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¿ESCUELA DE SALAMANCA, O ESCUELAS DE LA MONARQUÍA?

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LETRAS Y LETRADOS, SIGLO XVI

ENRIQUE GONZÁLEZ GONZÁLEZ

UNAM

Durante el presente siglo, la bibliografía acerca de la llamada Escuela de Salamanca ha crecido y aumenta sin cesar. Las recientes celebraciones, justificadas o no, por el octavo centenario de la Universidad dieron nuevo impulso a publicaciones sobre el tema. Diversos autores admiten como hecho incontestable la existencia de dicha Escuela, con mayúsculas, sin detenerse en precisiones, y bajo el rubro colocan a todo autor peninsular o americano del siglo XVI y parte del XVII, como cajón de sastre. Otros, al querer definirla histórica y temáticamente, suelen embarcarse –o empantanarse– en terrenos, a lo menos, problemáticos. De hecho, hay dos escuelas antagónicas en torno al significado y alcance de la Escuela de Salamanca. En España destaca –al menos en número de páginas– la bibliografía que la restringe a la Facultad de Teología, por no decir al convento de San Esteban. El bando opuesto, preferido por extranjeros, admite la teología, pero supeditada a sus aplicaciones en derecho, moral, y, muy en particular, a la economía. Por tanto, ensancha notablemente el universo de autores considerados miembros de la Escuela, y la cronología.

Antes de entrar en la cuestión, parece útil repasar un caso análogo, el de la llamada Escuela de Padua. A continuación, se hace un recuento sucinto de la historiografía en torno a la Escuela salmantina y las tesis de sus valedores. En tercer lugar se examina el concepto de escuela a lo largo del tiempo, para ver si procede vincularlo con las tareas intelectuales de la Salamanca del siglo XVI. Acto seguido, se indagará en la difusión impresa y la recepción de los autores tenidos por pilares de la Escuela. Por último, se hablará del gran número de universidades, colegios de órdenes regulares y otros centros docentes, en ambos lados del océano, vigentes o fundados en el siglo XVI, que se influyeron mutuamente y fueron semilleros de letrados. Se plantea, pues, como auténtico despropósito, explicar la actividad profesional y la obra escrita de tantos hombres de letras solo en función de la alma mater del Tormes. Antes de hablar de la Escuela de Salamanca, se plantea la necesidad de analizar en conjunto las escuelas de la monarquía y situarlas en su marco social.1

LA ESCUELA DE PADUA

En 1983, el historiador de la ciencia y las universidades renacentistas italianas Charles B. Schmitt alegó que la Escuela de Padua, a la que se atribuye un papel decisivo en el origen de la ciencia moderna, nunca existió como tal, así como que el aserto carecía de «any specific entity» y que recurrir a él obedecía a información deficiente y estrechez de miras.2 Asimismo, expuso que se trataba de un término acuñado apenas en 1940 por el historiador John Randall (1899-1980).3

Según Randall, era poco novedoso el interés de muchos autores de los siglos XVI y XVII por cultivar una ciencia que, a más de comprender la naturaleza, pretendía operar sobre ella, pues durante tres siglos se había cultivado en las universidades del norte de Italia y, de modo especial, en «the School of Padua». Tales academias desplegaron, desde el siglo XIV, «an experimentally grounded and mathematically formulated science of nature». Para el autor, antes que una tendencia difusa e intermitente –lo afirma dos o tres veces–, revistió sólida continuidad, una «cummulative and organized elaboration of the theory and method of science»; una «organized scientific tradition».4 La persistencia de la Escuela la garantizó una sucesión de maestros que captaron la importancia de la facultad de artes para desarrollar las ciencias naturales, las matemáticas y la medicina, dejando aparte la teología.

Gracias a que Venecia conquistó Padua en 1404 –prosigue Randall–, la Serenísima comunicó a esa universidad su tradicional espíritu de libertad y su anticlericalismo [sic]. En adelante, Padua atrajo «the best minds» de toda Italia, en especial del sur, y se convirtió en «the leading scientific school of Europe». Esa alegada continuidad trisecular llevó al profesor norteamericano a afirmar que Galileo había sido, «in Method and Philosophy, if not in Physics […], a typical Paduan Aristotelian».5

Historiadores como Paul O. Kristeller, Neal W. Gilbert y N. Jardine, entre otros, objetaron la tesis, retomada por discípulos de Randall como W. F. Edwards.6 Con los tres primeros, Schmitt admite que, desde el siglo XIX, autores como Renan dieron prestigio a Padua. Con todo, ulteriores trabajos probaron que aquel estudio, lejos de haber sido el único y más destacado, floreció junto a media docena de universidades, por solo hablar del norte de Italia. En todas se cultivaban los mismos métodos, saberes y autores, sobre todo en Bolonia, cuyo averroísmo –el gran timbre de identidad atribuido a Padua– precedió en tiempo y vigor al paduano. Esto sin hablar del gran centro tipográfico de Venecia, cuyos colosales impresos de Aristóteles y sus intérpretes árabes y griegos distaban de depender directamente del vecino estudio. Es más, anota Schmitt, la habitual ignorancia de la historia universitaria suele llevar a estudiosos como Randall a considerar una originalidad paduana el estudio de la filosofía natural como base de la medicina y no de la teología.

Algunos argumentos de Schmitt resultan aplicables a Salamanca y a toda España: solo el desconocimiento de la historia universitaria del Antiguo Régimen permite atribuir a un único centro académico el patrimonio compartido por múltiples instancias de una ciudad, un vasto territorio, un reino o toda la cristiandad. Por tanto, resulta insostenible afirmar que cierta continuidad, o los cíclicos momentos innovadores, son privativos de una institución, con exclusión del resto, o bien de un individuo o grupo, solo por haber tenido contacto, a veces breve, con ella. Antes bien, resultan del constante intercambio. Destaca que los maestros paduanos, con excepciones como Giacomo Zabarella,7 se formaron fuera de Padua, y su paso por la ciudad no era tan estable como para crear y sostener, de generación en generación, la pretendida «organized scientific tradition». Solían profesar en esas aulas luego de estudiar, y aun enseñar en otras partes, y al cabo de un espacio breve o largo de docencia paduana emigraban, llevados por sus intereses personales, en especial si tenían ofertas atractivas de otra universidad o un príncipe. Así, a más de difundir sus saberes, recibían influjo de las tradiciones locales. De ahí que la regla fuese el intercambio de «doctrinas» y no la pretendida singularidad de una estación de paso.

Resulta útil una mirada a dos casos concretos que suelen juzgarse paradigmáticos de la Escuela de Padua. El primero lo protagoniza Agostino Nifo (1469/70-1538). Inició sus estudios en el reino de Nápoles, su patria, de donde fue a Padua hacia los 14 años. En 1490 se graduó en artes y, pasados dos años, enseñó en su facultad hasta 1499, momento en el que dejó finalmente la ciudad. Reapareció en 1507 como lector en Salerno y, en 1509, en Nápoles. Se fue a Roma en 1514 y estuvo en Pisa de 1519 a 1521, año en el que volvió a Salerno por una década larga. Tornó a Nápoles de 1531 a 1532. Rehusó una invitación a Bolonia, y dedicó sus últimos años a escribir en su ciudad natal.8 De sus 68 años, siete estudió en Padua y otros tantos profesó. El resto divagó por Italia, de norte a sur.

Galileo, supuesto ápice de la Escuela de Padua, también revela vínculos, quizás no decisivos, con esa universidad. Nació en Pisa, en 1564. De 1581 a 1583 cursó medicina en su universidad, pero la dejó y estudió por su cuenta matemáticas, en especial a Arquímedes. De 1589 a 1592, enseñó la disciplina en Pisa. Huyó al Véneto, enemistado con los Médici. En Padua, la siguió dictando hasta 1610. Las universidades solían dar rango marginal a las matemáticas; tanto que muchas no exigían el grado doctoral al lector, quien quedaba fuera de los colegios –o claustros– doctorales. Así ocurrió en México, con Carlos de Sigüenza y Góngora, titular de Matemáticas en la Real Universidad, en el propio siglo XVII. Falto aún del grado de bachiller, el gremio doctoral lo desairaba.9 Quizás por razones análogas, Galileo, al mudar el horizonte florentino, volvió en 1610 a la corte medicea, donde vivió hasta su proceso en 1633. Condenado a reclusión domiciliaria perpetua, muere, prisionero, en 1642.10 De sus 67 años, menos de tres enseñó en Pisa, donde –según prueban sus manuscritos– ya exploraba los temas físicos y matemáticos que le darían fama. En Padua, falto de grados, no tuvo opción a impartir filosofía natural, y debió ceñirse a su disciplina casi dieciocho años. Antes de retornar editó su primera obra, Sidereus nuncius (Venecia, 1610). Las demás salieron en otros ámbitos, no derivan de cursos ni evidencian vínculos con Padua, pero Randall y sus adeptos tienden a explicar los aportes científicos que hicieron por su liga con la Escuela de Padua.

