Читать книгу Las voces de la locura - José María Álvarez, Fernando Colina - Страница 16

8. Palabras rotas y desamparadas

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Las voces psicóticas, además de inefables, son mudas con toda probabilidad. En realidad, todos experimentemos unas voces calladas que no pasan de ser voces de la conciencia, voces que no acertamos a oír en ausencia de aquellos espíritus intermediarios que mediaban a nuestro favor. Los esquizofrénicos, por contra, son los que sonorizan esas voces silentes, o los que simplemente oyen el silencio. Del «pensamiento que no dice nada» hablaba Schreber, por poner un ejemplo ilustre sobre este acontecimiento. Los alucinados no oyen cosas inexistentes, sino que más bien oyen aquello que para nosotros ha enmudecido. Escuchan lo que no podemos oír. Escuchan a testigos desaparecidos para nosotros. Esto constituye la fuerza y verdad de su testimonio, aunque para formularlo necesiten el reclamo de la locura. Del lenguaje es imposible salir si no es bajo la condición de delirar, y es más allá del lenguaje donde reside el silencio sepulcral que sólo oye el psicótico, que es quien vuelve a oír lo que para nosotros ya permanecía silencioso por mor de la lengua que habitamos. Por ello a menudo sólo oye unas voces que hablan entre sí, de lo suyo. Hablan de sucesos inefables que no llegan del todo al psicótico, quien a lo sumo sabe que hablan pero no lo que dicen.

Al fin y al cabo, en la psicosis moderna el verbo campa a sus anchas sin llegar a hacerse carne en el discurso. Las voces reveladoras de la psicosis poco tienen que ver con aquellas anunciaciones que embriagaban a san Agustín: «Pero cuando del bajío más secreto de mi alma mi enérgica introspección dragó y amontonó toda la hediondez de mi miseria […] he aquí que oigo una voz de la casa vecina, voz de niño o de niña, no lo sé, diciendo y repitiendo muchas veces con cadencia de canto: Toma, lee; tolle, lege»22. Tampoco tienen que ver con la voz que le habla a Sócrates que, además de perfectamente inteligible, nunca es intimidatoria: «[…] me habéis oído decir muchas veces, en muchos lugares, a saber, que hay junto a mí algo divino y demoníaco […]. Está conmigo desde niño, toma forma de voz y, cuando se manifiesta, siempre me disuade de lo que voy a hacer, jamás me incita»23. El psicótico del presente ya no goza de esta fortuna, de ese remedio revelador que calma y repara «el pavoroso silencio de Dios» del que habla san Agustín, o que corrige amablemente nuestra conducta, según el sentir de Sócrates. Al contrario. Pues, aunque con el tiempo acabe encontrando cierta complacencia en compañía de las voces, la primera reacción que experimenta es la queja de oírlas. Las voces del esquizofrénico se han convertido en palabras alusivas, sin nadie que las soporte, sin otro que las formule. Palabras rotas, las más de las veces, que comienzan haciéndose sentir a través del ruido y la materia, que son el componente original que comporta el significante. Palabras atemáticas y anidéicas, como indicaba Clérambault. Palabras, por consiguiente, desamparadas, incapaces de organizarse en un discurso que no sea el de la construcción paulatina de lo delirante.

Las voces de la locura

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