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Introducción

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Abordar el estudio de la representación cinematográfica implica considerar el papel de la imagen como parte de una transformación en la cultura visual que ha operado en las tres fases del proceso comunicativo: producción, circulación y consumo. Entre otros factores que desarrollo a lo largo de este libro, estas transformaciones se explican por la revolución tecnológica1 que ha desplegado el uso de nuevas tecnologías de información y comunicación modificando tanto las formas de procesar, archivar y difundir la información como la percepción espacio-temporal de los sujetos y, en consecuencia, la organización de lo visible. Este cambio tecnológico no sólo ha conducido a una manifiesta hegemonía de los signos audiovisuales, sino que la imagen se ha convertido en la unidad semántica en la que se inscriben las significaciones culturales. Una transformación de esta magnitud conlleva nuevas experiencias relativas a la relación con lo táctil, kinésico y visual que modifican la percepción del espacio y del tiempo, poniendo en funcionamiento otro conocimiento de la realidad. En este proceso, lo visual implica al sujeto que organiza lo visible, comprometiendo la subjetividad de quien procesa la información visual a través de la solución imaginaria y simbólica2 que tal sujeto haga de lo real. Es decir, si bien las representaciones tienen como fuente las percepciones visuales que se trasmiten a través de las imágenes, en ellas siempre descubrimos la perspectiva que introduce la mirada. En tanto categoría propiamente humana y construcción sociocultural, la mirada define la intención y finalidad de la visión, sin embargo, el cineasta no sólo actúa en función de estos determinantes históricos, sino en relación con factores como su trayectoria social, las posiciones que ocupa en los campos en los que interactúa, sus disposiciones y las estrategias que pone en juego.

De ello se infiere que evaluar el punto de vista,3 o, en términos sociológicos, la toma de posición del cineasta implica analizar tres niveles correspondientes a la realidad social: la posición del campo cinematográfico en relación con el poder, la estructura de las relaciones objetivas que en éste predominan (instituciones, normas, leyes, red de agentes, nivel de codificación, etcétera), y el estado de las relaciones entre los agentes sociales con respecto al capital en disputa. Este enfoque metodológico4 explica la toma de posición del cineasta a partir de poner en relación las condiciones objetivas y subjetivas que imperan en un momento histórico superando con ello la ideología carismática de la creación.

En este estudio, el análisis cinematográfico5 presupone una periodización histórica, que he asumido a partir del enfoque crítico de la posmodernidad.6 Este periodo histórico inicia a finales de los sesenta debido a las crisis de acumulación del capital, a las recesiones subsecuentes (1973-1975, 1980, 1982, 1990, 1991, 2008) y a los efectos de esta reestructuración vinculada con la revolución tecnológica. En este contexto, las nuevas tecnologías de información implicaron un cambio en las relaciones de valor debido al predominio de una economía basada en la información, los servicios y en la producción de signos (noticias, sowfware, música) convirtiendo a la imagen audiovisual (pantallas, DVD, internet) en la unidad semántica de nuestra época. A estos cambios en la producción cultural remite la noción de posmodernismo, concepto que no sólo describe un estilo cultural sino que se relaciona con la economía política que lo posibilita.

La teoría crítica de la cultura explica el «giro cultural en el capitalismo globalizado» como efecto de la radicalización de las fuerzas de la modernidad debido a la reestructuración social del capitalismo como sistema, por ello correlaciona la emergencia de ciertos rasgos culturales y estilísticos con el nuevo orden económico-político. Entendido como lógica cultural del capitalismo en su fase actual, lo posmoderno se expresa en estado práctico a través de los procesos de subjetivación, en la violencia subjetiva, simbólica y sistémica, en la crisis de sentido, en el ethos de los sujetos y en la ética como marco normativo a nivel del Estado. Ello implica que posmodernidad es una categoría histórica que califica tanto a la época, a la experiencia subjetiva como a los discursos que genera la cultura en tanto espacio de construcción social del sentido.

En torno a esta temática que investigo hace más de una década, he revisado nuevas perspectivas teóricas que me han permitido reconsiderar factores y variables que explican lo posmoderno. No obstante, esta revisión me ha hecho constatar que las tesis de la teoría crítica de la posmodernidad se han convertido en evidencia histórica en la globalización, pues Jameson,7 entre otros investigadores pioneros de esta temática, explicó en la década de los ochenta lo que en las siguientes décadas ha sido conceptualizado como globalización. En uno de sus últimos libros El postmodernismo revisado (2010), señala que su teoría de la posmodernidad describe un cambio cultural sistémico, mientras que el posmodernismo —en tanto estilo artístico concreto— era el síntoma de este cambio sistémico, por esta razón ofrecía una serie de claves respecto a los cambios sociales y globales.

