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EL REY Y EL SABIO: SISEBUTO E ISIDORO

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En una sociedad como la visigoda de fines del siglo VI, en los años de reinado de Sisebuto, entre los litterati henchidos de pensamiento clásico, ávidos de derribar las supersticiones paganas y de fundar la moral católica, destacó san Isidoro de Sevilla (570-636).

El saber es etimología: no antes ni quizás en otro lugar se habría podido formular, con esta sobriedad tajante, con este sabor de cultura latina, un axioma que implica la total reabsorción del legado antiguo en la construcción de una nueva edad. San Isidoro, como antes Marciano Capella, san Agustín, Boecio o Casiodoro, es el hombre sabio, que no desea aislarse del mundo como los monjes de su tiempo, a los que en parte desprecia, sino meterse hasta los codos en los asuntos del mundo. Para él no existe el ideal eremítico, la política lo ha atrapado, y por ese motivo dedica al rey Sisebuto su monumental enciclopedia, que lleva por título Etymologiarum sive Originum libri XX; sí, las famosas Etimologías.

El lenguaje constituye el punto de partida de una reflexión ontológica. Lo que para Marciano Capella había sido la música, para él es la gramática. «El nombre es un símbolo» era la frase secreta de san Isidoro. La búsqueda del significado de los nombres construye el saber etimológico que, aclara en nuestros días R. H. Bloch, se funda en las semejanzas fonéticas y en los ecos del lenguaje. Mientras en otra de las «islas de cultura latina», al otro lado del canal de la Mancha, Beda el Venerable profundizaba sobre la naturaleza, san Isidoro sopesaba uno de los detalles de la conducta humana a la cual jamás llegaría a ver con la misma mirada negativa e implacable con que la habían visto san Agustín o Boecio. El axioma «el nombre es un símbolo» es uno de esos falsos principios que desvelan una pertinente verdad. Solo una genialidad parecida a la suya, la del antropólogo René Girard, conseguiría empujar el análisis hasta el fondo feroz que san Isidoro no había previsto en sus pesquisas etimológicas. Quizás porque Girard es un erizo y san Isidoro una zorra, según la tipología de Isaiah Berlin, según la cual «la zorra sabe muchas cosas y el erizo sabe una sola cosa grande». Se trata de fijar los motivos de la escisión en la historia universal provocada por el Evangelio, es decir, por las palabras de Cristo convertidas en signos de salvación para la humanidad. Sin nombrarlo, cosa que sí hará René Girard, el paganismo es el «chivo expiatorio» que justifica el rigor con el que san Isidoro observa las prácticas religiosas o la moral social de los visigodos. Todas las Etimologías pueden ser leídas como una crítica a la ficción pagana propagada por las invenciones de los poetas (figmenta poetarum) porque bajo el aspecto de unas etéreas metamorfosis alimentan las bajas pasiones. La absurda inclinación a la estulticia se anularía, según él, por la progresiva acción de la verdad evangélica, que primero enseña a distinguir la realidad de los fantasmas verbales y finalmente consigue ordenar el mundo conforme a la historia.

En las Etimologías se divide la historia en seis edades del hombre, hoy se dirían períodos, cuyos mojones coinciden con el nacimiento de los pueblos protagonistas de la civilización: judíos, griegos y romanos. El primer período, que se extiende desde Adán a Noé, certifica el nacimiento de la cultura hebrea; el segundo, de Noé a Abraham, constituye la alianza de Dios con el pueblo elegido; en el tercero, de Abraham a David, tiene lugar el nacimiento de la cultura griega; el cuarto, de David al exilio de Babilonia, es la lucha por el dominio del mundo; el quinto, del exilio de Babilonia a la encarnación de Jesús, es la formación del mundo romano; y, finalmente, el sexto, de la encarnación hasta el día del Juicio Final, es el relato del pueblo cristiano. En esta visión del devenir de la historia afloran, sin embargo, algunas dificultades. San Isidoro no se ocupa de la persecución de los disidentes, ni siquiera atiende la posibilidad de que el proceso hacia la verdad absoluta, la verdad del dogma de la Iglesia, vaya acompañada de la masacre de víctimas inocentes. Deja que sea el rey Sisebuto, su pupilo, quien lleve a cabo la limpieza de la casa del Señor. Y en verdad que lo hace. Recurrió a una ley y con ese gesto se creyó legitimado para promover el asesinato y la persecución de los judíos, a los que se les comenzaba a acusar de deicidas, para de este modo ocultar el miedo a su presencia social.

