Читать книгу Obras completas de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle, Исмаил Шихлы - Страница 8

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Capítulo VII:

Una luz en la oscuridad

Los tres nos quedamos sin habla con la inesperada noticia con que nos saludaba Lestrade. Gregson saltó de su sillón, volcando el vaso con los restos de whisky y agua. Miré absorto a Sherlock Holmes, que apretaba la boca y contraía las cejas con los ojos medio cerrados.

—¡También Stangerson! —masculló—. La intriga se hace cada vez más oscura.

—Ya lo era bastante sin esto —gruñó Lestrade, echando mano a una silla—. Por lo que veo, he caído en algo así como un consejo de guerra.

—¿Está usted... está usted seguro de esa noticia? —tartamudeó Gregson.

—Vengo directamente de su habitación —dijo Lestrade—, y fui yo el primero en descubrir lo que había ocurrido.

—Gregson nos había estado exponiendo su punto de vista del problema —hizo notar Holmes—. ¿Tendría usted inconveniente en relatarnos lo que usted ha visto y ha hecho?

—No tengo problema alguno —contestó Lestrade, sentándose—. Confieso con franqueza que yo pensaba que Stangerson tenía algo que ver en la muerte de Drebber. Este nuevo giro que han tomado las cosas me ha venido a demostrar que estaba en un completo error. Poseído por completo por esta idea, me puse a la tarea de averiguar el paradero del secretario. Habían sido vistos juntos en la estación de Euston, a eso de las ocho y media, la noche del día tres. Drebber fue encontrado en la carretera de Brixton a las dos de la madrugada. La cuestión que se me planteaba era la de descubrir en qué había pasado su tiempo Stangerson entre las ocho treinta y la hora del crimen, y qué había sido de él después de esa hora. Telegrafié a Liverpool dándoles una descripción de nuestro hombre y ordenándoles que vigilasen los barcos norteamericanos. Acto seguido me puse a la tarea de visitar todos los hoteles y pensiones de las proximidades de Euston. Yo razonaba así: si Drebber y su compañero se han separado, lo natural es que este último se hospede en los alrededores para pasar la noche y que a la mañana siguiente merodee por la estación.

—Lo probable era que se hubiesen dado cita de antemano en un lugar concreto —hizo notar Holmes.

—Eso es lo que debió de ocurrir. Me pasé toda la tarde de ayer investigando, sin resultado alguno. Reanudé la tarea esta mañana muy temprano, y a las ocho llegué al Hotel Reservado de Halliday, en la calle de Little George. Al preguntar si se hospedaba allí un señor Stangerson, me contestaron afirmativamente en el acto.

»—Es usted, sin duda, el caballero a quien él espera —me dijeron—. Lleva dos días esperando a un caballero.

»—¿Dónde está ahora? —le pregunté.

»—Arriba, acostado. Encargó que se le despertara a las nueve.

»—Subiré, porque quiero hablar con él en seguida —contesté.

»Lo hice en la creencia de que mi súbita aparición quizá lo pusiese nervioso y lo llevase a decir algo antes de ponerse en guardia. El botones se ofreció a llevarme hasta la habitación. Esta se hallaba en el segundo piso, y había que andar un pequeño pasillo para llegar hasta ella. El botones me indicó cuál era la puerta, y ya se disponía a marchar escaleras abajo cuando vi algo que, a pesar de mis veinte años de experiencia, hizo que me sintiese mal. Una pequeña cinta roja de sangre se abarquillaba, saliendo por debajo de la puerta; había cruzado en líneas sinuosas el pasillo y formaba un pequeño charco a lo largo de la orla de la pared de enfrente. Di un grito, que hizo retroceder al botones. Casi se desmayó al ver aquello. La puerta estaba cerrada por dentro, pero arrimamos a ella los hombros y la derribamos. La ventana de la habitación estaba abierta, y junto a ella, hecho un ovillo, yacía el cadáver de un hombre en camisa de dormir. Estaba muerto y así debía llevar bastante tiempo, porque tenía los miembros rígidos y fríos. Al ponerlo boca arriba, el botones lo identificó en el acto como el mismo caballero que había alquilado la habitación a nombre de Joseph Stangerson. La muerte había sido producida por una profunda cuchillada en el costado izquierdo que penetró seguramente hasta el corazón. Y ahora viene lo más extraordinario del caso... ¿Qué creen ustedes que descubrimos por encima del cadáver del hombre asesinado?»

Sentí que me hormigueaba el cuerpo, con el presentimiento de que iba a escuchar algo espantoso, aun antes que Sherlock Holmes contestase de esta manera:

—La palabra Rache escrita con sangre.

—Eso mismo —dijo Lestrade en tono de espanto.

Y todos permanecimos unos momentos en silencio. Los crímenes de aquel incógnito asesino estaban rodeados de un algo metódico e incomprensible, que los hacía aún más espantosos. Mis nervios, que solían mantenerse bastante tranquilos en el campo de batalla, se estremecían ahora.

—El asesino fue avistado por una persona —prosiguió Lestrade—. Un repartidor de leche, que iba hacia la lechería, pasó casualmente por el camino que arranca desde las caballerizas que hay en la parte trasera del hotel. Se fijó en que una escalera portátil que suele haber allí arrimada al suelo se encontraba ahora en pie contra una de las ventanas del segundo piso y que la ventana estaba abierta de par en par. Después de cruzar por delante, se volvió a mirar y vio a un hombre que bajaba por la escalera. Bajó con tanta tranquilidad y tan sin hacer misterios, que el lechero se imaginó que se trataría de algún carpintero o fontanero que trabajaba en el hotel. No le prestó una atención especial, fuera de que pensó para sus adentros que era una hora demasiado temprana para que estuviese ya trabajando. Tiene la impresión de que era un hombre alto, de cara rubicunda y que vestía una chaqueta larga y tirando a color pardusco. Debió de quedarse en la habitación un ratito después de cometer el asesinato, porque encontramos agua sanguinolenta en la jofaina, donde se había lavado las manos, y marcas de sangre en las sábanas, en las que había limpiado cuidadosamente su cuchillo.

