Читать книгу Obras completas de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle, Исмаил Шихлы - Страница 13

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Capítulo VI:

Continuación de las Memorias

de John Watson, Doctor en Medicina

La antes rabiosa resistencia de nuestro preso se tornó en sonrisa afable, manifestando la esperanza de que ninguno de nosotros hubiese resultado herido por él en la pelea.

—Van a llevarme a la comisaría, me imagino —comentó, dirigiéndose a Sherlock Holmes—. Tengo el coche en la puerta. No soy tan liviano como en otros tiempos como para que me lleven en vilo, por lo que si ustedes me quitan las ligaduras de las piernas, iré por mi propio pie.

Se miraron entre sí Gregson y Lestrade, como si esa proposición les fuera demasiado atrevida; pero Holmes se apresuró a aceptar la palabra del prisionero y quitó la toalla con que le habían sujetado los tobillos. Entonces se puso en pie y estiró las piernas, como para cerciorarse de que las tenía libres otra vez. Recuerdo que, al fijarme en él, me dije para mis adentros que pocas veces había visto yo un hombre de armazón más poderosa, y su cara morena y atezada tenía una expresión resuelta y enérgica, tan increíble como su fortaleza física.

—Yo creo que usted es el hombre indicado para ocupar el cargo de jefe de policía si queda vacante —dijo, contemplando con no disimulada admiración a mi compañero de habitación—. La manera que ha tenido de seguirme la pista ha sido asombrosa.

—Lo mejor que ustedes pueden hacer es venir conmigo —dijo Holmes a los dos detectives.

—Puedo yo llevarlo en su coche —dijo Lestrade.

—Muy bien, y Gregson puede ir dentro conmigo. También usted, doctor. Se ha interesado en el caso, y quizá haga bien en no apartarse de nosotros.

Asentí alegremente, y bajamos juntos. Nuestro preso no hizo ningún intento de fuga, sino que subió tranquilo al coche que había sido suyo, y nosotros subimos detrás de él. Lestrade se encaramó, empuñó las riendas y nos condujo en muy poco tiempo a nuestro destino. Nos pasaron a una sala pequeña, en la que un inspector de policía tomó nota del nombre del preso y de los individuos de cuyo asesinato se le acusaba. Era el funcionario un hombre cariblanco, imperturbable, que desempeñaba sus tareas de una manera mecánica y monótona.

—El preso comparecerá delante de los magistrados durante la semana —dijo—. Mientras tanto, señor Jefferson Hope, ¿desea usted hacer alguna declaración? Debo prevenirle que se hará registro de sus palabras y que estas podrán ser empleadas en contra suya.

—Muchísimo es lo que tengo que decir —contestó nuestro detenido, hablando pausadamente—. Deseo, caballeros, contárselo todo a ustedes.

—¿No cree que será más conveniente que lo reserve todo para cuando se vea la causa? —preguntó el inspector.

—Quizá no sea juzgado nunca —contestó—. No ponga esa cara de sorpresa. No es en el suicidio en lo que estoy pensando. ¿Es usted médico?

Se volvió a mirarme con sus negros ojos indómitos y me planteó esta última pregunta.

—Sí, lo soy —contesté.

—Entonces aplique usted aquí su mano —me dijo, con una sonrisa, señalando con las muñecas esposadas hacia su pecho.

Así lo hice, y en el acto advertí la palpitación y la conmoción extraordinarias que reinaban en aquel corazón. Las paredes del pecho parecían retemblar y estremecerse como lo haría un frágil edificio en cuyo interior estuviese trabajando una potente máquina. En medio del silencio que reinaba en la habitación llegaban hasta mis oídos un apagado bordoneo y un zumbido que procedían de idéntica fuente.

—¡Pero si usted sufre un aneurisma de aorta!

