Читать книгу Cress - Марисса Мейер - Страница 11

Tres

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El satélite se sacudió cuando el módulo espacial de Sybil se desconectó del brazo de acoplamiento y Cress volvió a quedarse sola en la galaxia. A pesar de lo mucho que Cress anhelaba compañía, siempre era un alivio cuando Sybil la dejaba, y esta vez aún más de lo usual. Normalmente su ama la visitaba cada tres o cuatro semanas, apenas con la frecuencia necesaria para extraer otra muestra de sangre de manera segura, pero esta era la tercera ocasión en que se presentaba desde el ataque de los híbridos de lobo.

Cress no recordaba haber visto jamás a su ama tan ansiosa.

La reina Levana debía de estar cada vez más desesperada por encontrar a la chica cyborg.

–La nave de la ama se ha desacoplado –anunció la Pequeña Cress–. ¿Jugamos?

Si Cress no hubiera estado tan nerviosa por la visita, habría sonreído, como solía hacer cuando la Pequeña Cress le hacía esa pregunta. Era un recordatorio de que no estaba completamente sola.

Cress había aprendido hacía años que la palabra “satélite” provenía de una expresión en latín que significaba “acompañante”, “sirviente” o “adulador”. Las tres acepciones le resultaba irónicas, dada su soledad, hasta que programó a la Pequeña Cress. Entonces lo comprendió.

Su satélite le hacía compañía. Su satélite obedecía sus órdenes. Su satélite nunca la cuestionaba ni estaba en desacuerdo ni tenía molestas ideas propias.

–Tal vez podamos jugar después –dijo ella–. Será mejor que revisemos primero los archivos.

–Por supuesto, Hermana mayor.

Era la respuesta esperada. La respuesta programada.

Cress se preguntaba con frecuencia si ser una hermana mayor de verdad era así: tener esa clase de control sobre otro ser humano. Fantaseaba con programar a la ama Sybil con la misma facilidad con que había programado la voz del satélite. ¡Cómo cambiaría el juego si por una vez su ama tuviera que seguir sus órdenes en lugar de que fuera al revés!

–Encender todas las pantallas.

Cress se puso de pie ante su paisaje de pantallas transparentes, unas grandes, otras pequeñas, algunas desplegadas sobre el escritorio empotrado en el muro, algunas sostenidas de las paredes del satélite en ángulo óptimo para mirarlas sin importar en qué parte de la habitación circular estuviera.

–Limpiar todos los mensajes.

Las pantallas se pusieron en blanco, lo que le permitió mirar a través de los muros desnudos del satélite.

–Abrir archivos recopilados: Linh Cinder, 214 Rampion, Clase 11.3, emperador Kaito de la Comunidad Oriental. Y... –hizo una pausa, disfrutando la oleada de expectación que la invadía– Carswell Thorne.

Cuatro pantallas se llenaron con la información que Cress había estado recabando. Se sentó a revisar los documentos, que casi había memorizado.

La mañana del 29 de agosto Linh Cinder y Carswell Thorne escaparon de la prisión de Nueva Beijing. Cuatro horas después, Sybil le había dado a Cress una orden: encontrarlos. La instrucción, como descubrió Cress más tarde, provino de la misma reina Levana.

Reunir información acerca de Linh Cinder le había tomado solo tres minutos, pero casi toda la información que había encontrado era falsa. Una falsa identidad terrestre escrita para una chica que era lunar. Cress ni siquiera sabía cuánto tiempo había estado Linh Cinder en la Tierra. Simplemente había aparecido hacía cinco años, cuando (supuestamente) tenía once de edad. Su biografía incluía registros familiares y escolares previos al “accidente de nave” en que murieron sus “padres” y que hizo necesaria su cirugía cibernética, pero todo eso era falso. Al rastrear la ascendencia de Linh Cinder en solo dos generaciones se llegaba a un callejón sin salida. Los registros habían sido elaborados para engañar.

