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5. Un lenguaje extraño

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La desaparición de los espíritus en nuestro imaginario nos confronta más directamente con los abismos que bordean la pulsión, es decir, con la omnipotencia de lo divino y el núcleo mudo de la realidad. Huérfanos de ángeles y diablos, las palabras del hombre moderno tienen que dar cuenta por sí solas de una divinidad sin Dios y de una realidad sin representación cada vez más descarnada, la cual apenas acertamos a formular pese a que se abalanza sobre nosotros con malos modos.

«Nada distingue tanto al hombre antiguo del moderno como su entrega a una experiencia cósmica que este último apenas conoce», escribe Benjamin en Dirección única9.

La temible aberración de los modernos —continúa Benjamin— consiste en considerar irrelevante y conjurable esta experiencia, y dejarla en manos del individuo para que delire y se extasíe al contemplar hermosas noches consteladas. Pero lo cierto es que se impone cada vez de nuevo, y los pueblos y razas apenas logran escapar a ella, tal como lo ha demostrado, y del modo más terrible, la última guerra, que fue un intento por celebrar nuevos e inauditos desposorios con las potencias cósmicas10.

En efecto, el psicótico actual carece de esa experiencia con la que rellenar fácilmente su potencial mundo delirante. Nuestro psicótico no dispone de un mundo sobrenatural compartido con otros seres. Está falto de una experiencia cosmológica que le posibilite tratar la inmensidad del universo, y no acierta a revestir ese mundo mudo y temible que se ha despertado con la escisión del hombre moderno, atrapado y descoyuntado entre la ciencia y el Romanticismo. Un mundo volcánico capaz de reventar las frágiles palabras que entran en contacto con él, esas mismas palabras que comprometen al psicótico hasta desencadenar la locura y ocupar su cabeza con las nuevas voces del automatismo mental, tan inclinadas más tarde a dar testimonio de un supuesto asesinato del alma o a erigirse en el campo de batalla de dos fuerzas cósmicas que comprometen a su oidor.

Los fenómenos de posesión que identifican la locura, a falta de seres espirituales, tienen como inicial poseedor a los residuos de la palabra. Son las nuevas construcciones, entonces, las que vienen a sorprender al esquizofrénico con un lenguaje extraño. Sin embargo, esas palabras reconstruidas en principio no le dicen nada, salvo insinuar el insulto, la alusión, el ruido o el eco del pensamiento. Delirar, en cierto sentido, es el esfuerzo de resucitar los espíritus antiguos para que ocupen el espacio lingüístico que la psicosis ha destruido, es decir, para restablecer la continuidad entre la entidad espiritual y la lingüística, separadas desde el momento del desencadenamiento. De este modo se ratifica que aquella presencia de seres espirituales, ángeles o diablos, asentada por la tradición en el dominio de nuestra naturaleza psíquica, ha sido transformada por la ciencia en un fenómeno de la locura.

Las voces de la locura

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