Una vez reconocido este punto de mira, lo hacemos dialogar con otras teorías sociológicas que nos ofrecen las herramientas metodológicas para resolver la problemática relación entre instancias estructurales. Nos referimos a la noción de campo,8 pues esta categoría representa un espacio de mediación que no opera como lugar estanco sino en relación con los otros campos del espacio social. Una vez allí, explicamos la obra fílmica como resultado de la coexistencia de múltiples determinaciones: las del mismo campo cinematográfico, por una parte, y las del agente social al interior del mismo, por la otra. De modo que lo que crea el valor de un filme no sólo se debe a su factura (tema, género, estilo) sino a la red de agentes comprometidos en su producción, circulación y consumo. Por lo tanto, de la relación entre un estado del campo cinematográfico y del habitus del agente dependerá el juego que se juega entre los cineastas argentinos y mexicanos como creencia de la época histórica.9

El quehacer cinematográfico —como cualquier arte— pone en juego la subjetividad del realizador, en este proceso, la dimensión subjetiva opera en dos planos: por una parte caracteriza al mundo representado, dado que es el enunciado de un sujeto con un determinado habitus,10 así como por los estilos y las convenciones estéticas que prevalecen en el campo cinematográfico. En esta doble dimensión, lo representado resulta de una subjetividad que interacciona con el universo sociocultural, así como con la dinámica del espectador para activar dicha representación. Es decir, las representaciones sociales,11 fundamento de la representación cinematográfica, suponen un sujeto sometido a las reglas que rigen los procesos cognitivos, pero la puesta en práctica de estos procesos está determinada por las condiciones sociales en que una representación se elabora.

A través de estas construcciones sociocognitivas, el sujeto internaliza el orden simbólico mediante la formación de esquemas cuya función cognitiva se relaciona con su experiencia del tiempo y del espacio, por lo tanto, con sus prácticas sociales y, en nuestro caso, con las prácticas cinematográficas.

En este estudio la noción «cinematográfico» encauza la perspectiva teórica, pues no sólo consideramos las cualidades intrínsecas del filme, sino que esas cualidades son explicadas a partir de contextualizar el campo cinematográfico y los condicionantes socio-históricos que ejercen —sobre ese campo y en cada obra en particular— todo el peso de las sobre-determinaciones.12

Partimos de la premisa de que no hay valores inmanentes en la imagen, en consecuencia «lo cinematográfico» orienta el enfoque analítico, pues se considera tanto el contexto de producción como el filme en cuanto objeto de representación. Desde esta lógica no opera la diferencia entre hecho fílmico y hecho cinematográfico, ya que ambos funcionan en conjunción, pues el cine al mismo tiempo que representa diferentes universos los vincula a la vida social.13 Es decir, como institución cultural, el cine complementa ambas dimensiones: lo fílmico y lo cinematográfico. No se trata entonces de continuar la vieja polémica entre los que «creen en la imagen» y los que «creen en la realidad» pues la imagen cinematográfica, como cualquier imagen analógica, es motivada y remite necesariamente al mundo referencial a través de representaciones codificadas mediante las cuales se interviene la realidad.14

Si bien representación es una categoría problemática que admite diferentes significados de acuerdo al campo del saber (político, filosófico, estético, epistemológico), partimos de la idea de que la misma palabra no es transparente, sin residuo, sin reinterpretación y reinscripción histórica profunda. A su vez, deberíamos considerar la duplicidad que implica, pues aunque todo lenguaje aspira a ser representativo, lo representado no es más que una presencia de lo ausente.15 Representar implica una reelaboración por medio de la cual un significante ocupa el lugar de algo ausente o —como lo entiende Deleuze— lo restituye.16 Inherente a todo proceso de simbolización, la representación forma parte del proceso social de significar en todos los sistemas de significación.17 Por ello, el término designa tanto al proceso de representar, es decir, la propia factura o elaboración, como al objeto resultante del proceso, en nuestro caso el filme.