Cress miró la carpeta en la cual seguía descargándose información sobre el emperador Kaito. Su archivo era inmensamente más grande que los otros, como si cada momento de su vida hubiera quedado registrado y clasificado, desde grupos de admiradoras en la red hasta documentos oficiales del gobierno. Todo el tiempo aparecía información, pero había aumentado de manera explosiva desde el anuncio de su compromiso con la reina. Nada de eso era útil. Cress cerró las actualizaciones.

El archivo de Carswell Thorne había requerido un poco más de trabajo. A Cress le tomó cuarenta y cuatro minutos ingresar a los archivos gubernamentales de la base de datos del ejército de la República Americana y de otras cinco instituciones que tenían que ver con él, recabar transcripciones de juicios y artículos donde se mencionaban estos juicios, expedientes militares y registros de educación, licencias y declaraciones de ingresos, así como una cronología que comenzaba con su certificado de nacimiento y continuaba con los numerosos premios y reconocimientos que obtuvo mientras crecía, hasta su aceptación en el ejército de la República Americana, a la edad de diecisiete años. La secuencia se interrumpía después de su cumpleaños número diecinueve, cuando se extrajo el chip de identidad, robó una nave especial y desertó de las fuerzas armadas. El día en que se convirtió en un bribón.

Se reanudaba dieciocho meses después, el día en que fue encontrado y arrestado en la Comunidad Europea.

Además de todos los reportes oficiales, había una considerable cantidad de histeria y chismes entre los numerosos grupos de fanáticas que habían surgido ante el nuevo estatus de celebridad de Carswell Thorne. Desde luego, ni siquiera se acercaban a los del emperador Kai, pero parecía que a bastantes chicas terrícolas les resultaba atractivo este apuesto donjuán prófugo de la ley. Eso no le molestaba a Cress. Ella sabía que todos tenían una idea equivocada acerca de él.

En la parte superior del archivo había un holograma tridimensional de su graduación militar. Cress prefería esta imagen digitalizada a la infame fotografía de prisión que se había hecho tan popular, en la que guiñaba un ojo a la cámara, pues en el holograma vestía uniforme recién planchado con botonadura de plata reluciente y mostraba una sonrisa confiada.

Al mirar esa sonrisa, Cress se derretía.

Cada-vez.

–Hola de nuevo, señor Thorne –susurró al holograma.

Luego, con un suspiro de arrobamiento, volteó a la única carpeta que quedaba.

La 214 Rampion, Clase 11.3. La nave militar de carga que Thorne había robado. Cress sabía todo acerca de la nave, desde su distribución hasta su bitácora de mantenimiento (tanto la ideal como la real).

Todo.

Incluida su localización.

Con el toque de un dedo sobre la barra superior de la carpeta, sustituyó el holograma de Carswell Thorne por el de un mapa de coordenadas galácticas. La Tierra brilló tenuemente; los bordes ásperos de los continentes le resultaban tan familiares como la programación de la Pequeña Cress. Después de todo, había pasado la mitad de su vida observando el planeta a 26.071 kilómetros.

Alrededor del planeta titilaban miles de pequeños puntos que indicaban la posición de cada nave y satélite desde allí hasta Marte. Un vistazo le indicó a Cress que en ese momento podía mirar por la ventanilla que daba hacia la Tierra y ver una nave exploradora de la Comunidad que pasaría junto a su satélite no identificado. Hubo un tiempo en que ella habría estado tentada de enviar un saludo, pero ¿qué sentido tendría?

Ningún terrícola confiaría jamás en una lunar, y mucho menos la rescataría.

Así que Cress ignoró la nave, tarareando para sí mientras eliminaba los pequeños marcadores del holograma hasta dejar solo el que identificaba a la Rampion. Un solo punto amarillo, desproporcionado en el holograma, de forma que ella pudiera analizarlo en el contexto del planeta que estaba debajo.

Volaba 12.414 kilómetros por encima del océano Atlántico.

Desplegó la identificación de su propio satélite en órbita. Si alguien trazara una línea de su satélite al centro de la Tierra, atravesaría la costa de la Provincia de Japón.

