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¿DEDICAREMOS MÁS TIEMPO A AQUELLOS QUE REALMENTE LO MERECEN? LA SOLEDAD PUEDE SER ADICTIVA

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Uno de los fenómenos más curiosos que vivimos cuando terminó la época del confinamiento fue el «síndrome de la cabaña». Al igual que ocurría con las personas que han pasado varios meses enfermos en un hospital o los reclusos que han pasado varios años en prisión, la perspectiva de recuperar la vida normal nos asustaba. Aislarnos nos resultó desagradable, pero nuestros mecanismos de supervivencia contrarrestaron esa sensación y, al cabo de unas cuantas semanas, estábamos hechos a no tener contacto con los demás. «Un ser que se acostumbra a todo; tal parece la mejor definición que puedo hacer del hombre», decía Fiódor Dostoievski.

En aquellos momentos se rescató el concepto de síndrome de la cabaña: una especie de fobia colectiva a volver a juntarnos entre nosotros. Parece como si muchos hubiésemos preferido seguir para siempre en la seguridad del hogar. El fenómeno era adaptativo: durante la pandemia, muchos entramos en un estado similar a la ataraxia, esa ausencia de ideal para aguantar los malos momentos. Desde los budistas hasta los estoicos, muchas escuelas de pensamiento han reivindicado la carencia de anhelos como técnica para soslayar la frustración, la evitación de la ira para aceptar lo que no podemos cambiar y la pasividad que lleva al sosiego interior. Era un estado que se aclimataba a aquellos momentos, la reacción normal ante circunstancias anormales. Pero por suerte, no duró mucho: en cuanto las nubes se despejaron, volvimos a desear hacer planes, a enfadarnos cuando las cosas no iban como queríamos y a ser proactivos en la búsqueda de nuestra alegría de vivir.

Aun así, en aquellos momentos muchos analistas nos recordaron el ejemplo de los hikikomoris, los adolescentes de Japón que se encierran en alguna habitación de su casa abrumados por el mundo exterior y no vuelven a salir en meses. Cientos de artículos periodísticos nos advertían de que quienes se apuntaron a esa forma extrema japonesa de fobia social acabaron por acostumbrarse a que la familia, resignada, se dedicara a pasarles comida. Por su parte, preferían asegurarse de que disponían de todo lo necesario para llevar una buena vida moderna: Play Station, juegos de ordenador, Internet... Nos inquietaron con la idea de que la sociedad corría el riesgo de «hikikomorizarse».

Cuenta Adolfo Bioy Casares que uno de los textos más antiguos de la historia de la humanidad es una tablilla babilónica en la que alguien se lamenta del rumbo que está tomando el mundo. Según el anónimo quejica, las nuevas generaciones han perdido todos los valores y el mundo se encamina a su fin. Es un hecho constatado: la queja intergeneracional es un placer onanista que llevamos ejerciendo desde hace miles de años. Para obtener gusto en esta práctica, buscamos siempre un archienemigo cultural, una costumbre de «los jóvenes de hoy en día» que nos negamos a entender porque está fuera de nuestro universo mental. El adversario de los que tenemos más de cuarenta años son las nuevas tecnologías. Los influencers sociales de las generaciones anteriores a los millennials hablan una y otra vez del aislamiento que producen las nuevas tecnologías. De hecho, protestaban contra esa supuesta hikikomorización social mucho antes de que llegara el coronavirus.

La mente del futuro

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