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ESPAÑA DESDE CHILE
(Á DON JORGE HUNEEUS GANA)

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No puede usted figurarse, distinguido y generoso amigo, el susto que me ha causado, sin quererlo ni preverlo.

Hace justamente tres años recibí una carta de usted pidiéndome noticias sobre mi persona y escritos y sobre literatura española en general. Era tan amable la carta, que, si bien yo no conocía á usted y apenas atiné entonces á descifrar la firma, no quise dejar la carta sin contestación. Tomé la pluma y contesté á todo correr lo que se me ocurrió en aquel momento.

Yo no hago borrador de nada mío, y menos de cartas. Aunque hiciera borrador no le guardaría.

En cuanto á las cartas que recibo, rompo las más. Sólo reservo las muy interesantes. La de usted, sin lisonja, hubo de parecérmelo. Doy por evidente que la reservé sin romperla.

Pero en el resultado final confieso que es idéntico que yo rasgue ó guarde las cartas. Guardarlas equivale á echarlas en un caos, en un abismo; tal es el desorden de mis papeles. Y cuando el cúmulo de ellos, que en este abismo cae, rebosa, digámoslo así, ya en una mudanza, ya en un viaje, ya sólo por obra y gracia de la limpieza ordinaria, la escoba del criado, el fuego ó bien otro elemento destructor se los lleva ó los consume.

No ha de extrañar usted ni atribuir á poco aprecio de parte mía el que yo ignore si la carta de usted se destruyó ó está aún escondida entre papeles míos. Cúlpese mi falta de orden, falta que lamento, pero de la que nunca supe ni sabré enmendarme.

Apunto aquí todo esto para explicar con franqueza por que á poco sin duda de recibir la carta de usted y de contestar á ella, tenía yo completamente olvidadas la carta y la contestación. A los tres años (perdónemelo usted) yo, dada mi condición natural, no podía recordar á usted ni menos que le había escrito.

De aquí mi sorpresa y mi sobresalto cuando alguien que recibió, días antes que yo, los Estudios sobre España, me dijo que su autor, un chileno, publicaba en el citado libro cierta carta mía, donde le hablaba yo de literatura y de literatos españoles.

¿Qué habré yo dicho, imaginando que mi carta no se daría al público con mi firma, y tal vez en un momento de mal humor? Esta era la pregunta que yo me hacía.

Luego que recibí los Estudios sobre España, busqué mi carta, la leí y se me quitó un peso de encima. Se me figura que estuve juicioso. Nada de censuras crueles contra nadie, y nada tampoco de encomios exagerados. Sólo tuve y tengo que lamentar mi absurdo olvido (tan á escape y sin pararme á pensar hube de escribir á usted) de no pocos nombres de personas ilustres en la lista que yo le enviaba. Por lo mismo que le tengo más presente y que en mi sentir vale más que los otros, no puse, por ejemplo, entre los autores dramáticos á D. Manuel Tamayo y Baus. No menté entre los poetas ni á Rubí, ni á Sánchez de Castro, ni á José Alcalá Galiano, que es á mi ver de los mejores, y además sobrino mío. En suma, omití nombres que por todos estilos eran más dignos de memoria para mí y para todo el mundo que bastantes de los que cité.

Fuera de estos deplorables defectos, repito que mi carta me pareció juiciosa. Su lectura me devolvió la tranquilidad.

Y no suponga usted que el haberla perdido implique algo de singular doblez en mi carácter; que yo por modo de ser propio, celebre en público y muerda en secreto. Nada más contrario á mi carácter. Lo que sucede es que, en el día, hay en España una propensión general á incurrir en ese vicio, contra el cual clamo yo siempre, pero del que temo dejarme llevar como todos.

