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IV.

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Cuando alguien censura la prolijidad y el reposo con que voy estudiando el folleto de usted, digo yo para disculparme que en él se tocan todas las cuestiones y que su propósito es la renovación del mundo, convertido en Edén luminoso, la paz perpétua, el crecimiento harmónico de la sociocracia universal y otras mil estupendas é inauditas felicidades. El asunto merece, pues, que le consideremos con atención.

Todo ello y más ha de lograrse con una buena moral; la de usted es excelente, y yo no niego que la moral es medio adecuado y eficaz para llegar á donde nos proponemos.

En lo que no estoy conforme es en que la buena moral pueda existir sin un fundamento metafísico ó religioso.

No veo la necesidad, ni siquiera la conveniencia de esa impiedad de que usted hace alarde y que cuenta hoy con ilustres divulgadores y apóstoles en todo el Nuevo Mundo.

No demuestra esto que las creencias se vayan perdiendo ahí, sino la actividad intelectual y la libertad completa de conciencia y de palabra, la cual da razón de sí, tanto en el aumento y prosperidad de la Iglesia católica, que levanta en Nueva York y en otras grandes ciudades catedrales espléndidas, como en el nacimiento de sectas cristianas disidentes; como en la propagación de las más extrañas religiones, por ejemplo la de Budha, que ya tiene en Boston sectarios y templo; como en la predicación del ateísmo en todos sus grados.

El más singular, ingenioso y elocuente predicador del ateísmo en toda América es, en mi sentir, el coronel Roberto Ingersoll. Hombre de no escaso saber, de variadísima lectura, atento y enterado de cuanto se piensa en Europa, se puede afirmar que es un positivista como usted. Véase lo que dice de Augusto Comte.

«En el cerebro de este hombre grande despuntó la aurora del día dichoso en que la humanidad será la única religión, el bien el único Dios, la felicidad general el único propósito, la indemnización la única pena, el error el único pecado, y el afecto, guiado por la inteligencia, el único Salvador del mundo. Esta aurora enriqueció la pobreza de Augusto Comte, iluminó las tinieblas de su vida, pobló su soledad con millones de seres que han de nacer para la progresiva ventura, y llenó sus ojos de tiernas lágrimas de satisfacción y de orgullo. La gloria de Napoleón se disipará: sólo se recordarán sus crímenes: y Augusto Comte será fervorosamente acatado y amado como bienhechor de la especie humana.»

A fin de llegar á esta meta en la carrera de nuestro progreso, á fin de entrar en el Edén y gozar de todos los sazonados frutos del árbol de la ciencia, importa arrojar á empellones al querubín de la superstición que defiende la puerta, y arrancar de su diestra la espada de fuego.

Por esto Ingersoll es más enemigo que usted de la religión, y de Dios sobre todo.

Para él, uno de los más benéficos sabios que hay ahora en la docta Alemania, es Ernesto Hæckel, «no sólo porque ha demostrado las teorías de Darwin, sino también la monística concepción del mundo. Hæckel ha demostrado que no hubo, ni hay, ni pudo haber Creador de cosa alguna. Ingersoll celebra mucho también á Herberto Spencer, pero se le deja atrás. Conviene con él en que toda ciencia nace de la observación de los sentidos: pero no se limita al agnosticismo de lo demás. Al poner lo desconocido, lo tal vez para siempre incognoscible, se afirma en cierto modo que existe ó que puede existir. Dios es, por lo menos, una conjetura. Y si para la ciencia de nada sirve, Dios queda para que el alma humana llegue á él por la fe y por el amor, y de él se valga para fundar sociedad, leyes y preceptos morales.

Nótese cómo del agnosticismo pudiéramos llegar á un sistema irracional profundamente religioso. Al cabo Bonald, de Maistre y Donoso Cortés, no llegaron de otra suerte á su empecatada y tiránica teocracia.

De aquí que Ingersoll no se contente con ser agnóstico. No dice que no sabe de Dios, sino rotundamente niega que exista. Así lo va predicando por escrito y con la palabra hablada.

