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TRAS LAS SENDAS DE UN PUEBLO NÓMADA

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La tumultuosa historia de los visigodos estudiada por E. A. Thompson y H. Wolfram: una sucesión de migraciones desde su hogar nativo en el Báltico hasta una primera instalación en las llanuras al norte del mar Negro, de donde fueron expulsados por el ataque de los hunos en el 375, y desde allí un recorrido dentro del Imperio romano que impregnará sus formas de vida. Sobre ellos interesa conocer algunos hitos. Cómo se encaminan tras la derrota en dirección al sur de Grecia con la intención de llegar a Cartago y más tarde al norte de Italia; cómo alimentan el mito con Alarico I saqueando Roma el 410 y con la llegada a Barcelona cinco años más tarde con Gala Placidia como ilustre rehén y esposa del rey Ataúlfo; cómo se alían con el general romano Aecio y se enfrentan a Atila en los Campos Cataláunicos, cerca de la ciudad de Troyes, en plena Champaña, el año 451; cómo se subordinan a la autoridad imperial a la que detestan; cómo celebran la deposición de Rómulo Augústulo por Odoacro, rey de los hérulos, extendiendo el código de Eurico a todas sus actuaciones; cómo se reparten las tierras de los patricios romanos y cómo finalmente la auctoritas imperial es absorbida por la potestas militar creando el reino de Tolosa desde el Loira hasta el Tajo, pero inyectándole aquel veneno espiritual que convertirá el morbus godo en la causa de su ruina. Esta enrevesada sucesión de acontecimientos a lo largo de tres siglos no es más que la dificultad de convertir un pueblo nómada en un pueblo de propietarios agrícolas, con una aristocracia militar al servicio de un aparato administrativo y judicial, que dejaba la teología en manos de unos clérigos primero arrianos y luego católicos.

Los visigodos que pusieron a punto la máquina del reino eran unos guerreros; luego se convirtieron con discreción en hacendados agrícolas, una aristocracia que monopolizó la administración. Ahora me queda por verificar el aspecto más terrible de su forma de vida, el entusiasmo de un pueblo por masacrar al adversario en el campo de batalla. Todos los clichés modernos sobre la lucha en esos siglos se vienen abajo cuando seguimos de cerca la historia militar de los visigodos, tanto en sus éxitos en Adrianópolis o los Campos Cataláunicos como en sus derrotas, como la de Vouillé. Según la definición de Hans Delbrück, el muro del que hablan las fuentes es en sentido estricto una muralla humana casi invulnerable formada por escudos bien pegados, los cuerpos acorazados con sólidos jubones de cuero (incluso cotas de mallas) y las armas afiladas para clavar en el vientre de cualquier enemigo, infante o jinete. A veces lanzaban sus temidas hachas desde unos quince metros de distancia o arrojaban sus picas contra hombres o caballos. La disciplina y la fuerza eran el fundamento de sus éxitos. También quizás los motivos de sus fracasos cuando se enfrentaron en campo abierto a los francos, que en los momentos claves supieron mantener mejor la formación cerrada mientras avanzaban entre el polvo y los cadáveres de los enemigos. Para que estos pueblos nómadas intervinieran con espadas tan afiladas fue preciso un cambio en la metalurgia del hierro y una creencia mágica en la figura del herrero, el hombre que les proporcionaba las armas de su superioridad ante los adversarios. Los efectos más devastadores de esa cultura guerrera se producirán cuando ya nadie recuerde que el origen de la legitimidad está en los emblemas imperiales, porque a mediados del siglo VI ya no se suele hablar del emperador, salvo para referirse al basileus de la lejana Constantinopla, cuyo rostro veían en los besantes de oro, el dólar de aquella época. De la teología de la guerra germánica, con Wotan y Odin como dioses de referencia, se pasa a una teología de la guerra justa promovida por los obispos arrianos que los acompañaron durante la larga marcha desde el mar Negro a Aquitania. Así, en sus pretensiones de un imperio godo, lo más destacado es la facultad de formar individuos aptos para la guerra.

Justamente en el momento en que los visigodos aprenden a descansar el principio de legitimidad en la guerra y miden sobre ella todas sus acciones, descuidan alegremente la solidez del muro de infantes; lo contrario de los francos merovingios que crecen al amparo de una infantería de propietarios agrícolas. Renuncian sin más a las posesiones de la Galia, y se refugian en la Septimania, esencialmente una tierra goda, pensando la posibilidad de convertir Hispania en el núcleo central del Regnum. Y es entonces, a la muerte de Liuva I el año 573, cuando su hermano Leovigildo se encuentra como el único jefe militar que tiene el poder, un rey «cautivado por la mentalidad hispánica», decía de él Jaume Vicens. De este modo empieza el reino visigodo de Toledo. Durará ciento cuarenta y tres años y contará con diecinueve reyes. Sin embargo, durante ese espacio de tiempo, se produce una cultura literaria, artística, legislativa y política de perdurables efectos en la visión del mundo de los siglos posteriores.

España, una nueva historia

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