La propuesta de Randall, refutada por los principales historiadores del Renacimiento y la ciencia moderna italiana y extranjera, goza de cabal salud en tanto que contribuye a exaltar las glorias de la institución véneta, incluso si muchos de sus supuestos miembros carecieron de vínculos decisivos y estables con ella y circularon por toda la península, difundiendo y adoptando ideas. De ahí lo insostenible de la tesis de una tradición nativa y original, nutrida durante tres siglos por una secuela de maestros formados en ella, y transmisores fieles de su legado. Fuera de la Academia, muy poco valen las sólidas y argumentadas objeciones de Schmitt y otros: los mitos fluyen por canales ajenos a los del rigor histórico y crítico, inmunes a la razón. Por algo se sigue hablando de la Escuela de Padua.

LA ESCUELA DE SALAMANCA, UN NOMBRE, DOS INTERPRETACIONES

Todo indica que el nombre Escuela de Salamanca llegó del exterior. Lo emplea en 1933 el alemán Martin Grabmann en su historia de la escolástica.11 Da por hecho la Escuela y le atribuye unos cuantos calificativos vagos, pero llamó a Francisco de Vitoria (1496-1546) su fundador. Y con todo, líneas abajo incorpora en ella a fray Matías de Paz, muerto en 1513…12 Vertido al español en la posguerra, el apelativo tardó en ser admitido.

En cambio, el mote circula desde hace décadas con plena carta de ciudadanía en los ámbitos germánico y anglosajón, si bien se le admite casi en exclusiva desde una perspectiva social, política y, más aún, económica. Marjorie Grice-Hutchinson, activa entre 1952 y 2002, parece ser la extranjera que más páginas dedica al tema, e identifica siempre a la School con la economía. En The School of Salamanca. Readings on the Spanish Monetary Theory, 1554-1605 (1952)13 vincula con esa universidad a cuanto tratadista económico hispanoamericano logró identificar, sin importar dónde se formó y dónde actuó profesionalmente. Así, dedica un capítulo al dominico Tomás de Mercado, formado entre Sevilla y México, y lector en ambas ciudades… Por lo demás, revela incontables errores factuales: se refiere al «dominico» Martín de Azpilcueta, quien –asegura– fue llevado a Portugal por el rey Joao III cuando creó la Universidad de Coímbra, en 1538… En París, Vitoria enseñó «in the Sorbonne»,14 entre otras perlas. Glosando a Schmitt, solo una ignorancia tan supina de la historia universitaria le permite vincular a todo autor ibérico e indiano con la famosa Salamanca. ¿Sabía de la existencia de otras en los dominios hispanos?

El Instituto Max Planck ha iniciado la loable tarea de editar en línea las obras más representativas de noventa y seis autores, bajo el rótulo de la Escuela de Salamanca.15 Todos trataron de temas jurídicos y económicos entre 1522 y 1675. Algunos, desde la teología moral; otros, tomaban la Prima secundae, de santo Tomás, para sus tratados De iustitia et iure. A más de los teólogos salmantinos Vitoria, Soto, Cano y Báñez, la lista incluye a legistas y canonistas como Martín de Azpilcueta, Diego de Covarrubias o Antonio Pérez. Ellos, y sin duda otros, tuvieron indudables vínculos con el estudio del Tormes. Pero el listado también recoge a estudiosos o profesores de instituciones –tanto universitarias como colegios o estudios de órdenes regulares– complutenses, vallisoletanas, aragonesas, granadinas, portuguesas, limeñas o mexicanas. Es más, se incluye a dos de los autores italianos más citados por tratadistas católicos del siglo XVI: Tomás de Vio y Silvestre Mazzolino. El criterio de selección difícilmente podría ser más amplio y generoso; o, si se prefiere, más difuso. ¿Qué criterios o vínculos académicos o biográficos permiten ligar a ese heterogéneo centenar de autores con la llamada Escuela de Salamanca? ¿Todo el saber iberoamericano de los siglos XVI y XVII es «proyección» de tan ilustre estudio?

Si bien Grabmann mencionó la Escuela, con mayúsculas, el título poco atrajo en España, a pesar de que el alemán la delineó como un movimiento de renovación teológica. Con todo, las tesis del alemán poco embonaban con la actividad editorial que, desde el inicio del siglo XX, promovían los dominicos de San Esteban para recuperar a sus teólogos del Quinientos, reeditando impresos olvidados desde el siglo XVII y rescatando inéditos. Primero destacaron Justo Cuervo (1859-1921), Alonso Getino (1877-1946) –fundador, en 1910, de la revista emblema Ciencia Tomista– y Venancio Carro (1894-1972). Su objetivo, antes que la Universidad como tal y en su complejidad, era exaltar, con beligerancia, a los autores de la orden, en especial a Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Melchor Cano y Domingo Báñez.

Vicente Beltrán de Heredia (1885-1973) continuó esa línea apologética. Fruto de su pluma fueron, a partir de 1911, más de trescientas recensiones o «notas críticas», en especial en Ciencia Tomista, y más de cien artículos, que seleccionó y reeditó en la Miscelánea Beltrán de Heredia (1972): sesenta y ocho estudios en cuatro tomos con más de 2.500 páginas sobre la actividad de los teólogos dominicos, ante todo, de san Esteban. Lo propio hizo en sus libros: catorce títulos en treinta y dos nutridos volúmenes; ante todo, ediciones de obras inéditas de teólogos, con prefacios que rebasan 200 páginas: los comentarios de Vitoria a la Secunda Secundae, en seis tomos; en cinco, los de Báñez a la primera y tercera partes de la Summa. Un documentado libro sobre Soto. Su aptitud excepcional para recabar y editar fuentes culminó con el Bulario (1219-1549)16 y el Cartulario (1218-1600)17 de la Universidad, en nueve tomos.

Los dominicos, al rescatar la obra de sus ilustres ancestros, aportaron material invaluable a los futuros panegiristas de la Escuela. Dictaron también, en gran medida, el guion, centrado en la cuarteta de teólogos: Vitoria, Soto, Cano, Báñez. A la vez, evitaron referirse a la «Escuela». Algún estudioso halla «sorprendente» que Beltrán no disertara sobre ella.18 Él y los suyos parecían ver con recelo un enfoque que extendía a toda la universidad un mérito reclamado en exclusiva para los teólogos de su orden, claustrales de san Esteban.19

Es quizás Luciano Pereña (1920-2007) quien oficializó el término en el ámbito hispano. Sin embargo, él mismo, durante años, se vio reticente. Así, en 1954 publicó: La universidad de Salamanca, forja del pensamiento político español en el siglo XVI.20 Omitió, pues, a «La Escuela». Al parecer, en los sesenta aún prefería hablar de «Escuela española de la paz», o Corpus Hispanorum de pace, título de la serie bibliográfica que editó de 1963 hasta su muerte. Solo en 1984 adoptaría el mote, en Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca. La ética en la conquista de América.21 En adelante tomó partido abierto por el nombre, pero en su serie aparecía después de su lema original. Con notable tenacidad publicó o promovió la edición de medio centenar de tomos con obras de autores de los siglos XVI y XVII. Al difundir otros nombres y diversificar enfoques, ensanchó el campo.