Es Ingersoll alto y fuerte, hermoso de rostro, blanco y rubio, casi sin barba, simpático y elocuentísimo. Da conferencias en teatros y en grandes salones, ya á duro ya á dos duros la entrada, y la multitud acude á oirle y le aplaude con entusiasmo. Sus discursos tienen todos los tonos. Ya son tan floridos, líricos y abundantes como los de Castelar, á pesar de la concisión de la lengua inglesa, ya patéticos y tiernos, ya trágicos y terribles, ya chistosos y amenos hasta rayar en la chocarrería. Su casa está en Washington donde vive elegantísimamente, entre pinturas y lindos objetos de arte, pero de vez en cuando sale á predicar, y ya predica en Filadelfia, ya en Nueva Orleans, ya en San Francisco, ya en Chicago.

Sus conferencias corren impresas en lujosas ediciones, de que se venden miles y miles de ejemplares.

Para el vulgo pobre se ha hecho en Chicago un Catecismo ó Vademecum, titulado Ingersolia, joyas del pensamiento, donde está reunido lo más sustancial y capital de este apóstol.

Coincide Ingersoll con usted en el profundo, y á mi ver, sincero amor á la humanidad; pero se extrema más aún que usted en creer lo contrario de lo que piensan los deístas y los católicos: en que ese amor á la humanidad se funda en el amor de Dios. Para Ingersoll el amor de Dios se opone al de la humanidad, y por eso le odia. Uno de sus argumentos es decir que, si Dios se le llevase al cielo y él supiese allí que su mujer, ó algún hijo suyo, ó algún amigo, mientras que Dios le daba á él bienaventuranza, estaba atormentado en el infierno por toda una eternidad y con atroces castigos, sería él un villano y un miserable si no dijese á Dios: ó tráigame aquí también á los míos, y no me los maltrate tan ferozmente, ó envíeme con ellos, que yo no quiero esta infame gloria que me concede.

Harto se nota que tales argumentos podrán ir contra determinados dogmas de ésta ó de aquella religión positiva, por los cuales dogmas volverán los teólogos de la dicha religión; pero en nada quebrantan la firmeza del alto concepto metafísico y racional que de Dios nos formamos.

Por lo demás, en la moral y en los arreglos, usted é Ingersoll coinciden, salvo que en la Circular no entra usted en tantos pormenores como el yankee.

Su moral parte de la sentencia famosa mens sana in corpore sano.

De aquí que Ingersoll dé muchas reglas para la higiene y buena alimentación. Good cooking is the basis of civilization. La buena cocina, dice, es la base de la civilización. Así es que el Coronel recomienda á todas las mujeres que aprendan á guisar y á todos los maridos que den qué guisar en abundancia á sus mujeres. Sin esto no hay rica sangre en las venas, ni pensamientos sublimes, ni valor, ni paciencia, ni nobles impulsos. Todo proviene de buenos y suculentos beefsteaks. Así es que Ingersoll quiere que un beefsteak se haga muy bien: explica el modo de hacerle; y propone que se promulgue una ley castigando como un crimen, con bastantes días de cárcel en negro calabozo, al que ó á la que condimente un beefsteak malo, sobre todo echando á perder un buen solomillo. En suma, el arte culinario es para Ingersoll una de las bellas artes. Es como la música y la poesía, y además da sér á la poesía y á la música.

Pero elevándose luego Ingersoll, no es menos sublime que usted en sus moralidades.

La mujer no se puede quejar de los positivistas; todos la adoran, todos la ponen por las nubes. Ninguno quiere, es cierto, que sea electora, ni guerrera, ni diputada, ni ministra; pero es porque todos le dan más alta misión y más hermoso empleo. La mujer será la diosa, la santa, la musa, lo ideal, lo celeste. Cuando estemos en pleno positivismo, la mujer, como dice usted, desplegará mayor virtud, alcanzará felicidad y gloria sin iguales. «Fuente inagotable de los más puros afectos, ella será el símbolo de la abnegación y de la ternura. En la más augusta de las funciones, la de madre, creará fervientes servidores de la humanidad; en su carácter de esposa, endulzará la existencia del hombre y le alentará al cumplimiento de sus deberes; como hija, fortalecerá en el padre el más altruísta de los sentimientos, la bondad. Para todas las condiciones sociales será la mujer divina Providencia. Su santa imagen resplandecerá en los altares, domésticos y públicos.»

