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III.

DE LA REVELACIÓN DE LA VIRGINIDAD DE NUESTRA SEÑORA AL SANTO JOSÉ

VUELTA LA VIRGEN A SU CASA, como el santo José la vio embarazada, y no sabía de dónde esto fuese, dice el evangelista que no queriendo acusarla, se quiso ir y desampararla, hasta que el ángel de Dios le apareció entre sueños y le reveló este tan gran misterio.

Acerca de lo cual primeramente considera la grandeza del trabajo que padecería la Virgen en este tiempo viendo el esposo tan amado con tan grande turbación y aflicción como consigo traía, y con tan grande ocasión para tenerla, para que por aquí veas cómo a tiempos parece que desampara el Señor a los suyos y los prueba con grandes angustias y tribulaciones, para ejercitar su fe, su esperanza, su caridad, su humildad y su paciencia, las cuales virtudes con estas tribulaciones se perfeccionan y crecen, así como el oro se apura con el fuego y el fuego se enciende más con el aire.

Considera también la paciencia y el silencio con que la Virgen padecería este trabajo, pues ni por esto perdió la paz de su conciencia, ni la humildad de su alma, ni descubrió el secreto de aquel gran misterio, pudiendo alegar un testimonio tan abonado de su pureza como era el de santa Isabel, demás de la santidad e inocencia de su vida, tan ajena de toda sospecha, nada de esto hizo, sino, puesta en oración, descubría y encomendaba al Señor su causa, remitiéndose en esto y en todo a su divina Providencia.

Asimismo considera la grandeza de su fe y esperanza, pues en un caso de tanta dificultad, donde parece que ninguna manera de remedio ni salida prometía la prudencia humana, no solo no desconfió, sino antes con toda confianza esperó que de donde había procedido el misterio, de ahí vendría el remedio, y quien era autor de lo uno también lo sería de lo otro, pues las obras de este Señor no son mancas y defectuosas, sino acabadas en toda perfección. Y por lo uno y por lo otro conocerás la verdad de aquella sentencia que el profeta dijo: «Muchas son las tribulaciones de los justos; mas de todas ellas los librará el Señor»[1].

Considera también la santísima de este glorioso Patriarca que teniendo tanta ocasión para acusar y condenar la inocente, y poniéndole la misma ley el cuchillo en las manos, no quiso ensangrentarlas, sino antes quiso irse por esos mundos descaminado que con pleitos y acusaciones seguir su derecho. Porque la verdadera justicia siempre está llena de misericordia, y la verdadera caridad nunca tiene por ganancia propia la que está mezclada con pérdida ajena.

Por donde verás cuán familiar es a los buenos la virtud de la misericordia, y con cuánta razón dijo Salomón[2] que el justo tenía compasión aun de las bestias; mas las entrañas de los malos eran crueles.

No parece haber sido esta obra de hombre, sino de ángel. Porque de demonios es hacer mal a los que no lo merecen, y de hombres a los que lo merecen: mas de ángeles, ni aun a los mismos que lo merecen. Y tal era este bienaventurado y nuevo ángel de la tierra, puesto caso que la Virgen estaba tan salva de toda culpa.

Tras de esto considera luego la revelación hecha a este santo Patriarca, para que por aquí entiendas cómo el Señor azota y regala, mortifica y da vida; y cómo, finalmente, es verdad lo que dice el apóstol: «Sabe muy bien el Señor librar a los justos de la tribulación»[3].

Donde se ofrece luego materia para considerar qué tan grande sería la alegría y admiración que este santo recibiría cuando hallase inocencia donde tanto deseaba hallarla, y no solo inocencia para no desampararla, sino tan grande dignidad y gloria para tenerla en tanta reverencia.

¿Qué gracias, qué alabanzas daría a Dios por haberlo así alumbrado, así desengañado, así despenado, así apartado de sus vanos propósitos y caminos y escogido para ser guarda y depositario de tan gran tesoro ¿Cómo se iría luego a la Virgen Santísima, que por ventura estaría en aquella hora celebrando las vigilias de sus maitines y pidiendo con sus oraciones aquel remedio? ¿Y con qué devoción y lágrimas se derribaría a sus pies y le pediría perdón de la sospecha pasada? ¿Y cómo le daría cuenta de la revelación del ángel? ¿Y cuál sería allí la alegría y las lágrimas de la Santísima Virgen, considerando por una parte la fidelidad de Dios para con los suyos en sus trabajos, y por otra viendo al santísimo esposo despenado y vueltas sus lágrimas en alegría, cuya pena tanto sentía cuanto le amaba?

Porque dado caso que cuanto al uso del matrimonio no le conocía por marido; mas cuanto al amor y reverencia conyugal nunca se halló jamás tal corazón de casada para con marido. Y si, como dice el Eclesiástico[4], es hermosa la misericordia de Dios en el tiempo de la tribulación, ¿qué sentimientos habría allí de la hermosura de esta misericordia en tiempo de tan grande tribulación? ¿Qué maitines celebrarían allí entrambos? ¿Qué laudes cantarían? ¿Y con cuántas lágrimas celebrarían estos oficios y se darían gracias por esta misericordia?

[1] Sal. 33, v. 20.

[2] Prov. II, 10.

[3] 2 Cor. 1,10.

[4] Eccli. XXXV, 26.

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