De hecho –y a diferencia de tantos coetáneos y antecesores–, su interés por la teología en sí parece nulo; prefiere sus derivaciones. Su enfoque lo acerca a nombres como Grice-Hutchinson, pero su tono es vindicativo, y abusa de anacronismos como democracia o internacionalismo. Ante todo, reclama para España la palma en la creación del derecho de gentes, y defiende la conquista de América como empresa civilizadora y moral. De Vitoria, le atrae su visión del Nuevo Mundo; de Cano, sus teorías sobre la guerra. Además, editó al menos veinte tomos del jesuita Francisco Suárez, quien, por cierto, jamás leyó en la Universidad salmantina.22 Al final de su vida, esbozó su idea de «La Escuela de Salamanca: notas de identidad».23 Consiste en un «sistema de principios éticos (de filosofía política, moral internacional y moral económica principalmente)». Su carácter «interdisciplinar» impide reducirla a escuela teológica, filosófica, jurídica, social o económica. Antes bien, conlleva «una comunidad de actitudes, de principios y de método». Señala que, frente a la imperante economía mercantilista de los tratos comerciales, los salmantinos promovieron una «economía humanista», utópica, que pretendía «la rehumanización, la pacificación y la reconciliación entre indios y españoles».24 Huelgan comentarios…

En 2000, Juan Belda Plans, de la Universidad de Navarra, estampó el voluminoso La Escuela de Salamanca y la renovación de la teología en el siglo XVI.25 Como el título sugiere, se limita al enfoque teológico y, en contraste con Pereña y Grice-Hutchinson, restringe al máximo el campo de la Escuela: los lectores de teología de prima y vísperas de Salamanca, desde el inicio de la enseñanza de Vitoria hasta la muerte de Báñez (1526-1604). Casi como concesión, acepta a los lectores de otras cátedras teológicas, tachados de «menores». En cambio, –sin explicar ni justificar– excluye la de la Biblia. Por tanto, fray Luis de León pasa a los «maestros menores», y ello porque leyó cátedras temporales. Resulta así que Melchor Cano, «teorizador del método teológico de la Escuela», lector efectivo en cátedra de prima durante algo más de un cuatrienio –sin contar los meses a cargo de suplentes–, merece a Belda doscientas cincuenta páginas, frente a las tres dedicadas a fray Luis, sin valorar sus treinta años de docencia teológica.26 Al hacerlo, además, obvia que el agustino era uno de los pocos teólogos que citan a Vitoria, de cuyos alumnos recopiló apuntes.27 Su visión, en extremo restrictiva, lo lleva a exigir «requisitos mínimos» para pertenecer a la Escuela, que reduce a una suerte de escalafón docente-teológico. Sobra añadir que también omite los derechos, medicina, filosofía y las humanidades impartidas por colegas de Vitoria. A la vez prescinde de los colegios y universidades donde leyeron, antes o después, los «maestros mayores».28

Alega, con razón, que deben delinearse los alcances del término, o pierde sentido. Define la Escuela –teológica– como «realidad unitaria y homogénea en una serie de aspectos: unidad de espacio y tiempo (un lugar y periodo concreto); unidad de personas que se suceden (un grupo cohesionado); unidad de fines, de espíritu, de medios (un proyecto y unos métodos comunes); unidad, por último, de doctrinas en puntos básicos (una cierta tradición doctrinal)». Todo se aplica –dice– al «grupo unitario de teólogos con unas notas comunes». Es decir, los sucesivos lectores salmantinos «a partir del magisterio de Vitoria y bajo su influencia (directa o indirecta)», y animados por «ideales y objetivos comunes»: renovar la teología desde una «tradición doctrinal común», cuyo centro es la Summa «como guía principal de los estudios y enseñanza teológica universitaria». Un legado, en fin, «que se transmite de unos a otros y que se va enriqueciendo progresivamente». Ellos formaron «un verdadero equipo colectivo» cuyos aportes personales enriquecían la labor conjunta, por ejemplo.29

Otros estudiosos, como los profesores salmantinos José Barrientos y Miguel Anxo Pena, asumen, por principio o de hecho, el restrictivo enfoque de Belda, si bien ambos se extienden hasta el siglo XVII. Barrientos declara sin atenuantes: «La Escuela de Salamanca debe quedar limitada a aquellos docentes de la Universidad, dominicos y no dominicos, en quienes concurren las dos notas que, entiendo, caracterizan o definen la Escuela: teología y tomismo».30 Fiel a su tesis, ha emprendido minuciosas pesquisas de archivo para reconstruir la docencia de los lectores salmantinos de teología entre el XVI y mediados del XVII, en una treintena larga de títulos, desde artículos a densos libros.31 Además, en su Repertorio de Moral económica (1526-1670). La Escuela de Salamanca y su Proyección (2011)32 presenta a diez catedráticos y, a continuación, a ochenta y cinco teólogos tratadistas de «moral económica», con los que acredita la «proyección» de la Escuela. Pero, por supuesto, excluye a los canonistas. Ni siquiera escapa Martín de Azpilcueta (1492-1586), el autor más influyente en temas de moral y economía, por sus popularísimos manuales de confesión y sus tratados sobre cambios, usura, etc. Lo omite, incluso si enseñó catorce años en el estudio y tuvo decisiva actuación en cánones. Prescinde de que hoy, el bando menos intolerante de los defensores de la Escuela lo sitúa al lado de Vitoria y lo considera el más agudo de los salmantinos en temas monetarios. Por supuesto, también deja fuera a su discípulo dilecto y sucesor en prima, Diego de Covarrubias (1512-1577), capital reformador de la universidad.

Si Barrientos estudió los archivos, Miguel Anxo Pena, la historiografía. Casi a la vez sacó dos libros. En el primero, Aproximación bibliográfica a la(s) Escuela(s) de Salamanca,33 bajo tan singular título ofrece 6.101 fichas bibliográficas relativas de algún modo con aquella. Añade a la lista alfabética un útil índice de «Descriptores temáticos», y una «Aproximación histórica al concepto “Escuela de Salamanca”», donde afirma: «nadie puede negar la existencia clara de una Escuela, que viene configurada por una manera de hacer y de pensar, donde la teología es el motor propio y singular que da sentido a la misma».34 Sin una definición mejor trabada, Pena se suma, de hecho, a quienes entienden la Escuela como teología, y esa visión dominará en su otro libro.

En La Escuela de Salamanca. De la monarquía hispánica al orbe católico,35 se advierte una constante vacilación. Si bien realiza un amplio repaso historiográfico sobre lo escrito del siglo XVI al XXI en torno a la «Escuela», muestra un empeño constante por presentarla como un hecho –o si se prefiere– como un concepto irrebatible, cuyas características busca precisar basándose en esa misma historiografía, tan heterogénea. En consecuencia, al supeditarse al punto de vista del estudioso que va glosando, hace de la Escuela un fenómeno exclusivamente teológico, o bien insiste, con el autor siguiente, en que se debe estudiar también su dimensión social, política y económica.

En la práctica –basta con repasar su índice– ni un solo capítulo se dedica a los juristas, a los filósofos o a quienes trataron el pensamiento económico; todo queda en teología –«motor» de la Escuela– y en repaso historiográfico. A la vez, su empeño por documentar la Escuela desde fechas muy tempranas lo lleva a manipular un tanto su exégesis de las fuentes. Apenas, si descubre la palabra escuela, la escribe en mayúscula, sin importar el contexto, quizás alterando el sentido del texto. Más aún, si aduce un pasaje del latín, amolda un tanto la versión española para adecuarla mejor a su empeño por aplicar una concepción de escuela del siglo XX a las circunstancias vigentes tres o cuatro siglos atrás. Un examen de su rico «Apéndice de textos», con setenta y ocho piezas documentales o extractos datados de 1512 a 2003, con varios que se contradicen o difieren entre sí, confirmaría la inconsistencia de las fuentes y argumentos compilados justo para defender la «irrebatible» existencia de la Escuela.36 Tanta heterogeneidad, lejos de aportar una imagen sólida de esta, la diluye entre opiniones dispares. El anexo documental y el desarrollo del libro, antes que responder, obligan a plantear qué se entendía por escuela en el Medievo y la primera modernidad.

LA VOZ ESCUELA EN LA HISTORIA

Expresiones como «La Escuela de Frankfurt» ¿tienen correlato en el siglo XVI, susceptibles de aplicarse con validez a Salamanca? Para los estudiosos del vocabulario académico medieval, la voz schola significaba, sin otra implicación, el espacio físico convertido en aula por las lecciones de un maestro a sus alumnos. De ahí, escolar y escolástico.37 El regente podía darle su nombre: la escuela de Abelardo en París, la de Irnerio en Bolonia; pero si el maestro se ausentaba o moría, el local perdía ese carácter, a menos que en él enseñara un nuevo profesor, cuyo nombre la escuela adoptaba. Podía recordarse con veneración a un maestro antiguo, pero solo se decían discípulos sus oyentes de viva voz. Así se desprende de un pasaje de un alumno de Vitoria, sucesor suyo en la cátedra de prima: Melchor Cano. El discípulo recuerda al maestro al evocar algo ocurrido después de dejar su escuela: «postquam ab illius schola discessi». Acto seguido, alaba magistro meo por varias razones, pero lamenta que aquel, de haber querido, «gravissime et copiossisime potuisset scribere. Sed quoniam nulla eius ingenii monumenta mandata littteris, nullum opus eruditionis, nullus doctrinae manus extat».38 A falta de testimonios escritos, quien no lo oyó se privó de su doctrina. Quizás el discípulo ignoraba la aparición de las Praelectiones en Lyon (1557), pero ni siquiera insinúa que él, heredero de su cátedra, hubiese tomado la estafeta de la Escuela de Vitoria, al menos según pretenden estudiosos actuales.39

Puesto que toda universidad era una societas, un gremio de estudiantes y/o maestros, el plural «las escuelas» aludía al aulario, conjunto de espacios físicos donde los miembros de la corporación universitaria enseñaban y aprendían. Una locución corriente en Salamanca y México. En las escuelas se impartía una o varias ramas del saber: gramática, artes, derechos, teología, medicina o cualquier otra disciplina; se las llamaba «mayores» o «menores» según el rango atribuido a las disciplinas impartidas. Como en las escuelas universitarias los lectores se sucedían unos a otros con regularidad, las aulas dejaron de evocar a un titular concreto y remitían a cierta facultad o a la universidad como tal.

