Читать книгу Indicios visionarios para una prehistoria de la alucinación - Zenia Yébenes Escardó - Страница 13
ОглавлениеDISCRETIO
Dicen que alguien os ha inventado,
pero esto a mí no me convence
porque los hombres se han inventado
también a sí mismos.
Czeslaw Milosz, Sobre los ángeles
El discernimiento de espíritus (discretio spirituum), la subdivisión teológica encargada de distinguir entre las visiones verdaderas y falsas y sus agentes (ya sea la mera melancolía natural, Dios o el diablo), se inspira en un texto de las Epístolas —Juan 1, 4:1: “Amados, no creáis a todos los espíritus, ponedlos a prueba para saber si son de Dios” (Caciola, 2000; Sluhovsky, 2007; Campagne, 2016)—. La teología del discernimiento tiene dos fundamentos. El primero, la teoría óptica y la filosofía cognitiva de la escolástica tardía que se transmite, en los siglos xvi y xvii, en numerosos manuales y curricula (Clark, 2011: 7). La certeza del conocimiento visual se garantiza aquí a partir del principio de semejanza. En una modificación del legado aristotélico, los escolásticos conciben el proceso cognitivo en términos de la transmisión de formas sensibles llamadas species, que son emitidas por objetos en el campo visual como copias (o “similitudes”) de sí mismas, propagadas a través de un medio apropiado, “introyectado” dentro y a través del ojo por sus humores cristalinos y vítreos, y enviado a través de los espíritus visuales de los nervios ópticos a los ventrículos del cerebro (Biernoff, 2002: 75).1 Ahí se replican intactas como imágenes del mundo, teniendo una semejanza exacta con sus objetos de origen. De este modo, se puede confiar en las percepciones visuales (en condiciones óptimas) para obtener un conocimiento verídico del mundo; el mundo real es, de hecho, lo que parece ser visualmente.
Esto es subrayado por una segunda característica de la transmisión de las species: es un proceso natural y, por lo tanto, las species son signos naturales de sus objetos. Mary Carruthers advierte que para los herederos escolásticos de Aristóteles “todo el proceso de percepción, desde la recepción inicial por parte de un órgano sensorial hasta la conciencia de respuesta y la memoria de la misma, es de naturaleza somática o corporal” (Carruthers, 1990: 48). En el mismo tenor, Katherine Park describe las species no como “representaciones sino [como] reproducciones impresas por los objetos en un medio blando y flexible como un sello en la cera” (Park, 1998: 264). Ahora bien, los “agentes” en discusión en el discernimiento espiritual no son necesariamente entidades visibles. Pueden entenderse como las inspiraciones divinas, demoniacas o, simplemente, humanas detrás de los movimientos internos del alma (Clark, 2011: 7-8).
El segundo compromiso epistemológico importante en la teología del discernimiento radica, sin embargo, en proveer de elementos para juzgar apariciones visibles a los ojos, haciendo que la inteligibilidad de lo que se ve sea la ocasión para determinar lo que, en última instancia, está espiritualmente en juego. Este segundo compromiso epistemológico está inspirado en el libro xii del De Genesi ad litteram de Agustín de Hipona (Clark, 2011: 9). Se considera que existen tres géneros de visión. La visión corpórea es la que se percibe con los ojos del cuerpo; la visión imaginaria es conocimiento de la imaginación, considerada intermediaria entre la sensibilidad y el entendimiento. La imaginación puede formar la figura de lo que ha visto cuando esto último no está presente. Las visiones imaginarias ordinarias son las que se producen por una operación del sujeto. Las visiones imaginarias extraordinarias son las que se producen cuando en la imaginación se presenta alguna figura sin que la imaginación la produzca. La visión intelectual es el conocimiento sobrenatural inmediato o infuso de Dios, sin que medie ninguna imagen. Hay que advertir que ver significa también conocer, como cuando queremos preguntar a alguien si entiende lo que le decimos y le preguntamos: ¿no ves esto?2 La claridad de las imágenes visionarias, a diferencia de las imágenes mentales que evocamos por nosotros mismos, es un argumento a favor de su veracidad. La visión de Dios nos llega sin ningún esfuerzo o acción de nuestra parte. Para Agustín, el engaño no es posible en la visión intelectual (en sentido estricto la única que se consideraría visión, pues la imaginaria y la corpórea responden al término aparición).3 Para Descartes que, en el Discurso del método (1637), desde su herencia agustiniana, postula que “las cosas que percibimos muy clara y distintamente son todas verdaderas” (Descartes, 2006: 70), la verdad es una intuición intelectual que se distingue por su claridad indudable. La fuente de esa claridad es la fuente de la verdad, es decir, Dios.