Al escuchar la descripción del asesino, miré a Holmes, porque cuadraba exactamente con la suya. No descubrí, sin embargo, en su cara rastro alguno de júbilo o de satisfacción.

—¿Y no encontró usted en la habitación nada que pueda servir de clave para descubrir al asesino? —preguntó.

—Nada. Stangerson tenía en el bolsillo el portamonedas de Drebber, cosa que, según parece, era lo corriente, puesto que era él quien hacía todos los pagos. Contenía ochenta y tantas libras, que estaban intactas. Cualesquiera que sean los móviles de estos extraordinarios crímenes, hay que descartar, desde luego, el del robo. En los bolsillos del muerto no se encontraron documentos ni anotaciones, fuera de un telegrama fechado hará un mes en Cleveland, y cuyo texto era: “J. H. está en Europa”. El mensaje no traía firma.

—¿Y no había nada más? —preguntó Holmes.

—Nada que tuviese la menor importancia. Una novela, que el muerto estuvo leyendo hasta que concilió el sueño, estaba encima de la cama, y su pipa, en una silla al lado de la misma. Sobre la mesilla había un vaso de agua, y en el antepecho de la ventana una cajita de pomada, que contenía dos píldoras.

Sherlock Holmes saltó de su asiento lanzando una exclamación de alegría, y dijo luego, jubiloso:

—¡El último eslabón! Mi caso está ya completo.

Los dos detectives se le quedaron mirando con asombro.

—Tengo en mis manos todos los hilos que tan enredados estaban —dijo muy seguro mi compañero—. Faltan aún, claro está, detalles complementarios; pero estoy ahora tan seguro de todos los hechos principales que ocurrieron desde que Drebber y Stangerson se separaron en la estación, hasta el momento en que se descubrió el cadáver de este último, como si los hubiera estado viendo con mis propios ojos. Le daré a usted una prueba de lo que sé. ¿Tiene usted a mano las píldoras en cuestión?

—Las tengo encima —dijo Lestrade, sacando una cajita blanca—. Las cogí, lo mismo que el monedero y el telegrama, con el propósito de guardarlas en lugar seguro en la comisaría. Lo hice por verdadera casualidad, porque no tengo más remedio que decir que no les atribuyo la menor importancia.

—Démelas —dijo Holmes—. Y ahora, doctor —prosiguió volviéndose hacia mí—, ¿quiere decirme si se trata de píldoras corrientes?

No lo eran, desde luego, Eran de un color gris perla, pequeñas, redondas y casi transparentes a contraluz. Comenté:

—Por lo livianas y transparentes que son, yo calculo que han de ser solubles en el agua.

—Eso es precisamente —contestó Holmes—. Y ahora, ¿tendría usted la amabilidad de ir al piso de abajo y traerse a ese pobrecito terrier que lleva tanto tiempo enfermo y que nuestra patrona le pedía ayer a usted que lo librase de tanto sufrimiento?

Descendí al piso bajo y volví a subir con el perro en brazos. A juzgar por lo fatigoso de su respiración y lo vidrioso de su mirada, no se hallaba muy lejos de su final. A decir verdad, su hocico, de una blancura de nieve, pregonaba que el animalito había ya sobrepasado la edad corriente en la vida de un can. Lo coloqué sobre un almohadón, encima del felpudo.

—Voy a proceder a dividir en dos una de estas píldoras —dijo Holmes, y sacando un cortaplumas puso sus palabras en acción—. Una mitad la volvemos a meter en la cajita para futuras demostraciones. Echará la otra mitad dentro de este vaso de vino, que tiene en el fondo una cucharadita de agua. Ya ven cómo tenía razón nuestro amigo el doctor, y lo fácilmente que se disuelve.

—Quizás esto sea muy interesante —dijo Lestrade con el tono ofendido de quien supone que se están riendo de él—, pero no alcanzo a ver qué relación tiene con la muerte del señor Joseph Stangerson.

—Tenga paciencia, amigo; tenga paciencia. A su debido momento descubrirá que la relación no puede ser más íntima. Voy ahora a agregar a la mezcla un poco de leche, para que tenga buen sabor, y ya veremos cómo el perro lame bastante a gusto cuando se la pongamos delante.

Mientras hablaba, vertió el contenido del vaso en un platillo y colocó este delante del terrier, que se apresuró a lamerlo hasta no dejar gota. La seriedad con que actuaba Sherlock Holmes nos había impresionado hasta el punto que permanecimos sentados y en silencio, con la atención concentrada en el animalito, esperando ver algo sorprendente. Sin embargo, no ocurrió tal cosa. El perro siguió tendido encima del almohadón, respirando fatigosamente, pero ni mejor ni peor por efecto del brebaje.

Holmes había sacado su reloj, y conforme fue pasando un minuto tras otro sin que se observase resultado alguno, los rasgos de su cara fueron tomando una expresión de grandísimo pesar y desilusión. Se mordiscó los labios, tamborileó con los dedos encima de la mesa y dejó ver todos los síntomas de la más viva impaciencia. Era tan grande su emoción, que yo llegué a sentir un sincero pesar por él, mientras que los dos detectives se sonreían burlonamente. Aquel fracaso de Holmes no parecía desagradarles en modo alguno.