En el Renacimiento, Aristóteles dejó de ser El Filósofo por antonomasia, al difundirse otros, algunos recién traducidos al latín, como Platón. Los humanistas relativizaron el cuasi monopolio aristotélico y retomaron el sentido clásico de schola como escuela filosófica, «secta» o familia. Emulando a Cicerón y Séneca, entre otros, hablaron de las «sectas» o escuelas platónicas, aristotélicas, epicúreas o cínicas.40 Luis Vives publicó un temprano esbozo histórico intitulado De initiis, sectis et laudibus philosophiae (1519).

A finales del siglo XVI, el término escuela se aplicó también a lo que en el Medievo se llamaba via: nominal, tomista o escotista. En 1531, el valenciano Juan de Celaya, doctor por París, siguió el uso tradicional en sus Scripta sobre el segundo de las Sentencias, secundum triplicem viam: Diui Thome, Realium et Nominalium.41 De modo gradual y casi imperceptible –como Ramis muestra–, el lugar de los nominales, sin caudillo definido, terminó siendo ocupado por los jesuitas.42 Inicialmente se habló de «doctrina»: en 1624, el dominico Domenico Gravina lamentó que ya nadie siguiera la pura doctrina tomística, escotista o nominalista, sino una mezcla de todas, incluidas las «Vazquez Suaristicam, Suarez Vazquiticam».43

Al cabo de unas décadas, el término escuela se impuso a los de doctrina o vía. En 1662, el jesuita Miguel de Elizalde deploró las demasiadas «scholas Theologorum vel Philosophorum» entre católicos: tomistas, escotistas, nominales, suaristas, vazquistas, vel mixti.44 Paso a paso, se empezó a hablar de la schola societatis, concepto que, al cabo de un complejo proceso, terminó por identificarse con Suárez. Pronto, varias universidades de España y América le abrieron cátedra, privilegio excepcional para un autor moderno. En ese marco, dado que los salmantinos (y más los dominicos) tenían a gala su tomismo, más aún, su «auténtico» tomismo, habrían juzgado un desatino imaginar una «Escuela de Salamanca», o «de Vitoria»; y menos, con mayúsculas. En el siglo XVI el término escuela aún no se aplicaba a la doctrina de las «sectas» teológicas. Y cuando la denominación «escuela jesuítica» se consolidó, la tríada o cuarteta salmantina de «maestros mayores» estaba ya olvidada, o casi, al menos por los impresores, y nadie los reivindicó como adalides de una escuela específica. En contraste, los escritos de Suárez, y en general de la llamada escuela jesuítica, se difundían masivamente por el orbe católico, en franca rivalidad con la tomista.

LA ESCUELA DE SALAMANCA. DIFUSIÓN Y RECEPCIÓN

Como se sabe, Francisco Suárez (1548-1617) escribió una ingente obra; a la vez, gozó de excepcional fortuna editorial que se mantuvo hasta el siglo XIX. De ahí, en parte, su aura como jefe de la escuela de su orden. Pasó de su natal Granada, donde estudió Latín y Retórica, a Salamanca, para cursar Derecho (1561-1564). Sin graduarse, ingresó en la compañía, y cursó en esa universidad Filosofía y Teología (1564-1570). En adelante, su vida fue una errancia como polemista y profesor en los colegios de Segovia, Valladolid, Roma, Alcalá y Salamanca (1593-1597), donde defendió las tesis de su orden en la controversia De auxiliis contra los dominicos. En Coímbra ocupó la cátedra primaria de Teología, pero en 1603 viajó a Roma, a defenderse de la condena papal debido a unas tesis suyas denunciadas por fray Domingo de Báñez, lector jubilado de prima en Salamanca. Volvió a Coímbra, y murió en Lisboa, en 1617.45 Empezó a publicar en 1590, pero alcanzó veintiuna ediciones en el siglo XVI; al menos ciento treinta en el XVII; treinta y tres en el XVIII, y todavía cuarenta y seis en el XIX.46

¿Qué ocurría entre tanto con los catedráticos teológicos de prima, todos dominicos en el siglo XVI? En abierto contraste con Suárez, Vitoria (1483-1546), lector de 1526 a 1546, no superaría, en total, diez ediciones de sus Relectiones theologicae: en Lyon, la príncipe (1557), más las de 1586 y 1587; una en Salamanca, 1565; una segunda española, en Madrid, 1765. En Ingolstadt se editarían tres veces: 1580, 1585 y 1696. Están, finalmente, la romana de 1614 y la veneciana de 1626.47

Tampoco Melchor Cano (1509-1560), sucesor de Vitoria en la cátedra por un escaso quinquenio (1546-1551), se compara con la fortuna del jesuita. Sus relecciones sobre los sacramentos y sobre la penitencia salieron tres veces cada una en el siglo XVI. Sus famosos Loci theologici, luego de la príncipe salmantina (1563), solo reaparecen en España dos siglos después, en sus Opera, Madrid, 1760. Entre tanto, ganaba terreno en el exterior. En el XVI, aparecieron los Loci en Lovaina, Venecia (dos veces), Milán y Colonia. Estos se incorporan a sus Opera en Colonia, en 1668 y 1675. El siguiente siglo marca su verdadero auge, con unas dieciséis ediciones desde los treinta; todo indica que su método fue bienvenido por el iluminismo católico. En España, se le asocia con las reformas borbónicas en el campo teológico.

El auge editorial de Soto (1495-1560), sucesor de Cano por otro cuatrienio (1552-1556), rebasó con mucho al de Vitoria, pero fue efímero: se le atribuyen sesenta y cuatro impresiones en el XVI, sobre todo el De iustitia et iure y otros escritos jurídicos, así como siete en el siglo siguiente, cuando cae en el olvido editorial. Como se verá, también fue el más citado de los salmantinos.

El siguiente titular de prima, Pedro de Sotomayor (1511-1564), leyó un cuatrienio, de diciembre de 1560 hasta su muerte. No publicó obra. Tampoco Mancio de Corpus Christi (inicios del siglo XVI-1576), lector por más de once años, desde 1564. Lo sucedió Bartolomé de Medina (1527-1580), un cuatrienio, desde 1576. Sus dos tomos de comentarios a la Summa se publicaron, separados, quince veces entre 1578 y 1618, en Salamanca, Zaragoza, Barcelona, Venecia, Bérgamo y Colonia. Paralelamente, su tratado sobre la confesión, en romance, superó treinta ediciones en esas mismas fechas; la última conocida, de 1626, en Pamplona.

Queda Domingo Báñez (1528-1604). Historiadores de todos los bandos coinciden en decir que marca el ocaso de la Escuela. Sucedió a Medina de 1581 a 1600, cuando se jubiló. A partir de 1584, sus comentarios a la Summa se imprimieron unas veinte veces en el siglo XVI, y ocho en el siguiente, la última conocida en Colonia, en 1618.

Frente a las doscientas treinta ediciones atribuibles a Suárez en más de tres siglos, sorprende la escasísima presencia editorial de Vitoria dentro y fuera de España. Lo más notable, porque sin excepción se le atribuye el origen de la Escuela, son un par de ediciones en su patria, con dos siglos de intervalo, y unas ocho en el extranjero. Las citas tampoco abundan. Su discípulo Cano lo recuerda, pero creía que sus enseñanzas no llegaron a la imprenta. Soto, quien lo conocería en París, y coincidió tantos años con él en Salamanca, lo pasa en silencio. Ni Sotomayor ni Mancio publicaron, pero parte de la obra del segundo se editó en 1998 y, al menos en ella, Vitoria está ausente.