Antes de que llegue el triunfo del positivismo, la mujer hará más que el hombre para este triunfo. Usted así lo espera, y sobre todo de la mujer española ó de casta española, ya que es de la casta ó patria de la sublime Santa Teresa. Unas, las escritoras, guiarán á los hombres con sus escritos. Otras, presidiendo el salón social, ejercerán influjo intenso y saludable. «Coronadas de modestia, dulzura y pureza, reinarán sobre los hombres, encaminándolos con persuasivas insinuaciones al positivismo. Talentos perdidos, voluntades inertes, recibirán de ellas luz y vida. A cuantos las conozcan alcanzará su radiante inspiración. Y muchos seres decaidos, que veían ya cerrada la senda de una digna existencia, emprenderán, regenerados del todo y sin mirar hacia atrás, una fructuosa carrera de servidores del linaje humano. Esas santas mujeres serán, ciertamente, madres espirituales de innumerables hombres, hechos de nuevo con su bendito influjo. Completamente desinteresadas en su celo religioso, gozarán de altruísta satisfacción al ver cómo aumentan los buenos obreros, crece la buena doctrina y la sociedad se reconstituye sobre bases inconmovibles.»

Ingersoll no es menos entusiasta que usted de las mujeres. «Los hombres, dice, son encinas, las mujeres vides y los niños flores; y, si hay cielo, la familia es el cielo. El cielo está donde la mujer ama á su marido y el marido ama á su mujer y los redonditos brazos (dimpled, con hoyuelos) de los niños enlazan el cuello de ambos.»

En el hogar está el templo, la bienaventuranza, la gloria del hombre, y de este templo es la mujer divinidad y sacerdotisa á la vez. Sin este templo, el mundo sería un horror, y los seres humanos bestias feroces. Así da Ingersoll á la mujer no menos redentora, beatificante é inspiradora misión que la que usted le atribuye. Para ello entra en pormenores y hasta prescribe que la mujer se vista y se adorne mucho, con aseo y de última moda. «Yo digo á toda muchacha y á toda mujer, aunque la tela del vestido sea barata y ordinaria, que el vestido esté cortado y hecho in the fashion. Gusto también de joyas. Alguien censura como uso bárbaro el llevar muchos dijes; pero, á mi ver, el llevarlos es la primera prueba que da la persona bárbara de que desea civilizarse. El adorno está en nuestra condición natural, y tal deseo se advierte por donde quiera y en todo. A veces imagino que este deseo, sentido por la tierra, hizo brotar las flores, pintó las alas de mariposas y libélulas, cuajó las perlas en las conchas, y dió á los pájaros su plumaje y su canto. ¡Oh, mujeres solteras y casadas, si queréis ser amadas, adornaos, y si queréis estar bien adornadas, sed hermosas!»

Justo es confesar que el respeto, el amor y la delicada consideración á la mujer en ningún país rayan más alto que en los Estados Unidos. Los hombres, luchando allí con la naturaleza para domarla y hacerla útil á nuestra especie, buscando ó creando la riqueza, y en otros negocios prácticos, que son raíz de la poesía, pero no son la poesía, dejan y casi prescriben que sean poéticas las mujeres. Ellas procuran cumplir la prescripción, y con frecuencia la cumplen. Suelen ser bonitas y gallardas. Con cierta libertad é independencia, que les dan el carácter y la costumbre, en los ademanes, en la palabra y hasta en el andar, tienen lozanía, majestad y brioso aunque honesto desenfado, como el de Diana cazadora. El respeto de que todos los hombres las rodean, sin piropearlas con impertinente grosería, cuando las ven solas, hace que puedan ir solas sin que las vigile ó las chaperone ninguna dueña. Y sin pedantería, sino naturalmente, estudian mucho de ciencias, y de literatura, y á veces hablan varias lenguas vivas, y no es raro que sepan también latín y griego.

De aquí que esa misión civilizadora, beatificante é inspiradora de la mujer, tal vez no se ve más clara, en parte alguna, que en los Estados Unidos.

La hermana del actual presidente de aquella república, miss Rosa Isabel Cleveland, notable escritora, ha querido cifrar y condensar, en el más elocuente y sentido de sus Estudios, esta misión de la mujer. Estriba en una virtud que miss Cleveland llama fe altruísta, y éste es también el título de su Estudio.