—No puede ser una simple coincidencia —exclamó al fin, saltando de su asiento y yendo y viniendo como un desatinado por la habitación—. Es imposible que se trate de una simple coincidencia. Encontramos después de la muerte de Stangerson unas píldoras idénticas, las que yo sospeché que se habían empleado en el caso de Drebber. Y, sin embargo, resultan sin ninguna acción. ¿Qué puede significar esto? Con seguridad, que no puede existir un fallo en la cadena de mis razonamientos. ¡Imposible! Y, sin embargo, ningún daño le han hecho a este desgraciado chucho. ¡Ya di con ello! ¡Ya di con ello!

Dejó que se le escapara un chillido de júbilo, se abalanzó hacia la cajita, dividió en dos la otra píldora, la disolvió, le agregó leche y se la presentó al terrier. Casi ni tiempo había tenido el desdichado animal de humedecer su lengua en el líquido cuando sufrió un temblor convulsivo en todos sus miembros y quedó tan rígido y sin vida como si lo hubiese herido el rayo. Sherlock Holmes hizo una aspiración profunda y se enjugó el sudor de la frente.

—Debería tener una fe mayor —dijo—. Debería saber ahora que cuando un hecho parece contradecir un largo cortejo de deducciones resulta, de una manera invariable, capaz de ser interpretado de diferente manera. De las dos píldoras que había en la caja, una contenía el más mortífero de los venenos, en tanto que la otra era totalmente innocua. Debí saberlo sin necesidad de tener delante de mí la cajita.

Esta última afirmación me pareció tan sorprendente, que me costó trabajo convencerme de que Holmes estaba en su sano juicio. Sin embargo, allí estaba el cadáver del perro para disipar gradualmente las nebulosidades de mi propio cerebro, y empecé a entrever de una manera vaga y confusa la verdad.

—Todo esto les sorprende a ustedes —prosiguió Holmes— porque no llegaron a captar desde el principio de la investigación la importancia de la única clave auténtica que tenían delante. Tuve yo la buena suerte de aferrarme a ella, y todo cuanto ha ocurrido desde entonces ha servido para confirmar mi suposición primera, mejor dicho, no fue sino secuencia lógica. De ahí que las cosas que a ustedes los dejaban perplejos y que hacían que el caso se les presentase más oscuro, sirviesen para iluminármelo a mí y para reforzar las conclusiones a que había llegado. Es un error confundir lo extraordinario con lo misterioso. El más vulgar de los crímenes es, con frecuencia, el más misterioso, porque no ofrece rasgos especiales de los que puedan hacerse deducciones. Habría resultado mucho más difícil desenredar este asesinato si el cadáver de la víctima hubiese sido encontrado simplemente en mitad de la calle, sin ninguno de los detalles accesorios, excesivos y sensacionales que lo han convertido en extraordinario. Estos detalles raros, lejos de hacer más difícil el caso, han contribuido verdaderamente a hacerlo más fácil.

El señor Gregson, que había escuchado esta plática con mucha impaciencia, no se pudo ya contener, y dijo:

—Escuche, Holmes: estamos dispuestos a aceptar que es usted un hombre inteligente y que posee sus métodos propios de trabajo. Pero en este caso necesitamos algo más que teorías y sermones. De lo que se trata es de atrapar a ese hombre. Yo me había hecho mi composición del caso, pero estaba equivocado, según parece. No es posible que el joven Charpentier haya tomado parte en este segundo suceso. Lestrade salió en pos de su hombre, de Stangerson, y, por lo que se ve, también estaba equivocado. Usted ha ido dejando caer insinuaciones aquí y allá, y parece saber más que nosotros; pero ha llegado el momento en que nos sentimos con derecho a pedirle que nos diga sin rodeos todo lo que sabe del asunto. ¿Puede usted darnos el nombre del criminal?

—Yo no puedo menos de creer que Gregson tiene razón, señor —hizo notar Lestrade—. Ambos lo hemos intentado y ambos hemos fracasado. Desde que entré en esta habitación no ha dejado usted de decir que poseía todos los elementos de juicio que le hacen falta. Estoy seguro de que no seguirá usted reservándoselos.

—Toda demora en detener al asesino —hice notar yo— pudiera darle tiempo para perpetrar alguna nueva atrocidad.

Al sentirse presionado de esa manera por todos nosotros, Holmes dio señales de irresolución. Siguió paseándose de un lado a otro por el cuarto, con la cabeza caída sobre el pecho y con las cejas contraídas sobre los ojos medio cerrados, como solía hacerlo cuando estaba sumido en sus pensamientos.

—No cometerá más asesinatos —dijo al fin, deteniéndose bruscamente y encarándose con nosotros—. Pueden hacer a un lado esa consideración. Me han preguntado si conozco el nombre del asesino. Lo conozco. Sin embargo, poco significa el conocer su nombre, comparado con la posibilidad de atraparlo, y yo espero poder hacer esto muy pronto. Tengo muy buenas razones para pensar que lo conseguiré gracias a las disposiciones que he tomado; pero es preciso actuar con mucha habilidad, porque nos hallamos ante un hombre astuto y desesperado, que cuenta con el apoyo, como ya he tenido ocasión de demostrarlo, de otro que es tan hábil como él. Mientras este hombre no sospeche que haya alguien que quizá tiene una clave, tendremos ciertas posibilidades de atraparlo; pero en cuanto adquiera la más ligera sospecha, cambiará de nombre y se esfumará instantáneamente entre los cuatro millones de habitantes de esta gran ciudad. Sin ánimo de herir las susceptibilidades de ninguno de ustedes, me veo obligado a decir que, en mi opinión, estos hombres son contrincantes con los que no puede luchar el personal oficial de la policía, y por esa razón no les pedí a ustedes ayuda. Si fracaso, recaerá sobre mí, como es lógico, todo el vituperio que merezco por esta omisión, y estoy dispuesto a cargar con él. Por el momento, prometo, sin dificultad, que me pondré en comunicación con ustedes en el instante mismo en que pueda hacerlo sin poner en peligro mis propias combinaciones.