Si en un sentido amplio representación designa una operación por la cual se reemplaza algo por otra cosa que ocupa su lugar, en el cine este proceso implica el pasaje de un texto a su materialización por acciones en lugares dispuestos en la puesta en escena, y el pasaje de esta representación a una imagen en movimiento, por la elección de encuadres y la construcción de una secuencia de imágenes. Es decir, la representación cinematográfica atraviesa al filme en su totalidad: la puesta en escena se materializa a través de los encuadres y el montaje encadena el orden de los planos, de las escenas y de las secuencias.

Centrarnos en el filme como objeto de representación exigió relacionar tres niveles de análisis —expuestos en los tres primeros capítulos— con la finalidad de identificar aspectos emergentes en las formas de subjetivación en el nuevo cine argentino y mexicano. Con este derrotero, se conformó el corpus constituido por seis filmes de ficción producidos en Argentina y México durante 2000 y 2015. Lo propio de un filme de ficción18 es representar una historia que se basa en elementos del imaginario social, lo cual significa que no habrá un solo referente sino grados diferentes de referencia en función de las informaciones de que dispone el espectador. Dicho de otro modo, el referente de un filme dependerá del universo imaginario que las audiencias activen en relación a una determinada época histórica.

El estudio de la representación cinematográfica19 implica analizar la puesta en escena, en cuadro y en serie con el objetivo de identificar los recursos temáticos y formales a partir de los cuales se produce una doble objetivación: la del universo social y la toma de posición del director.

En el nivel de la puesta en escena examino las formas de subjetivación de los personajes y la actitud intelectual, afectiva y corporal, la cual se identifica a través de la hexis (posturas y gestos) y del ethos (disposiciones morales).

En el nivel de la puesta en cuadro la unidad de análisis es la secuencia y/o escena y los componentes analizados son el plano (número y escala del plano) y el encuadre (ángulo e inclinación de la cámara).

En el nivel de la puesta en serie analizo el tipo de nexo que se establece entre las imágenes ya que permite identificar convenciones correspondientes al cine clásico, moderno y posmoderno.

Las tesis y conclusiones de este estudio se presentan como una posible lectura, pues cada uno de los filmes admite otras decodificaciones en función de los presupuestos teóricos de los que se parte, por lo tanto, no son generalizables. Su carácter provisional se debe a que forman parte de una investigación que llevo a cabo sobre el nuevo cine argentino y mexicano basada en la premisa de que el paso de lo visual a lo imaginario implica al sujeto que procesa la información visual, pero es la mirada la que define la intención y finalidad de la visión. En dicho proceso, lo real es representado por el cineasta como realidad simbolizada a través de los códigos activados en la representación cinematográfica. Por lo tanto, es el horizonte cultural y el espacio de los posibles configurado por el campo cinematográfico el que orienta, informa y le da la direccionalidad a la mirada. Desde esta posición, el sentido de un filme es el efecto de las dos caras de la misma realidad, cuya existencia arraiga cuando el discurso cinematográfico logra la complicidad con el espectador. Si la mirada del espectador constituye a la obra es porque la mirada del cineasta es, al mismo tiempo, el fruto de la historia colectiva así como la heredada del cine; sin esa necesaria correlación no habría ni novedad ni innovación. Pero la innovación supone un proyecto que encauce y guíe su búsqueda temática, estilística, genérica, en definitiva de utopías que dependen de la construcción sociocultural de la mirada de una época histórica.

Si la historia sólo es accesible en forma textual, su abordaje pasa necesariamente por su previa construcción narrativa a través de relatos localizados espacial y temporalmente. Desde esta óptica, el análisis cinematográfico del nuevo cine argentino y mexicano me ha permitido dar cuenta de dos tipos fundamentales de historicidad: la historia hecha obra fílmica y la historia subjetivada a través de los personajes. Debido a que la analogía nunca es total, los indicios de orden cultural nos dan claves para conocer cómo los filmes representan las formas de subjetivación. Este juego de la representación —tan antiguo como el mundo— de parecerse o distanciarse de la realidad que resume la idea de mímesis y analogía descansa en la mirada que registra y recrea el acontecimiento histórico. Ello convierte a la ficción cinematográfica en un dispositivo idóneo ya que codifica lo que una época histórica, un determinado campo cinematográfico y sus agentes imaginan o pueden imaginar. Si esto es así, lo representado, lo irrepresentable, así como las formas contra hegemónicas de la representación, si las hubiera, no pueden ser sino históricas.

El cuerpo exceptuado

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