Que la persecución contra los judíos se hiciese por medio del comentario a una ley promulgada por Recaredo es un corolario sarcástico del hecho de que la persecución al disidente político se convertiría a partir de entonces en el gesto «español» por antonomasia. La carta enviada por Sisebuto en el año 612 a los obispos Cecilio de Montiel, Agapio de Córdoba y Agapio de Martos, a los jueces y a los administradores de las provincias es una parodia de justicia presentada con toda la retórica que la cultura latina era capaz de realizar entonces. Detrás de la máscara de las palabras, emerge una verdad a la que ningún estudioso moderno es insensible: debe inmolarse al disidente en beneficio del orden social. Las víctimas son necesarias para el sacrificio con el que se consolida el Regnum visigodo. La sangre mana a chorros sobre el altar de la patria gothorum. San Isidoro lo observa todo y en el momento oportuno aparta la mirada.

¿En qué medida y por qué san Isidoro fue un imbécil? Esta pregunta abre el estudio de Jacques Fontaine, quien dedicará más de ochocientas páginas a su refutación. En efecto, las Etimologías, lejos de ser un disparatado fárrago de ideas inconexas concebidas por un espíritu obtuso e ignorante, es una obra clave de la cultura europea; la primera que abiertamente legitima la necesidad de una lectura de los autores clásicos, que apuesta por la translatio studii como acceso al conocimiento que culmina en el Cligés de Chrétien de Troyes en pleno siglo XII. La compilación es un ardid creador que hace de san Isidoro un verdadero autor de la obra. En realidad, la nube de lo religioso envuelve en los puntos concretos una aguda reflexión sobre el naufragio de la cultura. Este es el aspecto decisivo de su actitud ante el mundo, la actitud de un espectador, escribe Arno Borst. De ese modo la comprensión del naufragio de la cultura por un espectador se convierte en un testimonio sobre el carácter cíclico del tiempo, el inevitable ocaso previo a una nueva ascensión, la pérdida obligada para una ganancia en el complejo vital de la humanidad. La perspectiva es sombría ya que se anuncian tiempos de terror y de la más profunda miseria, para de inmediato señalar que en el horizonte se abre una nueva época más luminosa que la precedente.

La actitud de san Isidoro está destinada a ilustrar la situación de un hombre de cultura europeo a comienzos del siglo VII. Esto resulta del todo claro en el comentario sobre la función del alfarero. El vaso de arcilla (fictile) debe ser fabricado (fictum) no para convertirse en una mentira (mendacium) sino porque toda materia tiene que tener una forma. Pero san Isidoro escribe cuando no existe ya la tierra firme a partir de la cual los grandes historiadores, comenzando para él por Moisés, llevaron a cabo su lectura del mundo, y eso vale por igual para Heródoto, Tucídides o Polibio que para Salustio, Tito Livio, Tácito o Suetonio. La tempestad ha destruido la tierra firme (léase el imperio) y tan solo quedan islas de cultura, como Sevilla hacia el año 600, que hay que conservar por el bien de la humanidad, aunque para ello tenga que apoyarse en Sisebuto, un rey con ínfulas de escritor. También aquí, como siempre ocurre en los naufragios, la cuestión reside en reconocer o no esas fuerzas. Lo mismo que con el tiempo harán Montaigne, Goethe o Burckhardt ante la turbación de su época, san Isidoro acepta a ese presuntuoso rey visigodo a cambio de rebanar un poco el poder de los dioses paganos y la nebulosa propensión de su secuela hacia lo ignoto, lo misterioso, lo esotérico; ardid del diablo, decía.

España, una nueva historia

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