Gregson y Lestrade no quedaron ni mucho menos a gusto con esta seguridad ni con la alusión despectiva hecha de la Policía detectivesca. El primero de los aludidos había enrojecido hasta la raíz de sus cabellos blondos, mientras que los ojillos de abalorio del otro brillaban de curiosidad y de resentimiento. Sin embargo, ninguno de los dos tuvo tiempo de hablar, porque alguien dio unos golpes en la puerta y el joven Wiggins, portavoz de los vagabundos callejeros, introdujo su personalidad insignificante y desagradable.

—Con permiso, señor —dijo, llevándose los dedos a la guedeja delantera—. Tengo abajo el coche.

—Eres buen muchacho —dijo Holmes con benignidad—. ¿Por qué no adoptan este modelo en Scotland Yard? —prosiguió mientras sacaba de un cajón unas esposas de acero—. Fíjense en lo bien que actúan los resortes. Se cierran de una manera instantánea.

—Con el modelo antiguo nos bastará si llegamos a dar con el criminal al que hemos de ponérselas —comentó Lestrade.

—Está muy bien, está muy bien —dijo, sonriente, Holmes—. El cochero podría ayudarme a cargar mis maletas. Pídele que suba, Wiggins.

Quedé impresionado al oír hablar a mi compañero como si fuera a salir de viaje, ya que no me había dicho una palabra al respecto. Había en la habitación una maleta pequeña, y esa fue la que sacó al medio y empezó a sujetar con la correa. Se encontraba activamente ocupado en esa tarea, cuando entró el cochero.

—Oiga, cochero: ayúdeme, sujetando esta hebilla —dijo, poniendo la rodilla encima, pero sin volver ni un momento la cabeza.

Aquel hombre se adelantó con expresión arisca y desafiadora y apoyó sus manos para ayudar. Se oyó de pronto un clic seco, un tintineo metálico y Sherlock Holmes volvió a ponerse en pie de un salto, exclamando con ojos centelleantes:

—Caballeros, permítanme que les presente al señor Jefferson Hope, asesino de Enoch Drebber y Joseph Stangerson.

Todo fue cosa de un instante. Tan inmediato fue, que ni tiempo había tenido yo para darme cuenta. Conservo como recuerdo vivaz de aquel momento el de la expresión de triunfo del rostro y del timbre de la voz de Holmes, de la cara atónita y furiosa del cochero al clavar su vista en las centelleantes esposas que habían aparecido como por arte de magia en sus muñecas. Durante uno o dos segundos habríamos podido pasar por un grupo de estatuas. Y de pronto, lanzando un bramido inarticulado de furor, se liberó de un tirón de las manos de Holmes, y se precipitó contra la ventana. Madera y cristal se quebraron por el golpe, pero antes que todo su cuerpo se proyectase fuera, Gregson, Lestrade y Holmes se tiraron a él como otros tantos sabuesos. Lo arrastraron hacia adentro, y entonces empezó una pugna terrorífica. Eran tales su fuerza y su furor, que una y otra vez se sacudió de nosotros cuatro. Se habría dicho que estaba dotado de la energía convulsiva de un hombre durante un ataque epiléptico. Tenía la cara y las manos terriblemente laceradas por los cristales rotos de la ventana, pero ni con la pérdida de sangre disminuía su resistencia. Solo cuando Lestrade consiguió meterle la mano dentro de la corbata, y retorciéndola hasta casi estrangularlo, logramos convencerlo de que eran inútiles sus forcejeos; y aun entonces no nos tranquilizamos hasta que lo tuvimos atado de pies y manos. Hecho eso, nos levantamos sin aliento y jadeando.

—Disponemos de su coche —dijo Sherlock Holmes—. Así lo conduciremos hasta Scotland Yard. Y en este momento, caballeros —continuó sonriente—, estamos cerca de dilucidar nuestro misterio. Me pueden hacer las preguntas que deseen, que no escatimaré en contestarlas.

Segunda Parte: El país de los santos

Capítulo I: En la gran llanura de Álcali

Hay un desierto árido y abominable en el centro del continente norteamericano, que fue durante muchos años una barrera al avance de la civilización. Se extiende en una región en que todo es desolación y silencio. Desde el río Yellowstone, en el Norte, hasta el Colorado, en el Sur, y desde la Sierra Nevada hasta Nebraska. Aunque la naturaleza no es igual en toda esa ceñuda zona: tiene desde valles tenebrosos y lúgubres, hasta altas montañas, coronadas de nieve. Hay ríos de rápida corriente que se precipitan por dentados cañones y llanuras enormes, que se blanquean de nieve en invierno, y que se agrisan en verano con el polvo salino del álcali. Pero todo ello tiene como características comunes lo inhóspito, la aridez, lo mezquino.

