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PRESENTACIÓN

La investigación en educación lleva decenios rindiendo resultados notables, dirigidos básicamente a mejorar las maneras en las que se facilita el aprendizaje. Aprender, como caminar, es una destreza adquirida, pero cuando nos exigimos alcanzar en ella un dominio profundo, la investigación nos muestra que las estrategias más efectivas para alcanzarlo son, a menudo, contrarias al sentido común.

De hecho, mucho de lo que creemos a pie juntillas que es más efectivo para aprender suele resultar esfuerzo baldío. Incluso los más entregados a las exigencias que plantea el aprendizaje, los estudiantes universitarios, confían en técnicas de estudio que distan mucho de resultar óptimas. Y lo que es peor, sus profesores les seguimos animando a que pierdan el tiempo y la energía con ellas, pues también nosotros seguimos aferrados a esas prácticas tan poco efectivas como ampliamente aceptadas, basadas en una mezcla de suposiciones infundadas, saber tradicional e intuiciones engañosas.

Por qué, cabe preguntarse. Si ampliamos el panorama, es sabido que un alto grado de racionalidad suele asociarse por parte de la opinión pública con cierta falta de empatía y deficiencia emocional. La investigación nos ha mostrado que las emociones, algunas de ellas, interfieren con la racionalidad, pues la argumentación racional es de naturaleza impersonal en el sentido de que exige centrarse en puntos de vista e ideas independientemente de quién las aporte –eso que solemos denominar objetividad y que tan a menudo no estamos dispuestos a entender como debiéramos–. Ante cualquier argumentación racional, debemos estar preparados emocionalmente para llegar hasta donde nos arrastren las evidencias y las inferencias, incluso si ello conlleva renunciar a nuestras ideas más estimadas, algo que puede resultar emocionalmente agotador y que nos enfrenta a una contradicción solo aparente: la capacidad de mostrarse racional es en gran medida una capacidad emocional.

Un desarrollo deficiente de esta particular capacidad emocional, la de mostrarse racional, es lo que se encuentra en la base de las principales formas de irracionalidad: pseudo-ciencias, diversas manifestaciones del negacionismo, medicinas alternativas, posverdad, religiones. Como docentes no estamos exentos de padecer esta tara emocional, que nos aboca a considerar el reiki y los chakras como herramientas educativas, a poner en práctica la pedagogía cuántica consciente o la pedagogía sistémica y sus constelaciones familiares, o a cultivar la programación neurolingüística en pos de un mejor desarrollo individual.

Quienes proponen estas irracionalidades pedagógicas suelen mostrar ánimo de lucro a la hora de ganar prosélitos, así como cierta iluminación espiritual y una cháchara pseudocientífica al servicio del reclutamiento de seguidores. Por su parte, es probable que los partidarios hayan caído en el saco de los embaucadores ofuscados por el brillo de su oferta de atajos para alcanzar el culmen en su profesión: facilitar un aprendizaje profundo y duradero en sus alumnos.

Pero aprender implica esfuerzo dilatado en el tiempo, y los humanos no somos muy buenos a la hora de juzgar cuándo estamos aprendiendo, o enseñando, y cuándo no; cuando nos dedicamos a tareas que nos resultan pesadas, lentas, no muy gratas y que sentimos poco productivas, nos sentimos atraídos, alumnos y docentes, por estrategias que nos parecen más fructíferas debido a que crean en nosotros una ilusión de eficiencia que acaba secuestrando nuestro juicio racional sobre si realmente estamos aprendiendo, o enseñando.

Modas como la que propone que el aprendizaje, para que resulte auténtico, tiene que ser divertido van tan desencaminadas como la popular máxima que afirma que la letra con sangre entra. Steven Pinker escribe que «el progreso consiste en desagregar todo lo posible las características de un proceso social con el fin de maximizar los beneficios humanos al tiempo que minimizamos sus perjuicios».1 La enseñanza y el aprendizaje es uno de esos procesos sociales, y la investigación educativa es el único medio fiable para conseguir la desagregación que exige el ansiado progreso. Pero el pago que hay que efectuar para conseguirlo es el desarrollo personal de la capacidad emocional de mostrarse racional. Y eso es una tarea para toda la vida. En palabras de la añorada Lynn Margulis: «Valoro la educación que recibí en la Universidad de Chicago por su enseñanza central: uno debe esforzarse siempre para distinguir entre lo auténtico y las bobadas».2

Óscar Barberá Decano de la Facultat de Magisteri de la Universitat de València 16 de noviembre de 2018

1 Steven Pinker: En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, Barcelona, Paidós, 2018, p. 130.

2 Lynn Margulis: Planeta simbióntico. Un nuevo punto de vista sobre la evolución, Madrid, Debate, 1998 (2002), p. 26.

En torno a la innovación en Educación Superior.

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