A diferencia de la visión intelectual, la visión corpórea y la visión imaginaria, advierte Agustín, pueden, sin embargo, verse perturbadas por todo tipo de cosas: dolencias en las “vías” entre el cerebro y los objetos externos, confusión sobre objetos externos similares, suposiciones erróneas sobre cosas “anunciadas” por los sentidos (por ejemplo los casos de paralaje y refracción), incertidumbre sobre las imágenes de los sueños, por efecto de la fiebre y de otras enfermedades y por agentes sobrenaturales malignos o benignos. El diablo, por otro lado, sólo puede tratar de engañar a través de los simulacros y las apariencias. La verdadera prueba es determinar, desde el principio, que un espíritu maligno está operando, y hacerlo en el momento en que ese espíritu aparece como bueno para la mayoría. Y eso sólo es posible a través del don del discernimiento (Clark, 2011: 11). El verdadero discernimiento es, pues, un carisma; no tiene nada que ver con poder distinguir entre fenómenos visuales equivalentes a través de bases epistemológicas. Si una visión religiosa, un sueño, una alucinación y una ilusión demoniaca pueden producir experiencias visuales idénticas, se necesita algún otro criterio para resolver tales dificultades.
La discretio spirituum entre los siglos xvi y xvii depende de dos fundamentos que la minan desde adentro, por lo menos como ejercicio epistemológico. Uno es una cadena cognitiva concebida de forma naturalista que garantiza lo que Stephen Gaukroger ha llamado “veridicalidad funcional” (2010: 177; Clark, 2011: 12), la cual supone que las imágenes del mundo copian la realidad con éxito en condiciones naturales óptimas pero, al mismo tiempo, estas imágenes quedan completamente expuestas a los demonios que pueden subvertir esas mismas condiciones. El otro fundamento es una jerarquía de visión y certeza que considera el verdadero discernimiento como un don (por definición carismático, no epistemológico). La mística de los siglos xvi y xvii desconfía incluso de la visión intelectual que salvaba la teología agustiniana puesto que advierte que ésta rara vez se produce de forma “pura”4 y sin mezcla de elementos imaginarios, ya que, como escribe Teresa de Ávila (V, 22.10), “no somos ángeles, sino tenemos cuerpo”.
La primera tarea del discernimiento espiritual es, entonces, asegurarse de que una visión o aparición no tenga causas naturales. Esto significa revisar todas las formas en que la cadena visual aristotélica normativa puede volverse disfuncional, produciendo experiencias visuales que ya no sean verídicas. Las categorías son los trastornos mentales y físicos, como la melancolía natural, que producen experiencias visuales falsas. La ocupación, la edad y el género son variables que también pueden explicar esas fantasías. Lo que proporciona el discernimiento en este caso es una descripción exhaustiva de la anormalidad cognitiva basada en motivos escolásticos. Es decir, basada en un conjunto de criterios negativos para la verdad visual tal como estaba disponible en la antigua epistemología (Clark, 2011: 15).
Dios y el diablo pueden producir visiones y apariciones corpóreas e imaginarias (y pese a su disparidad moral, la epistemología de ambas es idéntica). Los criterios que se buscan para ayudar a discernir serán entonces los atributos personales y la conducta del hombre o la mujer involucrados, las circunstancias que rodean su experiencia y el carácter moral y los efectos espirituales de las cosas que se les revelan. Es decir, la rúbrica: personae, modi, effectus. Bajo el epígrafe “modos” es cierto que se hacen algunos intentos para agregar limitaciones a lo que Satanás puede presentar con éxito a los ojos (por ejemplo, animales con simbolismos sensibles, como palomas y corderos) o indicar pistas visuales que traicionan su habilidad (como monstruosidad o imperfección de la forma humana). Ahora bien, al contradecir la misma demonología en la que se basa el discernimiento —y que, como hemos visto, señala que la condición diabólica es la mentira y Satanás puede crear simulacros perfectamente engañosos de visiones divinas—, estas cláusulas salvadoras indican una desesperación teórica que conduce a problemas significativos en las imágenes artísticas que acompañan a la teología, en particular en las representaciones de lo demoniaco (Clark, 2011: 18; 2019). En su mayor parte, sin embargo, el simple hecho de fincar un criterio visual es de poca ayuda para decidir su procedencia. En cambio, las discusiones se centran en las credenciales morales y religiosas de los involucrados, en el comportamiento de la aparición y en el impacto causado por el encuentro. Por ejemplo, uno de los criterios ofrecidos con más frecuencia para distinguir una aparición angelical de una demoniaca se refiere a los estados psicológicos que inducen: la primera trae alegría, valor y tranquilidad; la segunda, confusión, distracción y dolor. El miedo inicial que acompaña a una visión angelical se disipa rápidamente y es remplazado por alegría, mientras que con los demonios generalmente ocurre al revés. No obstante, para De incantantionibus ensalmis, la ambigüedad de estos signos radica precisamente en el hecho de que cada signo tiene más de un significado temporal; así, una señal que produzca efectos negativos inicialmente puede traer consecuencias positivas en el futuro (De Moura, 1620: 150-151).