En esta región de la desesperanza no hay quien habite. De cuando en cuando cruza por ella alguna partida de pawnees o de pies negros en busca de nuevos cazadores, pero hasta los más esmerados de entre los valientes se alegran de perder de vista aquellas espantosas llanuras y de volver a pisar la región de las praderas. El coyote anda entre los matorrales, pasa el busardo aleteando torpón por los aires, y el desgarbado oso gris camina pesadamente por los oscuros barrancos buscando como puede el sustento entre las rocas. No hay más habitantes en aquel desierto.

No hay en el mundo más deprimente panorama que el que se ve desde la vertiente norteña de la Sierra Blanca. Los grandes llanos se extienden hasta perderse de vista, como manchones de polvo alcalino cortados por matas de raquíticos chaparrales. Una larga cadena de picos de montañas se alza en el último límite del horizonte, con sus cimas abruptas cubiertas de nieve. No hay señales de vida en aquella gran extensión de tierra, ni nada que con la vida tenga relación. No cruza un pájaro por el firmamento, de un azul de acero, ni se observa movimiento de ninguna clase en el suelo, gris y monótono; y, por encima de todo, el silencio más absoluto.

He comentado que no hay nada cercano a la vida en la extensa llanura. Pero eso está lejos de ser verdad. Mirando desde Sierra Blanca, se descubre un sendero que va serpenteando por el desierto hasta perderse de vista en la lejanía. Está señalado con surcos de ruedas y trillado por los pies de muchos aventureros. Se ven aquí y allá, desperdigadas, unas cosas blancas que brillan al sol y que resaltan sobre el color apagado de los yacimientos de álcali. ¡Vengan a examinar aquello! Son osamentas: unas grandes y toscas, otras más pequeñas y más delicadas. Aquellas son de bueyes, y estas, de hombres. Se puede seguir en una distancia de mil quinientas millas ese espantoso camino de caravanas guiándose por los restos desperdigados de los que cayeron a la vera del camino.

El día 4 de mayo de 1847, un solitario viajero contemplaba desde lo alto este mismo panorama. Por su aspecto habría podido tomársele por el genio o demonio mismo de aquella región. Quien lo hubiese estado mirando se habría visto en dificultades para afirmar si andaba más cerca de los cuarenta que de los sesenta años. Su rostro era enjuto y macilento, con la piel apergaminada recubriendo con tirantez el pronunciado armazón de los huesos; sus ojos, hundidos, ardían con un brillo nada natural; su barba y su cabellera, largas y de color castaño, estaban veteadas y salpicadas de blanco, y la mano que empuñaba el rifle tenía muy poca más carnosidad que la de un esqueleto. Tuvo que echar el cuerpo hacia adelante buscando apoyo en el arma, aunque su elevada estatura y su macizo armazón óseo delataban una constitución física fuerte, flexible y vigorosa. Sin embargo, la flaqueza de su cara, y las ropas, que colgaban flojísimas sobre sus acorchados miembros, decían a voz en grito qué era lo que le daba aquella apariencia senil y decrépita. El hombre aquel se moría, se moría de hambre y de sed.

Había avanzado penosamente por una quebrada, trepando después a la pequeña altura, con la vaga esperanza de descubrir algún indicio de agua. Y veía ante sus ojos la gran llanura salada que se extendía hasta el lejano cinturón de abruptas montañas, sin que por parte alguna apareciesen una planta o un árbol que mostrasen la existencia de agua. No había en todo el ancho panorama un rayo de esperanza. Miraba hacia el Norte, el Este y el Oeste con ojos desatinados e interrogadores, hasta que comprendió que sus andanzas habían llegado a su fin y que iba a morir allí, sobre aquel árido risco.

—¿Qué más da aquí que en un lecho de plumas dentro de veinte años? —murmuró entre dientes, sentándose al cobijo de un peñasco.

Pero antes de sentarse había dejado en el suelo el inútil rifle y también un hato voluminoso envuelto en un mantón gris, que había traído colgado del hombro derecho. Era, por lo visto, excesivamente pesado para sus fuerzas, porque, al descargarse del mismo, cayó al suelo con alguna violencia. Salió instantáneamente del envoltorio gris un leve gemido, y surgió del mismo una carita asustada, de ojos oscuros y brillantes, y también surgieron dos puños pequeñitos, regordetes y pecosos.

—Me ha hecho usted daño —dijo en tono de reproche una voz infantil.

—¿De verdad? —contestó el hombre en tono pesaroso—. No fue mi intención.

Apenas dicho esto, abrió el mantón gris y extrajo del mismo una linda niña de unos cinco años de edad, cuyos elegantes zapatitos, vestido rosa galano y delantalito de lienzo pregonaban los cuidados maternales. La niña estaba pálida y descolorida, pero lo sano de sus brazos y piernas demostraba que había sufrido menos que su acompañante.

—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó él con ansiedad, porque la niña seguía restregándose la mata de rizos blondos que le cubría la parte posterior de la cabeza.

—Bésame ahí para que se me pase —dijo, muy seria, la niña levantando hacia él la parte dolorida—. Eso es lo que solía hacer mamá... ¿Dónde está mamá?

—Se marchó, pero creo que la verás antes que pase mucho tiempo.

—Así que se marchó, ¿eh? —dijo la niña—. ¡Qué raro que no se despidiese de mí! Lo hacía casi siempre, aunque solo tuviese que salir para tomar el té en casa de la tía, y ahora lleva ya tres días ausente... ¡Qué espantosamente seco está todo esto! ¿Verdad? ¿Y no hay agua ni nada que comer?