De Bartolomé de Medina, Barrientos se limita a decir que «utilizó textos» de Vitoria, sin otra precisión.48

Queda, por fin, el último de los «mayores», Báñez. Del total de 1109 citas a 87 autores, Vitoria le merece 11 (1 %), frente a las 98 de Soto. Sintomáticamente, en el prólogo a su primer impreso, Scholastica commentaria in primam partem D. Thomae, publica una epístola Ad lectorem, datada en 1584, donde recuerda a sus maestros, todos de la orden: Soto, Bartolomé de Medina, Sotomayor y Cano, objeto de encendido elogio y de quien hace un resumen de su vida. Por fin, al lector sustituto de Cano, Diego de Chávez, quien –señala Báñez– se desempeñó con aplauso general en la escuela y el claustro: «communis scholae claustrique Salmanticensis aplauso».49 En la medida que Báñez ingresó en San Esteban en 1547, recién muerto Vitoria, era imposible que lo recordara o que se declarara su discípulo. Pero el ínfimo número de citas a su obra ¿obedece a que Báñez ignoraba que –según la historiografía– Vitoria era el fundador de esa Escuela que él se aprestaba a concluir con sus comentarios a la Summa?

Resulta incuestionable que la influencia de un autor sobre otros no se reduce al número explícito de citas, pero tampoco es un dato irrelevante. Y si Vitoria era mencionado de modo tan parco, ¿a quién citaban los miembros de la Escuela? De entrada –según cómputo de Barrientos–, Vitoria cita a 52 autores en 396 lugares. Después de Santo Tomás destacan: Aristóteles, 75 veces; Cayetano, 36; y Silvestre Mazzolino, 27. Los dos últimos, dominicos italianos contemporáneos suyos. No cita a Soto, ni a ningún español.50

Barrientos omite el cómputo de autores citados por Cano y Bartolomé de Medina. Señala, en cambio, que Soto cita 1.031 veces a 69 autores. A más de omitir a Vitoria, apenas si menciona 19 veces a españoles (1 %). Al lado de un centenar de citas a Santo Tomás, cuenta 38 a Cayetano y 29 a Mazzolino.51 En cuanto a la edición reciente de parte de la obra de Mancio, Barrientos sumó 39 autores y 263 citas: a Santo Tomás (27), a Cayetano (20) y a Mazzolino (13). De españoles, 1 vez a Bartolomé de Medina, 3 al complutense Juan de Medina y, sin citar a Vitoria, remite a Soto 24 veces.52 El caso de Báñez es más complejo. En su vasta obra publicada aparecen 87 autores, con 1.109 citas. Destacan Santo Tomás (143), Soto (99), Cayetano (88) y Mazzolino (33). Junto a ellos, Vitoria alcanza 11 citas, y Cano 6. Por otra parte, cita 28 veces al catedrático complutense de Teología, el clérigo secular Juan de Medina (1490-1544), para impugnarlo. Nombra 17 veces al canonista Martín de Azpilcueta, y 26 a su discípulo, Diego de Covarrubias: ¡más veces a los canonistas que a sus antecesores en la cátedra, salvo Soto! Los autores clásicos apenas si aparecen. Baste señalar que Vitoria, en una obra mucho más breve, citó 75 veces a Aristóteles; Báñez, apenas 17. El universo de los clásicos –la pasión de los humanistas– se aleja cada vez más del interés de aquellos teólogos ocupados en glosar al Aquinate.53

Barrientos cuenta las citas de algunos otros teólogos. Así, al agustino Pedro de Aragón (m. 1592), que revela –junto a alguna peculiaridad– análoga tendencia a la advertida en los catedráticos de prima. Aragón cita 137 veces a Tomás, 47 a Cayetano y 42 a Mazzolino. Y de los españoles, 1 vez a Vitoria, 1 a Cano y 5 a Bartolomé de Medina, frente a 72 de Soto. Además, 68 veces aprueba al complutense Juan de Medina (tan atacado por Báñez), y 9 a Tomás de Mercado.54 De este último, tratadista de asuntos económicos (m. 1575) cuya vida transcurrió en su mayor parte en Nueva España, Barrientos halló 195 menciones a Santo Tomás, 38 a Cayetano, 37 a Mazzolino y 48 a Soto, prácticamente el único español mencionado. Y, como puede verse, Aquino y Soto son sus autoridades.55

En suma, todos los autores analizados –activos durante la segunda mitad del siglo XVI, salvo Vitoria– muestran una rotunda tendencia a valerse, por sobre cualquier otro teólogo, de Santo Tomás, cuya Summa defienden, enaltecen, citan y glosan. A modo de complemento, recurren a la autoridad de los dominicos italianos Tomás de Vio, Cayetano y Silvestre Mazzolino de Prierio. El primero (1469-1534), a más de intérprete minucioso de la filosofía de Aristóteles, realizó sistemáticos comentarios a Santo Tomás, incluidos en las ediciones de Opera Omnia del Aquinate, promovidas por Pío V y por León XIII. Pero, además, fue general de su orden de 1508 a 1517, lo que le permitió promover la enseñanza de la teología a partir de Santo Tomás y no del Maestro de las Sentencias. Esa tendencia, fomentada primero por los predicadores, sería reforzada por el concilio de Trento. Estaba ya vigente en el colegio de Santiago de París durante los años de Vitoria (1508-1522) y Soto (1516-1519) en la ciudad. Así, el método pasó de París a Salamanca, como apuntó Azpilcueta. El polemista Silvestre Mazzolino (1456/7-1528) escribió una Summa summarum quae Sylvestrina dicitur (Roma, 1516), abultado diccionario alfabético de tópicos teológicos, reimpreso múltiples veces.

En relación con los autores españoles, las figuras más conspicuas de la Escuela omiten a Vitoria o le otorgan muy escasa relevancia. Y si a ello se suma la magra fortuna tipográfica de sus prelecciones, dentro y fuera de España, resultan difíciles de sostener asertos como: «en estos años [mediados del siglo XVI] las doctrinas y métodos de enseñanza de Francisco de Vitoria habían triunfado totalmente».56 En cambio, la valoración de la obra de Soto excede, de modo contundente, a la de cualquier otro teólogo salmantino del siglo, tanto que a veces supera a autores tan respetados y citados como Cayetano y Mazzolino. Si hay un maestro español en esa universidad, difundido por las prensas dentro y fuera del reino y claramente reconocido en el siglo XVI, es Soto. A reserva de ulteriores estudios, puede apuntarse que aquellos tomistas tenían la vista puesta, antes que en los teólogos locales, en los autorizados maestros de la orden, fuese cual fuese su nación.

¿ESCUELA DE SALAMANCA O ESCUELAS DE LA MONARQUÍA?

Salamanca fue la universidad más destacada de la península, en particular a fines del siglo XV y en todo el siguiente. La abundancia de rentas, sus numerosas cátedras y el gran flujo estudiantil, que frisó siete mil matrículas anuales, le dieron brillo indisputable.57 Y con todo, su época de oro ahondó también la escisión entre un estudiantado selecto, de élite, atrincherado en los llamados colegios mayores, y la masa estudiantil. Si bien el fenómeno colegial se documenta en la ciudad desde 1381, se trataba de hospederías. En cambio, en 1401 se inauguró el de San Bartolomé, espléndidamente dotado, para alojar y promover a becarios con grado de bachiller, dispuestos a licenciarse y doctorarse. Al inicio del siglo XVI se abrieron otros tres «mayores». En ellos, solo para seglares y miembros del clero secular, los becarios eran predominantemente juristas y canonistas, si bien los teólogos rondaban el tercio, sin que faltaran médicos.58 Sus becarios coadyuvaron a consolidar el prestigio de los emblemáticos estudios jurídicos de la Universidad, a la vez que abrieron espacio a clérigos seculares en una Facultad de Teología dominada por las órdenes, ante todo la dominica. Al propio tiempo, su carácter elitista hacía mella en el tradicional orden de Salamanca. Generaba, de una parte, estudiantes de primera, los colegiales «mayores», situados en la vía regia para alcanzar los altos cargos de gobierno;59 de la otra, en abierto contraste, una gran masa de escolares, llamados manteístas, quienes, luego de borlarse, debían buscar apoyos familiares o eclesiásticos para lograr alguna colocación. Una vez asentado en Salamanca, el fenómeno colegial cundió por el reino.