No estaban cerca. Nunca lo estaban. Después de todo, era una enorme zona orbital.

Ubicar las coordenadas de la Rampion había sido uno de los mayores retos en la carrera de Cress como hacker. Aun así, le había llevado solo tres horas y cincuenta y un minutos lograrlo, y todo ese tiempo su pulso y su adrenalina estuvieron a tope.

Ella tenía que encontrarlos primero.

Porque tenía que protegerlos.

A fin de cuentas, había sido cuestión de matemáticas y deducción. Utilizó la red del satélite para captar los pulsos de todas las naves que orbitaban en torno a la Tierra. Descartó aquellas que tenían rastreadores, pues sabía que a la Rampion se lo habían quitado. Luego excluyó aquellas que eran demasiado grandes o demasiado pequeñas.

La mayoría de las naves restantes después de esa selección eran lunares y, desde luego, esas ya estaban bajo su control. Durante años había estado interrumpiendo sus señales y confundiendo sus ondas de radar. Muchos terrestres creían que las naves lunares eran invisibles gracias a un truco mental. Si tan solo hubieran sabido que en realidad era una insignificante caparazón la que les causaba tantos problemas...

Al final, solo tres de las naves que orbitaban la Tierra cumplían los criterios de selección, y dos de ellas (sin duda naves piratas) no perdieron tiempo para aterrizar en la Tierra cuando se dieron cuenta de que estaba en marcha una enorme búsqueda espacial en la cual no querían quedar atrapados. Por curiosidad, Cress revisó después los registros policiacos terrestres sobre su acercamiento y encontró que ambas naves habían sido descubiertas cuando reingresaron en la atmósfera de la Tierra. Delincuentes tontos.

Eso dejaba solo una nave. La Rampion. Y a bordo de ella, Linh Cinder y Carswell Thorne.

En los doce minutos posteriores a su ubicación, Cress bloqueó cualquier señal que los pusiera en riesgo de ser localizados, usando el mismo método. Como por arte de magia, la 214 Rampion, Clase 11.3 se había esfumado en el espacio.

Luego, con los nervios agotados por la tensión mental, se dejó caer sobre su cama desarreglada y miró al techo con una sonrisa radiante. Lo había logrado. Los había hecho invisibles.

Un pitido sonó en una de las pantallas y desvió la atención de Cress del punto flotante que representaba a la Rampion. Se dio vuelta e hizo un gesto de dolor cuando un mechón de cabello se atoró en las ruedas de la silla. Lo zafó de un tirón mientras con la otra mano interrumpía la hibernación de la pantalla. Un movimiento de sus dedos agrandó la imagen.

Teorías conspirativas de la tercera era

“No otra vez”, murmuró.

Los teóricos de las conspiraciones se habían vuelto locos desde la desaparición de la chica cyborg. Algunos decían que Linh Cinder trabajaba para el gobierno de la Comunidad o para Levana; que estaba en complot con la princesa lunar desaparecida o sabía dónde estaba la princesa lunar; que estaba relacionada de alguna manera con el brote de letumosis, o que había seducido al emperador Kaito y estaba embarazada de una cosa lunar-terrícola-cyborg.

Había casi la misma cantidad de rumores en torno de Carswell Thorne, incluidas teorías sobre la verdadera razón por la que estaba en prisión –entre ellas conspirar para asesinar al emperador anterior– o de cómo había estado trabajando con Linh Cinder desde hacía años, antes de que esta fuera arrestada, o de sus conexiones con una red clandestina que se había infiltrado en el sistema carcelario desde hacía años, preparándose para el día en que necesitara su ayuda. Esta nueva teoría sugería que Carswell Thorne era en realidad un taumaturgo lunar cuya misión era ayudar a Linh Cinder, de modo que Luna tuviera una excusa para iniciar la guerra.

Básicamente, nadie sabía nada.

