Читать книгу Hasta donde llegue la vista... - José Flores Ventura - Страница 5

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El patrimonio tangible e intangible de Coahuila

Quién no recuerda aquellos olores de las comunidades alejadas entre las montañas, por caminos de terracería que, antes de llegar a ellos, huelen a ocote de pino, a yerbanís o menta, en sus laderas y, ya en las casas, a leña y a tortillas de harina. En el semidesierto los olores cambian: del aroma a gobernadora, con lo fresco de la mañana, a flor de huizache pasando enero, a eloísa u oreganillo después de mayo, a barro mojado en los patios después de las lluvias y, en las cocinas, a té de salvia y al maíz de las tortillas.

Cada región tiene sus olores característicos. Recuerdo en Saltillo bajar la calle de Hidalgo en el mes de agosto, el aroma a adobe mojado de las casas viejas que había en los costados, y en la tarde la fragancia de las panaderías contrastaba con el olor del petróleo que usábamos para alumbrar con quinqués las casas pobres de la periferia.

Es así que esos instantes quedaron registrados en la memoria del tiempo de aquellos que los vivimos y, muchas veces, por esos recuerdos es que sobrevivimos.

También los colores juegan un importante papel dentro de las bellezas de Coahuila. El campo es como un sarape multicolor en diferentes circunstancias climáticas del año. Los bosques se tiñen hermosamente de tonos dorados cuando el otoño es avanzado, para luego transformarse en tonos ocres apagados. Las montañas a la distancia son más azules y los cielos más celestes, casi nunca son de grises agrestes. La variedad de verdes cambia con el avance del día, y entre la espesura es posible ver bellas flores entre las rocas escondidas. En ocasiones el semidesierto se viste totalmente de flores coloridas; a veces, con el comienzo de los primeros calores, un manto de alfombra blanca se extiende por kilómetros, la humedad retenida en el subsuelo por los fríos húmedos sale y hace brotar las semillas que el año pasado dejo esparcidas el viento. En otras ocasiones, al comenzar las primeras lluvias, brotan flores amarillas, ya sea en el seco campo o en terrenos de cultivo, endulzando con su aroma el aire cálido de verano.

A pesar de tener poca foresta, el semidesierto resalta su piel desnuda, con el color de su suelo saturado de minerales, principalmente de polvo de hierro y otros metales que le dan su aspecto rojizo ocre oxidado. Los tonos, después de una lluvia, resaltan con fuerza, sobre todo los de las capas de las serranías erosionadas, que tienen tonos rojizos, azules, amarillentos, verdes y grisáceos; cada capa guarda secretos escondidos por eones y cada cerro tiene historia guardada.

Entrados en enero, los campos se visten de una fragancia dulce y de flores amarillas por los huizaches, y al siguiente mes las retamas lo hacen; para cuando llega la primavera, el campo explota en algarabía de colores. Por su parte, los atardeceres evocan nostalgia y melancolía, pues son bellamente provocadores en su agonía, antesala de la noche oscura pero poblada de estrellas. El amanecer no sólo anuncia un nuevo día, sino también una nueva jornada con la esperanza renacida, y tiñe el horizonte de dorado allende las montañas que se juntan con el cielo en la lejanía.

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Un baluarte tangible de las riquezas de Coahuila es, sin duda, su gente, sobre todo aquella que se aferra a las viejas usanzas de la vida en el campo o en la ciudad; tendré el gusto de citar algunas personas que, a lo largo de mis recorridos por el estado, he conocido, y lo haré en el primer capítulo.


Beto Cano, Nacapa, Ramos Arizpe.

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