de los espíritus ángeles malignos o diablos y cómo causan melancolía”, Burton es mucho más cauto hacia el alegado componente demoniaco de la melancolía.
10Caterina de Pazzi nació en una de las familias más ricas y distinguidas de Florencia. A los 16 años de edad escogió la orden de las monjas carmelitas de la antigua observancia, por lo que ingresó en Santa Maria degli Angeli el 27 de noviembre de 1582; tomó el nombre de Maria Maddalena. Se encargó de acoger a las jóvenes que iban a la hospedería y, entre 1589 y 1607, formó a las novicias. Fue subpriora del monasterio de 1604 a 1605. Enfermó hacia 1604 y murió tres años más tarde, el 25 de mayo de 1607.
11Nació en 1600 y murió, en Burdeos, en 1665. Perteneció a la Compañía de Jesús. Habiendo sido enviado a Loudun para exorcizar a la madre superiora del convento de las ursulinas atormentadas por el diablo, hizo una ofrenda de su propio espíritu para ser poseído por demonios a cambio de la liberación de la priora. Su oración fue concedida y durante casi 20 años fue acosado por espíritus malignos, sumido en las profundidades de la desesperación por su condena eterna. A veces no podía usar sus manos, sus pies, sus ojos, su lengua, y cometió mil extravagancias, que incluso los más caritativos consideraron producto de la locura. Logró restablecerse ocho años antes de su muerte y desde entonces se dedicó a escribir sobre sus experiencias visionarias y espirituales.
12Puede consultarse su autobiografía. Véase Jeanne des Anges (1985). También Verciani (2011: 45-108) y Michel Carmona (2011).
13Puede consultarse el dossier establecido por Michel de Certeau en la edición de la correspondencia de Surin (1966). También la introducción de Moshe Sluhovsky (2018) a su edición de los escritos de Surin.
14La dificultad que tiene Surin a la hora de hacer comprender lo que le acaece se ve reflejada en los tratados médicos que analizan el caso Loudun. Hippolyte-Jules Pilet de la Mesnardière (1635) opta por señalar que los síntomas de Surin no pueden reducirse a la melancolía. Marc Duncan (1634) habla, por el contrario, del “delirium melancholicum” de Surin, una enfermedad que atribuyen a los miembros de órdenes religiosas que están confinados.
15Conocida también como Teresa de Jesús, nombre de religión adoptado por Teresa de Cepeda y Ahumada, hija de Alonso Sánchez de Cepeda, descendiente de judíos conversos, y de Beatriz de Ahumada, perteneciente a una noble familia castellana y abulense. Su vida y su evolución espiritual se pueden seguir a través de sus obras de carácter autobiográfico, y sus cerca de 500 cartas. Fue reformadora de la orden monástica del Carmelo.