Читать книгу Hasta donde llegue la vista... - José Flores Ventura - Страница 7

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Las chanclas de doña Josefa

En una excursión por las cañadas del centro de Ramos Arizpe, documentando petrograbados y sitios con pinturas rupestres, habíamos estado encontrando en las rocas las iniciales MME en los lugares más recónditos, hasta que por fin un día conocimos al autor de éstas, un tal Marcos Molina Estrada, hombre de unos 80 años que por décadas, en su continuo pastoreo, ha marcado su estadía en las paredes de piedra de la región. Él habitaba una oquedad excavada en el barro de un arroyo y cercada por varas de albarda, pero tan increíblemente limpia y acomodada que causa asombro verla, a pesar de las condiciones ambientales en las que se encuentra. Las otras piezas de su hogar las conformaban la cocina con botellas con agua colgantes, una trastienda y su taller para tallar lechuguilla, igualmente ordenado y aseado. La primera vez que lo visitamos, habíamos comprado un cabrito y, a cambio de compartirlo, le ofrecimos que nos lo preparara y guisara; recuerdo que no había contemplado a alguien comer con tal ímpetu, gusto y desesperación a la vez, mencionándonos que llevaba ya varios años sin comer carne, a pesar de cuidar un tajo de chivas que son propiedad de su ex esposa. Se me hizo nudo la garganta y, a partir de entonces y cada vez que podíamos, le llevamos algo de despensa.

Arroyo arriba, a escasos 40 metros de donde vive don Marcos, en las ruinas de una antigua casona de piedra, habitaba su ex esposa, doña Josefa, mujer de unos 75 años, algo dura de carácter, pero amable y dueña del tajo de chivas. A pesar de la cercanía entre ambos, no atinan siquiera a dirigirse una mirada, siquiera una palabra y, al preguntarle la causa, sólo alcanza a decir, agachada: “Qué tan grande ha de haber sido el agravio”, acompañada la frase de un gran silencio. Un hermano de doña Josefa, Genaro, de unos 70 años, la visita ocasionalmente, éste de tez morena, alto y distinguible desde muy lejos, por su gran casco blanco de obrero que no se quita ni para dormir, y tiene un buen humor que acompaña casi siempre con etílicas palabras entrecortadas; tales son sus rasgos característicos.

Entre los tres personajes, con sus diferencias notables, dan algo de luz y de vida a este derruido pueblo de roca donde, alguna vez, hubo un manantial con parcelas de duraznos y membrillos, recuerda don Marcos. Los hijos de ambos sólo de vez en cuando los visitan, y ellos siguen reacios a abandonar sus tierras que los vieron nacer y, en tiempos mejores, crecer; sólo esperan la muerte, a la cual abordan con singular burla y sin tapujos, como únicamente sabe hacerlo la gente de campo.

Un día en nuestras andanzas, alejados a varios kilómetros del pueblo, por una honda cañada divisamos en la vera empinada de la sierra un tajo de chivas que bajaba y, tras de ellas, a doña Josefa, quien penosamente se abría paso entre las espinas de los matorrales, las rocas y las lechuguillas. Cuando nos emparejamos en la vereda hacia el pueblo vimos, con asombro, que iba descalza, y en la espalda llevaba una par de huaraches colgados. Con sus maltratados pies hacía a un lado los tallos espinosos de la lechuguilla, esquivando las rocas sueltas de la pendiente, mientras con la mano sostenía el báculo de mando para guiar a unas 30 chivas. Le preguntamos, entonces: “Oiga, doña Josefa, ¿por qué no se pone las chanclas?”, a lo cual respondió: “Porque se me gastan”. Así, al llegar a lo más plano de la vereda, procedió a ponérselas, ya casi llegando al pueblo. Así es la vida en el campo y así es su gente.

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