—No, corazón; no hay nada. Tendrás que tener paciencia algún tiempo, pero después todo irá perfectamente. Coloca tu cabeza junto a mí y te sentirás más valiente. No es cosa fácil el hablar cuando se tienen los labios como el cuero, pero creo que lo mejor es que te diga a qué punto han llegado las cosas. ¿Qué es eso que has cogido?

—Son unas cosas muy lindas, muy bonitas —exclamó la niña con entusiasmo mostrando dos brillantes fragmentos de mica—. Cuando regresemos a casa se los regalaré a mi hermano Bob.

—Muy pronto verás cosas mucho más lindas —le dijo el hombre con aplomo—. Espera un poco. Lo que yo iba a decirte era... ¿Recuerdas cuando nos apartamos del río?

—¡Claro que sí!

—Pues verás: calculábamos encontrar pronto otro río. Pero o la brújula o el mapa no estaban bien, lo que fuese, porque no dimos con él. Se nos acabó el agua, menos unas gotas para las personas como tú, y... y...

—Y ya no pudo usted lavarse —le interrumpió con gravedad su compañera, alzando la mirada hacia su cara mugrienta.

—No, ni beber tampoco. Y el primero en irse fue el señor Bender, y después el indio Pete, y después la señora McGregor, y después Johnny Hones, y después, cariño, tu madre.

—Entonces, también mamá está muerta —gimió la nena, dejando caer la cara sobre el delantal y sollozando amargamente.

—Sí, todos se fueron, menos tú y yo. Entonces se me ocurrió que quizás encontrase agua en esta dirección, te colgué de mi hombro, y caminamos juntos, a pie. Por lo visto, nada hemos ganado con ello. ¡Ya solo queda para nosotros una probabilidad infinitamente pequeña!

—¿Usted quiere decir que también nosotros vamos a morir? —preguntó la niña, conteniendo los sollozos y alzando su cara manchada de lágrimas.

—Estoy sospechando que sí, más o menos.

—¿Y por qué no lo dijo antes? —exclamó la niña, con risa jubilosa—. ¡Me asustó usted! Ahora, como es natural, cuando estemos muertos volveremos a reunirnos con mamá.

—Tú sí, corazón.

—Y usted también. Yo le contaré a ella lo buenísimo que ha sido usted conmigo. Apuesto que sale a recibirnos a la puerta del cielo con un gran jarro de agua, un montón de pasteles de alforfón, calentitos y tostados por las dos caras, que tanto nos gustan a Bob y a mí... ¿Tardará mucho eso?

—Lo ignoro. No, no tardará mucho.

El hombre tenía fija la mirada en la línea norte del horizonte. Habían aparecido en la bóveda azul del firmamento tres pequeñas manchitas que iban aumentando de tamaño a cada instante, de tan grande que era la velocidad con que se acercaban. Las manchas se convirtieron rápidamente en tres grandes pajarracos pardos, que dibujaron círculos por encima de las cabezas de los dos caminantes y acabaron posándose en unas rocas desde las que podían observarlos. Eran busardos, los buitres del Oeste, cuya llegada es como el anuncio de la proximidad de la muerte.

—Gallos y gallinas —exclamó jubilosa la niña, apuntando hacia aquellos seres de mal agüero, y palmoteando para obligarlos a levantar el vuelo—. Dígame: ¿fue Dios quien hizo esta región?

—¡Naturalmente que fue Él! —dijo su compañero, bastante sorprendido por la inesperada pregunta.

—Fue Él quien hizo la región de Illinois, allá lejos, y el Missouri —prosiguió la niña—. Me parece que fue alguna otra persona la que hizo la tierra de estos parajes. No está ni con mucho tan bien hecha. Se olvidaron del agua y de los árboles.

—¿Y si rezaras una oración? —le preguntó el hombre con recelo.

—¡Pero si todavía no es de noche! —contestó ella.

—No importa. No será una cosa normal, pero puedes estar segura de que a él no le importará eso. Reza las mismas oraciones que solías rezar todas las noches dentro de la galería, cuando cruzábamos Los Llanos.

—¿Y por qué no reza usted alguna? —le preguntó la niña, con ojos de asombro.

—Las tengo olvidadas —contestó él—. No las he vuelto a rezar desde que tenía la mitad de la estatura de ese fusil. Pero quizá nunca sea demasiado tarde. Rézalas tú en voz alta, y yo escucharé y entraré en la parte de los coros.

—Pues tendrá usted que arrodillarse entonces, y yo también —dijo ella extendiendo el mantón con ese propósito—. Y tiene usted que alzar las manos de esta manera. Así parece que uno se siente más bueno.

Fue un espectáculo extraordinario, si hubiese habido por allí alguien más que los busardos para contemplarlo. Los dos caminantes se arrodillaron el uno junto al otro sobre el estrecho chal, la niña parlanchina y el aventurero temerario y empedernido. La carita regordeta de la niña y el rostro macilento y anguloso del hombre se volvieron hacia el firmamento, sin nubes, en una súplica nacida del corazón al ser terrible ante el cual estaban cara a cara, y las dos voces, delgada y clara la una, profunda y áspera la otra, se unieron en la súplica de piedad y perdón. Una vez terminada la plegaria, volvieron a sentarse a la sombra del peñasco hasta que la niña se durmió, acurrucada sobre el ancho pecho de su protector. Este contempló el sueño de la niña durante algún tiempo, pero la naturaleza pudo más que él. Llevaba tres días y tres noches sin descansar ni concederse reposo. Sus párpados fueron poco a poco cerrándose sobre los ojos fatigados, y la cabeza fue hundiéndose cada vez más sobre el pecho, hasta que la barba agrisada del hombre se mezcló con las doradas trenzas de su compañera, y ambos durmieron con el mismo sueño profundo, vacío de imágenes.