Valladolid, surgida a fines del siglo XIII, no parece que significara una competencia notable para Salamanca por sus recurrentes problemas financieros, y porque rara vez superaba el millar de alumnos.60 No obstante, a fines del siglo XV, la ciudad, sede de la Real Chancillería, hospedó a dos colegios paralelos que promoverían la formación de seglares y frailes selectos. Por una parte, el colegio de Santa Cruz, creado por el cardenal Mendoza en 1483 para formar en leyes, teología y medicina a un grupo de becarios laicos o del clero secular, a la manera del San Bartolomé de Salamanca. Se abrió también el colegio dominico de San Gregorio, fundado en 1487 por Alonso de Burgos, antiguo miembro de la orden y obispo de Palencia, para becar a un grupo escogido de jóvenes frailes de toda la provincia, que recibirían formación especial, sin distraerse en deberes conventuales como el coro.61 En él se dictaban lecciones regulares de artes y teología, y sus catedráticos fueron, entre otros, fray Bartolomé de Carranza, futuro arzobispo de Toledo, Francisco de Vitoria, Melchor Cano, Pedro de Sotomayor… Salvo el primero, los otros ocuparon después la primaria de Salamanca. Ambas instituciones contribuyeron a dar vida a la Universidad y dotaron de numerosos letrados a la jerarquía eclesiástica y a la Corona.

En contraste con Valladolid, la Universidad de Alcalá, fundada en el primer cuarto del siglo XVI, con su colegio mayor de San Ildefonso y alrededor de veintidós menores seculares, y circundada por institutos de las órdenes franciscana, dominica, agustina, carmelita y jesuita, significó desde el inicio un verdadero reto para Salamanca. Espléndidamente dotado por su fundador, el cardenal Cisneros, sus primeros lectores en artes y en teología procedían en gran medida de París y pertenecían al clero secular. Además, Alcalá abrió cátedras para impartir ambas facultades según las tres vías, lo que cimbró el tomismo reinante entre los teólogos salmantinos, en su mayoría regulares.

Salamanca intentó ponerse al día, con todo y el virulento rechazo de los dominicos, detentadores de la cátedra de prima desde el último cuarto del siglo XV. Alarmado por la fuga de estudiantes a Alcalá, el claustro aprobó, en 1508, abrir tres cátedras nominales, de teología, lógica y filosofía natural, para las que se contratarían maestros externos. Así se abrió la puerta, como en Alcalá, a lectores venidos de París. Resulta ilustrativo el alegato de Martín de Azpilcueta, en 1589, de que el estudio se había enriquecido al incorporar a tres catedráticos formados en Francia. Primero habla de sí mismo. Tras cursar Artes y Teología en Alcalá, pasó a aprender y enseñar leyes y cánones en Francia. Al volver, impartió ese derecho pontificio en Salamanca por catorce años (1524-1538) y otros catorce en Coímbra. Cita también al perdoctus y perpius Vitoria, que trasladó (invexit) de París solidam utilissimamque theologiam (1526-1546). Por último, evoca al futuro arzobispo de Toledo, Juan Martínez Silíceo, quien, habiendo estudiado y enseñado utramque philosophiam en París, difundió ese saber en Salamanca (1518-1535).62

Las novedades introducidas en Valladolid, Alcalá y Salamanca eran parte de un vastísimo proceso de cambios, propios de la época moderna, con efectos de orden político, social y religioso. Baste apuntar la consolidación del poder monárquico en varias naciones, que acarreó un creciente centralismo y grandes demandas de personal con formación en letras.63 Al mismo tiempo se produjo la partición de Europa entre los territorios adeptos a una o más de las reformas religiosas y las naciones donde arraigó un catolicismo poco tolerante y muy jerarquizado en torno al romano pontífice y los obispos, con la exigencia de un clero mejor formado, apto para administrar los bienes eclesiásticos, gobernar y doctrinar a los fieles. Por fin, el arribo de europeos al Nuevo Mundo, y su conquista y colonización, conllevó la desaparición de pueblos enteros y una reestructuración drástica del régimen de vida de los sobrevivientes, sometidos al dominio de las nacientes potencias europeas. En Castilla, los descomunales territorios americanos ensancharon el imperio de la monarquía católica y demandaron ingente número de letrados para su gobierno secular y eclesiástico. A la vez, por tratarse de pueblos sin la menor noticia previa del cristianismo, surgían arduas dudas teológicas debatidas en universidades y colegios de seculares y regulares en ambos lados del océano.64

De ahí, en gran medida, la radical renovación del mapa universitario y de numerosas instituciones docentes, no solo en la península ibérica sino en toda Europa y en el Nuevo Mundo a lo largo del siglo XVI. Durante el Medievo, Salamanca y Valladolid bastaron para proveer de letrados a Castilla, más los que se graduaban en el sur de Francia, París e Italia, y los maestros que emigraban de esos lugares. En cambio, de 1490 a 1600 nacieron otras dieciocho universidades, en su mayoría vinculadas a un colegio, al modo de Alcalá, pero a mucha menor escala, y con el fin expreso de formar clérigos seculares. Sin embargo, también surgieron varias para el clero regular, como Santo Tomás, en Sevilla o Ávila.65

En la Corona aragonesa, menos poblada, varias ciudades ganaron cartas de fundación en el Medievo, pero solo funcionaron Lérida y Huesca, más Perpiñán, al norte de los Pirineos. Desde 1500 surgieron nuevas, como Valencia, o abrieron las erigidas tiempo atrás. Al cierre del siglo, funcionaban doce, casi todas sujetas a la autoridad municipal.

En el reino portugués (ocupado por Felipe II en 1580 y gobernado por los Austrias hasta 1634), Lisboa-Coímbra se consolidó desde fines del siglo XIII, si bien el rey patrocinó una reorganización profunda en 1537. En adelante la vieja corporación se asentó definitivamente en Coímbra. Solo se agregó la jesuítica de Évora (1558/1559).

En el Nuevo Mundo, durante el siglo XVI, se consolidaron las fundaciones regias de México y Lima, y en Santo Domingo abortó la de Santiago de la Paz. Durante el siglo XVII, proliferaron universidades a cargo de las órdenes: ocho jesuíticas, siete dominicas y dos agustinas; con frecuencia, bastante precarias. Además, surgió una nueva universidad real, en Guatemala, y tres más en el siglo XVIII, cuando nacieron otras tres, ligadas a seminarios tridentinos. Por fin, una última jesuítica en Santo Domingo, y una dominica en La Habana. En Filipinas, dominicos y jesuitas abrieron sus respectivas universidades.66

En suma, en ciento diez años, los territorios de la actual península ibérica pasaron de las seis universidades medievales a un total de treinta y cuatro, cifra que aumentó ligeramente más tarde. De modo paralelo, en América y Filipinas abrieron más de treinta universidades. Esto significa que todas daban instrucción literaria, de diversa calidad, a millares de estudiantes, en una o varias facultades. Todas, además, graduaron, y buen número de esos graduados tomaron parte en la gestión imperial; a más, algunos produjeron tratados escritos, impresos o no.

A las universidades en sentido estricto se agregaron los estudios conventuales, los colegios de élite de las órdenes religiosas en Valladolid, Alcalá, Sevilla…, los primeros seminarios tridentinos y, por fin, el gigantesco sistema de enseñanza jesuítica, cuya expansión por toda la Europa católica y la América hispano-lusa fue fulminante y creó verdaderas redes bajo la autoridad centralizada de los respectivos provinciales.

Por supuesto, ninguno de esos centros literarios, tuviesen o no carácter universitario, se autogeneró ni permaneció a salvo de toda influencia externa. Antes bien –como ocurría en Italia, y en concreto en Padua67– entre ellos hubo constante intercambio, no exento de conflictos; primero, por la migración estudiantil, dentro y fuera de la península; segundo, porque los maestros ni se formaron todos en un solo lugar, ni enseñaron solo en él, y no siempre se asentaron; y finalmente por la enorme circulación de los autores, en especial desde que se consolidó la imprenta.