—Así le dicen —contestó plácidamente—. La pasada semana consulté a un médico, y me dijo que no tardaría muchos días en explotar. Ha venido poniéndose peor durante muchos años. Se produjo como consecuencia de vivir demasiado a la intemperie y de no alimentarme lo suficiente en las montañas de Salt Lake City. He puesto fin a mi tarea y nada me importa vivir poco o mucho, pero me gustaría dejar aquí algún relato de todo este asunto. No querría que se me tuviera como un asesino vulgar.

El inspector y los dos detectives mantuvieron una atropellada discusión sobre si era aconsejable permitirle que relatase su historia.

—¿Usted lo cree, doctor, en inminente peligro? —preguntó el primero.

—Con total seguridad que sí —les contesté.

—En tal caso —dijo el inspector—, es clara obligación nuestra, en interés de la justicia, el tomar su declaración. Queda usted en libertad, señor, de darnos su relato, y le advierto otra vez que lo registraremos por escrito.

—Tomaré asiento, si le parece —dijo el preso, acomodando la acción a la palabra—. Mi aneurisma hace que me fatigue con ligereza, y la trifulca que tuvimos hace media hora no ha venido precisamente a mejorar la cosa. Me encuentro al borde de la muerte, y no es probable que yo les mienta a ustedes. Todas y cada una de mis palabras serán la pura verdad, y no tiene para mí importancia el uso que ustedes vayan a hacer de ellas.

Dicho esto, Jefferson Hope se recostó en su silla y comenzó el siguiente y notable relato. Hablaba con sosiego y de una manera organizada, como si los hechos que contaba fuesen cosa sin importancia. Puedo responder por la exactitud del relato que doy a continuación, porque he podido examinar el cuaderno de notas de Lestrade, en el que las palabras del preso fueron anotadas textualmente a medida que las iba pronunciando.

—A ustedes les importará poco el motivo que yo tenía para odiar a estos individuos —dijo—. Les bastará saber que eran responsables de la muerte de dos personas, un padre y una hija, y que, por consiguiente, habían perdido el derecho a sus propias vidas. A mí me era imposible, después del tiempo que había transcurrido desde su crimen, el conseguir pruebas de convicción para acusarlos ante ningún tribunal. Pero como yo sabía que eran culpables, resolví que yo mismo sería el juez, el jurado y el ejecutor, todo junto. Si ustedes se hubieran encontrado en mi lugar y hubiesen tenido un rastro de hombría, habrían hecho lo mismo que yo.

»La muchacha de la que hablo iba a casarse conmigo hace veinte años. La forzaron a casarse con ese mismo Drebber, y esto le destrozó el corazón. Yo le saqué a la difunta del dedo el anillo de boda, y juré que los ojos de ese hombre se posarían al morir en ese mismo anillo, y que su último pensamiento sería el del crimen por el cual recibía el castigo. Lo he llevado siempre encima, y los he seguido, a él y a su cómplice, por dos continentes, hasta que los cacé. Se imaginaron que me cansaría, pero no lo consiguieron. Si muero mañana, como parece probable, moriré con la conciencia de que mi tarea en este mundo ha sido realizada, y bien realizada. Han muerto, y han muerto por mi mano. Ya no me queda nada que esperar ni que desear.

»Ellos eran adinerados y yo un pobre, de modo que no era cosa fácil para mí el seguirlos. Cuando llegué a Londres, mi bolsa estaba casi exhausta, y no tuve más remedio que ponerme a trabajar en algo para ganarme la vida. El guiar un coche o manejar caballos son para mí cosas tan naturales como el montar a caballo, y por eso me presenté en el despacho de un dueño de coches de alquiler, y no tardé en conseguir empleo. Tenía el compromiso de pagar al propietario una cantidad fija, y podía quedarme con todo lo que sacase de más. No era mucho esa demasía, pero siempre me las apañaba para arañar algo. Lo más difícil fue el aprender la situación de las calles, porque yo creo que esta ciudad es el más desconcertante de todos los laberintos que se han inventado. Pero iba provisto siempre de un mapa, y una vez que me hube aprendido la ubicación de los principales hoteles y estaciones, me las arreglé bastante bien.