Si el caminante hubiese permanecido despierto otra media hora más, sus ojos habrían contemplado una visión extraordinaria. Allá, en el último extremo de la llanura alcalina, se alzó una nubecilla de polvo, muy tenue al principio y que apenas podía distinguirse de la neblina a semejante distancia, pero que fue creciendo gradualmente en altura y en anchura hasta formar una nube sólida y de contornos bien definidos. Esta nube continuó creciendo de tamaño hasta que se hizo evidente que solo podía levantarla una gran muchedumbre de seres en movimiento. Si hubiera estado en zonas más fértiles, el observador habría podido concluir que se acercaba a él alguna de las grandes manadas de bisontes que pastan en las praderas. Pero esto era evidentemente imposible en tan áridas soledades. A medida que el torbellino de polvo fue aproximándose al risco solitario, encima del cual dormían los dos seres abandonados, fueron dibujándose por entre la bruma los toldos de lona de galeras y figuras de hombres armados a caballo, hasta que aquella aparición resultó ser una gran caravana que se dirigía hacia el Oeste. Pero ¡qué caravana! Cuando la cabeza de la misma había llegado ya al pie de las montañas, no se distinguía aún su retaguardia en el horizonte. El dilatado cortejo se extendía por toda la enorme llanura: galeras y carros, hombres a caballo y hombres a pie. Innumerables mujeres que se tambaleaban bajo la carga que llevaban a cuestas, y niños que caminaban con paso inseguro a un lado de las galeras, o que asomaban las cabezas desde debajo de los blancos toldos. Evidentemente, no era aquella una expedición corriente de inmigrantes, sino que parecía más bien un pueblo de nómadas obligado por circunstancias angustiosas a buscar un nuevo país donde residir. De aquella enorme masa de seres humanos se alzaba por el aire claro un estruendo y un sordo rumor, acompañado del chirriar de las ruedas y de los relinchos de los caballos. Pero no bastó aquel estrépito para despertar a los dos cansados caminantes que dormían en lo alto.

Iban andando a la cabeza de la columna más de una veintena de hombres serios, de rostros férreos, vestidos de ropas de colores oscuros tejidas en casa y armados de rifles. Al llegar al pie del risco escarpado se detuvieron y tuvieron entre ellos una breve consulta.

—Los pozos están hacia la derecha, hermanos míos —dijo un hombre de boca enérgica, cara completamente afeitada y cabello enmarañado.

—A la derecha de Sierra Blanca, y así llegaremos a Río Grande —dijo el otro.

—No temáis que nos falte el agua —gritó un tercero—. Aquel que pudo hacer que manase de las rocas no abandonará ahora a su pueblo elegido.

—¡Amén! ¡Amén! —respondieron todos los del grupo.

Iban ya a reiniciar la marcha, cuando uno de los más jóvenes y de vista más aguda dejó escapar una exclamación señalando hacia el risco escarpado que había encima de ellos. En su cima ondeaba un pequeño trozo de tela de color de rosa, resaltando brillante y fuertemente sobre el fondo de las rocas grises que había detrás. Al ver aquello se produjo un enfrenar general de caballos, y todos empuñaron los fusiles, mientras acudían otros jinetes al galope para reforzar la vanguardia. De todos los labios salió la palabra “pieles rojas”.

—No es posible que haya por estos parajes un número apreciable de indios —dijo el hombre más anciano y que parecía ser el que tenía el mando—. Hemos dejado ya atrás a los pawnees y no hay otras tribus hasta que crucemos las grandes montañas.

—Hermano Stangerson, ¿quiere que me adelante para ver de qué se trata? —preguntó uno de la partida.

—Yo iré también. Y yo —gritaron una docena de voces.

—Dejad vuestros caballos aquí abajo, y nosotros os esperaremos —contestó el más anciano.

Los jóvenes echaron pie a tierra al instante, amarraron sus caballos y empezaron a trepar por la vertiente escarpada marchando hacia el objeto que había excitado su curiosidad. Avanzaron con rapidez y sin hacer ruido, con la seguridad y la destreza de exploradores experimentados. Los que los veían desde el llano vieron cómo pasaban de una roca a otra hasta que sus figuras se dibujaron contra el horizonte del cielo. Iba delante el joven que había sido el primero en dar la alarma. Los que le seguían vieron que alzaba de pronto sus manos, como sobrecogido de asombro, y cuando llegaron hasta donde él estaba experimentaron idéntico sentimiento en presencia del espectáculo que se ofrecía a su vista.

En la pequeña meseta que coronaba el inhóspito montículo se alzaba un gigantesco risco solitario, y, pegado a ese risco, había un hombre de elevada estatura, barba larga y facciones duras, pero de una flaqueza extremada. La expresión de placidez daba a entender que se hallaba profundamente dormido. A su lado descansaba una niña pequeña, que tenía rodeado con sus blancos bracitos el cuello moreno y fuerte del hombre y que descansaba su cabeza de cabellos dorados sobre el pecho del chaleco de pana de este. Los labios rosados de la niña estaban entreabiertos, dejando ver la hilera bien formada de blanquísimos dientes, y una sonrisa retozona jugueteaba en sus facciones infantiles. Sus piernecitas regordetas y blancas, que terminaban en unos calcetines blancos y unos zapatos limpios de brillantes hebillas, ofrecían extraño contraste con los miembros largos y arrugados de su compañero. En el borde de una roca que dominaba a la extraña pareja se habían posado tres solemnes busardos que, a la vista de los recién llegados, dejaron escapar roncos chillidos de chasco y se alejaron aleteando adustamente.

