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III.

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La moral que predica usted en su Circular religiosa es, á mi ver, la más pura moral cristiana, así en lo que es de precepto, cuya omisión ó infracción es pecado, como en lo sublime, que puede llamarse de exhortación y consejo, á donde no pueden llegar todos y que se pone como término de la aspiración virtuosa. Usted convida á sus prójimos al desinterés, á la devoción, al sacrificio. No hay virtud cristiana cardinal que usted no recomiende é inculque. La prudencia, la justicia, la paciencia, la generosidad, la longanimidad para perdonar las injurias, la fidelidad en amistades y en amores, y hasta la castidad y la continencia virgíneas. ¿Qué he de decir yo á esto sino que está muy bien? ¡Ojalá que fuésemos todos tan buenos como usted quiere, que ya andarían las cosas mejor y la tierra sería un trasunto ó antesala del Paraíso!

La diferencia, con todo, entre la moral cristiana y la moral de usted y de los positivistas, no está en los preceptos y consejos, sino en la base en que éstos se fundan. La moral cristiana tiene base sólida y bastante para sostener todo el edificio. La moral de usted está en el aire, ó al menos fundada sobre terreno movedizo, inseguro é insuficiente. Usted, como Littré, funda la moral en razones empíricas y mezquinas. Esto en cuanto al principio. En cuanto al fin, yo hallo que ustedes los positivistas degradan y malean la moral sometiéndola á lo útil, aunque sea lo útil colectivo, y buscándole un fin práctico fuera de ella misma.

Para mí, cuando están bien entendidos los términos, no hay discusión que valga contra la sentencia que dice: «El arte por el arte.» Y lo que digo en estética lo digo con más razón en moral. Yo no subordino lo bello á lo bueno, ¿cómo he de subordinar lo bueno á lo útil? Si lo subordinase, el fin justificaría los medios. La moralidad de cada acción se mediría por el provecho que sacásemos ó que supiésemos que de ella íbamos á sacar para muchas personas, ó para todas las que componen la nación ó para todas las que componen el linaje humano. Esto sería muy peligroso y nos llevaría, con pretexto ó motivo de hacer el bien, á incurrir en mil faltas y delitos, convirtiéndonos, con desmedida soberbia, en delegados y ejecutores de la Providencia ó del Destino.

La Providencia, y para los que en ella no creen, el Destino inflexible, es quien convierte el mal en bien, y no nosotros. Identificando lo bueno y lo útil vendríamos á justificar mil actos horribles que no sería difícil probar que tuvieron dichosísimos resultados. Tal tirano hizo que triunfase en su país la unidad nacional, ejecutando infinitas barbaridades: tales bandidos fundaron la libertad y la independencia de su pueblo, y aun extremando el argumento, bien se podría sostener que Caifás y Poncio Pilatos son dignos de gratitud y de encomio, ya que concurrieron como el que más, á la Redención, haciendo que crucificasen á Cristo. Filósofos modernos y exegetas hay, como Bruno Bauer y otros, que han hecho, siguiendo este modo de argumentar, la más brillante apología de Judas Iscariote.

En cambio, cuando la moral pone en ella misma su fin, y no convierte en instrumento providencial consciente á cada individuo, la máxima del fin justifica los medios queda condenada y aparece en su lugar la hermosa máxima que dice: fiat justitia et ruat cœlum.

No vale la distinción entre el egoísmo y el altruísmo. No es para nosotros la utilidad más ó menos general la medida de la moralidad de las acciones. El hombre bueno ó justo hace lo que debe, suceda lo que suceda, aunque el universo se hunda.

Para el que tiene fe todo es sencillo y no hay conflicto posible. Cualquier acto suyo es el cumplimiento de un mandato del cielo. Acaso no prevé su utilidad; pero en un sentido elevado, en el plan divino del conjunto de las cosas y de los sucesos, su acto será útil, si bien él le hace, no porque va á ser útil, sino porque hay una ley que se le prescribe.

Cuando en ocasiones, ó ya en la vida real, ó ya en dramas y novelas, vemos alguna virtud muy calamitosa, y sentimos cierto deseo de que el héroe ó la heroína de la historia afloje un poquito en virtud que tantos infortunios acarrea, es porque estamos relajados, es porque no damos grande importancia al precepto moral, con cuya infracción se evitarían por lo pronto las calamidades.

No hace mucho tiempo asistí yo á la representación de un drama francés, cuya heroína es una comedianta.