»Tardé en descubrir el lugar donde vivían mis dos caballeros pero, a fuerza de preguntar y preguntar, di con ellos: se alojaban en una pensión de Camberwell, del otro lado del río. En cuanto di con ellos, tuve la seguridad de que los tenía a mi merced. Me había dejado crecer la barba y no era probable que me reconociesen. Me pegué a su pista y los seguí hasta que vi mi oportunidad. Estaba decidido a que no se me escapasen otra vez.

»A pesar de todo, casi estuvieron a punto de conseguirlo. Adondequiera que ellos fuesen en Londres, me tenían a mí pegado a sus talones. Unas veces los seguía en mi coche, y otras a pie, aunque el primer medio era el mejor, porque entonces no podían despegarse de mí. Como resultado de eso, únicamente podía ganar algún dinero en las primeras horas de la mañana y en las últimas horas de la noche, de manera que empecé endeudarme con mi patrono. Pero esto no me importaba, con tal de poner mi mano en los hombres a los que yo buscaba. Sin embargo, eran muy astutos. Quizá pensaron que había alguna posibilidad de que fuesen seguidos, y por eso no salía ninguno de los dos solo, y jamás después de oscurecer. Fui tras ellos en mi coche durante dos semanas todos los días, y ni una sola vez los vi separados. Drebber solía estar borracho la mitad del tiempo, pero a Stangerson no era posible sorprenderlo nunca dormitando. Los vigilé de la mañana a la noche, pero jamás vi ni una sombra de posibilidad. No me desanimé, porque algo me decía que la hora estaba al caer. El único miedo que yo tenía era que este artefacto que llevo dentro del pecho estallase demasiado pronto y mi tarea quedase sin cumplir.

»Finalmente, cierto atardecer en que yo iba y venía con mi coche por Torquay Terrace, que es como llaman a la calle en la que ellos estaban hospedados, vi que un coche de alquiler paraba delante de su puerta. Luego sacaron de la casa algunos equipajes y a estos siguieron, al cabo de un rato, Drebber y Stangerson, que se alejaron en el coche. Tiré de las riendas de mi caballo y me mantuve a la vista del mismo, muy intranquilo, porque temí que fuesen a levantar el vuelo. Se apearon en la estación de Euston, y yo encargué a un muchacho que sujetase de las riendas a mi caballo y fui tras ellos al andén. Los oí preguntar por el tren de Liverpool, y el guarda les contestó que un tren acababa de salir, y que no habría otro en varias horas. Al oír aquello, Stangerson pareció fuera de sí, pero Drebber se mostró más complacido que otra cosa. Aprovechando el barullo me acerqué tanto a ellos, que pude escuchar toda su conversación. Drebber decía que tenía un asuntillo particular que llevar a cabo, y que si su compañero le esperaba, regresaría pronto a reunirse con él. Su compañero le recriminaba, recordándole el convenio que tenían de no apartarse nunca el uno del otro. Drebber le contestó que se trataba de un negocio delicado y que él tenía que ir solo. No pude oír lo que Stangerson le contestó a eso, pero Drebber rompió a lanzar improperios, y le recordó que él no era sino un empleado a sueldo suyo, y que no debía presumir de imponerse a él. Al escuchar aquello el secretario renunció a su empleo como cosa peligrosa, y se limitó a hacerle prometer que, si perdía el último tren, iría por lo menos a reunirse con él en el Hotel Reservado de Halliday; a lo que Drebber contestó que se encontraría en el andén antes de las once, y acto seguido salió de la estación.

