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Capítulo I

Personajes pintorescos de Coahuila


En los diversos territorios de nuestro estado habitan personas acostumbradas a la dureza del campo; sin embargo, la mayoría son de trato amable y no niegan ofrecer un vaso de café o tortillas al viajero que se interna por las humildes comunidades o las alejadas rinconadas. Su forma de ver y afrontar las cosas de la vida nos llena de asombro, siendo grandes enciclopedias vivientes de las que siempre es posible aprenderles.

En 1996 conocimos a Juan Pugas, tallador de lechuguilla en una majada de Ramos Arizpe, y apodado por mi compañero Rufino como “El Quince Uñas”, ya que le faltaba una mano, perdida, según cuenta, en una faena agraria cuando era joven. Esto no era impedimento para tallar la planta, de la que lograba sacar hasta 10 kilos de fibra en un rato breve, al tiempo de que nos platicaba sus aventuras en el campo.

Por el mismo año también conocimos a doña Cruz Hernández, a quien el tiempo le hizo una cruz de vida, al perder en un mismo hecho a dos de sus hijos en una comunidad de la Zona del Silencio. Entre las anécdotas de ella que recuerdo mucho, está la de la vez en que nos preguntó acerca de qué andábamos buscando, y le dije que fósiles, piedras con figuras de animales, y ella nos respondió: “¡Ah, sí!, ésas que hace Dios”. En otra ocasión, el cielo se empezó a nublar, y entonces fue y metió a las personas de mayor edad que estaban en la sombra de la tarde tomando el fresco, y al preguntarle por qué lo hacía, me dijo que porque como tienen mucho poder en su mirada, ahuyentan a las nubes y no llegan. Me quede pensando que si alguna vez llovió en esa región fue durante el diluvio, y creo que nomás chispeó.

En otro poblado de casas de roca en ruinas, que por nombre lleva “Las Encinas”, habitaban tres hermanos, el mayor de 87 años había perdido completamente la audición, la hermana de 85, artrítica, casi no miraba, y el menor, de 83, era mudo. Entre los tres se las arreglaban mutuamente para las faenas del campo, que incluían el pastoreo de chivas, la talla de lechuguilla, el corte del oreganillo y las labores domésticas; todo lo hacían tan coordinadamente, y con tal eficacia, que parecía fácil, a pesar de sus impedimentos físicos.

Otro habitante distinguido es, sin duda, Beto Cano, de Nacapa Viejo, quien cuando no está ebrio, está lo que le sigue, pero cuenta con un gran corazón y es conocedor de su región como ningún otro. En una ocasión, ya terminando enero, nos recibió con unos frijoles y unas tortillas de harina recién hechas por su esposa Reyes, y luego de un rato le reclamó a Rufino que si no traíamos “algo” para festejar el año, a lo cual Rufino le respondió: “Pero Beto, si todavía faltan 11 meses para que acabe”. Claro que Beto se refería al año que acababa de pasar. Horacio, otro habitante de esa comunidad, es sordomudo, pero a pesar de ello se va a cuidar a las chivas y, en una ocasión, llovió mucho y quedamos atrapados sin poder salir de la orilla de la presa; entonces apareció Horacio y, a puras señas, nos dijo que lo siguiéramos en la camioneta, yendo él adelante, y así nos sacó hasta el poblado, por caminos que solamente él conoce.

Hasta donde llegue la vista...

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