Baste repasar, para Salamanca, que Vitoria pasó catorce de sus 63 años en París, donde estudió y enseñó; tres más como lector en san Gregorio de Valladolid; y los veinte finales en Salamanca.68 Cano, formado en esa ciudad, oyó a Vitoria durante un sexenio. A sus 22 años lo envió la orden a San Gregorio, donde enseñó durante once (1531-1542). Transcurrido un bienio en Italia, pasó a enseñar al colegio de la orden en Alcalá (1543-1546). Por fin, en 1546 volvió a Salamanca y ganó la cátedra de prima, a la que renunció antes de un quinquenio, en 1551; y los nueve años posteriores se alejó de la docencia.69 Domingo de Soto estudió Artes en Alcalá tres años, y se bachilleró. Partió a París un trienio (1516-1519), donde se hizo maestro en artes y, si bien era secular, oyó a Vitoria en el convento dominico. A su vuelta a Alcalá, leyó artes un quinquenio. Se hizo dominico a los 29 años, y pasó a san Esteban. Durante 12 (1532-1545) dictó vísperas de teología en Salamanca. Fue al concilio de Trento y se sumó a la corte imperial. De nuevo en España, en 1552 ganó la cátedra de prima, que jubiló al cuatrienio, sin cumplir los veinte estatutarios. En sus años finales, hasta 1560, abandonó las aulas.70 De sus 65 años, escasos dieciséis leyó en Salamanca. Báñez, nacido en 1528, no salió de Castilla en sus 76 años de vida, pero también leyó fuera de Salamanca. En ella estudió artes, y en 1547 ingresó en San Esteban. Dictó un curso en el convento (1552-1555), y obtuvo el magisterio por la orden en 1561. Leyó teología en Ávila hasta 1567, y un trienio en el estudio conventual de Alcalá. En 1570 se le envió a Salamanca. Ganó cátedras temporales desde 1573, y prima en 1581. Jubilado en 1600, pasó a Medina del Campo, hasta su muerte, en 1604.71 Baste nombrar, por fin, a Azpilcueta y Silíceo. ¿Resulta válido «congelar» sus años docentes en Salamanca como si no hubieran tenido un antes y un después, y al margen de un mundo cambiante y «recio»? ¿Bajo qué circunstancias de tiempo y lugar empezaban a ser intérpretes de la Escuela de Salamanca? Mientras leían en otro lugar, antes o después, ¿aún eran ajenos a la Escuela, o habían dejado de serlo?

Cabe, por último, preguntar si existió en la práctica, en la Salamanca del siglo XVI, ese «grupo unitario de teólogos con unas notas comunes»; «verdadero equipo colectivo», esa suerte de arcadia teológica cuyo legado «se transmite de unos a otros y […] se va enriqueciendo progresivamente», y cuya producción intelectual revistió tal originalidad y excepcionalidad que amerita otorgarle el título de escuela. Abundan los documentos que muestran a aquellos teólogos lejos de toda armonía, acosándose entre sí: dominicos contra agustinos, baste recordar la guerra a Fray Luis de León, uno de los más destacados teólogos y eruditos del periodo. Los dominicos contra otros hebraístas de la propia Salamanca. Los dominicos contra los jesuitas: Báñez contra Luis de Molina, contra Suárez… Disputas que no se resolvían en el claustro académico, e iban al Consejo de Castilla, a la Inquisición, a Roma, pues cada bando acusaba de herejía al contrario. Unos diferendos que no se limitaban a pugnas entre órdenes. Los propios dominicos se desgarraban entre sí. El venenoso Parecer de Cano al inquisidor Valdés fue, por así decir, la piedra que derribó al arzobispo fray Bartolomé de Carranza, largos años lector de teología en San Gregorio. La orden se escindió entre los partidarios del prelado, como Soto, a quien la muerte habría salvado de una suerte semejante a Carranza por resistirse a entregar a Valdés otro Parecer sobre su amigo en desgracia. Ya antes del proceso, Soto había declarado su antipatía por Cano.72 También cayó, por su afición a Carranza, el sevillano fray Domingo de Valtanás, con todo y haber fundado en San Esteban el Colegio de santa Cruz para dominicos andaluces…73

En aquel reino en que crecían aceleradamente los espacios universitarios y los institutos, donde incontables maestros se daban a la formación literaria de millares y millares de estudiantes, resulta difícil probar que toda la producción intelectual de un siglo tan rico, con tantos y tan variopintos autores, servidores de la monarquía, procedían de Salamanca o derivaban de su «proyección». Frente a la originalidad de un Vitoria, formado en París, académico de tiempo completo, atento escrutador de las Indias, se yergue la de otro dominico: Bartolomé de la Casas, sin formación universitaria ni lazos con Salamanca, pero con un universo de lecturas y, más aún, con décadas de experiencia en el Nuevo Mundo sin las cuales sería impensable su ideario. Pretender explicar toda la riqueza del pensamiento teológico, espiritual, jurídico, político, económico filosófico y científico de tan vasta monarquía en función de una llamada Escuela de Salamanca es querer –como el niño del relato agustiniano– vaciar el mar con una concha. En el riquísimo y complejo marco cultural de los siglos XVI y XVII, Salamanca fue indudablemente la universidad más destacada, pero de ningún modo la única. Al lado suyo, y en permanente interacción, se hallaban las decenas de «escuelas» de la monarquía.

1. Agradezco al Dr. Jorge Correa y a los organizadores del Congreso de Historia universitaria donde leí un avance de este trabajo, así como al apoyo del Proyecto Libros y Letrados en el Gobierno de las Indias, del PAPIIT, IN402218.

2. C. B. Schmitt: «Aristotelianism in the Veneto and the origins of Modern Science. Some considerations on the Problem of Continuity», Atti del convegno internazionale su Aristotelismo Veneto e scienza moderna, Padua, Antenore, 1983, pp. 104-123. Reproducido en facsímil en The Aristotelian Tradition and Renaissance Universities, 1, Londres, Variorum Reprints, 1984, p. 107.

3. John H. Randall, Jr.: «The Development of Scientific Method in the School of Padua», Journal of the History of Ideas, 1, 1940, pp. 177-206. Duramente criticado, el autor aún escribió, muy a la defensiva, «Paduan Aristotelianism Reconsidered», en Edward P. Mahonney (ed.): Renaissance and Humanism: Renaissance Essays in Honor of Paul Oskar Kristeller, Leiden, Brill, 1976, pp. 275-282.

4. Randall: «The Development…», pp. 177-178 y 182-183.

5. Ibíd., pp. 184-183.

6. Los críticos, en Schmitt: «Aristotelianism…», nn. 10 y 11, pp. 105-106. En el bando opuesto destacó William F. Edwards. Véase su «Randall on the Development of Scientific Method in the School of Padua-a Continuing Re-apprasisal», en J. P. Anton (ed.): Essays on the Philosophy of John Herman Randall Jr., Albany, 1967, pp. 53-68.

7. William A. Wallace y Jacopo Zabarella, en Paul F. Grendler (ed.): Encyclopedia of the Renaissance, VI, Nueva York, Charles Scribner’s Sons, 1999, pp. 337-339. Miembro de la nobleza paduana, su familia tenía fuertes intereses en la ciudad, y declinó generosas ofertas del rey de Polonia para mudarse a Cracovia.

8. Laurence Boulègue resume su vida en la «Introduction», en Agostino Nifo: De Pulchro et amore, I, París, Les Belles Lettres, pp. 22-35.

9. Enrique González González: «Sigüenza y Góngora y la universidad. Crónica de un desencuentro», en Alicia Mayer (coord.): Carlos de Sigüenza y Góngora. Homenaje. 1700-2000, I, México, IIH-UNAM, 2000, pp. 187-231.

10. P. Machamer (ed.): The Cambridge Companion to Galileo, Cambridge, CUP, 1998, en especial, pp. 18-24.

11. Historia de la teología católica. Desde fines de la era patrística hasta nuestros días, Madrid, Espasa Calpe, 1940. Quizás Grabmann solo recogió una tradición previa, por identificar.

12. Pena, en La Escuela…, transcribe el pasaje relativo a Salamanca, doc. 64, pp. 645-647.

13. Oxford, Clarendom Press, 1952. Versión española en Barcelona, Crítica, 1982.

14. Grice-Hutchinson: The School…, p. 635.

15. The School of Salamanca. Sources in the Digital Collection, en línea: <https://www.salamanca.school/en/sources .html>.

16. Bulario de la Universidad de Salamanca, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1966-1967, 3 vols.

17. Cartulario de la Universidad de Salamanca, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1970-1973, 6 vols.

18. Belda: La Escuela…, p. 154.

19. Discuto la obra de Beltrán en «Salamanca in the New World: University Regulation or Social Imperatives?», The School of Salamanca. A case of Global Knowledge Production?, Leiden-Frankfurt, Brill/Max Planck, 2020.

20. Salamanca, Universidad de Salamanca, 1954.

21. Madrid, CSIC, 1984.

22. E. Elorduy: «Suárez, Francisco», en Charles O. Neil y Joaquín M.ª Domínguez (eds.): Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús Biográfico-Temático IV, Roma, IHSI, Madrid, Comillas, 2001, pp. 3654-3656.

23. En Pena: La Escuela…, pp. 680-682.

24. Puede verse, Francisco Castilla Urbano: «Corpus Hispanorum de pace. Una valoración», Revista de Indias, 48, 1988, pp. 767-824. Aún aparecerían muchos títulos. El enfoque jurídico e internacionalista lo adopta. También A. Mangas Martín (ed.): La Escuela de Salamanca y el Derecho internacional, Salamanca, 1993.