»El instante que yo había esperado tanto tiempo había llegado por fin. Tenía a mis enemigos en mi poder. Juntos, podían protegerse el uno al otro; pero aislados, estaban a mi merced. No actué, sin embargo, precipitadamente. Tenía trazados ya mis planes. El castigo no produce satisfacción si el ofensor no tiene tiempo de enterarse de quién es el que le hiere y por qué le viene encima el castigo. Yo había trazado mis planes de modo que tuviese la ocasión de hacer saber al hombre que me había ofendido que su viejo crimen lo había, por fin, descubierto. Unos días antes dio la casualidad de que un caballero que había estado examinando unas casas de la carretera de Brixton había perdido una llave dentro del coche. Aquella misma noche la reclamó y le fue devuelta, pero yo había sacado durante aquel intervalo un molde de la misma y me había hecho fabricar un duplicado. Gracias a esto, tenía yo acceso por lo menos a un sitio, dentro de esta gran ciudad, en el que podía confiar que nadie me interrumpiría. El problema difícil, y que yo tenía que resolver ahora, era el de meter a Drebber en aquella casa.

»Fue caminando por la calle y se metió en dos establecimientos de bebidas, en el segundo de los cuales permaneció casi media hora. Cuando volvió a salir andaba tambaleándose y estaba, evidentemente, bien entrado en la bebida. Había delante de mí precisamente un coche Hansom, y lo llamó. Yo le seguí tan de cerca, que el morro de mi caballo marchó durante todo el camino a poca distancia del cochero de aquel. Cruzamos, retumbando, por el puente de Waterloo y anduvimos varias millas de calles hasta que, con asombro mío, nos encontramos de regreso en la misma explanada en que él se hospedaba. No se me ocurría cuáles podrían ser sus propósitos al volver allí, pero seguí adelante y detuve mi coche a cosa de cien metros de la casa. Entró en ella, y el coche que lo había traído se marchó. Denme, por favor, un vaso de agua, porque se me reseca la boca hablando.

Yo le di el vaso, y se lo bebió.

—Ahora me siento mejor —dijo—. Pues bien: esperé durante un cuarto de hora o más, cuando se oyó de pronto un estrépito como de gente que se peleaba dentro de la casa. Un momento después se abrió bruscamente la puerta y surgieron dos hombres, uno de los cuales era Drebber, y el otro, un mozo joven al que yo jamás había visto. Este individuo agarraba a Drebber por el cuello de la camisa, cuando estuvieron en lo alto de la escalinata le dio un empujón y un puntapié, enviándolo hasta mitad de la calzada. “¡Perro! —le gritó, amenazándole con su bastón—. ¡Yo te enseñaré a no ofender a una muchacha honrada!”. Tan acalorado estaba, que pensé que iba a apalear a Drebber con su estaca; pero aquel desgraciado corrió, dando tropezones calle adelante, a todo lo que daban sus piernas. Corrió hasta la esquina, y entonces vio mi coche, me llamó y montó en él. “Condúzcame al Hotel Reservado de Halliday”, me dijo.

»Cuando lo tuve ya dentro de mi coche mi corazón dio tales saltos de júbilo, que temí que en aquel postrero instante pudiera estallar mi aneurisma. Conduje el coche a paso lento, sopesando por mi imaginación lo que más convendría hacer. Poder llevármelo sin más al campo y, una vez allí, tener con él mi última entrevista en algún solitario camino. Ya estaba casi resuelto a ello, cuando él mismo me solucionó el problema. El ansia de beber se había apoderado de él otra vez, y me ordenó que me detuviese delante de una casa de bebidas. Se metió en ella, diciéndome que le esperase. Permaneció dentro casi hasta la hora del cierre, y cuando salió estaba tan borracho, que comprendí que tenía en mis manos la partida.