Por dicha para todos nosotros, aunque sea desgracia para usted, para Ingersoll, y aun para Comte y Littré, esta fe altruísta, ó dígase fe en otro y no sólo en uno mismo, brota, según la hermana del presidente, no de la negación de Dios, sino de la fe en Dios.

La mujer es más capaz de fe que el hombre, y esto la habilita para ejercer una función social de la mayor trascendencia: descubrir la aptitud del amigo, del hijo, del hermano, del amante ó del esposo, revelar á él su propio valer, alentarle y entusiasmarle, y darle impulso para que cumpla su vocación y su destino.

El prototipo y dechado de esta fe altruísta le halla miss Cleveland en Cadiyah, primera mujer de Mahoma, que descubrió cuánto valía Mahoma, y le amó y le animó y le confortó cuando por los hombres todos era desdeñado. El Profeta, victorioso ya y en toda su gloria, recordaba siempre con lágrimas de amor á su Cadiyah, que murió anciana, y no se consolaba de haberla perdido. Su hermosa y joven esposa, Ayesha, le dijo, «¿Por qué no te consuelas? ¿No era ya anciana? ¿No te ha dado Dios, en lugar suyo, otra mujer mejor?» El Profeta respondió entonces con efusión de honrada gratitud. «No hubo nunca mujer mejor que ella. Ella creyó en mí cuando los hombres me despreciaban.»

Yo encuentro este oficio muy propio de la mujer y creo que ella con frecuencia le ha ejercido. Por cada Onfale, por cada Dalila, causa de perdición de Hércules y de Sansones, ha habido siempre miles de Cadiyahs para todos los Mahomas chicos y grandes.

El oficio, sin embargo, no he de negar yo que es para la mujer harto peligroso. El primer peligro es el engaño en que puede caer la mujer, creyendo descubrir la aptitud de sabio, de poeta, de héroe ó de santo; en el hombre que tal vez la atrae y la fascina por otras aptitudes. Y es el segundo peligro que, aun no equivocándose en el descubrimiento de la buena aptitud, puede ocurrir que la mujer descubridora la halle en hombre que sea, en todo lo demás, indigno, perverso é ingrato. Cadiyah acertó en todo con su Mahoma; pero no acertó en todo, por ejemplo, Mad. de Warens con su Rousseau. Sin ella Rousseau quizás no hubiera sido nunca mucho más que lacayo; pero Rousseau, en lo tocante á gratitud, siguió lacayo y se quedó á infinita distancia de Mahoma.

Pongo aquí esto como aviso y reparo para que las mujeres, cuando cadiyehen, lo hagan con la debida circunspección; pero lejos de tirar á la invalidación del discurso de Miss Cleveland, le aplaudo y acepto la doctrina. Nada más útil y agradable que el cadiyého. Es verdad que madres y hermanas pueden ser Cadiyahs; pero lo más común es que lo sean las enamoradas. Por eso el cadiyého está en íntima relación con el flirt.

En el Maestro de ustedes, en el Mahoma de ustedes, en Augusto Comte, se advierte la verdad de esto que digo. Su verdadera Cadiyah es la amiga; es Clotilde de Vaux. Las otras dos mujeres son como a-lateres y nada más.

La una resucita en el recuerdo evocado por Clotilde: la otra es como apéndice del afecto á Clotilde: Rosalía Boyer, madre del Maestro, y Sofía Bliaux, su hija adoptiva.

Entusiasmado usted con esto, coincide con miss Cleveland en la exaltación de la mujer y en su nobilísima misión de descubridora y aguzadora de aptitudes. Elocuentísimo está usted en todo esto, y quisiera yo citar mucho de lo que usted dice; pero aquí no cabe. Baste con algo.

«Preciosa—dice usted—es la intervención de la mujer en las labores del hombre. Dada su índole altruísta, ella es quien sabe despertar las más santas emociones de donde sólo emanan acciones fecundas. En este sentido idealizóla la antigüedad en las Musas, y la Edad Media en la Virgen Madre, que resume á las Musas completamente purificadas. Pero cábele al Dante la gloria insigne de haber cantado proféticamente en su maravilloso poema la función normal de la mujer. Es su amada Beatriz quien le salva de sus extravíos, quien disipa las dudas de su espíritu, quien enciela su alma.»

De esta suerte convierte usted á Dante en uno de los precursores del positivismo.

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