25. Madrid, BAC, 2000.

26. Pena ofrece un cuadro con las cátedras leídas por Fray Luis, solo suspendidas durante el cuatrienio de cárcel (1572-1576). Empezó en 1561 y murió en 1591, leyendo la Biblia. La Escuela…, p. 103.

27. Barrientos: La Escuela…, p. 99.

28. Del casi millar de páginas de su libro, dedica tres al convento (más bien: colegio) dominico de San Gregorio, y cinco a la Facultad teológica de Alcalá.

29. Belda: La Escuela…, en especial, pp. 156-158.

30. José Barrientos García: «La Escuela de Salamanca: desarrollo y caracteres», Ciudad de Dios, 208, 1995, pp. 1041-1079 (esp. p. 1078).

31. El último, con 1.148 páginas, La Facultad de Teología de la Universidad de Salamanca a través de los libros de visitas de cátedras (1560-1641), Madrid, Sindéresis, 2018. Ordena la información disponible en el Archivo Universitario (AUS) sobre cada cátedra, con sus lectores. Un auténtico y útil vademécum, poco analítico.

32. Pamplona, EUNSA, 2011.

33. Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 2008.

34. Pena: La Escuela…, p. 17.

35. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2009.

36. Pena: La Escuela…, pp. 496-685.

37. Olga Weijers: Terminologie des universités au XIIIe siècle, Roma, Ateneo, 1987, passim pp. 7, 139 y 312.

38. Melchor Cano: «Prooemium» al L. 12, De locis theologicis, en Pena: La Escuela…, pp. 514-515.

39. Lo propio se aplica al pasaje de Alfonso García Matamoros, en el que Pena ve la «prueba» de que Vitoria creó la Escuela. Matamoros lo llama splendor Instituti Dominicani –no de la Escuela de Salamanca– y agrega que aún viven (1553) incontables discípulos, cuya ciencia los hace dignos de admiración fuera de España: «ut sint hodie permulti illius discipuli, quos, propter admirabilem scientam, & exquisitam rerum copiam, externae nationes iure debeant admirari». Pro adserenda Hispanorum eruditione, Madrid, CSIC, 1943, p. 212. Pena, doc. 11, pp. 509-510. Nada hay aquí de la fundación de la Escuela; se alaba al gran maestro y a sus oyentes. Es más, acto seguido, elogia al teólogo complutense Juan de Medina, y lo equipara con Vitoria.

40. Charlton T. Lewis y Charles Short: A Latin Dictionary, Oxford, Oxford University, 1879, y Félix Gaffiot: Dictionaire Illustré Latin-Français, París, Hachette, 1934, coinciden en este punto. El primero señala: «The disciples or followers of a teacher, a school, sect: omnia gymnasia atque omnes philosophorum scholae […]». Cicerón, De oratore, 1, 56. Gaffiot cita el mismo pasaje. Agradezco a Pedro Rivera su gran ayuda para esta nota, que debí abreviar. Él agrega: «Ex eadem Platonis schola […]». Cicerón, De natura Deorum, I, 34. Además: «familia tota Peripateticorum». Cicerón, Divinarum institutionum, 2, 1, 3.

41. [Valencia], Jorge Costilla. Se consulta en la red.

42. Rafael Ramis Barceló: «La configuración y el desarrollo universitario del suarismo en el siglo XVII», en J. L. Fuertes, M. Lázaro Pulido, A. Poncela González y M. I. Zorroza (eds.): Entre el Renacimiento y la Modernidad. Francisco Suárez (1548-1617), Madrid-Porto, Sindéresis, 2018, pp. 267-291.

43. En Ramis: «La configuración…», pp. 270-271. La cita alude al teólogo jesuita Gabriel Vázquez (1549/51-1604).

44. Citado por Ramis: «La configuración…», p. 274.

45. E. Elorduy: «Suárez, Francisco…».

46. Pena, en La Escuela…, adjudica las ediciones antiguas de varios autores, con base en Palau. De él tomo los datos bibliométricos.

47. Pena, en La Escuela…, le atribuye más de setenta ediciones, pero otros catálogos no corroboran varias de ellas. Además, atribuye a Vitoria la Summa sacramentorum ecclesiae, de su discípulo fray Tomás de Chávez, que superó las cuarenta ediciones. Consulté los repertorios virtuales Worldcat y Catálogo del Patrimonio Bibliográfico Español.

48. Barrientos: Repertorio…, p. 151.

49. En Pena, La Escuela…, pp. 528-530. Sobre Chávez, véase arriba nota 47. Barrientos, sin precisar, atribuye a Báñez la afirmación de que Vitoria fue «communis praeceptor huius sholae…». ¿Lapsus? Repertorio…, p. 172.

50. Barrientos: Repertorio…, pp. 115-117.

51. Ibíd., pp. 131-135.

52. Ibíd., pp. 144-147.

53. Barrientos: Repertorio…, pp. 169-172.

54. Ibíd., p. 221.

55. Ibíd., pp. 157-161.

56. Ibíd., p. 149.

57. Luis Enrique Rodríguez-San Pedro y Juan Luis Polo Rodríguez (eds.): Historia de la Universidad de Salamanca, 4 vols. en 5 t., Salamanca, Universidad de Salamanca, 2002-2009.

58. Ana M.ª Carabias Torres: Colegios Mayores: Centros de poder, II, Salamanca, Universidad de Salamanca, 3 vols., 1986, p. 490.

59. Dámaso de Lario: Escuelas de Imperio. La formación de una elite en los Colegios Mayores (siglos XVI-XVII), Madrid, Dykinson, 2019.

60. Historia de la Universidad de Valladolid, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1989, 2 t. En particular los dos capítulos iniciales del primero.

61. Una visión muy anticuada, pero con ricas referencias de archivo, en Gonzalo de Arriaga: Historia del Colegio de san Gregorio de Valladolid, Valladolid, Tipografía Cuesta, 2 vols., 1928-1930.

62. Carta apologética de Martín de Azpilcueta al duque de Alburquerque, gobernador de Milán, de 1589. Pena edita un fragmento en doc. 17. La Escuela…, pp. 518-520. Para la docencia de Silíceo, Enrique Esperabé Arteaga: Historia pragmática e interna de la Universidad de Salamanca, II, Salamanca, Francisco Núñez, 2 vols., 1914-1917, pp. 372-373. Fabrice Quero: Juan Martínez Silíceo (1486?-1557) et la spiritualité de l’Espagne pré-tridentine, París, Honoré Champion, 2014.

63. Lawrence Stone (ed.): The University in Society, Princeton, Princeton University Press, 2 vols., 1974. Richard L. Kagan: Universidad y Sociedad en la España moderna, Madrid, Tecnos, 1981. Fundamental, la obra de Mariano Peset sobre universidades modernas: «Espacio y localización de las universidades hispánicas», Cuadernos del Instituto Antonio de Nebrija de Estudios Sobre la Universidad, Madrid, Universidad Carlos III, 2000, pp. 189-232.

64. Un buen resumen en Antonio Rubial (coord.): La Iglesia en el México Colonial, México, IIH-UNAM, EEyC, 2013.

65. Véanse los cuadros de Hilde de Ridder-Symoens (ed.): Historia de la Universidad en Europa, Bilbao, Universidad del País Vasco, 2 vols., 1994. En v. I: «Las Universidades en la Edad Media», pp. 72-82, y v. II: «Las Universidades en la Europa Moderna Temprana: 1500-1800», pp. 85-108. Para las del mundo hispánico, véase Mariano Peset.

66. Enrique González González y Víctor Gutiérrez Rodríguez: El poder de las letras. Por una historia social de las universidades de la América hispana en el periodo colonial, México, UNAM-BUAP-UAM-EyC, 2017.

67. Véase, arriba, el apartado sobre la Escuela de Padua.

68. Belda: La Escuela…, pp. 929-931.

69. Ibíd., pp. 934-937.

70. Ibíd., pp. 932-933.

71. Barrientos: Repertorio…, pp. 10-14.

72. José I. Tellechea (apenas citado por varios apologistas de la Escuela) ha estudiado y editado el dilatadísimo proceso contra Carranza (1559-1576) en que Azpilcueta perseveró como su leal abogado. En El arzobispo Carranza y su tiempo, Madrid, Guadarrama, 1968, recopila varios retratos de partidarios y detractores del arzobispo. Pena, en La(s) Escuela(s) de Salamanca…, pp. 374-379, recoge 84 títulos de Tellechea.

73. Clara I. Ramírez: Grupos de poder clerical en las universidades hispánicas I. Los regulares en Salamanca y México durante el siglo XVI, México, UNAM-CESU, 2001, pp. 128-138.

Universidades, colegios, poderes

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