No es La Tosca; es otro nombre italiano de otra prima donna, del cual, por más que hago, no logro ahora acordarme. Pero el nombre importa poco. Lo que importa es el caso, y el caso es que la comedianta es tan severa y tan púdica que de resultas unos se suicidan, otros se matan en desafío, otros son perseguidos por no sé qué tirano, y otros se mueren de hambre y de miseria. Si la comedianta, en vez de ser tan cogotuda, hubiese sido, como hablando de la feroz Lucrecia dice Lope en cierto famoso soneto,

.....más blanda y menos necia,

se hubieran ahorrado todos aquellos trabajos y desazones.

Pero claro está que esta idea de mirar la virtud como perjuicio y estorbo, ocurre porque la virtud es falsa, porque en el drama ó en el caso real se nota sensiblería de mal gusto que excita á tan grotesca broma.

Cuentan que el infante D. Alfonso de Portugal disgustadísimo con que Amadís, por ser tan fiel á Oriana, tuviese tan desesperada á la princesa Briolanja, enamorada de él, hizo que el autor portugués de un nuevo Amadís, ablandase el corazón de este héroe y le moviese á ser caritativamente infiel, por donde se salvó la vida de aquella augusta y hermosa señora, y aun se dió vida á dos principillos gemelos, con ligero menoscabo de la gentil Oriana. Pero luego Garci-Ordóñez de Montalvo volvió á poner la verdad en su punto, y convirtió á Amadís á su inmaculada fidelidad primitiva, sin la cual no hubiera acabado jamás la aventura de la Insula Firme, pasando por debajo del arco de los leales amadores, porque la estatua encantada le hubiera derribado con el espantoso son de su trompeta, en vez de celebrar su honestidad y su triunfo con una clarinada melodiosa y apacible.

Más patente se ve aún el peligro de subordinar lo bueno á lo útil, ó de identificar ambas calidades, en el cuento de Voltaire, titulado «Cosi-Santa», linda dama de Hipona, cuya fidelidad conyugal dió ocasión á crímenes y desventuras, y que luego, con ser tres veces infiel y con tres distintos galanes, salvó la vida de su marido, de su hermano y de su hijo. Por donde supone Voltaire que Cosi-Santa murió en olor de santidad y hasta que la canonizaron y pusieron en su sepulcro:

Chico mal y mucho bien.

Y tal vez el infante D. Alfonso de Portugal y Voltaire y otros muchos sujetos así, de manga ancha, tendrían razón, si lo útil y lo bueno se confundiesen: si no hubiese, por cima y con plena independencia de toda utilidad, el deber, el decoro y la honra; si no resonase con imperio en el fondo de nuestra alma aquel mandato que tan bien expresa Juvenal, aun siendo gentil, estigmatizando al que consiente en

.....vítam preferre pudori

Et propter vitam vivendi perdere causas.

Lo singular es que Littré, en el escrito titulado Origen de la idea de justicia, conviene en la distinción entre lo bueno y justo y lo útil. Dice que los que confunden lo útil con lo justo «causan detrimento al rigor de las nociones y á la claridad de las cosas.» Y confiesa también Littré que la inmoralidad inspira aversión; que es espontáneamente odiada y despreciada, aunque no cause ningún perjuicio. Después añade: «Cuando obedecemos á la justicia, obedecemos á convicciones muy semejantes á las que nos impone la vista de la verdad. De ambos lados es mandato el asentimiento: ya el mandato se llame demostración, ya se llame deber.»

Tenemos, pues, que el deber no nace empíricamente y por experiencia, sino que se impone con imperio y graba sus irrevocables preceptos en la conciencia por buril penetrante y con indeleble escritura.

Imposible parece que, después de esta afirmación de lo absoluto, de lo imperativo y de lo independiente y superior á lo útil que es lo justo, venga Littré á fundar la idea de la justicia y de toda moral en la concordancia ó equilibrio de dos impulsos, del egoísmo y del altruísmo. Y más insuficiente, ruín y frágil aparece aún el fundamento de Littré cuando añade que dicho egoísmo y dicho altruísmo proceden de dos necesidades del hombre: la de alimentarse y la de propagar la especie.

Aunque me tilden de criticón y descontentadizo, ¿cómo no he de reirme y burlarme de estos descubrimientos de la ciencia novísima, ciencia de experiencia, de observación, que no da brincos, que va con pies de plomo y con el método más severo, y que después de mucho afanar, se descuelga con semejantes antiguallas, olvidadas ya de puro sabidas?

¿Quién ha de negar que dos cosas mueven al hombre, según afirma Aristóteles, chistosamente citado por el famoso Juan Ruiz, arcipreste de Hita; mantenencia y ayuntamiento con fembra? Es verdad que el deseo de mantenerse y el de propagarse son los dos móviles primeros de todo sér con vida; de

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