Y no es falsía endémica, no es perversidad colectiva de la que todos estemos plagados; es que todos estamos muy abatidos y en el fondo del alma nos juzgamos con harta severidad. De aquí la maledicencia, sin que la cause la envidia ni otra pasión ruín. Y en cuanto al encomio público disparatado, que comunmente se llama ahora bombo, es una inevitable mala maña que hemos tomado. La llamo inevitable, porque son tales el tono y el estilo que prevalecen, que toda alabanza moderada y razonable suena como desdén y menosprecio.

Dicho esto, que debo yo decir aunque me haga pesado, voy á hablar de su obra de usted. Consta de dos tomos (cerca de mil páginas entre los dos) tan llenos de noticias sobre mi país, que no me explico cómo me escribió usted pidiéndomelas cuando podía dármelas y cuando ahora en efecto me las da.

Con vergüenza lo declaro: yo no he leído ni la quinta parte de los autores contemporáneos españoles, cuyas obras usted examina: ni por el nombre sólo conocía yo á la mitad de ellos. Se ve que usted ha hecho que le envíen á Santiago de Chile, y que ha estudiado con amor, cuanto en España se ha escrito y publicado en este siglo.

Joven usted de poco más de veinte años, entusiasta y fervoroso amante de su patria, extiende este amor á la metrópoli, á la madre de su patria, y se pinta y nos pinta una España vuelta á su más radiante esplendor, ilustradísima, fecunda hoy como nunca en claros ingenios, en poetas, sabios y artistas.

Líbreme Dios de denigrar á mi país. Líbreme Dios hasta de formar de él pobre concepto. Pero no por modestia, sino por justicia, no quiero, ni puedo, ni debo aceptar tanta alabanza, como la generosidad de usted y su afecto filial nos prodigan. Si insisto en afirmar, como en mi primera carta á usted afirmaba, que «en España se nota hoy cierto florecimiento literario, y no se escribe poco», todavía hallo que, desde esta afirmación mía hasta el triunfante panegírico de usted, media distancia enorme. Por mi calidad de español me considero, pues, obligado á la más profunda gratitud hacia usted, y por lo que usted dice de mí, á gratitud aún más profunda; á mostrársela, y á declarar que rebajo nueve décimas partes de mi ración de elogios, atribuyéndolos á bondad magnánima de usted, y me doy por pagado y contento con la otra décima parte. No me es lícito disponer del incienso que usted da á los demás escritores españoles, pero me atrevo á aconsejarles que acepten sólo la mitad ó la tercera parte, y consideren el resto como despilfarro que usted hace, arrebatado por su cariñosa largueza.

Esto nos conviene hacer, agradeciéndolo todo. Pero ¿es buen medio de agradecer, dirá usted, y si usted no lo dice no ha de faltar quien lo diga, que los mismos encomiados echen en cara al autor los extravios de crítica que presuponen sus encomios.

A esto respondo que no me queda otro recurso. Al libro de usted no puedo responder con el silencio, ni puedo tampoco faltar á la sinceridad en lo que responda. Por dicha, esos extravíos se justifican ó disculpan con razones que honran á usted muchísimo. Nacen de su entusiasmo juvenil y de su amor á los de su casta y lengua. Ya usted se corregirá en otros libros que escriba, y será justiciero ó más sobrio de admiración.

Entretanto, aun exponiéndome á que digan los maldicientes que nosotros, á pesar de ser casi antípodas, nos escribimos para piropearnos y nos armamos de sendos turibulos eléctricos, á fin de que el incienso mutuo trasponga el Atlántico y la cordillera de los Andes y nos adule las narices, no quiero callarme ni dejar de sostener que me maravilla el extraordinario saber y la abundantísima lectura que su libro de usted demuestra.

Cuadro completo de la España política, social, científica, artística y literaria, en el siglo presente, el libro está dividido en tres partes. La primera: Estudios generales. La segunda: Estudios bibliográficos. Y Estudios literarios, la tercera.