»No piensen que yo tenía el propósito de matarlo a sangre fría. Aunque hubiese obrado así, habría estado dentro de la estricta justicia, pero algo me lo impedía. Desde tiempo atrás estaba decidido a darle una oportunidad de que salvase su vida, si es que él quería aprovecharla. Entre los muchos trabajos que he desempeñado en Norteamérica durante mi vida errante, ocupé en una ocasión el de bedel y barrendero del laboratorio del York College. Un día en que el profesor daba una lección acerca de los venenos, mostró a sus alumnos cierto alcaloide, según él lo llamó, que había extraído de no sé qué veneno de flechas de Sudamérica, y cuya potencia era tan grande, que un solo gramo equivalía a una muerte inmediata. Me fijé dónde colocaba la botella en que guardaba ese preparado, y cuando todos se marcharon, me quedé con una pequeña cantidad. Yo era un mancebo de botica bastante práctico: manipulé aquel alcaloide en pequeñas píldoras solubles, y coloqué en cada caja una píldora envenenada, junto a otra inofensiva. En aquel entonces tomé la decisión de que cuando se presentase mi oportunidad tendrían mis caballeros que sacar una píldora de cada caja, y que yo me tragaría la que ellos dejasen. Resultaría tan mortífero y mucho menos ruidoso que lo de hacer fuego a través de un pañuelo. Desde entonces llevé siempre encima las píldoras adondequiera que iba, y había llegado el momento de usarlas.

»Era ya más cerca de la una que de las doce, y hacía muy mala noche, soplaba un viento fuerte y llovía a torrentes. Todo lo triste que estaba el tiempo por fuera, estaba yo de alegre por dentro, tan alegre que habría sido capaz de gritar de puro júbilo. Si alguno de ustedes, caballeros, ha languidecido alguna vez anhelando una cosa, suspirando por ella durante veinte largos años, encontrándola de pronto al alcance suyo, podrá comprender mis sentimientos. Encendí un cigarro y fumé para tranquilizar mis nervios, pero me temblaban las manos y me latían las sienes de emoción. Mientras avanzaba con mi coche, estaba viendo a John Ferrier y a la dulce Lucy que me miraban desde la oscuridad y me sonreían, los estaba viendo con la misma claridad con que los estoy viendo a ustedes en esta habitación. Los tuve delante de mí durante todo el trayecto, uno a cada lado del caballo, hasta que paré delante de la casa de la carretera de Brixton.

»No había un alma a la vista, ni se escuchaba otro ruido que el gotear de la lluvia. Al mirar por la ventanilla hacia el interior del coche, vi que Drebber estaba muy acurrucado durmiendo su sueño de borracho. Lo sacudí del brazo, y le dije: “Hay que apearse ya.”

»—Muy bien, cochero —contestó.

»Creo que pensó que habíamos llegado al hotel cuya dirección me dio, porque se apeó sin decir más y me acompañó por el jardín adelante. Tuve necesidad de caminar a su lado para sostenerlo, porque seguía estando con la cabeza algo pesada. Cuando llegamos a la puerta, la abrí y lo conduje al interior de la habitación delantera. Les doy a ustedes mi palabra de que durante todos estos momentos el padre y la hija iban caminando delante de nosotros.

»—Esto está infernalmente oscuro —dijo él, pisando fuerte de un lado para otro.

»—Pronto tendremos una luz —le dije, encendiendo una cerilla y aplicándola a una vela que había traído conmigo—. Y ahora, Enoch Drebber —proseguí, girándome hacia él y alumbrándome la cara con la luz de la vela—, ¿quién soy yo?

»Me contempló un momento con ojos turbios de borracho, y de pronto vi que brotaba de ellos una expresión de espanto, y que se convulsionaban todos los rasgos de su cara, lo que me demostró que él me había conocido. Retrocedió tambaleándose, con rostro lívido, y pude ver que su frente se cubría de sudor, mientras que le castañeteaban los dientes. Al ver aquello, apoyé mi espalda contra la puerta y rompí en una carcajada prolongada y estruendosa. Siempre tuve la seguridad de que el castigo sería cosa dulce, pero nunca esperé una alegría del alma como la que en ese momento se apoderó de mí.

»—¡Perro! —le dije—. Te he seguido el rastro desde Salt Lake City hasta San Petersburgo, y siempre te me escapaste. Pero ahora, por fin, han terminado tus andanzas, porque uno de los dos, tú o yo, no veremos levantarse el sol de mañana.