La teología del discernimiento basada en el realismo escolástico intersecta entonces —pese a lo que en primera instancia podríamos pensar— con la “nueva y moderna epistemología” que se va configurando entre los siglos xvi y xvii. Para la nueva epistemología, las percepciones de los sentidos son los signos de los eventos naturales. Estos signos son causados por ellos, pero no tienen ninguna correspondencia mimética, sino que permanecen en relación con ellos como el signo convencional para una palabra frente a la palabra o como las palabras frente a los objetos. En su Óptica (1637) y en su Tratado de la luz publicado póstumamente (1664) Descartes advierte así que es necesario recurrir al funcionamiento de los signos lingüísticos para explicar la nueva forma de relacionar objetos, eventos cerebrales y perceptos mentales.5 Es decir, un significado particular acompaña ineludiblemente a un signo dado. En la epistemología de Locke, las sensaciones proporcionadas no pueden ser copias de esencias reales. Las esencias reales son incognoscibles; lo que se conoce son sus equivalentes “nominales”, conocidos por su nombre, y el nombre no confiere ninguna semejanza.6 Los teóricos de la visión moderna comienzan a formular sistemáticamente preguntas sobre lo que llamaríamos la mediación semiótica, la “pantalla” de signos entre la retina y el mundo.
Es importante advertir que la teología del discernimiento —fiel, en la teoría, a su realismo escolástico— no aboga ni postula el modelo semántico de conocimiento visual de la nueva epistemología; sin embargo, el acto de discernimiento ya presupone una agencia diabólica y simuladora que pone de relieve el hecho de que la visión humana es interpretable (Clark, 2011: 26). La ciencia moderna, en lugar de oponerse directamente a la demonología, funciona dentro de su marco intelectual. Implícitamente, la teología del discernimiento concede que ver no es un proceso natural asegurado porque las species sean signos naturales que las vuelven a ellas mismas, al objeto externo y a la representación mental ontológicamente continuas (Biernoff, 2002: 75). La visión se transforma en una cuestión de considerable complejidad en la que las variables de condición corporal y humoral, estado emocional, edad y género (además de otras circunstancias más contextuales) tienen que ser analizadas. Esto significa lo siguiente: si para la teología del discernimiento de la modernidad en teoría las especies son signos naturales de sus objetos, en la práctica son tratadas como si no lo fueran (Clark, 2011: 28-29). Pero hay algo más. La teología del discernimiento postula, al mismo tiempo que la duda, la agencia de una alteridad paradójica, radicalmente diferente a nosotros y al mismo tiempo familiar y cercana, un interlocutor (divino o demoniaco) que encuentra en nosotros su locus primordial. Veámoslo detenidamente.
1En los discursos cuarto y quinto de La dióptrica, Descartes rechaza la idea de que el alma necesite percibir ciertas imágenes semejantes a los objetos por los que son transmitidas. Los filósofos que asumen la existencia de tales imágenes, afirma Descartes, no explican cómo es que éstas son formadas por los objetos, recibidas por el ojo y transmitidas al cerebro, sino que se limitan a considerar que las imágenes son semejantes a los objetos que las transmiten.
2Véase Veerle Fraeters, (2012: 178-188). También Pierre Adnes et al. (1994: cc. 949-1001).
3Remito al lector a la nota 7, en las páginas 19 y 20.
4Así advierte en el Libro de la vida (1562) Teresa de Ávila sobre sus visiones, refiriéndose a la imaginaria y a la intelectual: “Y casi vienen juntas estas dos maneras de visión siempre” (V, 28.9).
5Cf. Dalia Judovitz, (1993: 63-86) y J. J MacIntosh (1983).
6Cf. Michael Jacovides (1999 y 2017).