En los tres Estudios se advierte un espíritu de contradicción, exaltado por ese malhadado y pretencioso menosprecio, que, como dice usted, hay en Chile, aunque ya va de caída, contra todo lo español. Esto convierte su libro de usted en defensa ó apología; esto disculpa, en cierto modo, la exageración en las alabanzas.

He de confesar á usted también que en ellas advierto desproporción: á saber, que con muchos es usted tan pródigo, que proporcionalmente es corto con otros. En absoluto, á casi todos, en mi sentir, empezando por mí, nos tasa usted en bastante más de lo que valemos.

Como es usted tan joven, y como nos declara con delicada modestia que su libro no es libro, sino notas y proyectos para escribir un libro, los cuales proyectos y notas saca prematuramente á luz, cediendo á los ruegos de un amigo, mis observaciones no deben valer como censura. Si yo las pongo es para que valgan, aunque sean en daño mío, cuando aparezca esa otra obra más meditada y más completa que, según usted nos anuncia, acaso pueda escribir algún día.

Dispénseme usted que insista, hasta con pesadez en mis reparos. Lo hago por el interés que usted me inspira, y que no tiene que agradecerme, ya que la apología de usted, si no pecase por desproporción ni por exageración, nos lisonjearía más y nos sería mucho más útil.

Esa misma desproporción, que noto yo en sus juicios de usted, no nace de parcialidad apasionada, sino de que usted ó bien conoce á unos autores más y por eso los celebra más que á los que conoce menos, ó bien por ser su obra un conjunto de estudios hace usted resaltar á los que son objeto especial de cada estudio, y deja á los otros eclipsados ó en la sombra. De aquí que Revilla, Bactrina y yo, salgamos mejor librados que los otros, salgamos encomiados con exceso.

Fuera de esto, y cuando habla usted en general, muestra usted en sus juicios la equidad y el tino más benévolos, sin que los ofusque ningún espíritu de partido, del cual, por lo mismo que vive usted tan lejos, no puede dejarse influir.

Así tienen, á mis ojos, tanta autoridad las sentencias de usted en desagravio de los autores españoles, injustamente maltratados por críticos españoles. Su voz de usted viene, desde el otro extremo del mundo, á dar la razón á quien la tiene y á tildar de injustas, de apasionadas y de falsas no pocas censuras.

Salvo algún levísimo error en los pormenores, disculpable en quien escribe sobre cosas de aquí desde tan lejos, me parece usted discretísimo y guiado por alto é imparcial criterio, cuando dice que «la crítica estrecha y pequeña no se estila hoy sino cuando se quiere rebajar, con el insuficiente apoyo de yerros aislados y de versos sueltos, méritos verdaderos que por fortuna resisten siempre tan poco elevados ataques.»

«Digan esto por mí, añade usted, las reputaciones de Zorrilla, Gil y Zárate, Rubí, Escosura, Mesonero Romanos, duque de Rivas, Martínez de la Rosa y otros, que tan gloriosamente han resistido las malignas críticas de Villergas; las de Velarde, Ferrari, Cánovas y otros, que no han sufrido ni sufrirán nada con los sermones apasionados de Clarín: las de Echegaray, Cano y Sellés, que se abrillantan más cada día, á pesar de las nimias observaciones de Cañete; y las de Menéndez Pelayo, marqués de Valmar, marqués de Molins, conde de Cheste y otros más, para cuya justa apreciación el público ilustrado desprecia las pueriles invectivas de Venancio Gonzalez (Valbuena).»

No quiero ni puedo extenderme más sobre la primera y la tercera parte de los Estudios de usted.

Voy á decir algo sobre la parte segunda: sobre los curiosísimos Estudios bibliográficos.

La idea de hacerlos, según usted mismo confiesa, se la sugirió á usted Menéndez Pelayo; pero es justo asegurar que, atendido el modestísimo título de notas y proyectos, la tal bibliografía es rica y no deja de estar á veces bien razonada ó comentada. Es un catálogo de libros franceses, italianos, ingleses, alemanes, hispano-americanos y yankees, que tratan de España, y que pasan de cuatrocientos, aunque usted sólo cita los que se han publicado desde 1808 hasta ahora.

