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II.

DE LA VISITACIÓN A SANTA ISABEL

COMO EL ÁNGEL DENUNCIÓ a la Sacratísima Virgen que su parienta Isabel en su vejez había concebido un hijo, dice el evangelista[1] que se partió con gran prisa a visitarla. Y entrando en su casa, y saludándola con humildad; como oyó Isabel la salutación de María, saltó de placer el niño en su vientre, y en ese punto fue llena del Espíritu Santo Isabel su madre y exclamó con una grande voz diciendo: «Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. Y ¿de dónde a mí tan grande bien, que la Madre de mi Señor venga a mí?, etc.».

Tres personas tienes aquí en que poner los ojos después del Hijo de Dios, que estas maravillas obró; conviene a saber: el niño san Juan, su madre y la Virgen. En el niño considera una tan extraña manera de sentimiento y alegría como esta que aquí refiere el evangelista.

Porque en aquel punto le fue acelerado el uso de la razón, y le fue dado conocimiento de quién era el Señor que allí venía, y del misterio inefable de su Encarnación. De lo cual fue tan grande la alegría que su alma recibió, que vino a hacer aquella manera de salto y movimiento con el cuerpo, por la grande alegría que recibiera de su espíritu.

Por donde podrás conjeturar qué tan grande sería esta luz y alegría, pues no se pudo contener que no redundase en el cuerpo y se declarase con aquel salto y movimiento tan desacostumbrado.

También podrás por aquí entender qué tan grande sea el misterio y beneficio de la Encarnación del Hijo de Dios, pues con tal manera de sentimiento y reverencia quiso el Espíritu Santo que fuese por este niño celebrado y, por consiguiente, qué es lo que debe hacer el que es ya hombre perfecto, pues este niño encerrado en las entrañas de su madre tal sentimiento mostró.

Mas en la madre considera qué tan grande sería la admiración y alegría de esta santa mujer con el súbito resplandor de tan grande luz, que es con el conocimiento de tan grandes maravillas como allí le fueron reveladas, pues en aquel instante por una manera inefable le fue hecha relación casi de todo el misterio del Evangelio y de la Redención del género humano.

Porque allí conoció que aquella doncella que tenía delante era Madre de Dios y que había concebido del Espíritu Santo; y que el Hijo de Dios estaba encerrado en sus entrañas; y que el Mesías era ya venido al mundo, y que el género humano había de ser con su venida redimido. Allí supo que era cumplido el deseo universal de todos los Patriarcas, la predicación de los profetas, la esperanza de todos los siglos presentes, pasados y venideros. Allí conoció el misterio inefable de la Santísima Trinidad, porque, entendido que el Hijo de Dios era concebido, y concebido por Espíritu Santo, también había de entender la distinción de las Personas divinas; conviene saber: el Padre, cuyo Hijo había encarnado, y el Hijo, que había encarnado, y el Espíritu Santo, por cuya virtud se había obrado este tan grande misterio.

Pues, según esto, ¿qué podía sentir aquel piadoso corazón con el resplandor de tan altos y tan incomprensibles misterios? Especialmente si consideras la diferencia que hay entre la enseñanza de Dios y la de los hombres, porque esta comúnmente no hace más que alumbrar el entendimiento, sin mover la voluntad; mas la de Dios es de tanta virtud y eficacia, que cuanto alumbra el entendimiento tanto mueve la voluntad a sentir la grandeza de las cosas que el entendimiento concibe.

Pues si tantos y tan grandes eran los resplandores de su entendimiento, ¿cuáles serían los ardores y afectos de su voluntad? Esto es, la alegría, la suavidad y la admiración de tan grandes sacramentos. No hay palabras que basten para explicar esto como es. Porque por aquí veas cuán grandes sean las consolidaciones y dones de Dios aun en esta vida mortal para con los suyos, pues así los visita y recrea con sentimientos de cosas tan admirables. Todo esto nos descubre en una palabra el evangelista, cuando dice que la santa Mujer exclamó con una grande voz. Porque la grandeza de esta voz claramente nos enseña la grandeza del afecto y sentimiento de donde ella procedía.

Entendido, pues, por esta vía el corazón de esta santa Mujer, trabaja por entender el corazón de la Virgen y las palabras de aquella maravillosa canción que allí cantó sobre este misterio. Mira, pues, lo que podría sentir aquí la Virgen con esta segunda confirmación y testimonio de las grandezas y maravillas que Dios en ella había obrado, y cuáles serían aquí los sentimientos y arrebatamientos de su alma, las lágrimas de sus ojos, la alegría de su corazón y el reconocimiento de tan grandes beneficios cuando comenzó a cantar aquel divino cántico de Magnificat. ¿Qué tanto alabaría y engrandecería su alma a Dios y cuánto se alegraría su espíritu en Él, viéndose toda cubierta de resplandores y dones tan admirables?

¡Oh bienaventurada Virgen!, ¿qué sentía tu piadoso corazón cuando decía: «Engrandece mi alma a Dios, y mi espíritu se alegró en Dios, e hizo en mí grandes cosas el Todopoderoso»? Qué grandezas y maravillas eran esas, no es dado a nosotros escudriñarlas, sino maravillamos y alegramos y quedar atónitos con la consideración de ellas. ¡Oh, dichosa suerte la de los justos, pues tan altamente son visitados y consolados de Dios!

Mira también que como esta Señora conocía tanto de la misericordia y gracia de Dios y del medio por donde se alcanza, que es la humildad, así todo aquel cántico empleó en declarar estas dos cosas. Porque quien tan bien había negociado por medio de esta virtud, en ninguna cosa convenía más que soltarse su lengua que en las alabanzas de ella, para que por aquí entienda el que desea alcanzar la divina gracia, que la ha de buscar por esta misma vía.

Y no menos se debe considerar aquí la dignidad y excelencia de esta Virgen, pues así como sonó la voz de su salutación, que sería: Dios te salve, o Dios sea contigo en los oídos de santa Isabel, luego en ese punto fue Dios con ella por esta tan especial manera, pues luego fue llena del Espíritu Santo, con cuya luz conoció tantas y tan grandes cosas.

De manera que así como cuando al principio del mundo dijo Dios: «Hágase luz», luego fue hecha la luz; así en diciendo la Virgen: «Dios te salve», entró la luz y la salud en su alma junto con la voz, puesto caso que la manera de obrar fuese diferente, porque lo uno fue mandado como Criador y lo otro rogando y suplicando como santísima criatura. En lo cual verás cuánto nos va en ser esta Señora nuestra abogada y tener especial devoción con ella, pues tanta virtud tienen sus palabras para dar salud, y no menos ahora en el Cielo que tuvieron entonces en la tierra.

[1] Luc. 1,39.

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