»Conforme yo hablaba, él se iba apartando cada vez más de mí y pude ver en su rostro que me tomaba por loco. Y, en efecto, lo estuve mientras duró aquello. Me latía el pulso en las sienes igual que martillos de herrero, y creo que habría sufrido un colapso si la sangre no me hubiese brotado de golpe de la nariz, aliviándome.

»—¿Qué piensas ahora de Lucy Ferrier? —le grité, cerrando la puerta con llave y agitando esta delante de su cara—. El castigo ha sido lento en llegar, pero te alcanzó al fin.

»Vi cómo le temblaban los labios cobardes al escuchar mis palabras. Si él no hubiera estado seguro de que era inútil, me habría suplicado que le perdonase la vida.

»—¿Será capaz de asesinarme? —tartamudeó.

»—No hay aquí asesinato —le contesté—. ¿Quién habla de asesinar a un perro rabioso? ¿Qué lástima tuviste tú de mi pobre Lucy querida, cuando te la llevaste a rastras del lado de su padre asesinado, para meterla en tu maldito y desvergonzado harén?

»—Yo no fui quien mató a su padre —gritó.

»—Pero fuiste tú quien destrozó su inocente corazón —le grité, poniendo de pronto la cajita ante sus ojos—. Que sea Dios mismo quien juzgue entre tú y yo. Elige y échatela a la boca. En una de las píldoras está la muerte y en la otra la vida. Yo me tragaré la que tú dejes. Veamos si existe justicia sobre la tierra o si es el azar el que nos gobierna.

»Se fue echando hacia atrás, encogido, dando gritos, desatinado y pidiéndome compasión, pero yo saqué mi cuchillo y se lo puse en el cuello hasta que él me obedeció. Acto seguido me tragué yo la otra píldora, y nos quedamos mirándonos el uno al otro, cara a cara y en silencio, durante cosa de un minuto, esperando a ver cuál iba a vivir y cuál a morir. ¿Podré olvidarme jamás de la expresión que tomó su cara cuando los primeros dolores le anunciaron que el veneno actuaba dentro de su organismo? Yo rompí a reír al ver aquello, y le puse delante de los ojos el anillo de boda de Lucy. Fue nada más que un instante, porque la acción del alcaloide es rápida. Sus facciones se contorsionaron con un espasmo de dolor, extendió hacia adelante los brazos, se tambaleó y cayó pesadamente al suelo, dejando escapar un grito ronco. Lo volví boca arriba con el pie, y puse mi mano sobre su corazón. No latía. ¡Estaba muerto!

»La sangre me había estado brotando de la nariz, pero yo no me había fijado en ello. No sé qué impulso fue el que me hizo escribir con esa sangre en la pared; quizás una maligna intención de lanzar a la policía por una pista equivocada, porque, en efecto, me sentía contento y con el corazón liviano. Me acordé de cierto alemán al que se encontró en Nueva York con la palabra Rache escrita encima de él, lo que dio lugar a que los periódicos sostuviesen que aquello era obra de sociedades secretas. Pensé que lo mismo que había dejado desconcertado a los neoyorquinos desconcertaría a los londinenses, y por eso mojé un dedo en mi propia sangre y escribí esa palabra en un sitio conveniente de la pared.

»Acto seguido, fui hasta donde estaba mi coche. No andaba nadie por allí, y la noche seguía siendo muy borrascosa. Ya había puesto cierta distancia de por medio con mi coche, cuando al meter la mano en el bolsillo en que solía guardar el anillo de Lucy, descubrí que no lo tenía en él. Me quedé como fulminado, porque era el único recuerdo que conservaba ella. Pensando que quizá lo había dejado caer al inclinarme sobre el cadáver de Drebber, volví en coche, y, dejándolo en una calle lateral, me dirigí rápidamente a la casa, porque yo estaba dispuesto arriesgar cualquier cosa antes de perder el anillo. Al llegar, casi me di de bruces con el funcionario de policía que salía de la casa, y solo conseguí desarmar sus sospechas fingiéndome borracho.