Ya que su obra de usted sobre España no es definitiva y ya que usted piensa mejorarla y completarla con el tiempo, usted me perdonará las siguientes observaciones y excitaciones:

1.ª Que ponga en este catálogo orden que facilite buscar en él cualquier libro: ya sea el orden por materias, ya alfabético por nombres de autores, ya cronológico.

2.ª Que añada cuantos libros faltan ó sepa usted que faltan por citar, á fin de que el catálogo sea completo en lo posible.

Y 3.ª Que distinga mejor las obras de cuya lectura resulte un concepto bueno de España, aunque en parte se censuren muchas cosas de nuestro país; las obras que tiran á desacreditarnos y son una franca y horrible diatriba, como la del marqués de Custine, por ejemplo; y las obras más comunes donde á vuelta de pomposas alabanzas á lo pintoresco del paisaje, de los monumentos, de los trajes y de las costumbres, ya por odio, ya por ignorancia y ligereza, ya por afán de referir hechos portentosos y usos rarísimos, ya por el mal humor y la bilis que nuestros guisos y nuestro aceite han infundido, no pocos viajantes extranjeros han hecho de nosotros la más lastimosa caricatura. No he de negar que haya algún fundamento. ¿Qué individuo ni qué colectividad no ofrece lado que se preste á lo ridículo? Nosotros además hemos dado, si no motivo, pretexto á que se abulte lo que hay de grotesco en nosotros, abultándolo y ponderándolo con amor, y mirándolo como excelencias y grandezas de nuestro sér egregio. Así el entusiasmo por el salero y los discreteos rudos de Andalucía, por la desenvoltura de chulas y majas, por los toros, por lo flamenco y por lo jitano, por los jaques, contrabandistas y demás gente del bronce, y por otros primores, que fuera de desear que nos entusiasmasen un poquito menos. Pero aun así, nada de esto justifica muchos chistes acedos de Dumas y de Gautier, y mil ofensivas invenciones de otros, entre los cuales descuella y resplandece el inglés Jorge Borrow, autor de La Biblia en España, libro por otra parte de los más amenos y disparatados que imaginarse pueden.

No voy á defender aquí nuestro romancero, ni menos el antiguo teatro español y el espíritu que le informa. Esto me llevaría lejos y no hay para qué dilucidarlo ahora. Sólo digo que no acepto las siguientes expresiones de usted: «Víctor Hugo y el grande Alfredo de Musset, poetas que tan bien estudiaron y tan bien supieron asimilarse el jugo sabroso del antiguo romancero y del teatro clásico español.» Yo no veo en D. Páez, en la marquesa de Amaegui, en Gaztibelza el de la carabina, en Rui-Blas, en Hernani y en el viejo Silva, vigésimo nieto de Don Silvio, cónsul de Roma, sino fantoches, personajes embadurnados con falso colorete local, y por consiguiente caricatos.

En resolución, yo no he de negar que usted y yo discrepamos en bastantes puntos. No se opone esto, sin embargo, á que yo aplauda el interesante trabajo de usted, á que me admire de lo mucho que usted ha leído y estudiado, á que celebre, como es justo, la facilidad, pureza y elegancia de su estilo; á que convenga perfectamente con usted en ese empeño en que todos los hombres de lengua ó raza española nos confederemos intelectualmente y para ello nos conozcamos mejor; y, por último, á que, sin aceptar las pródigas y bondadosas alabanzas con que usted me honra, las agradezca con todo mi corazón, asegurándole que ya no me olvidaré nunca de usted, ni del beneficio recibido, ni del alto valer de su ingenio, del que espero frutos más sazonados y abundantes para gloria de las letras españolas, en su general acepción.

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