Los chillidos de los inmundos pajarracos despertaron a la pareja durmiente, que se puso a mirar con asombro a su alrededor. El hombre se alzó en pie tambaleándose y dirigió su mirada hacia la llanura, que era un desierto cuando cayó dormido, y que ahora se veía cruzada por aquel conjunto inmenso de hombres y de animales. A medida que contemplaba aquello fue tomando su rostro una expresión de incredulidad, y se pasó la huesuda mano por los ojos, diciendo entre dientes:

—Esto es lo que llaman delirio...

La niña se había puesto en pie a su lado, agarrándose al faldón de su chaqueta. No hablaba, pero miraba en torno suyo con ojos infantiles de asombro y de interrogación.

El grupo salvador pudo convencer pronto a los dos abandonados de que lo que veían no era un engaño de sus sentidos. Uno de ellos alzó a la niña en vilo y se la subió a los hombros, mientras los demás sostenían a su desmadejado compañero y lo llevaban hacia las galeras.

—Me llamo John Ferrier —explicó el caminante—. Esta niña pequeña y yo somos los únicos que quedamos de veinte personas. Los demás murieron todos, allá en el Sur, de sed y de hambre.

—¿Es hija suya?

—¡Claro que ahora lo es! —exclamó con acento resuelto el interrogado—. Es hija mía porque yo la he salvado. Nadie podrá quitármela. De hoy en adelante se llamará Lucy Ferrier. Pero ¿quiénes son ustedes? —prosiguió, examinando con curiosidad a sus fornidos y atezados salvadores—. Por lo visto son un grupo numerosísimo.

—Cerca de diez mil —dijo uno de los jóvenes—. Somos los hijos de Dios perseguidos. Somos los elegidos del Ángel Moroni.

—Nunca lo oí nombrar —dijo el caminante—. Por lo visto, los ha elegido en cantidad.

—No bromees con lo que es sagrado —contestó el otro severamente—. Somos de los que creen en las Sagradas Escrituras escritas con caracteres egipcios sobre placas de oro batido que fueron puestas en las manos del santo Joseph Smith en Palmira. Venimos de Nauvoo, en el estado de Illinois, lugar en el que habíamos fundado nuestro templo. Buscamos un refugio que nos ponga a salvo de los hombres violentos e impíos, aunque sea en el corazón del desierto.

El nombre de Nauvoo despertó, sin duda, recuerdos en John Ferrier; y dijo:

—Ahora caigo. Vosotros sois los mormones.

—Somos los mormones —contestaron a coro sus compañeros.

—¿Adónde van?

—No lo sabemos. Nos guía la mano de Dios bajo la persona de nuestro profeta. Tienes que venir a su presencia. Él dirá lo que hemos de hacer.

Para ese momento habían llegado al pie del collado, y se vieron rodeados por muchedumbres de peregrinos, mujeres de rostro pálido y bondadosa mirada. Cuando vieron los pocos años de uno de aquellos extranjeros y la miseria del otro, se alzaron en gran cantidad exclamaciones de asombro y de conmiseración. Sin embargo, su escolta no se detuvo y avanzó, seguida por una gran multitud de mormones, hasta que llegaron a una galera que se distinguía por su gran volumen y por su aspecto chillón y elegante. Tiraban de ella seis caballos, siendo así que las de los demás solo estaban tiradas por dos o a lo sumo cuatro animales. Junto al carretero estaba sentado un hombre que no podía tener más de treinta años, pero al que su maciza cabeza y su expresión resuelta señalaban como conductor de multitudes. Estaba leyendo un volumen de lomo pardo, pero lo puso de lado al ver acercarse a la multitud, y escuchó atentamente el relato del episodio. Acto seguido se volvió hacia los dos extraviados.

—Si hemos de llevarlos con nosotros —dijo con frases solemnes—, será únicamente como creyentes de nuestra propia fe. No aceptaremos lobos en nuestro redil. Es preferible con mucho que sus huesos se blanqueen en este desierto a que vengan a convertirse en la manchita de podredumbre que acaba por corromper el fruto. ¿Quieren venir con nosotros en estas condiciones?

—Yo iré con ustedes aceptando cualquier condición, por lo que veo —dijo Ferrier, poniendo tal énfasis en sus palabras, que los solemnes ancianos no pudieron dominar una sonrisa. Únicamente el jefe mantuvo su expresión severa y solemne.

—Hermano Stangerson, llévenselo, denle de comer y de beber, y también a la niña —dijo—. Encárguense también de enseñarle nuestra santa fe. Nos hemos retrasado ya bastante. ¡Adelante! ¡Adelante hacia Sión!

—¡Adelante, adelante hacia Sión! —gritó la muchedumbre de mormones.

Y esas palabras corrieron como una ola a todo lo largo de la caravana, pasando de boca en boca hasta que se apagaron como un débil murmullo en la lejanía. Entre restallidos de látigos y chirriar de ruedas, las grandes galeras se pusieron en movimiento y la caravana entera empezó pronto a serpentear otra vez. El anciano a cuyo cuidado habían sido puestos los dos extraviados los condujo hasta su propia galera, en la que los esperaba ya la comida.

—Se quedarán aquí —les dijo—. En unos días se recobrarán del cansancio. Entretanto, no olviden que de ahora en adelante pertenecen a nuestra religión. Brigham Young lo ha dicho, y él habló con la voz de Joseph, que es la misma voz de Dios.

Obras completas de Sherlock Holmes

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