»Así acabó Enoch Drebber. Ahora me faltaba Stangerson, así saldaría la deuda de John Ferrier. Sabía que se hospedaba en el Hotel Reservado de Halliday, y estuve por sus alrededores durante todo el día, pero él no salió a la calle. Me imagino que sospechó algo al ver que Drebber no se había presentado. Este Stangerson era listo y permanecía siempre alerta. Pero si pensaba que podía librarse de mí permaneciendo dentro del hotel, estaba muy equivocado. No tardé en descubrir cuál era la ventana de su dormitorio, y en las primeras horas de la mañana siguiente me serví de una escalera que estaba en el suelo, en la travesía de la parte posterior del hotel, y logré meterme de ese modo en su habitación al rayar el alba. Lo desperté y le dije que había llegado la hora en que tenía que responder por la vida que había quitado hacía tanto tiempo. Le relaté cómo había muerto Drebber, y le di la misma posibilidad de elegir entre las píldoras envenenadas. En lugar de aferrarse a la posibilidad de salvarse que con ello le ofrecía, saltó de la cama al suelo y se tiró a mi garganta. Yo, en defensa propia, le clavé el cuchillo en el corazón. De todos modos, el resultado habría sido el mismo, porque la Providencia no habría permitido en modo alguno que la mano culpable eligiese otra píldora que la del veneno.

»Poco más tengo que decir, por suerte, porque estoy casi acabado. Seguí con mi coche durante un par de días, con la idea de ahorrar lo suficiente para regresar a Norteamérica. Me hallaba en la caballeriza cuando un mozalbete harapiento preguntó si había algún cochero que se llamase Jefferson Hope, y dijo que un caballero de Baker Street, número 221 B, pedía el coche suyo. Vine sin recelar daño alguno, y no caí en la cuenta sino cuando este caballero joven me puso las esposas en las muñecas con tanta destreza como jamás había visto hacerlo. Y ya tienen toda mi historia. Pueden verme como un asesino, pero yo sostengo que no soy sino un funcionario de la justicia, lo mismo que ustedes.»

Habíamos permanecido silenciosos y embebidos con el relato de aquel hombre. Había sido tan emocionante y su manera de hacerlo tan solemne que hasta los detectives profesionales, acostumbrados como estaban a cuanto se relaciona con el crimen, parecieron interesarse vivamente por la historia de aquel hombre. Cuando hubo acabado, seguimos inmóviles por espacio de algunos minutos, guardando un silencio que solo fue roto por los garabateos del lápiz de Lestrade, que daba los últimos retoques a sus anotaciones taquigráficas.

—No queda sino un punto sobre el que yo desearía un pequeño informe más —dijo, por último Sherlock Holmes—. ¿Quién fue el cómplice suyo que vino en busca del anillo anunciado por mí?

El preso hizo un guiño alegre a mi amigo, y le dijo:

—Yo soy dueño de lo que callo, no meto a los demás en mis problemas. Leí su anuncio, pensé que podía ser una trampa, y que también podía tratarse del anillo que yo buscaba. Mi amigo se ofreció a ir a verificar eso. Creo que usted reconocerá que él actuó con gran destreza.

—No hay duda sobre eso —dijo cordialmente Holmes.

—Caballero —hizo notar con gravedad el inspector—, hay que cumplir lo que la ley establece. El preso comparecerá el jueves ante los magistrados, y ustedes deben estar ahí. Por ahora y hasta ese momento queda bajo mi responsabilidad.

Mientras terminaba de hablar, tocó la campanilla, y Jefferson Hope fue conducido fuera de allí por unos guardias, mientras mi amigo y yo tomábamos un coche para regresar a Baker Street.

Obras completas de Sherlock Holmes

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