Excepto Cress, quien estaba enterada de los delitos de Carswell Thorne, de su juicio y su fuga; al menos de los elementos de su fuga que pudo reunir utilizando los videos de vigilancia de la prisión y los testimonios de los guardias de turno.

De hecho, Cress estaba convencida de que sabía más acerca de Carswell Thorne que cualquier otra persona viva. En una vida en la cual lo novedoso y lo diferente era tan raro, él se había convertido en algo fascinante para ella. Al principio le molestaba su aparente codicia e imprudencia. Cuando desertó del ejército había dejado a media docena de cadetes y dos oficiales varados en una isla del Caribe. Había robado una colección de estatuas de diosas de la Segunda Era a un coleccionista privado de la Comunidad Oriental y un juego de muñecas para dormir venezolanas que estaban en préstamo en un museo en Australia, y que probablemente no volverían a exhibirse al público. Había acusaciones adicionales por un robo fallido a una joven viuda de la Comunidad que poseía una vasta colección de joyería antigua.

Cress había seguido hurgando, cautivada por el camino que seguía hacia su autodestrucción. Como si estuviera viendo la colisión de un asteroide, no podía apartar la mirada.

Pero entonces habían empezado a surgir extrañas anomalías en su investigación.

Edad: ocho años. La ciudad de Los Ángeles vivió cuatro días de pánico después de que un raro tigre de Sumatra escapó del zoo. Los videos de vigilancia de la jaula mostraban al joven Carswell Thorne, de paseo con sus compañeros de clases, abriendo la jaula. Luego diría a las autoridades que el tigre se veía triste encerrado de esa manera y que lo lamentaba. Afortunadamente nadie, incluido el tigre, resultó lastimado.

Edad: once años. Sus padres reportaron a la policía que les habían robado en la noche: un collar de diamantes había desaparecido del alhajero de su madre. El collar fue rastreado hasta un sitio de ventas en la red, que mostraba que había sido vendido recientemente a un comprador en Brasil por 40.000 univs. El vendedor era, desde luego, nada menos que Carswell, quien no había tenido oportunidad de enviar el collar; lo obligaron a devolver el pago y a ofrecer una disculpa formal.

En esa disculpa, que se hizo pública para evitar que otros adolescentes tuvieran la misma idea, él aseguró que solo estaba tratando de obtener dinero para una institución caritativa local que ofrecía androides asistentes a los ancianos.

Edad: trece años. Carswell Thorne fue suspendido una semana del colegio después de pelear con tres chicos de su grado, pelea que perdió, de acuerdo con el reporte del androide médico. Él afirmó que uno de los chicos había robado una pantalla portátil a una chica llamada Kate Fallow. Carswell estaba tratando de recuperarla.

Uno tras otro, los problemas llamaban la atención de Cress. Robo, violencia, allanamiento, suspensiones del colegio, reprimendas de la policía. Aun así, cada vez que le daban la oportunidad de dar una explicación, Carswell Thorne siempre señalaba una razón. Una buena razón. De las que detienen el corazón, aceleran el pulso e inspiran asombro.

Como ocurre cuando el sol asciende sobre el horizonte, su percepción comenzó a cambiar. Después de todo, Carswell Thorne no era un canalla sin corazón. Si alguien se tomara la molestia de conocerlo descubriría que era compasivo y caballeroso.

Él era exactamente la clase de héroe con que Cress había soñado toda la vida.

Tras ese descubrimiento, los pensamientos sobre Carswell Thorne empezaron a infiltrarse en ella a cada momento. Soñaba con profundas conexiones entre sus almas, besos apasionados y aventuras temerarias. Estaba segura de que bastaría simplemente con que él la conociera para que sintiera lo mismo. Sería uno de esos romances épicos que surgen con una explosión y arden al rojo vivo por toda la eternidad. El tipo de amor que el tiempo, la distancia o incluso la muerte no podrían separar.

Porque si había algo que Cress sabía acerca de los héroes es que no podían resistirse a una damisela en apuros.

Y ella, ciertamente, estaba en apuros.

Cress

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